Vicente de Paúl: la fe que dio sentido a su vida. III. Dios mío, lo bueno que sois

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Jacques Delarue · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1977.
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III. Dios mío, lo bueno que sois

Vincent-de-Paul-and-bible-alternateEl Señor Vicente no escribió largos tratados ni disertó prolijamente sobre Dios. Pero hablaba de él continuamente y sobre todo, no cesaba de hablarle. Aun cuando conversa con los hombres, está siempre en conversación con Dios. Le interpela. Le toma por testigo. Se admira:

«Dios mío, ¡lo bueno que sois! Dios mío, ¡lo bueno que sois, si Monseñor Francisco de Sales, criatura vuestra, tan lleno está de bondad!».

Tales propósitos son característicos del sesgo de su fe. El conocimiento de Dios creador no es para él una noción abstracta; sino que toma ocasión de todo lo que descubre de bueno para remontarse a la fuente de toda bondad. Es para él un descubrimiento nunca terminado, al paso de los acon­tecimientos y de las situaciones, y no cesa de admirarse.

Ese mismo movimiento se encuentra en su manera de ce­lebrar la hermosura de Dios: «¿Qué hay de comparable a la hermosura de Dios, que es el principio de la belleza y per­fección de las criaturas? ¿No es de él de quien reciben su brillo y su belleza las flores, los pájaros, los astros, la luna y el sol?».

Cuando evoca el misterio de la Santísima Trinidad, es sobre todo para recordar la importancia de darlo a conocer, pues sabe cómo afirman ciertos doctores que su conoci­miento explicito es necesario para la salvación. Esa es la recomendación que él hace con calor: «Debemos aficionar­nos todos mucho a no dejar pasar ocasión alguna de enseñar este misterio». Pero él mismo no da una enseñanza explícita sobre esa materia que no sea, por ejemplo, figurándose una comparación, de paso, para animar a las Hijas de la Caridad a que vivan en la unidad.

Una relación habitual con Dios

No se reduce para el Señor Vicente el conocimiento de Dios a un conjunto de nociones exactas; aun cuando estime esa exactitud, lo vive. Aquel a quien así conoce no es para él un extraño, sino Alguien con el que está constante­mente en relación personal y cuyo conocimiento ilumina todo lo que hace. Si un hermano, por ejemplo, le interrumpe en una conversación con un asunto temporal; al reanudar luego la plática: «Veis, Señor, dice, cómo de las cosas de Dios de las que ahora hablábamos, tengo que pasar a los asuntos temporales; y eso a ejemplo de Dios que, estando toda la eternidad ocupado en engendrar a su Hijo, y el Hijo y el Padre en producir al Espíritu Santo, además de eso, digo, de esas acciones divinas ad intra, creó el mundo ad extra y se ocupa continuamente de conservarlo con todas sus dependencias».

Encuentra uno aquí las formulaciones tradicionales de la teología; pero si se quiere en realidad saber qué era para él la Trinidad, hay que oirle hablarnos del Padre, decirnos quién es para él Jesucristo, enseñarnos el discernimiento de espíritus que permite reconocer al Espíritu de Dios. Y nos lo dice a la manera misma de Dios, descubierta en la ora­ción y en el Evangelio:

«Dios es una fuente inagotable de sabiduría, de luz y de amor; hay que salir de sí mismo para entrar en Dios; hay que consultarle para aprender su lengua. Cuando Nuestro Señor trataba con los hombres, no ha­blaba por propia iniciativa; Mi ciencia, decía, no es mía, sino de mi Padre; las palabras que os digo no son mías, sino que son de Dios. Eso nos enseña que hemos de recurrir a Dios, para que no seamos nosotros quie­nes hablemos ni obremos, sino que sea Dios».

Vicente mismo dio ejemplo de lo que aquí recomienda; y es este conocimiento sabroso de Dios lo que nos transmite en palabras sencillísimas cuando nos habla de la bondad del Padre y de su Providencia.

Estimar a Dios

«Dejemos hacer a Dios, recomienda a las Hijas de la Caridad, pues nos ama con mayor ternura que un pa­dre a su hijo. Además, ¿qué haremos, qué ganaremos con no tener confianza en Dios? ¡Ay! No somos capa­ces de guiamos a nosotros mismos. Hay que dejar ha­cer a Dios, pues es nuestro Padre. Y así, mientras ten­gamos confianza en Dios, tendrá él cuidado de noso­tros. Ay, hijas mías, si os abandonáis a la guía de la Providencia, Dios tendrá cuidado de vosotras; os lle­vará como de la mano en las situaciones más enojosas; si estáis enfermas, os consolará; si estáis presas, estará a vuestro lado para defenderos; si sois flacas, él será vuestra fortaleza. Y así no tenéis más que dejar que os guíe Nuestro Señor. Estad listas para hacer cuanto él quiere que hagáis. No temáis ir adonde os envíe. Creed que en todas partes Dios tendrá cuidado de vosotras».

Y se refiere, según su hábito, al Evangelio:

«Así es como se inició la Iglesia. Los apóstoles eran todos gente pobre, no sabían nada, iban descalzos, no llevaban cayado. Y sin embargo ¡qué no hicieron con la gracia que Nuestro Señor les dio! Convirtieron a to­do el mundo».

El Señor Vicente se admira ante lo que descubre de la acción de Dios a través de los hombres que se dejan guiar por él; ese reconocimiento le estimula a crecer siempre más en lo que llama la estima de Dios:

«Apliquémonos, hermanos míos, a concebir una muy grande estima por la majestad y por la santidad de Dios. ¡Oh! si tuviésemos una mirada tan sutil, que pe­netrase un poco en lo infinito de su excelencia, ¡oh Dios mío, oh hermanos míos, qué sentimientos tan grandes tendríamos! Diríamos que los ojos jamás vieron, ni los oídos oyeron, ni los espíritus comprendieron nada se­mejante. Es un abismo de dulzura, un ser soberano y eternamente glorioso, un bien infinito que comprende todos los bienes; todo es allí incomprensible. Ahora, la certeza que tenemos de que está por encima de todo entendimiento debe bastarse a hacérnoslo estimar in­finitamente…, y en la medida en que lo estimemos, le amaremos también y este amor producirá en nosotros un deseo insaciable de reconocer sus beneficios y de procurarle verdaderos adoradores».

La mirada de fe que el santo dirige a los hombres y a los acontecimientos le provoca continuamente a la contem­plación y a la acción de gracias, y esta mirada a Dios le re­mite a los hombres para compartir con ellos el amor infinito así descubierto; no puede guardarlo para sí; encuentra acen­tos chocantes para evocar la ternura benévola de esta bon­dad cuya experiencia realiza constantemente:

«Animo, ¡Dios sea loado! Dios sea loado y glorificado por siempre. ¡Oh! Sí, hermanos míos, una vez que Dios toma afecto a un alma, haga ésta lo que haga, la sufre. ¿Nunca visteis a un padre con un niño pequeño al que ama mucho? Sufre a este pequeño todo lo que le ha­ce, y hasta le dice a veces: Muérdeme, hijo mío. ¿De dónde proviene eso? Es que ama a su hijito. Lo mismo hace Dios con nostros, hermanos míos».

Esta experiencia de Dios nos indica el camino que lleva a él y por el que no cesa de encaminar a los hombres: el abandono y el amor. Es, en boca del Señor Vicente, un verdadero estribillo:

«Creedme, Señores y hermanos míos, es una máxima infalible de Jesucristo, que de parte suya os he anun­ciado a menudo, que una vez vaciado de sí mismo un corazón, Dios lo llena; es Dios quien mora y obra allí dentro; y no seremos entonces nosotros quienes obremos, sino Dios en nosotros, y todo irá bien». «La caridad hace ir a Dios, repite a las Hijas de la Caridad; ella hace que le amemos con cuanto dan de sí nuestros afectos, que deseemos le ame y sirva todo el mundo, que se conozca y ame esta eterna verdad, esta inmensidad, esta pureza, esta bondad, esta sabi­duría, esta providencia divina, esta eternidad en la que comunica su gloria a los bienaventurados y que hace se eleven a Dios continuas oraciones por todo el mundo».

Como siempre, no sabría separar amor de Dios y amor al prójimo, y eso es para él ocasión de comparaciones ines­peradas:

«Ese es nuestro espíritu; pero sobre todo la caridad para con Dios y el prójimo. Esas son las máximas a que debéis ateneros, declara a las Hermanas, sin acu­dir a otras, en apariencia buenas y aun mejores. Bue­no sería ver a las Hijas de la Caridad tomar las máxi­mas de las Carmelitas, que tienen un espíritu muy austero; y el vuestro es un espíritu de caridad, que os obliga a consumiros por el servicio del prójimo. Bueno sería ver a un obispo entrar en la cartuja, hacerse car­tujo; no haría lo que Dios le pide, sino otra cosa. Esas prácticas son buenas para ellos, pero no para nosotros».

Dejar hacer a Dios

No entra en sus comparaciones desprecio alguno para otras vocaciones. Su único cuidado es ver cómo Dios, en su bondad, se sirve de cada uno según lo que espera de él. Dejemos hacer a Dios, sin detenernos en temores demasiado humanos, ni excusarnos con nuestras limitaciones e insufi­ciencias:

«Pero, Señor, ¿por quién velará la Providencia, si no vela por sus servidores?». «Si sois inclinado al mal, sabéis que él lo es sin comparación mucho más a hacer el bien, y hasta hacerlo en vos y por vos. Tras haber echado una mirada a vuestras miserias, mirad ya siem­pre a sus misericordias, deteniéndoos mucho más en su grandeza para con vos, que en vuestra indignidad para con él, y más en su fortaleza que en vuestra fla­queza, abandonándoos con esta mirada en sus brazos paternales y con la esperanza de que él mismo hará en vos lo que de vos pide, y que bendecirá lo que hagáis por él».

Con mayor vigor todavía afirma:

«Tenemos dentro de nosotros el germen del poder infi­nito de Jesucristo; de ahí que nadie pueda poner la falta de fuerzas como excusa; siempre tendremos más fuerzas de las necesarias, principalmente llegada la oca­sión; pues cuando se está en la ocasión, se siente uno hombre nuevo».

Para que así sea, importa mucho no dejarse llevar por miras demasiado humanas o por ambiciones personales:

«Sabéis, Señor, que los dones de Dios son diferentes y que él los reparte como bien le parece: uno es sabio e inepto para gobernar; otro va hacia la santidad, y no es bueno como guía; y por tanto es cosa de su divina providencia llamarnos a los quehaceres para los que nos ha dado algún talento, y no que nosotros presuma­mos éstos. Nuestro Señor, que había destinado a los apóstoles para que fuesen jefes de todas las Iglesias del mundo, díjoles ser él quien los había elegido; él les dio el hermoso precepto de que quien quisiera ser el primero se hiciese servidor de los demás. Eso es también lo que nos enseñó con su ejemplo, habiendo venido para servir y tomado forma de servidor».

No menos importa en el cumplimiento de una tarea o de una misión, aplicarse a ir en pos de Dios, sin pretender adelantarle lo más mínimo. Siempre se impuso esta regla al Señor Vicente, y la experiencia le hace recomendarla infatigablemente:

«Soy particularmente devoto de seguir paso a paso a la adorable Providencia de Dios; y la experiencia me hace ver que lo ha hecho todo en la Compañía (de los Sacerdotes de la Misión) y que nuestras providen­cias le obstaculizan. La gracia tiene sus momentos. Abandonémonos a la Providencia de Dios y guardé­monos mucho de adelantarla. El consuelo que Nuestro Señor me da es pensar que, por la gracia de Dios, siempre hemos procurado seguir y no prevenir a la Providencia, que tan sabiamente sabe llevar todas las cosas al fin para el que Nuestro Señor las destina. Cierto, Señor, jamás vi mejor la vanidad de lo contra­rio, ni el sentido de estas palabras, que Dios arranca la viña por él no plantada».

Y si el santo se hace terrible para aquellos que, por una necia vanidad, se atribuyen el mérito de algún éxito, es en nombre de esta convicción de fe, de que Dios solo es autor de todo lo bueno; nosotros no somos sino pobres instrumen­tos que todo lo echaríamos a perder si él mismo no guiara todas nuestras palabras y todas nuestras obras.

«Guardaos mucho de atribuiros efecto alguno de los que la divina bondad realiza por vuestro medio; come­teríais un robo y ofenderíais a Dios, quien es único autor de todo lo bueno».

Llega hasta hablar de sacrilegio a propósito de aquellos que emplean la divina palabra para hacerse valer y que se diga:

«He ahí un hombre elocuente, que tiene gran capaci­dad; ¡tiene fondo y talento! Debemos trabajar pura­mente para gloria de Dios y salvación de las almas; pues obrar de otro modo, es predicar para sí mismo, y no para los demás. ¿Qué hace quien predica para hacerse aplaudir? Un sacrilegio, sí, un sacrilegio».

Por lo demás, el Señor Vicente está bien persuadido de que tales éxitos no durarán largo tiempo:

«Este hombre se confía demasiado a su prudencia, a su ciencia, a su propio espíritu. ¿Qué hace Dios? Se retira de él, le deja allí, para que renocozca su inutili­dad, y que aprenda por propia experiencia que, por mucho talento que tenga, nada puede sin Dios».

Quien busca a Dios, y no a sí mismo, nada tiene que temer.

«Dios nada nos pide que sea contrario a la razón».

Este consejo da el santo a un sacerdote inquieto por no tener ciertos días tiempo de hacer oración. Había aprendido por sí mismo que, de manera habitual, Dios no nos pide más que lo que es razonablemente posible:

«He estado toda la mañana —escribe un día a Luisa de Marillac— tan absorbido por los negocios, que apenas he podido hacer un poco de oración y con muchas dis­tracciones; juzgad lo que podéis esperar de mis ora­ciones en este santo día. Eso no me desalienta, sin em­bargo, pues pongo mi confianza en Dios, y no por cierto en mi preparación y en todas mis artes; otro tanto os deseo de todo corazón, pues el trono de la bondad y de las misericordias de Dios se funda sobre el cimiento de nuestras miserias. Confiemos, pues, ma­cho en su bondad, y nunca seremos confundidos, como nos lo asegura por su palabra…».

Hay que tener presente al espíritu esta bondad de Dios a fin de comprender lo que significa para el Señor Vicente hablar del Buen Dios, por ejemplo, para reconfortar a los enfermos:

«¡Oh hermano mío!, muy mal lo pasáis, pero bien me­rece el Buen Dios que suframos mucho por él. Sufrís mucho, hijo mío; pero ¡lo grande que será el mérito que por ello tendréis! Bien, ¡hermano mío!, bien, ¡her­mana mía! ¿Amamos de veras al Buen Dios? Sirvámosle pues, pero sirvámosle según su agrado, y dejémosle hacer. Hará con vosotros las veces de padre y de ma­dre; será vuestro consuelo y vuestra virtud y, finalmen­te, la recompensa de vuestro amor».

Algunas observaciones para concluir este descubrimien­to de la bondad de Dios al que nos invita el Señor Vicente.

Comienza por invitarnos a hacer la más concreta y hu­milde experiencia partiendo de nuestra vida de todos los días, al paso de las situaciones y de los acontecimientos; no hay azar; la divina Providencia lo dispone todo según su bondad; hay que reconocerla, y

«dejarnos guiar por nuestro Padre que está en los cie­los, afanándonos en la tierra por no tener sino un úni­co querer con él».

Este sencillo paso es un camino muy seguro para cono­cer a Dios. El Señor Vicente no ignora las admirables ele­vaciones de sus contemporáneos, Bérulle o Francisco de Sales, en torno a Dios, y de ellas se oyen a veces ecos en sus pláticas. Pero ese mismo Dios, alcánzalo él de manera más habitual viviendo bajo su mirada y según su idea.

No hay que imaginarse, sin embargo, que viviera en la constante evidencia de la bondad de Dios. Creía en ella. Era para él una certeza de fe a la que se atuvo siempre a través de los tiempos confusos y en medio de múltiples difi­cultades de todo orden.

Esta esperanza indefectible en la constante bondad de Dios no está reservada a vocaciones particulares, a las Hijas de la Caridad y a los Sacerdotes de la Misión, con quienes él habitualmente la comparte. Está al alcance de todos. aun de los más humildes y sobre todo de ellos. Se brinda a todos, siempre y por doquier.

Es lo que jovialmente ilustra el deseo de buen viaje que dirige a Luisa de Marillac en una de las cartas más antiguas que nos han llegado:

«Id pues, Señorita, id en nombre de Nuestro Señor. Ruego a su divina bondad os acompañe, sea vuestro solaz y vuestro camino, vuestra sombra contra el ardor del sol, vuestra cubierta contra la lluvia y el frío, vues­tro mullido lecho para cuando estéis cansada, vuestra fuerza en vuestro trabajo, y que, finalmente, os devuel­va sana y salva y llena de buenas obras».

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