I. Lo que creía el señor Vicente
Lo que creía el Señor Vicente es muy sencillo y puede caber en un par de frases: Dios nos ama, aun siendo pecadores; Jesucristo es nuestro Salvador. Él envió a los Apóstoles para que llevaran la Buena Nueva a los pobres. Hoy una vez más, quiere hacernos instrumentos suyos con esa misma misión. Dejemos hacer a Dios, y guardémonos de adelantarnos a su Providencia.
Lo que así creía, constituía al mismo tiempo su fe cristiana y sus convicciones de hombre, íntimamente fundidas en la unidad de su personalidad vigorosa. Exprésalo él en un lenguaje muy directo, en el que abundan los inesperados hallazgos y las imágenes pintorescas.
En efecto, no nos dejó libro alguno en el que pudiésemos encontrar su pensamiento sistematizado por él mismo. Era un santo del todo sencillo y familiar; no conoció ni éxtasis ni milagros; no compuso grandes obras; se esforzó por vivir humilde y fielmente a nivel de hombre, a nuestro nivel, la misión divina que había recibido de su Salvador.
Lo que creía, descubrímoslo de manera muy directa y muy concreta a través de lo que vivió. Ocho volúmenes de cartas, cuatro volúmenes de pláticas a las Hijas de la Caridad y a los sacerdotes de la Misión nos lo muestran construyendo su vida y su obra según lo que reconocía ser la voluntad de Dios sobre él. Se dirige a eclesiásticos lo más a menudo, a obispos, y sobre todo a sacerdotes o a religiosas. Pero lo que expresa es tan esencial y traduce tan hondamente lo que él mismo vive, que nadie podría quedar indiferente y cada cual puede encontrar allí una luz para su propia vida, todavía hoy. Si las circunstancias han cambiado, no caduca el Señor Vicente, y su sencillísima palabra nos alcanza aún directamente.
Una fe sobria
Un punto sin embargo amenaza con sorprender de buenas a primeras: la asombrosa desconfianza que parece manifestar en relación con la ciencia, no la ciencia profana, sino la que estudia el objeto de la fe. Hay momentos en los que nos preguntamos si no exagera:
«En el seminario, es más necesaria la piedad y una ciencia comedida con la comprensión del canto, de las ceremonias, de la predicación y de la catequesis, que mucha doctrina».
Hasta llega a proscribir la usanza de cursos dictados:
«Más valdría no enseñar la filosofía que enseñarla de esa manera».
Pero se explica: si se les dicta un curso,
«los alumnos se fían de sus apuntes y no aplican el juicio y la memoria, y así permanece su espíritu vacío, mientras se cargan de papeles, los cuales puede que no lean ya más».
La revisión de los cursos magistrales no data de hoy. Sobre este punto como sobre otros muchos, el pensamiento del santo es en realidad profundamente equilibrado:
«Es necesaria la ciencia, hermanos míos, y ¡ay de quienes no aprovechan el tiempo! Pero temamos, temamos, hermanos míos, y, me atrevo a decir, temblemos, temblemos mil veces más de cuantas yo sabría decir; pues quienes tienen talento deben temblar mucho: scientia inflat; y quienes no lo tienen, tanto peor si no se humillan».
Su desconfianza se explica por la experiencia de que hay espíritus brillantes pero aventureros que terminan por dejarse arrastrar a posturas extraviadas, como si nadie antes que ellos hubiese podido verdaderamente comprender el mensaje de la revelación:
«El Señor Codoing no cree que Nuestro Señor subiese al cielo y dice que Roma, los concilios y los Padres no entendieron bien la Sagrada Escritura, y tiene otros sueños semejantes… ¡Ay Señor, qué extraño demonio es la vanidad del talento!».
De ahí que dé consejos llenos de sabiduría sobre «los medios de estudiar como es debido: son…
1) estudiar sobriamente, queriendo tan sólo aprender las cosas que nos convienen según nuestra condición.
2) Estudiar humildemente, es decir, no desear que se sepa ni que se diga que somos sabios; no querer prevalecer, sino ceder a todo el mundo… ¡Ay! lo difícil que es encontrar un hombre muy sabio y muy humilde!…
3) Hay que estudiar de suerte que el amor corresponda al conocimiento, particularmente en los que estudian teología».
Este último punto es para él capital y ayuda a comprender las fórmulas en apariencia excesivas que emplea al dirigirse a las Hijas de la Caridad:
«Estoy seguro de que la ciencia no sirve, y de que un teólogo, por sabio que sea, no halla ayuda alguna en su ciencia para hacer oración».
No duda, efectivamente, en afirmar de otro lado que «los sabios y humildes son el tesoro de la Compañía». Y anima a los jóvenes estudiantes que van a comenzar el estudio de la filosofía:
«Que la filosofía que vais a aprender os sirva para amar y servir más al Buen Dios, elevaros a El por amor, y que al mismo tiempo que estudiéis la ciencia y la filosofía de Aristóteles, y que aprendéis todas esas divisiones, aprendáis la de Nuestro Señor y todas sus máximas y las pongáis por obra, de suerte que lo que aprendáis no sirva para infiaros el corazón, sino para que sirváis mejor a Dios y a su Iglesia».
¿Cuál es, pues, su verdadero pensamiento? Es que aunque la ciencia sea necesaria, no es ella en definitiva la que salva las almas:
«No son los sabios, sino los que más gracias de Dios tienen, quienes más fruto producen».
Lo que cree el Señor Vicente no reposa sobre la sabiduría de los discursos humanos, sino sobre la palabra de Jesucristo. Según la expresión de Pascal, es de un orden distinto. Para él, el Evangelio es una fuente a la que vuelve indefectiblemente para allí descubrir los pasos humanos al mismo tiempo que divinos con los que el Hijo del Hombre se pone a buscar hombres para salvarlos.
Y es para nosotros un motivo de asombro ver con qué ingenuidad aparente reanuda él sin descanso su lectura para en ella encontrar inesperadas justificaciones a sus afirmaciones:
«El deseo de aprender es bueno, con tal de que sea moderado. La medianía basta, y la ciencia que quiere tenerse por encima de ella es más de temer que de desear para los obreros del Evangelio, porque es peligrosa: infla, induce a ostentar, a granjearse un crédito y, finalmente, a rehuir las acciones humildes, sim ples y familiares, que son, sin embargo, las más útiles. Por eso tomó Nuestro Señor a discípulos que no eran capaces de tomar a su vez a otros».
Se suma aquí a la comprobación de san Pablo en Corinto: «Mirad vuestra llamada, hermanos, porque no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles… Sino que lo que es tontería para el mundo, lo ha elegido Dios… Yo también llegué ante vosotros con debilidad y con miedo y con mucho temblor; y mi palabra y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría… para que vuestra fe no sea por sabiduría de hombres, sino por poder de Dios»1
De ahí que, después de haber apoyado en la elección de los discípulos por Nuestro Señor la afirmación de que «la medianía basta», invite a su corresponsal a incrementar su ciencia acudiendo a dos nuevas fuentes: la experiencia
«la cual le enseñará muy pronto lo que le falta»,
y Jesucristo hallado en la oración:
«Si no queréis saber más que a Jesucristo crucificado, si no queréis vivir más que de su vida, no dudéis, Señor, de que él mismo será vuestra vida y vuestra acción».
Dirigiéndose a las Hijas de la Caridad, quienes en su mayor parte eran
«pobres campesinas»
sin instrucción, gustaba de repetirles lo que era en él una convicción profunda:
«Mis queridas hermanas, os basta con amar a Dios para ser muy sabias».
Ya san Juan nos había enseñado que el que ama conoce a Dios. Este conocimiento está al alcance de los más humildes:
«La menor mujercita y el lego más ignorante del mundo, si aman a Dios, hacen oración mucho mejor que yo…».
El Señor Vicente estaba con toda verdad persuadido de ello.
Una fe que transforma la vida
Lo que creía el Señor Vicente no se nos muestra como una doctrina, y no se presenta como una enseñanza. Es una vida que brota, recia y vigorosa, y que se expresa de manera del todo espontánea a merced de las circunstancias. Para ilustrar esta manera de vivir y de expresarse, he aquí algunas propuestas características que nos ayudan a presentir lo que bajo su pluma hubiese podido ser un volumen titulado, según una fórmula hoy en boga, El credo que ha dado sentido a mi vida.2
«Para las cosas divinas, no creo en los medios humanos más que en el diablo».
«¡Ay Señor, cómo pasaría de grado por el menor de todos como él, quien conociera bien a Jesucristo crucificado!… Si queremos que se nos prefiera a los demás y tener cosas que nos distingan de ellos, tened por cierto, Señor, que Nuestro Señor os hará caer en tal confusión que seremos de despreciar ante esos y ante todo el mundo. En esta verdad creo, como creo en que tengo que morir».
«Acordaos siempre de que en la vida espiritual se tienen poco en cuenta los comienzos; se mira el progreso y el fin. Judas había comenzado bien, pero terminó mal, y san Pablo terminó bien, pese a haber comenzado mal. La perfección consiste en la perseverancia invariable, en la adquisición de las virtudes y en el avance en éstas, porque en el camino de Dios, se retrocede al no avanzar, por razón de que el hombre nunca permanece en el mismo estado».
«Dios no es mudable; quiere que todos se mantengan en el estado en que él los ha puesto; quien abandona éste no tiene seguridad».
«El Buen Dios hace siempre nuestros asuntos, cuando hacemos nosotros los suyos». «Cuidemos más de extender el imperio de Jesucristo que no nuestras posesiones; hagamos sus asuntos y él hará los nuestros; y honremos su pobreza con nuestra moderación, ya que no lo hagamos imitándole enteramente».
Estos ejemplos ilustran bien ciertos rasgos esenciales de lo que creía el Señor Vicente.
Para comenzar, se trata a buen seguro de una fe. Las convicciones que con tanto vigor expresa no son máximas de sabiduría humana; arraigan en Dios y en la certeza del modo de obrar de Dios en el mundo cuando quiere servirse de nosotros.
Su fe es muy sencilla; instala a quien se abandona a ella en la confianza, en la paz y en la alegría. Eso fluye ya con evidencia de los textos más antiguos que tenemos de él, las cartas de dirección espiritual que dirigía a Luisa de Marillac, viuda desde hacía poco de Antoine Le Gras, llena de inquietud por su hijo único Miguel, al que quisiera ella ver acceder a las órdenes, y perdida de inmediato, apenas la lejanía del Señor Vicente le hace temer la falta de los consejos necesarios.
«No pudiendo ir a veros yo mismo, le responde, ruego a Nuestro Señor tenga a bien deciros él lo que debéis hacer. El hará las veces de director; sí, por cierto, las hará, de suerte que os haga ver que es él. Sed, pues, su querida hija, muy humilde, muy sumisa, y muy llena de confianza, y esperad siempre con paciencia la manifestación de su santa y adorable voluntad. Confiaos a él, os lo suplico, y tendréis el cumplimiento de lo que vuestro corazón desea.
Dios es amor y quiere que uno se mueva por amor. El Reino de Dios es la paz en el Espíritu Santo; él reinará en vos si vuestro corazón está en paz. Conservaos muy alegre, Señorita, os lo ruego, en la disposición de querer lo que Dios quiere. Obrad, pues, en hora buena, suavemente y sin prisa. Todo llega a tiempo para quien sabe esperar; eso es cierto, de ordinario, y más aún en las cosas de Dios que en las demás. Así que, ánimo, continuad, mi querida hija, sosteniéndoos en esta buena postura y dejad hacer a Dios».
La aplicación de estas reglas tan simples se tiñe de una cierta vehemencia cuando es preciso templar la solicitud abusiva de la madre por su hijo:
«Señorita, jamás he visto madre alguna tan madre como vos; apenas sois mujer en cosa otra alguna. En el nombre de Dios, Señorita, dejad vuestro hijo al cuidado de su Padre, que le ama más que vos, o, por lo menos, quitaos la premura por él. Dejad que Dios le guíe. Sí, me diréis, pero es por Dios por quien me veo en pena. No es ya por Dios por quien os veis en pena, si para servirle penáis… Os digo buenas tardes y no lloréis ya la suerte de vuestro querido Miguel…».
Una fe justa
Debe subrayarse un último rasgo de lo que creía el Señor Vicente: su fe es justa; es firme en cuanto al fondo, y equilibrada en su expresión pese a aparentes extremosidades.
Un solo ejemplo puede ilustrar aquí esta justeza de espíritu: su reacción ante los errores del naciente jansenismo. Durante una quincena de años, había estado en relación con el abad de Saint-Cyran:
«Durante el dicho tiempo de quince años, tuve bastante comunicación con él, y en él reconocí a uno de los mayores hombres de bien que yo jamás haya visto».
Pero llega un momento en que le inquieta lo que oye decir de su amigo:
«A finales del año 1637, en el mes de octubre más o menos, fui a visitar al dicho Señor de Saint-Cyran en su casa de París, y le puse en conocimiento de los rumores que corrían sobre él, a saber, de algunas opiniones o prácticas contrarias a la práctica de la Iglesia, que se decían ser sostenidas por él, como que obligaba a algunas personas a hacer penitencia tres o cuatro meses antes de darles la absolución».
Hallando otra vez el mismo error algunos años más tarde en el libro de Antoine Arnauld, De la frecuente comunión, que trataba de la recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, reaccionó una vez más ante esta publicación, la cual tenía un gran éxito:
«¿Cómo puede sostener seriamente el Señor Arnauld que la absolución borra verdaderamente los pecados, si enseña que el sacerdote no debe dar la absolución al pecador más que después de cumplida la penitencia, y que la razón principal por la que quiere que se observe este orden, es dar al pecador tiempo para que expíe sus crímenes mediante una saludable satisfacción? ¿Puede seriamente creer que la absolución expía los pecados un hombre juicioso que quiere se expíen éstos mediante una saludable satisfacción antes de recibir la absolución?».
Tiene la misma sana reacción para con la comunión frecuente, de la que la obra incriminada, pese a su título, apartaba:
«Es verdad, Señor, escribe a un lector conmocionado, que no hay sino demasiada gente que abusa de este divino sacramento, y yo, miserable, más que todos los hombres del mundo, y os ruego me ayudéis a pedir perdón a Dios; pero la lectura de ese libro, en lugar de aficionar los hombres a la comunión frecuente, más bien los ahuyenta».
En cuanto a la forma de las expresiones del Señor Vicente, a menudo pintoresca y figurada, toma de grado, como el Evangelio, sus términos de comparación de la sencillez de la vida cotidiana. La perseverancia de los trabajadores, el valor de los soldados, la infatigable obstinación de los negociantes en la prosecución de sus tratos se proponen de grado como ejemplos a los obreros del Evangelio para que estimulen su actividad:
«Nunca o muy raramente faltan los agentes de la justicia a la hora de levantarse y acostarse, de ir a palacio y volver de él; la mayoría de los artesanos hacen lo mismo; sólo nosotros los eclesiásticos somos tan amantes de nuestra comodidad que no andamos sino a merced de nuestras inclinaciones».
Hay a veces expresiones del Señor Vicente que nos parecen excesivas. «Exagera», pensamos. Para comprenderlas bien, hay que recordar quién es el Señor Vicente y a quién se dirige. Es un meridional, bullente y espontáneo, cuyo pensamiento fluye sin ansias de multiplicar los matices, aun cuando parezca lo más a menudo asombrosamente justo; y lo que a veces parece excesivo, si se aísla tal o cual expresión, puede parecerlo en los sentidos más contradictorios. Lo hemos visto a propósito de la ciencia:
«Estoy seguro de que la ciencia no sirve», dice a las Hijas de la Caridad. «Que la filosofía que vais a aprender os ayude a amar y servir más al Buen Dios», recomienda a los estudiantes.
Hay que ver siempre aquí a quién se dirige. Si llega efectivamente a exagerar, es para combatir la exageración inversa de sus interlocutores o de sus corresponsales. Pero su convicción profunda, infatigablemente reiterada, es que la verdad está en el justo medio. Justamente al fin de su larga existencia se comprueba una notable alianza entre el ardor de las convicciones y la justa mesura en la aplicación.
Lo que cree aparece entonces COMO el fruto de una larga y dolorosa experiencia de Dios y de los hombres, la de un anciano que tiene guardada, más ardiente que nunca, la llama de su juventud. La expresa en máximas sencillísimas infatigablemente repetidas:
«La virtud no se encuentra en los extremos, sino en la discreción. Hay que ser firme e invariable en el fin, manso y humilde en los medios. La virtud tiene vicios a ambos lados, pero el exceso es loable en comparación con el defecto y debe tolerarse más».
Sí, lo demasiado, en materia de virtud, es sin duda preferible a lo demasiado poco; y por eso, por ejemplo, si, por su cuenta personal, nos da el Señor Vicente la impresión de exagerar en el sentido de la humildad, es porque muy a menudo exageramos nosotros en el sentido inverso.
Después de haber así presentado lo que creía el Señor Vicente, réstanos dejar que nos diga él mismo lo que eran su fe y sus convicciones. Pero importa antes descubrir con él cuáles fueron las grandes etapas de la historia de su fe.