Vicente de Paúl, Documento 037: Declaración De San Vicente De Paúl En El Proceso De Beatificación De San Francisco De Sales

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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17 abril 1628

En el nombre del Señor. Amén.

El día 17 de abril del año 1628, en la sesión undécima, en la capilla de santa Mónica de la iglesia de las religiosas de la Visitación de santa María del convento de París, se interrogó al padre Vicente de Paúl, sacerdote de Dax, superior de los sacerdotes de la Misión, capellán real de las galeras de Francia, presentado por el reverendo padre Justo Guerin, de la congregación de clérigos regulares de san Pablo, procurador de esta causa. Tras la citación, fue amonestado por los señores jueces de la gravedad del perjurio y juró con la mano en el pecho, según la costumbre de los sacerdotes, decir la verdad tanto sobre los interrogatorios como sobre los artículos, prescindiendo de todo odio, favor, temor, lucro, etc., en esta causa; y a las correspondientes preguntas de los jueces respondió de esta manera.

A lo primero: Sé que el perjurio en todas las causas, y especialmente en las de canonización, es un gravísimo pecado mortal, que no quiero cometer jamás, con la misericordia de Dios.

A lo segundo. Me llamo Vicente de Paúl; soy indigno sacerdote superior de los sacerdotes de la Misión, capellán real de las galeras de Francia, de unos cuarenta y ocho años de edad.

A lo tercero: No solamente confesé por Pascua mis pecados y recibí la sagrada eucaristía, sino que me confieso muchas veces a la semana y, por la gracia de Dios, celebro casi diariamente el santísimo sacrificio de la misa.

A lo cuarto. Nadie me ha instruido sobre la manera o las cosas que he de declarar ni espero ningún provecho material de lo que diga en esta causa, sino sólo la mayor gloria de Dios y de su siervo Francisco de Sales, obispo de Ginebra mientras vivió.

A lo quinto. Nunca he sido acusado, gracias a Dios, de ningún crimen, ni he sido procesado por ningún juez, ni he sido denunciado o excomulgado nominal o públicamente.

A lo sexto. Acudí a este lugar citado por el señor Renato Ferrier, en nombre de las venerables religiosas, para someterme a examen y jurar decir la verdad de todo sobre lo que se me pregunte por los jueces en esta causa.

Pasando a los artículos contenidos en la Remisoria, preguntado sobre los mismos, respondió:

Del primer artículo hasta el vigésimo tercero inclusive nada tengo que decir, ya que lo que en ellos se contiene no es conocido por mí.

Al artículo 24, de la fe del siervo de Dios Francisco de Sales responde: Muchas veces me honré con el trato de Francisco dé Sales, obispo y príncipe de Ginebra, de feliz memoria; de lo que supe por tratar personalmente con él y de lo que me enteré por los que residieron más tiempo a su lado, testifico ante Dios y ante Jesucristo que tengo por verdad todo cuanto sigue; ciertamente me consta con claridad que tuvo en grado eminentísimo la fe ortodoxa y que no ahorró esfuerzo alguno en su afán por propagarla, hasta el punto de exponer su propia vida llevado del celo ardentísimo por convertir a los herejes que pululaban desde hacía casi setenta años en el ducado de Chablais, en los territorios de Ternier y Gallard, en la Saboya, junto a Ginebra, donde faltaba casi por completo la fe, y donde muchos millares de herejes se convirtieron y volvieron a la iglesia por sus trabajos y esfuerzos.

Todo esto es verdadero, público y notorio.

Sé además que el siervo de Dios acostumbraba derramar la suavidad de su fe en todos cuantos lo escuchaban, tanto en su conversación, como en las confesiones que oía, de modo que sus oyentes le seguían con facilidad y suavidad cuando explicaba con claridad y lucidez los más sublimes y oscuros misterios; lo cual hacía que hasta los herejes lo admirasen, aun cuando siguieran obstinados en sus principios.

Todo esto es igualmente notorio y público.

No debo tampoco pasar por alto lo que supe de su propia boca y por haberlo visto en su trato familiar, que solía derramar lágrimas, cuando repasaba los capítulos de los libros que él mismo había compuesto, pues se daba cuenta de que todas aquellas cosas las había escrito tan excelentemente, no por su propio ingenio, sino bajo la inspiración de Dios. Surgía también entonces en mi ánimo la suave devoción y el tierno afecto, pues notaba que el siervo de Dios había recibido las luces de lo alto.

Afirmo que esto es verdad.

Añadiré además, basándome en el trato familiar con que me honró, que abriendo conmigo su corazón me dijo una vez que, cuando predicaba, se daba cuenta de que alguno le movía interiormente. «Advierto, me decía, que algo salió de mí, no por propio movimiento, ya que no lo había pensado previamente y lo ignoraba por completo, sino que lo pronuncié por impulso divino».

Los resultados lo demostraban, pues, una vez terminada su predicación, acudían a él con el corazón compungido, refiriendo las palabras que les habían conmovido interiormente. Creo que esto es verdad y afirmo que es cierto su testimonio, pues no sólo inflamaban a todos sus palabras como dardos encendidos, sino que todas sus acciones eran otras tantas predicaciones.

Todo esto es verdadero, público y notorio.

Al artículo 25, sobre la esperanza Sé a ciencia cierta que el siervo de Dios, impregnado de tranquilidad y de paz, dirigía sus pasos hacia la patria con gran suavidad. Lleno de esa abundancia, superaba todo temor, excepto el casto temor que es compañero del amor; y siempre semejante a sí mismo, confiando plenamente en la bondad divina, no se dejaba aplastar por las tribulaciones, por muy grandes que fueran. Por el contrario, ayudado confiadamente por esa misma esperanza divina, demostraba una enorme energía en levantar los ánimos de todos, de lo cual pueden dar testimonio fidelísimo todos cuantos le trataban y los que seguían afortunadamente su dirección.

Con cuánta constancia, ecuanimidad y serenidad consumió el curso de su vida el siervo de Dios se deduce del hecho de que, al acercarse el momento de su muerte, como le preguntasen si tenía miedo a la muerte, respondió que confiaba en el Señor; al preguntarle de nuevo si le dolía al menos tener que dejar sin acabar la congregación de religiosas de la Visitación, respondió: «El que la empezó, la acabará, la acabará, la acabará». Al objetarle lo del Eclesiástico: «¡Oh, qué amarga es, muerte, tu memoria», continuó diciendo: «para el hombre que pone su paz en sus riquezas». Por lo que aparece claramente que él, lejos de las cosas terrenas, estaba unido sólo a Dios, en el que había puesto toda su esperanza. Y recibiendo la extremaunción con ánimo alegre, respondía mansamente a cada una de las preces de las unciones.

Así me lo refirieron testigos fidedignos, y testifican de ello los que escribieron su biografía.

Al artículo 26, de la caridad con Dios El siervo de Dios amaba a Dios con un amor especial; los argumentos de donde lo deduzco son los siguientes:

1º  La paz tan tranquila que gozaba, y que era una señal de su unión con Dios; así lo observé junto con otras muchas personas.

2º  Los trabajos que emprendió para destruir el pecado, contrario a la caridad, con tanta asiduidad (como todos saben), indiferencia, tanto con los ricos como con los necesitados, sin discriminación de sexo, administrando a todos los sacramentos, especialmente la penitencia, con la que se borra el pecado.

3º  Para promover cada vez más la gloria de Dios (sometiendo al pecado, que es lo que se le opone), atendía fácilmente a todos los que acudían a él, sin distinción de personas, tanto religiosos como seculares y laicos, a consultarle en asuntos de conciencia.

4º Deduzco su ardentísima caridad para con Dios al observar la tranquila mansedumbre del siervo de Dios que procedía de su recogimiento en la presencia de Dios y de su afanoso deseo de tratar interiormente con él, lo que le hacía pronunciar sentencias suavísimas que brotaban de su familiar trato con Dios; estos mismos anhelos demuestran también sus escritos.

5º  También lo deduzco de su ardiente deseo de conformarse a la imagen del Hijo de Dios, con el que llegó a conformarse hasta tal punto, según observé, que muchas veces admiré en mi interior cómo era posible que una pura criatura llegase hasta una cima tan alta de perfección, a pesar de la fragilidad humana.

6º  También es un testimonio fidelísimo de amor ardentísimo a Dios la obra inmortal y nobilísima Del amor de Dios, que publicó impulsado por la abundancia de su fruición del amor divino. Es un libro ciertamente admirable, que tiene tantos pregoneros de la suavidad de su autor como personas que lo leen. Yo he procurado con todo interés que se leyera en nuestra comunidad como remedio universal para todos los lánguidos, como aguijón para los perezosos, como estímulo del amor, como escala para la perfección. ¡Ojalá todos lo manejasen con la dignidad que se merece! No habría nadie que pudiera escaparse de su ardor.

Al artículo 27, de su caridad con el prójimo Me consta con certeza que fue perfecto el amor al prójimo del siervo de Dios. Así lo deduzco de los siguientes argumentos:

1º  El ardiente deseo del progreso de todos en lo que se refiere a la salvación, inflamándoles en el amor de Dios que él mismo sentía. Lo experimenté esto en mis conversaciones privadas con él.

2º  Consta con toda claridad que se había empapado hondamente de aquellas palabras de Nuestro Señor Jesucristo: Todo lo que hagáis a uno de mis hermanos, a mí me lo hacéis, dado que nunca rechazó a ninguno de los que acudían a él para cosas temporales o espirituales; y ciertamente, entre las prudentes disposiciones que tomó para el régimen de su casa, quiso ante todo que sus criados no apartasen a ninguno de los que quisieran acercarse a él.

Por lo que atañe en primer lugar a la ayuda a los necesitados, entre otras muchas obras piadosas que sería largo enumerar, y pasando por alto el que mandó por este motivo que se vendieran sus vasos de plata para socorrer a los pobres,  referiré únicamente lo siguiente: como un sacerdote le indicase que se veía oprimido por la pobreza, se quitó enseguida la capa que llevaba y se la entregó a aquel sacerdote; hoy se realizan con ella muchos milagros.

Y no menos se distinguió este siervo de Dios por su enorme caridad con el prójimo en proporcionarle los auxilios espirituales conducentes a la salvación. No rechazaba esfuerzo alguno en este intento. Más aún, los aceptaba con ánimo alegre y diligente, sin omitir nada que pudiera dar alguna esperanza de salvación de un alma, incluso a costa de su salud, animado por dos estímulos: primero, el gran dolor que sentía por la perdición de las almas; segundo, el ardiente celo por su salvación y por devolver al verdadero Pastor las ovejas descarriadas.

Todo esto afirmo que es verdad, tanto por mis conversaciones particulares con él como porque así lo dice la fama popular.

3º  No dejó nunca de predicar la palabra de Dios, con lo que elevaba a las almas, oyendo sus confesiones, administrando los demás sacramentos, catequizando a los niños por todos los lugares anteriormente citados, aunque todo ello le causase graves molestias.

4º  También me consta su caridad por el gran honor que tributaba a todos los que cultivaban con fidelidad la viña del Señor y por el gran dolor que experimentaba al perder a cualquiera de ellos, que pasase a la otra vida.

5º  El fervor de este siervo de Dios brilló especialmente en sus predicaciones públicas (que yo consideraba como un evangelio vivo), encendiendo la llama vehemente de la devoción en sus oyentes espirituales; brilló también en sus conversaciones privadas y familiares, de las que permanecían pendientes todos cuantos participaban en ellas; se acomodaba de tal forma a la capacidad de cada uno, juzgándose deudor de todos, que no permitía que ninguno de cuantos le consultaban, tanto sobre asuntos graves como sobre cualquier escrúpulo, se marchase insatisfecho y sin algún consuelo. Cuando repaso en mi mente las palabras de este siervo de Dios, excitan tanto mi admiración que me muevo a creer que ha sido el hombre que mejor copió al Hijo de Dios, mientras moró en esta tierra; lo que aumenta más mi admiración es que, a pesar de ser una persona de tal categoría, que se necesitaba para atender a cosas de la más alta importancia, permitía que lo entretuviese cualquier persona, aunque fuera de baja condición, dejándolo todo por atenderla y dejarla totalmente satisfecha: ¡tanto era su aprecio de la paz y de la tranquilidad del alma!

Todas estas cosas son verdaderas, públicas y notorias.

Al artículo 28, de las virtudes cardinales: 1. De la prudencia. Me consta por muchos motivos que la prudencia del siervo de Dios brilló de forma eminente.

1º  Ordenó su hacienda doméstica y toda su familia de un modo admirable y con unas normas adecuadas, de forma que nunca se vio en su casa o en su familia a nadie ocioso o enredador.

2º  Gobernó con tanta prudencia su diócesis, a pesar de que estaba bajo doble potestad, o sea, la del rey de Francia y la del duque de Saboya, que, conservando la paz con ambos, logró unir la tranquilidad temporal con la espiritual.

3º  Al erigir y fundar la orden de religiosas bajo el título de la Visitación de la Santísima Virgen María con una previsión admirable y gran unción del Espíritu Santo, con unas constituciones muy santas redactadas por él y aprobadas por la Sede Apostólica, les dio una forma admirable de vivir. En todo ello, orientando su intención y todas sus acciones a Dios como a su último fin, buscó su propia salvación y la de todos sus familiares y súbditos, de los que siempre tuvo un cuidado muy solícito y cordial.

4º Supo componer las disensiones y calmar los ánimos y las pasiones; en estas ocasiones brilló claramente la prudencia del siervo de Dios, resolviendo todos los nudos de las dificultades, a pesar de que estuvieran muy complicados, y poniendo las cosas en claro, de forma que todos los admiraban y condescendían con él, sin atreverse a resistirle.

5º  Lograba trasformar las conciencias de los que se confiaban a su dirección. La experiencia ha demostrado que las almas que obedecían a este siervo de Dios realizaban grandes progresos en la vida espiritual en poco tiempo, de forma que, mejorando su espíritu, odiaban todo lo que antes amaban y abrazaban con amor lo que antes rechazaban.

6º Una vez al-regladas todas las cosas, como si estuviera ya bien formado el cuerpo, le inspiraba con sus saludables consejos un soplo de vida, que era el mismo estimulo amoroso del que él estaba lleno.

Todo esto es verdadero, público y notorio.

II. De la justicia. La observó con todo esmero, haciéndose todo para todos y manteniendo así profundamente la paz con el prójimo según la voluntad de Dios. Le dio a su diócesis su fiel presencia corporal y la vigilancia propia de su cargo, al papa y a la iglesia su obediencia, a Dios la reverencia que le debía por los beneficios que le había concedido y el culto supremo que se merece. Para mayor gloria de Dios, brilló ante los demás por sus buenos ejemplos, de modo que lo admiraban todos cuantos conocieron a este siervo de Dios.

Concedía los beneficios a los que estaban capacitados para ellos, y confería los cargos a las personas según las normas del santo concilio de Trento, no concediendo nunca un cargo eclesiástico sin examinar y tener testimonios suficientes de la rectitud de vida y costumbres del candidato.

Todo esto es verdadero, público y notorio.

III De la fortaleza. Consta que estuvo dotado de gran fortaleza por los arduos trabajos que emprendió y llevó a cabo durante toda su vida, como he podido saber por medio de personas fidedignas, sobre todo por el empeño que puso, durante tres años, en la conversión de los herejes del ducado de Chablais y de Ginebra, a quienes se dirigió varias veces por orden del sumo pontífice, a pesar del grave peligro de su propia vida, no atendiendo a dificultad alguna, especialmente cuando trató de restituir al seno de la iglesia (como le había ordenado el sumo pontífice) al heresiarca Teodoro Beza. No dudaba en humillarse ante los demás con tal de promover la gloria de Dios, dedicándose a la salvación de las almas y administrándoles los sacramentos de la eucaristía y la penitencia.

IV. De la templanza. Soy testigo ocular de la moderación que empleaba en calmar las pasiones del ánimo y los deleites del espíritu, absteniéndose de todo lo que fuera superfluo para el cuerpo y de cosas que a los demás les parecían necesarias. Tenía tan bien sometidas las pasiones del ánimo y los movimientos de la razón que no sólo mantenía siempre el mismo tenor de vida, sino que ni siquiera su rostro se inmutaba ante las cosas prósperas o adversas.

Al artículo 29, sobre la castidad. Tenía en tanta estima la castidad, que todos, y yo mismo, lo consideramos como virgen.

De personas fidedignas he sabido, y lo han escrito además sus biógrafos, que en cierta ocasión intentaron atraerle con halagos algunas mujeres, pero que, amonestadas por él mismo, tuvieron que retirarse compungidas, con lágrimas en los ojos.

Al artículo 30, sobre la humildad. Resumiendo las cosas puedo decir que el siervo de Dios se mostraba respetuoso con todos, siempre dispuesto y preparado para oír los consejos de los demás, menos confiado en su parecer que en el de los demás. Nunca evitó el trato con personas de baja condición, cuando tenía esperanzas de que pudieran aprovechar espiritualmente. Fue siempre un ejemplo perfecto y cabal de humildad para todos, especialmente para mí.

Al artículo 31, de la paciencia. Siempre aprecié en él una paciencia admirable: no le afectaban las injurias ni le quebrantaban las calamidades, no le asustaban las enfermedades, soportaba con decisión las molestias y las persecuciones; recibía gozosamente por Jesucristo, como si se tratase de grandes ganancias, los reproches y las distintas pruebas. Siguiendo a Cristo, deseaba sufrir más; siempre igual a sí mismo, tenía el alma en sus manos.

Al artículo 32, de la mansedumbre. Se deduce la admirable mansedumbre del siervo de Dios del hecho de que nunca permitió que le dominara la ira; la obligó a estar siempre tan sujeta a la razón que la gente decía que no tenía hiel, aunque los médicos aseguran lo contrario, sino que reprimía la ira por virtud; así lo probaron más tarde cuando, al examinar su cuerpo, encontraron la hiel convertida en piedrecillas. Yo mismo he visto algunas de ellas, que se conservan como reliquias.

Todo es verdadero, público y notorio.

Al artículo 33, de la oración. Sé que entre sus ejercicios espirituales cultivaba con esmero la oración, tanto vocal como mental, con tanto recogimiento, tranquilidad de espíritu y paz que, cuando asistía en el coro con los canónigos al canto de las divinas alabanzas, arrebataba los ojos de todos, moviéndolos a piedad y a devoción, pues unía la modestia a la gravedad en la compostura de su cuerpo y de su alma. Añadiré que, cuando iba a celebrar el santo sacrificio de la misa (que nunca omitía, a pesar de sus gravísimas ocupaciones), se recogía y entraba en su interior con gran suavidad; así lo hizo incluso el día anterior a su muerte. Todos los días rezaba con especial devoción el rosario en honor de la bienaventurada Virgen María, meditando los misterios con tanta suavidad que es imposible explicarlo.

Todo esto es verdadero, público y notorio.

Al artículo 34, del amor a los enemigos. Siempre acompañó esta virtud al siervo de Dios. En ninguna ocasión se le vio privado de ella. Son muchos los ejemplos que lo demuestran. Sólo referiré uno, que conozco de persona muy digna de fe y de muy elevada virtud. Cierto noble, sospechando falsamente que un pariente suyo había legado parte de sus bienes al monasterio de la Visitación de su ciudad impulsado por los consejos del siervo de Dios Francisco de Sales, entró en su habitación con rostro amenazador, dispuesto a injurias mayores e intentando acercarse a él con los puños para golpearle; entonces, al ver al siervo de Dios que permanecía imperturbable y sereno, arrepintiéndose en su interior y lleno de confusión, se puso de rodillas ante él y le pidió perdón; él lo recibió con benignidad, diciéndole: «Ya te he perdonado», y le habló con palabras muy afectuosas.

Al artículo 35, del celo por la fe y la predicación de la palabra de Dios. Este fiel siervo de la familia sobre la que lo había puesto el Señor, administró esmeradamente a todos el alimento espiritual, según las necesidades de cada uno, predicando a los mayores, catequizando a los niños (parecía que nunca iba a terminar), con tanto celo y ardiente piedad que él mismo escribía con su mano unas notas para los niños, para que se preparasen a lo que luego iba a explicarles. Los niños le atendían con diligencia, arrebatados por su suavidad y dulzura y oyéndole a medida de su capacidad. De allí se siguieron frutos abundantes: convirtió a la fe a muchos herejes, atraídos de este modo, y redujo a mejor vida a muchos pecadores. Todo esto es verdadero, público y notorio.

Al artículo 36, de las obras de misericordia. Sin acepción de personas, en cuanto podía, consolaba y visitaba personalmente a todos los enfermos; les distribuía con largueza sus propios bienes, tanto en sus casas privadas, como en los hospitales y en las cárceles; nadie quedaba defraudado en sus deseos: ayudaba a los pobres con sus limosnas, confortaba a los pusilánimes, animaba a los afligidos con la abundancia de su suavidad, devolvía a los tristes las dulzuras del espíritu, confortaba con palabras divinas a los condenados a muerte, exhortaba en la última hora a los moribundos administrándoles con gran ternura los sacramentos.

Todo esto es verdadero y conocido por todos.

Al artículo 38, del arreglo de disputas y discordias. Traté este asunto en la respuesta al artículo 28. Aquí referiré solamente un ejemplo. La fama del celo de este siervo de Dios por obtener la paz y la reconciliación entre todos llegó a los mismos herejes, ya que era grande su influencia para reconciliar los ánimos y arreglar las cosas. Un noble hereje de Ginebra le pidió que le ayudara a componer sus diferencias con el señor conde de San Albano; él lo logró con tanta eficacia y fortuna que ambos, el católico y el hereje, hicieron las paces con admiración de todos.

Al artículo 38, sobre la religión. El siervo de Dios poseía hondamente arraigada en su ánimo la virtud de la religión; la manifestaba en todas sus acciones, especialmente en las que se referían al culto divino, a los sagrados misterios y a sus funciones sagradas, tanto en público como en privado, haciéndolas con gran recogimiento, con dulzura de espíritu, con grave humildad, con atención devota, con humilde majestad, de forma que cuantos lo miraban veían que estaba sumido en los divinos misterios; tal era el ejemplo que daba a todos que los ojos se llenaban de admiración y las almas se inflamaban en piedad.

Y para que ante Dios y los ángeles no parezca que me quedo corto en alabar su celo por el culto divino, que brotaba de su consideración del amor de Dios, sólo recordaré aquí que la suavidad de su bondad se desbordaba suavemente, como un ejemplo de devoción, sobre los que gozaban de su trato; yo mismo participé de esas delicias, pues me acuerdo de que, hace unos seis años, estando enfermo en la cama, repasaba en mi interior y daba vueltas a la idea de la bondad que Dios mc había manifestado: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuánta tiene que ser tu suavidad, si fue tan grande la de tu siervo Francisco de Sales!».

Todos lo experimentaron así y es fama común.

Al artículo 39, de la resignación. Sé a ciencia cierta que el siervo de Dios estaba dotado de una sublime prudencia, no tanto natural como sobrenatural, dada por Dios, a fin de discernir los internos movimientos de las almas y los pensamientos más recónditos. Algunas veces fue invitado por el superior de una congregación, cuyo nombre callo por reverencia, para que se dignase oír a un novicio que predicaba por primera vez en una habitación privada; le preguntaron luego por tres veces qué le parecía, y por fin respondió: «Temo a este muchacho digno de lástima». El infeliz cayó en apostasía el ano siguiente y renunció a la religión; cuando se lo comunicaron al siervo de Dios, gimió y, recogiéndose unos momentos, añadió: «Espero que consiga finalmente la misericordia de Dios». Su esperanza no fue vana; poco tiempo después aquel joven, movido a penitencia, volvió a la casa de donde había salido derramando lágrimas y volvió a ser recibido.

Todo esto es verdad y lo refieren los que escribieron su biografía.

Al artículo 40, de la discreción de espíritus, no respondió nada el venerable padre Vicente de Paúl.

Al artículo 41, de la magnanimidad. Consta que el siervo de Dios se distinguió en la magnanimidad por las cosas arduas y heroicas que llevó a cabo, tanto en la prosperidad como en la adversidad, por las que su ánimo nunca se vio ni exaltado ni deprimido; con suavidad y fortaleza al mismo tiempo, entre los poderosos, entre los herejes, entre los que ponían asechanzas a su vida, en todas las ocasiones, siempre procedió de la misma manera, por encima de todo espíritu terrenal, dirigiéndolo todo a la gloria de Dios y utilidad de la iglesia, atendiendo a su salvación y a la del prójimo, y demostrando una gran tranquilidad de alma y un corazón humilde, generoso en la adversidad y sereno en la prosperidad.

Todo esto es verdadero y público.

Al artículo 42, sobre el celo por las almas que tenía encomendadas. El celo de las almas sometidas a sus cuidados no sólo inflamaba el corazón del siervo de Dios, sino que no lo dejaba parar en el afán por su salvación; no omitía nada, no dejaba nada sin hacer, no atendía a ninguna incomodidad de su parte; se dedicaba por entero a ellas, sobre todo recibiendo sus confesiones, incluso con peligro de su salud, sin distinción de personas ni de sexos, llenando de admiración a sus amigos y a las personas más serias; pues, aunque estuviera agobiado por mil trabajos y fatigas, sabía encontrar siempre tiempo para las confesiones, obteniendo así frutos agradables a Dios en todos estos menesteres.

Todo esto es verdadero y público.

A l artículo 43, del celo por la perfección de las religiosas. Este fiel siervo de Dios se lamentaba de que las esposas de Cristo estuvieran vergonzosamente poseídas por su adversario. Por ello, con gran celo hizo cuanto pudo por separarlas de tan cruel tiranía y darles la libertad de los hijos de Dios. Y lo consiguió con todo éxito. Reformó muchas casas religiosas. Pero como, a pesar de sus deseos y de sus esfuerzos por no dejarle nada al enemigo del género humano y especialmente de las personas religiosas, se daba cuenta de que habría que cerrar algunas casas, de donde salían muchos escándalos, y que seria muy difícil reducir a otras a una mayor observancia, inspirado por Dios, fundó la orden de religiosas de la Visitación de la santísima virgen María, dándole unas constituciones aprobadas por el papa Urbano VIII, para que desde allí se exhalara un suavísimo olor como de un huerto amenísimo; con ello atrajo con suavidad muchas almas hasta llegar a fundar veintiocho monasterios.

Todo esto es verdadero y público.

Al artículo 44, del celo de las almas en general. El siervo de Dios no pudo ocultar el celo que ardía en su alma y necesariamente tuvo que manifestarlo fuera. A la madre de Chantal, fundadora y superiora de varios monasterios de la congregación de la Visitación de la Virgen, le escribió estas palabras: «¡Qué trabajo tan dulce y agradable es para mí el que se emprende por la salvación de las almas!». Por eso no es de extrañar que muchas almas, atraídas por esta dulzura espiritual, acudieran de todas las provincias a ponerse bajo su dirección. Pero este ferviente amador de la salvación de las almas, viendo que no podía atender suficientemente a tantos seglares y religiosos que venían a él de los lugares más remotos, movido por Dios, para ayudar a todos los que deseaban entrar por la vida espiritual, escribió el libro de la Introducción a la vida devota, a pesar de estar ocupado en muchos quehaceres. Una vez publicado este libro, todos lo encontraron tan suave tan útil y tan necesario que, llenos de admiración, por todas partes por las que pasaba el siervo de Dios, aunque fuera por regiones muy distantes, lo mostraban con el dedo diciendo: «Ese es el gran Francisco de Ginebra, autor del libro de la Introducción a la vida devota».

Todo esto es verdadero y público.

Artículo 45, del desprecio del mundo. El siervo de Dios, una vez gustado el panal de la divina miel, despreciaba por completo las cosas terrenas que atraen a la mayoría de los hombres; por eso rehusó muchos beneficios y pensiones que le ofrecían. El rey de Francia le pidió cinco veces que viniera a este reino, haciéndole grandes promesas, pero no pudo conseguirlo. Despreció de buen grado los honores y dignidades para poder dedicarse con mayor libertad, según decía, a propagar la gloria de Dios y promover la salvación de las almas. Este según creo, es el motivo de que escribiera en una de sus cartas. «Elegí ser esclavo en la casa de mi Dios antes que vivir en los palacios de los pecadores».

Todo esto es cierto y notorio.

Del artículo 47 al 52 inclusive, respondió el padre Vicente de Paúl: De lo que contienen estos artículos nada tengo que decir, bien porque muchas de las cosas que allí se contienen no son de mi conocimiento, bien porque ya he dicho en otros artículos lo que sabia.

A los artículos 53 y 54, sobre el honor y las reliquias. Sé que, apenas se separó de su cuerpo el alma del siervo de Dios, acudieron muchos al lugar donde estaba. Lo invocaban de rodillas, con toda devoción, como a un santo; tomaban como reliquia todo lo que podían, su sangre, trozos de su cuerpo, sus vestidos, con ello se han obrado muchos milagros, algunos de los cuales han sido referidos por sus piadosos biógrafos.

A los demás artículos respondió: Sé que en muchas provincias se tiene gran devoción al siervo de Dios, atendiendo a la fama de su santidad y la muchedumbre de milagros; además de lo que se sabe públicamente, yo he observado un milagro que tuvo lugar en el monasterio de la Visitación de la Virgen María de esta ciudad. Una religiosa, atacada de una enfermedad desconocida, siempre que la animaban a alabar a Dios, vomitaba tremendas blasfemias contra los santos, contra el santísimo sacramento de la eucaristía y contra Dios mismo, y profería en voz alta y distinta tan execrables blasfemias y maldiciones cuando se acercaba a comulgar que fácilmente las oían los circunstantes. Cuando la superiora la invitaba a hacer algún acto de ofrecimiento a Dios, respondía que ella no tenía más dios que el diablo. Finalmente, su cuerpo y su alma se sentían arrebatados por tanta violencia y por tan rabioso furor contra la divina majestad que a veces se veía inducida al suicidio para llegar al infierno y poder proseguir allí con más libertad sus injurias contra Dios, pues decía que en esto tendría sus mayores delicias. La mencionada superiora, llena de dolor y compasión, lo intentó todo para ayudarla: consultó a los prelados, a varios religiosos, a todas las personas famosas en asuntos del espíritu y, por consejo de ellos, a los médicos; utilizó los remedios que éstos le aconsejaron, y finalmente recurrió dicha superiora a la intercesión del siervo de Dios. Aplicó parte de su roquete al brazo de la enferma; y en aquel mismo momento quedó libre la religiosa, su alma se llenó de tranquilidad y poco a poco fue recobrando el sueño y el apetito que había perdido; poco después se puso totalmente bien, gozando hasta el día de hoy de buena salud, de un juicio sano y abierto, de forma que ha podido ejercer las principales funciones de su congregación, sin resentirse ya nunca más. Ahora es maestra de novicias. La verdad de todo esto la supe de labios de dicha religiosa, de los de su superiora y finalmente por haber hecho la visita canónica a esa casa.

Y para mayor certeza, repitiendo verbalmente la anterior declaración por mandato de los mencionados señores jueces, la volví a leer clara y distintamente yo, el infrascrito notario, ante el testigo Vicente Paúl, que la escuchó en presencia de los jueces; dijo y afirmó de nuevo que todo aquello había sido y era verdadero, público y notorio y que esa era la fama pública y notoria y lo que se decía por todas partes. En fe de lo cual, el testigo declarante firmó por su propia mano esta deposición ante los jueces, que la firmaron igualmente, y que yo legitimé según costumbre como notarlo delegado para esta causa, sellándola con el sello acostumbrado.

En París, en el lugar, año, mes, día y pontificado como arriba.

Firmado en la minuta original de las presentes.

Yo, Vicente de Paúl, presbítero de la diócesis de Dax en Vasconia, así depongo y atestiguo con toda verdad,

VICENTE DE PAUL

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