SOBRE LAS LUCES VERDADERAS Y LAS ILUSIONES
(Reglas comunes, cap. 2, art. 16)
Razones para aprender a distinguir las luces verdaderas de las ilusiones. Naturaleza y causas de las ilusiones y las principales que se notan en la compañía. Signos para distinguir las luces verdaderas de las ilusiones. Medios para combatir las inspiraciones del espíritu maligno.
Vamos a hablar, mis queridos hermanos, del artículo dieciséis de las máximas evangélicas, que es el siguiente:
Dado que este espíritu maligno se transforma muchas veces en ángel de luz (1) y nos engaña a veces con sus ilusiones, hay que guardarse mucho de dejarse sorprender por ellas, y será conveniente aprender los medios para discernirlas y superarlas. Como la experiencia nos demuestra que el medio más fácil y seguro en ese caso es abrirse con prontitud a los que están destinados por Dios para eso, apenas uno tenga pensamientos sospechosos de ilusión, o alguna pena interior, o tentación notable, se lo manifestará lo antes posible al superior o al director designado para ello, para que él ponga el remedio oportuno; todos recibirán y verán bien su consejo como venido de la mano de Dios y se someterán a él con confianza y respeto. Sobre todo se guardarán mucho de hablar de ello con los demás, tanto de casa como de fuera, ya que la experiencia nos demuestra que, cuando uno se descubre así a los otros, empeora su mal, se contagia de él a los demás y en definitiva se causa un gran perjuicio a toda la congregación.
Este es, mis queridísimos hermanos, el tema sobre el que vamos a charlar. Procuraremos explicar este artículo de la formación que lo hemos hecho en las charlas anteriores. Veremos en primer lugar las razones que tenemos para entregarnos a Dios a fin de distinguir este espíritu de luz del espíritu de las tinieblas, al buen ángel del malo y las luces verdaderas de las falsas ilusiones. Este será el primer punto. En el segundo hablaremos del tema de las ilusiones, indicando su naturaleza y sus causas y las principales que tienen lugar en la compañía. Finalmente trataremos de las señales para conocer las luces verdaderas y las falsas; y si el tiempo lo permite, hablaremos de la forma como hemos de portarnos en la lucha contra las ilusiones del espíritu maligno.
La primera razón es, hermanos míos, que nos jugamos mucho en ello: esto es, nuestra felicidad o desgracia eterna, nuestra salvación o condenación, según sepamos discernir las luces verdaderas de las falsas y abrazar las buenas y huir de las malas. En una palabra, nuestro principal negocio consiste en conocer la importancia que tiene distinguir las máximas de Jesucristo de las del demonio. Toda la desdicha que cayó sobre el mundo por nuestro primer padre, despojado de la santidad y privado de la inocencia en que había sido creado, con la consiguiente sujeción de la naturaleza a todos los castigos de Dios y a los males que hay que sufrir, todo esto proviene de las falsas luces, sí, hermanos míos, de las malas luces. Para daros a comprender esta verdad, escuchad, por favor, el lenguaje que el espíritu de las tinieblas usó con nuestros primeros padres: «¿Por qué no comes del fruto de la vida?, dijo el espíritu maligno, ¿por qué?». «Porque nos lo han prohibido». «No, ni mucho menos; estáis equivocados; la verdadera razón es ésta: que si coméis, eritis sicut dii, os convertiréis en dioses y tendréis un conocimiento mayor del bien y del mal».
De esas falsas luces proceden todas las miserias que hay que sufrir; falsas luces que nos deben hacer comprender cómo son todas las luces del mundo. No creáis, hermanos míos, que es cosa de poca monta, ya que es un crimen enorme haber reducido a todos los hombres a sufrir males tan violentos y continuos, que sólo pensarlo nos llena de terror, ya que es preferible la muerte a una vida tan miserable. Hermanos míos, ¡quién nos diera la gracia de discernir bien lo bueno de lo malo, las redes y artificios del espíritu maligno y finalmente las miserias en que ha caído la pobre naturaleza humana por culpa de las ilusiones!
El segundo motivo es que las falsas luces atacan de ordinario a las personas que se han separado del mundo, más que a las otras. El demonio no tiene que esforzarse mucho en atraer a su partido a las gentes del mundo; no tiene más que proponer lo que quiere, e inmediatamente es obedecido; se hace adorar por ellos, con la esperanza que les da de que gozarán de los placeres que buscan; los tiene bien cogidos, les da vueltas, les deja correr adonde quieren y permite que se entreguen a sus goces, con la seguridad de que los tendrá siempre sometidos y respetarán sus órdenes; pero las personas retiradas del mundo para vivir con Jesucristo están más sujetas a ilusiones. De hecho, fijémonos cómo nuestro Señor, mientras trataba con los hombres y se mantenía en el recogimiento con su Padre, no se vio nunca tentado; pero, cuando se retiró al desierto y se adentró más en la penitencia que no había practicado todavía, entonces es cuando le tentó el espíritu maligno, tomándose el atrevimiento de probarle tres veces. Según esto, como Dios nos ha concedido la gracia de apartarnos del bullicio del mundo, hemos de creer que estamos más expuestos a las ilusiones que las personas del mundo. Este es, hermanos míos, el segundo motivo.
El tercero es que, propiamente hablando, las personas espirituales que viven del espíritu, que viven de una manera espiritual, son las que tienen que saber discernir las falsas luces de las verdaderas, tanto por su interés particular como por el consuelo de sus prójimos; pues, habiendo recibido las luces que el Espíritu Santo comunica a los que se entregan a él, esas personas se dan cuenta de que gozan de la luz y tienen incluso la debida experiencia para ayudar a las almas que se sienten inclinadas a hacer cosas que las conducen a su perdición. ¡Cuántas personas hemos conocido nosotros y conocieron los siglos pasados, que han iluminado a una infinidad de almas, a pesar de no haber sido llamadas al sacerdocio, cuyo oficio propio es ser la luz del mundo! Si es así, padres, y no hemos de dudar de ello, ¡cuánto más nosotros, los sacerdotes, estamos obligados a entrar en el conocimiento de estas cosas y a aprender cuáles son las luces verdaderas, para disuadir a los que caminan en tinieblas y consolar a las almas que se ven atormentadas por las falsas ilusiones! Si no lo hacemos, seremos culpables ante Dios de las almas que perezcan por culpa nuestra, ya que nuestro carácter nos obliga a ello; y si las leyes de Dios se perdiesen, deberíamos establecerlas de nuevo; los pueblos tienen derecho a pedírnoslo, ya que somos sus legisladores y sus maestros. Este es el motivo de que debamos saber distinguir las verdaderas luces. Ya hemos dicho las tres razones. Pasemos ahora a decir qué es esa ilusión.
Ilusión, propiamente hablando, puede tomarse de diversas maneras. Las gentes de justicia acostumbran a usar esta palabra en sus memoriales; de ahí viene que se hable de personas ilusorias, engañosas. No es éste el sentido con que nuestra regla la entiende. La entiende más bien en el sentido de un espejismo, de una luz falsa que el espíritu maligno pone en la imaginación, con repercusión en el entendimiento y con influencia en la voluntad. Esa es la manera y el sentido en el que hay que comprender nuestra regla.
Pero, padre, ¿qué dice usted? Habla usted de un espejismo. ¿Es que las ilusiones hacen aparecer las cosas de una manera diferente de como son? ¿Dice usted que lo que es blanco como un cisne puede parecer negro como un cuervo y que lo que es negro como un cuervo puede parecer blanco como un cisne? Sí, hablo de un espejismo que produce el espíritu maligno en la imaginación, presentándole especies diferentes de la verdad de las cosas que deben expresar. Esas especies entran en la imaginación, suben al entendimiento y se reflejan finalmente en la voluntad, de forma que ese ángel de las tinieblas presenta como blanco lo que es negro, como verdad lo que es mentira.
Pero, padre, ¿qué es lo que dice usted? ¡Eso es muy raro! ¿Pasa eso mismo en alguna otra cosa? Sí, también la naturaleza padece esas ilusiones. Los que han estado en Montmirail han visto cómo un tronco de madera se transforma en una piedra. ¿Cómo es esto? No sé por qué virtud la madera llega a unirse con la piedra y a transformarse en ella, de modo que lo que antes era madera ahora parece ser piedra. Esa madera sigue siendo madera; pero ¿cómo?; los ojos dicen que es madera: el musgo de alrededor, las líneas y las venas que se ven, indican que es madera; pero el tacto dice que es piedra. He ahí una ilusión, hermanos míos. ¿Qué es lo que hace la naturaleza? Se corta un árbol, se pone en él un injerto y, cuando ha prendido, el árbol silvestre se convierte en árbol frutal, o lo que antes era un manzano ahora es un peral. ¿Qué es esto? Una ilusión. Yo he visto a un hombre que tenía un puñal puntiagudo que, a medida que se le quería hundir en un sitio, se iba encogiendo; aquel hombre se lo metía por la boca, y cuando lo veían los demás le gritaban: «Sácatelo, sácatelo»; aunque parecía que la punta se metía por la garganta, no era así; y de esta forma aquel hombre engañaba a la gente. ¿Y qué es, propiamente hablando, la elocuencia? Una ilusión, que hace aparecer lo bueno malo y lo malo bueno, que hace tomar la verdad por falsía y la falsía por verdad, que mediante cierta complicación y artificio de las palabras al mismo tiempo que halaga y encanta al oyente, lo engaña.
Pues bien, si hay tantas ilusiones en el universo, pensad cuántas podrá realizar el demonio, el autor de la mentira, transformándose en ángel de luz, como dice san Pablo (5). Si los hombres, cuyos conocimientos son tan pequeños y limitados, pueden fácilmente engañarse entre sí, ¿qué no podrá el espíritu maligno, que lo sabe todo y que tiene la maña de presentar los objetos de maneras tan distintas como a él le place? ¿Queréis saber lo que es el maligno espíritu en relación con nosotros? No es más que ilusión y engaño; nos convence con su ingenio de que seremos felices, si hacemos esto, aquello; incluso nos hace creer que la gloria de Dios está en que tengamos aplauso en la predicación y en que se nos conozca en toda una provincia. ¡Salvador mío! ¡Cuántas trampas, cuántos engaños y artificios emplea nuestro enemigo para perder a las criaturas que has redimido con tu preciosa sangre!
Me diréis: «Pero, padre, es cierto que el espíritu maligno sabe mucho; pero ¿no pueden los hombres saber las especies y las clases de ilusiones que utiliza el espíritu maligno?». ¡Quién lo pudiera hacer! Pero acordaos de que, cuando caemos en el pecado, se trata de ilusiones, ya que al cometerlo abandonamos el bien soberano para seguir otro imaginario.
¡Ah, Salvador mío! ¡Cuántas trampas para los hombres! ¡Cuántas son las luces que necesitamos para eludir los artificios del demonio! Si el primer hombre, al que Dios había constituido en santidad, cayó en el lazo al primer paso que dio; si los ángeles, creados como luminarias del cielo, se eclipsaron y cayeron en la trampa y, después de haber sido atacados por san Miguel por no haber querido obedecer a las órdenes de Dios, fueron precipitados en el infierno, hermanos míos, después de estas caídas, ¿no vamos a temer? ¿Quién se librará?
Pero, padre, ¿qué hemos de hacer? El demonio sabe cuáles son los humores que contribuyen a fomentar tal o cual pasión, sabe los medios de excitarlas, de modo que, por las falsas luces que pone en la fantasía, hace que uno caiga. El conoce todos nuestros humores; conoce nuestras acciones propias y particulares; ve las que pueden producir un espejismo; sabe juntar todos esos humores y componer un espejismo, que de la imaginación pasa al entendimiento y de allí se presenta a la voluntad para inducirla a dar su consentimiento. ¿Y cómo lo hace? Mejor dicho, ¿no hace más que esto? Por otro lado nos tienta con las criaturas, de las que se sirve como otras tantas trampas para que tropecemos. Ya sabéis la historia de san Antonio y cómo se vio tentado por la representación de criaturas impúdicas que el demonio formaba en su imaginación, con apariencia de mujeres de especial belleza, que se le presentaban totalmente desnudas. El demonio conoce también la manera de formar con el aire ciertos cuerpos, de modo que la criatura, al ver esos objetos, se deja muchas veces llevar por ellos. Añadamos a esto los malos sueños que muchas veces son también efectos del demonio.
A este propósito, os contaré una historia que ya os he contado otras veces; es del papa Clemente VIII, al que tuve el honor de ver. Ya sabéis los motines que hubo en Francia cuando Enrique IV. Aquel príncipe había sido hereje y relapso; esto obligó a sus súbditos a romper con la obediencia que le habrían rendido, si por segunda vez no se hubiera declarado enemigo de la religión católica. Aquel rey, obligado por su conciencia a abandonar sus errores, al ver que los pueblos se negaban a someterse a sus leyes, indicó enseguida a Roma sus deseos de reconciliarse. El papa dijo que era relapso y que, por consiguiente, no era claro su deseo de cambiar y que el deseo de reinar era el que le impulsaba a la reconciliación más bien que el deseo de la conversión. El rey volvió a enviarle sus embajadores; el papa se negó, como antes lo había hecho; sin embargo, temiendo que el rey enviase sus embajadores por tercera vez, ayunó, rezó a Dios para ver si debía dispensar al pueblo, al que había prohibido la obediencia al rey mientras se mantuviera en su obstinación; finalmente, tras haber hecho muchas penitencias y mortificaciones, después de haber mandado que oraran a Dios por este motivo, decidió admitirlo a la penitencia y obligar a sus súbditos a rendirle obediencia. Unos días más tarde, aquel santo varón fue llamado durante la noche al tribunal de Dios, donde se le reprochó que había expuesto a un macho cabrío al pueblo de Dios, que había ordenado a los católicos someterse a un verdugo. Esta visión afligió su alma y se dice que experimentó las mismas penas que las que padeció, según se dice, san Jerónimo al verse azotado. Aquel santo papa viéndose en este estado y temiendo haber cedido demasiado fácilmente ante el rey, envió a buscar algunas personas espirituales para conocer su opinión; pero nadie le contentó, hasta que su confesor, el cardenal Toledo, le dijo que era una ilusión lo que le afligía, que después de haberse comportado con toda la prudencia que requería aquel asunto y haberlo hecho todo con consejo y después de muchas oraciones, tenía que quedarse en paz y creer que todo lo ocurrido era según la voluntad de Dios. Con esto se fue su pena.
¿Qué era entonces lo que había pasado? Una ilusión en el papa, al que quiso turbar el espíritu maligno, no sólo durante el día, haciendo que se le aparecieran criaturas por medio de una reunión de especies, sino incluso durante el sueño. Así pues, la ilusión no sólo se hace de las dos maneras indicadas, sino también de la tercera, o sea, durante el sueño. Por eso hemos de examinar esas ilusiones, incluso las que se presentan mientras dormimos.
Hay otra ilusión de cosas extraordinarias, un espejismo. Se acercará a vosotros una persona a deciros que siente un movimiento, que oye como una voz interior que le grita continuamente que debe dejar a su esposa. ¿Cómo llamaréis esto, hermanos míos? Una extravagancia. En esas ideas extravagantes es donde necesitamos las luces del cielo, para poder dar consejos saludables a esa clase de personas, cuando se dirijan a nosotros. También las necesitamos para aconsejar a las personas que tengan altos pensamientos de llevar una vida fuera de lo común y que quieran cambiar de estado y de condición. Por tanto, hay que estar informados teórica y prácticamente de la naturaleza
y de la diversidad de las ilusiones, para no faltar y para evitar los escollos y los lazos del maligno espíritu, con la ayuda de Dios.
Pero ¿que señales tenemos para conocer esas falsas luces ‘ Os señalaré solamente tres o cuatro para abreviar. La primera es que se verá si una luz es falsa o verdadera, mirando la substancia de la cosa y todas las circunstancias que la deben acompañar. Por ejemplo, una persona desea abandonar a su mujer; si es con su consentimiento y por un buen fin, pase: la Iglesia lo permite en ciertas ocasiones. Una persona desea entrar en una comunidad: hay que ver si esto va contra los mandamientos de Dios y de la Iglesia, o contra las leyes del estado.
Otra señal para discernir la ilusión es cuando tiene algo de supersticioso. Y notaréis que en esto o en aquello hay algo de superstición cuando hay que hacerlo tantas veces, en tal momento concreto, mezclando ciertas hierbas entre sí, haciendo la cosa en presencia de tales personas que sean de tal condición y de tal edad. Todo esto es una ilusión.
La tercera señal es cuando esas ilusiones nos oprimen, nos llenan de confusión y de inquietud. La razón es que el espíritu de Dios no nos inquieta jamás: Non in commotione Dominus. De modo que, cuando uno venga a quejarse a nosotros, a exponernos sus dolores, sus penas y sus luces, cuando veamos que las lleva con inquietud, con amargura y con impaciencia, concluyamos que se trata de ilusión, pues el espíritu de Dios es un espíritu de paz, es una luz dulce que se insinúa en nuestro interior sin violentarnos. Non in commotione Dominus: todo lo que hace va siempre acompañado de suavidad y de dulzura; y como es el Dios de la paz y de la unión, no puede tolerar ninguna turbación ni división. Si, por el ministerio de los ángeles, nos comunica a veces algún favor, será fácil reconocer que esa luz viene de él, si se insinúa en nuestra alma con suavidad y nos mueve a buscar lo que se refiere a la mayor gloria de Dios. Es ésta, hermanos míos, una regla vulgar, pero que nos permite distinguir bien entre las luces verdaderas y las falsas.
4.° Finalmente, si sentimos esto dentro de nosotros mismos, si lo descubre allí nuestro superior o nuestro confesor, sería una ilusión y un espejismo no querer someter a ellos esa luz o prescindir de ellos, ya que el espíritu de Dios lleva a la sumisión a aquellos a quienes anima; el espíritu del evangelio es un espíritu de obediencia; y negarse a obedecer es resistir a la voluntad de Dios. Bien; por ejemplo, se trata de un asunto de importancia que se nos presenta y que nos atañe; ¿qué hacer? Hay que tomar consejo. Si la persona recibe con mansedumbre, con paz, con tranquilidad, el consejo que se le da y se somete a él, es señal de que no hay ilusión en lo que hace o intenta.
Estas cuatro señales son muy comunes; pero, después de haber considerado si había otras ¡he consultado con otras personas sobre ello! me parece que, o bien basta con estas, o bien las demás se reducen a ellas.
Pues, ¡cómo! Dice usted, padre, que el espíritu maligno tiende trampas para hacernos daño, que procura impedir que sigamos nuestras reglas, que está siempre al acecho; ¿qué piensa usted de esto? Que son luces falsas, hermanos míos. ¿Qué es lo que hace que algunos no acudan al oficio? ¿De dónde proviene esa singularidad de algunos de la compañía, de estimar tan poco las prácticas y los consejos que se dan? ¿De quién es obra todo eso? ¿Cuál es su autor? ¿No será el espíritu maligno que pone en nuestro espíritu falsas luces y razones imaginarias, a las que acudimos para dispensarnos de nuestras obligaciones? ¡Oh, Salvador mío! ¡Oh, Salvador mío! ¡Oh, Salvador mío! ¡Cuántas trampas nos pone el demonio! ¿Quién nos dará la gracia para evitarlas?
¿Y cómo podremos ponernos en situación de evitar las ilusiones y de ayudar a los que se sienten atacados por ellas? El primer medio, como ya sabéis, es que se necesita una luz sobrenatural de Dios para distinguir las verdaderas luces de las falsas. Hay que pedírsela a Dios. Yo soy un hermano; no entiendo lo que es una ilusión. Tú me has hecho sacerdote; no conozco bien su dignidad; no conozco las luces que esto requiere; no sé como ayudar a mi prójimo, que está sometido a ilusiones, si tú, Dios mío, no me das tu verdadera claridad para alejarme de la falsa. Te pedimos esta gracia, Señor.
En segundo lugar, no hay que ser demasiado curiosos en querer discernir esos espejismos, porque la curiosidad hace que reflexionemos sobre nuestras propias acciones, que las miremos de diversas maneras, de forma que el espíritu maligno, que ve todo ese enredo de saber, se aprovecha de ello para inquietar a una pobre alma y apartarla hasta hacerla caer en la trampa. De ordinario Dios castiga con ilusiones a los que quieren saber de milagros y penetrar en lo que debería estar oculto. Padres y hermanos míos, huyamos de la curiosidad y busquemos sólo nuestra humillación, sin tener ninguna estima de nosotros mismos, creyéndonos indignos de ver la luz del día, convencidos de que merecemos que todo el mundo nos abandone, sin ver en nosotros más que personas dignas de los castigos de Dios. Una persona que se porte de esta manera no se verá sometida a ilusiones. Por tanto, hay que humillarse delante de Dios, no ver en nosotros más que pobreza y miseria, rechazar todos los pensamientos que vayan en contra de esto, alejar de nosotros toda singularidad, todo deseo de tener éxito en nuestras acciones; y entonces es cuando estaremos en la mejor disposición para distinguir los espejismos. Pero, si buscamos todo lo contrario, ¿qué pasará? Caeremos en el orgullo más sutil, hermanos míos. Si nos examinamos bien, si nos consideramos hijos de Adán, hijos de la cólera y de la maldición, ¡qué felices seremos! Por tanto, humildad; y no sólo respecto a nosotros, sino que la hemos de aconsejar a las personas con quienes tengamos el honor de conversar. La humildad, querer saber ad sobrietatem, querer hacer lo que Dios quiere que hagamos, y admirarnos de que nos soporte su bondad, después de los muchos pecados que hemos cometido. ¡Ay, hermanos míos! Si no nos conocemos, es porque no nos hemos estudiado todavía.
Sabéis muy bien que somos peores que los demonios, sí, peores que los demonios. Pues si Dios les hubiera concedido la décima parte de las gracias que nos ha dado a nosotros, Dios :mío ¿qué uso habrían hecho de ellas? ¡Qué desgraciado que eres! ¡Has sido redimido con la sangre preciosa de un Dios encarnado, dispones de gracias actuales para vivir de la vida de Jesucristo, pero las desprecias! ¿Qué castigo no mereces?
Así pues, estudiémonos bien; y aunque hayamos hecho todo lo que debemos hacer, concluyamos que somos siervos inútiles, sí, siervos inútiles, y tengamos en cuenta que, después de haber examinado bien todas nuestras acciones según su substancia, según sus cualidades y sus circunstancias, veremos que en toda nuestra vida no hemos hecho nada que valga la pena; y si queremos ver esta verdad más profundamente, miremos cómo hemos hecho nuestra oración esta mañana, cómo hemos rezado las horas menores, cómo hemos pasado la mañana, y así todo el resto del día; pasemos, si os parece bien, a los demás días y examinemos delante de Dios todas nuestras acciones y la forma con que las hemos practicado.
Por lo que a mí se refiere, no sé lo que habrán hecho los demás, pero sé muy bien que merezco el castigo; sé que todos sois buenos, que amáis a Dios, que procedéis de buena fe, que camináis rectos en presencia de su divina majestad; pero, ¡ay!, en mí no veo nada que no merezca castigo; todas las acciones que he hecho no son más que pecados, y esto es lo que me hace temer el juicio de Dios. Diría más todavía, pero, propiamente hablando, cada vez me iría comprometiendo más. Sea lo que fuere, digamos que después de haber practicado al pie de la letra cada una de nuestras reglas, seguiríamos siendo siervos inútiles. No dudemos de ello, pues es el mismo Hijo de Dios el que lo ha dicho.
Bien, ¿qué hacer después de todo esto, más que entregarnos a Dios, para que tenga a bien ponernos las armas en la mano para combatir al espíritu maligno? Si hemos caído, si padecemos alguna ilusión, acudamos a Dios y quedaremos en paz; pero no descubramos nuestra intimidad a cualquiera, sino sólo a aquellos que tienen carácter para ello, esto es, el superior o el padre espiritual de la casa. Nuestras reglas dicen que, si se conociesen los daños que se hacen por las comunicaciones con un tercero o con un cuarto, ciertamente no nos manifestaríamos más que a los que Dios ha puesto para ello. Podéis creer, padres, que estos males repercuten en toda la compañía. Y lo mismo que nuestras buenas acciones repercuten en todo el cuerpo de la comunidad, en virtud de la unión que hay de los miembros con la cabeza, de la misma forma todos los males que se producen por esas malditas comunicaciones se extienden sobre toda la compañía. ¿Verdad que da lástima ver en una comunidad a gente que se preocupa por todas las cosas y que tiene que comentarlo todo?. «Oye, ¿qué es eso? ¿qué es aquello? ¿Para qué es eso? ¿Qué es lo que ha pasado?» ¿Y qué ocurre entonces? Se deja en los demás esa maligna impresión; uno se abre a otro; ya son dos; del segundo pasa la cosa al tercero; y así toda la comunidad se ve infectada de ese veneno. «Mira lo que hace ese hermano; mira lo que dice ese padre; mira lo de ese superior», y así en todo lo demás. ¿Adónde lleva todo esto, sino a la destrucción de una compañía? ¡Ojalá Dios quisiera remediar ese desorden! ¡Ojalá tomemos hoy la resolución de entregarnos a su divina bondad para no descubrir jamás nuestras penas más que a los que han puesto por encima de nosotros! ¡Qué felices seríamos entonces, padres y hermanos míos! No es que no haya aquí algunos antiguos muy virtuosos; es que además es infalible que el que se somete a su superior cumple la voluntad de Dios. Dios nos dice entonces: «No ha sido el superior el que te ha mandado esto, sino yo el que te lo he ordenado por medio de tu superior». Y os aseguro que no fallaréis jamás, si recurrís a él. Obremos de esta manera; pidámosle a Dios que instruya a la compañía en estas cosas de las que acabamos de hablar y que nos dé las armas adecuadas para combatir las ilusiones. Es ésta la gracia que le vamos a pedir.