Vicente de Paúl, Conferencia 125: Conferencia Del 28 De Marzo De 1659

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE LA MANSEDUMBRE

(Reglas comunes, cap. 2, art. 6)

Resumen de las conferencias anteriores. Explicación de la virtud de la mansedumbre y su belleza. El padre Vicente expone los diversos actos de esta virtud de la mansedumbre y muestra cómo brillaba en nuestro Señor.

Unas pequeñas molestias que hoy he tenido me han hecho dudar de si podría probar una vez más esta tarde vuestra paciencia en la explicación del sexto artículo de nuestras reglas, que sigue a aquel otro que nos sirvió de tema el último día.

Hasta ahora hemos recorrido cinco artículos del segundo capítulo: el primero era sobre las máximas del evangelio en las que se debe edificar la compañía; se dijo entonces que habíamos de entregarnos de veras a Dios para alimentarnos de esa ambrosía del cielo, para vivir de la manera con que vivió nuestro Señor, y que debíamos dirigir hacia él todas nuestras obras para moldearlas según las suyas; de este modo, conformaremos nuestra vida con la vida del autor de esta doctrina admirable, que él fue el primero en practicar.

La máxima primera que él señaló era buscar siempre la gloria de Dios y su justicia, siempre y por encima de todo lo demás. ¡Qué hermoso es esto, padres! ¡Buscar primero el reino de Dios en nosotros y procurarlo en los demás! Una congregación que siguiera esta máxima de hacer que progresara cada vez más la gloria de Dios, ¡cuánto avanzaría también en su propia felicidad! ¡Cuántos motivos tendría para esperar que todo contribuiría para su bien! Si Dios quisiera concedernos a nosotros esta gracia, nuestra dicha sería incomparable. Conocí a un hombre sabio en el mundo, pero sabio con la sabiduría de Dios, el difunto señor comendador de Sillery, bienhechor nuestro, que así lo practicaba; me decía: «Siempre y en cada cosa hemos de mirar adónde dirigimos nuestros pasos». Pues bien, si entre las personas sabias con una sabiduría común, hay algunas que miran si camina uno derecho, y se preguntan: «¿Adónde vas»? ¡cuánto más habrán de hacerlo los que hacen profesión de las máximas evangélicas, especialmente de la de buscar en todas las cosas la gloria de Dios!. Por eso hemos de preguntarnos: «¿Por qué hago esto? ¿es acaso para mi propia satisfacción? ¿es porque siento aversión a las otras cosas? ¿es para complacerme en una vulgar criatura? ¿O es, por el contrario, para procurar ante todo la gloria de Dios y buscar su justicia?» ¡Qué vida sería ésa, hermanos míos! ¿Acaso una vida humana? No, una vida angelical, ya que haríamos las cosas o las dejaríamos de hacer sólo por el amor que le tenemos a Dios.

Cuando las reglas añaden el artículo siguiente de la voluntad de Dios, que es el alma de la compañía y una de las prácticas en las que más ha de insistir con todo su corazón, es para ofrecernos a cada uno en particular un medio de perfección muy fácil, excelente e infalible, y que hace que nuestras acciones no sean ya acciones humanas, ni angelicales, sino acciones de Dios, ya que las hacemos en él y por él. ¡Qué vida será entonces la de los misioneros! ¡Qué compañía, si consigue portarse así!

Viene luego la sencillez, que hace que Dios ponga sus delicias en el alma que tiene esta virtud. Fijémonos en aquellos de nosotros en los que más se nota el carácter de esta virtud; ¿no es verdad que son los más amables, que su candor nos conquista y que sentimos consuelo al tratar con ellos? ¿Cómo no, si el propio nuestro Señor se complace en los sencillos?

Igualmente, la prudencia bien entendida nos hace agradables a Dios, ya que nos conduce hacia las cosas que se refieren a su gloria y nos hace evitar las que nos apartan de ella, no sólo nos hace huir de la doblez en acciones y palabras, sino que nos hace obrar con sabiduría, rectitud y circunspección, para llegar a nuestros fines por los medios que el evangelio nos enseña, no por cierto tiempo, sino siempre. Es por ahí por donde los prudentes caminan incesantemente. ¡Qué vida! ¡Qué compañía sería ésa!

Si a ello añadís la mansedumbre y la humildad, ¿qué podrá faltarnos? ¡La mansedumbre! ¡La mansedumbre! ¡Qué virtud tan hermosa! Es de la que vamos a hablar ahora, y también de la humildad, si el tiempo lo permite. Son dos hermanas gemelas que están siempre unidas, lo mismo que la sencillez y la prudencia, que no se pueden separar.

¿Qué es lo que será un sacerdote o un hermano que busque el reino de Dios, que abrace la santa práctica de su voluntad, que se ejercite en la sencillez y prudencia cristianas, y finalmente en la mansedumbre y la humildad de nuestro Señor? ¿Qué es lo que seremos todos nosotros, si somos fieles a todo esto? ¿Qué compañía será entonces la Misión? Sólo Dios os lo puede dar a conocer; yo soy incapaz de expresarlo. Mañana,. en la oración, poneos a pensar qué es lo que llegaría a ser la compañía y un hombre particular, si así lo hiciera.

Esto es lo que la regla dice de la mansedumbre:

Todos estudiarán con interés la lección que nos ha enseñado Jesucristo cuando dijo. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», considerando que, como él mismo nos lo asegura, por la mansedumbre se posee la tierra, ya que, obrando con este espíritu, se gana el corazón de los hombres para convertirlos a Dios, mientras que el espíritu de rigor pone impedimentos para ello; y que por la humildad se conquista el cielo, adonde nos eleva el deseo de nuestra propia humillación, haciéndonos subir, como por grados, de virtud en virtud hasta llegar allá

No voy a tratar de la humildad, pues queda poco tiempo para hablar de ella esta tarde.

Se trata de una lección. De una lección de nuestro Señor Jesucristo que nos enseña que hemos de aprender de él, que es manso y humilde de corazón. «Aprended de mí», nos dice. ¡Oh Salvador! ¡Qué hermosas palabras! ¡Qué honor ser alumnos tuyos y aprender esta lección tan corta y tan escueta, pero tan excelente, que nos hace ser como tú eres. ¡Oh Salvador! ¿No vas a tener tú sobre nosotros la misma autoridad que antaño tuvieron los filósofos sobre sus seguidores, los cuales se apegaban tanto a sus sentencias, que bastaba con decir: «El maestro lo ha dicho», para que las aceptasen y no se apartasen nunca de ellas?

Si los filósofos, con sus razonamientos, producían ese efecto de adquirir tanto crédito entre sus discípulos que sus palabras eran órdenes en lo referente a las cosas del mundo, ¡cuánto más nuestro Señor, la sabiduría eterna, merecerá ser creído y obedecido en las cosas divinas! ¡Oh Salvador! Hermanos míos, ¿qué le responderemos cuando nos pida cuentas de las lecciones que nos ha enseñado? ¿Qué le diremos en la hora de nuestra muerte cuando nos reproche por haberlas aprendido tan mal, a pesar de haber sido sus alumnos, a los que él ha enseñado verdades que obran la gracia efectiva, si uno se aficiona a ponerlas en práctica? Entonces resultará que no nos hemos aprovechado de ellas, que no hemos entrado en sus sentimientos, que hemos descuidado todo lo que él nos ha ordenado.

«Aprended de mí, nos dice, a ser mansos». Si sólo fuese un san Pablo o un san Pedro el que, por sí mismo, nos exhortase a aprender de él la mansedumbre, quizás podríamos excusarnos; pero, hermanos míos, es un Dios hecho hombre, que ha venido a la tierra para mostrarnos que estamos hechos para ser agradables a nuestro Padre; es el maestro de los maestros el que nos enseña… ¿qué?, que seamos mansos;… ¿qué más?, que seamos humildes. Danos, Señor, una parte en tu gran mansedumbre; te lo suplicamos en nombre de esa misma mansedumbre, que no puede negar nada.

La mansedumbre, hermanos míos, tiene varios actos, que se reducen a tres principales. El primer acto tiene dos oficios. El primero consiste en reprimir los movimientos de la cólera, las chispas de ese fuego que suben hasta el rostro, que perturban al alma y que hacen que uno no sea ya lo que era. Un rostro sereno cambia de color y se pone negro o gris o inflamado por completo. ¿Qué hace entonces la mansedumbre? Es propio de esta virtud detener todo esto e impedir que nos dejemos arrastrar a esos malos efectos. El que la posee no deja, sin embargo, de sentir esos movimientos, pero se mantiene firme, para no dejarse llevar de ellos; quizás se note alguna contracción en su rostro, pero pronto se tranquiliza. No hemos de extrañarnos de que nos ataque esta pasión; los movimientos de la naturaleza son anteriores a los de la gracia, pero éstos los superan. Por tanto, no hay que extrañarse del ataque, sino pedir gracia para vencer, seguros de que, aunque experimentemos sentimientos contrarios a la mansedumbre, ella tiene la propiedad de reprimirlos. Este es el primer acto, que es maravillosamente bello, y tan hermoso que impide que salga a flote la fealdad del vicio; es una especie de resorte en los espíritus y en las almas, que no sólo templa el ardor de la cólera, sino que apaga sus más mínimos sentimientos.

¡Qué miserable soy! Hace tanto tiempo que estudio esta lección, y todavía no me la he aprendido. Me enfado, cambio de humor, me quejo, murmuro; esta misma tarde me enfadé con el hermano portero, que venía a avisarme de que tenía visita; le dije: «Por favor, hermano, ¿qué hace usted? Le había dicho que no quería hablar con nadie» ¡Que me lo perdone Dios y también ese hermano! Otras veces trato con aspereza a la gente, hablo en voz alta y con sequedad; todavía no he aprendido a ser manso. ¡Miserable de mí! Ruego a la compañía que me soporte y me perdone. Una persona que tenga esta virtud no cae en estas miserias; y aunque a veces se encuentre amargado, solamente produce frutos dulces.

El otro oficio de este primer acto de mansedumbre es el siguiente: consiste en que, siendo a veces conveniente demostrar un poco de cólera, gritar, reprender a alguien, castigar, etcétera, las almas que tienen esta virtud de la mansedumbre no hacen esas cosas por un arrebato natural, sino porque creen que así tienen que hacerlo, como el Hijo de Dios, cuando llamó a san Pedro «Satanás», o cuando les dijo a los judíos: «Id, hipócritas», no una vez sino varias; vemos cómo se repite esta palabra en un sólo capítulo hasta diez o doce veces; y en otra ocasión echó a los vendedores del templo, derribó sus mesas y se mostró como un hombre encolerizado. ¿Eran éstos arrebatos de cólera? No; él tenía la mansedumbre en un grado supremo, que regulaba todos sus movimientos. En nosotros, esta virtud hace que uno sea dueño de su pasión; pero en nuestro Señor, que sólo tenía propasiones, lo único que hacía era adelantar o retrasar los actos de cólera, según era conveniente. Por tanto, si se mostraba severo en ciertas ocasiones, él que era esencialmente manso y benigno, era para corregir a las personas con las que hablaba, para expulsar el pecado y quitar el escándalo; era también para edificación de las almas y para nuestra instrucción.

¡Cuántos frutos produciría un superior que obrase de esa manera! Sus correcciones serían bien recibidas, porque estarían hechas siguiendo la razón y no el humor; cuando reprendiese con energía, no sería nunca por arrebato, sino por el bien de la persona amonestada. Como nuestro Señor tiene que ser nuestro modelo, en cualquier condición que sea la nuestra, los superiores tienen que fijarse en cómo gobernó él y regirse por él. El gobernaba por amor; si a veces prometía la recompensa, otras proponía el castigo. Lo mismo hay que hacer, pero siempre por este principio del amor; se está entonces en el estado en el que el profeta quería que Dios estuviese, cuando decía: Domine in furore tuo arguas me. Aquel pobre rey creía que Dios estaba enfadado con él, y por eso le pedía que no le castigase en su furor. Todos los hombres están en la misma situación; nadie quiere ser corregido con cólera; por eso han de dominar la cólera y los deseos de venganza, de forma que no proceda de ellos nada que no sea por amor. Pocos son los que no sienten los primeros movimientos, como he dicho; pero el hombre manso enseguida logra dominarse.

Este es, por tanto, el primer acto de la mansedumbre, que consiste en reprimir los movimientos contrarios, apenas se dejen sentir, bien sea deteniendo por completo la cólera, bien utilizándola debidamente en casos necesarios, de forma que nunca vaya separada de la mansedumbre. Por eso, padres, ahora que hablamos de ella, tomemos el propósito de que, siempre que se nos presente alguna ocasión de enojo, detengamos cuanto antes este apetito y, recogiéndonos, nos elevemos a Dios y le digamos: «Señor, ya que me ves asaltado por esta tentación, líbrame del mal que ella me sugiere». Que todos hagan este propósito. Y que Dios nos conceda esta gracia.

El segundo acto de la mansedumbre consiste en tener mucha afabilidad,- cordialidad y serenidad de rostro con las personas que se nos acerquen, de forma que sientan consuelo de estar con nosotros. De ahí proviene que algunos, con sus modales sonrientes y llenos de amabilidad contenten a todo el mundo, ya que Dios les ha concedido esa gracia de darles una acogida cordial, dulce y amable, por la que dan la impresión de ofreceros su corazón y pediros el vuestro; mientras que otros, como yo, hosco de mí, siempre se presentan de mal talante y con cara de pocos amigos; esto va contra la mansedumbre. Así pues, hermanos míos, convendrá que un misionero imite a los primeros, de forma que pueda ofrecer consuelo y confianza a todos los que se le acerquen. Podéis ver por propia experiencia cómo esta actitud conquista y atrae a los corazones; por el contrario, se puede observar en las personas que ocupan algún cargo elevado que, cuando son demasiado serias y frías, todos las temen y huyen de ellas. Y como nosotros tenemos que trabajar con los pobres del campo, con los señores ordenandos, con los ejercitantes y con toda clase de personas, no es posible que podamos producir buenos frutos si somos como esas tierras resecas que sólo tienen cardos. Se necesita un aspecto agradable, para que nadie se asuste de nosotros.

Hace tres o cuatro días me consoló mucho la alegría de una persona que había estado aquí algunos días me dijo que había notado entre nosotros un ambiente cordial, una apertura de corazón y una sencillez encantadora (ésas son sus palabras), que le habían dejado muy impresionado.

Bien, hermanos míos, si hay personas en el mundo que deben preocuparse de esto, son los que hacen lo que nosotros hacemos: misiones, seminarios y todo lo demás, donde se trata de insinuarse en las almas para conquistarlas; y esto no se puede hacer más que con unos modales afables y cordiales.

¡Oh Salvador! ¡qué dichosos eran los que tenían la gracia de acercarse a ti! ¡Qué rostro! ¡Qué mansedumbre, qué cordialidad les demostrabas a todos, para atraerlos! ¡Qué confianza inspirabas a todos los que acudían a tu lado! Al primero que captaste fue a san Andrés, y por él a san Pedro, y luego a todos los demás. ¡Salvador mío! ¡Quien tuviera ese aspecto amoroso y esa benignidad encantadora! ¡Cuánto fruto daría en tu Iglesia! Los pecadores y los justos acudirían a él, unos para convertirse, otros para animarse cada vez más. Isaías dice de nuestro Señor… Se dice en la sagrada escritura que nuestro Señor se alimentaría de manteca y miel, esto es para señalarnos su dulzura, que le sería dada para poder discernir el bien y el mal. ¿Cómo es esto? ¿Se acuerda alguien de eso?

Se levantó el padre Portail y dijo: Butyrum et mel comedet, ut sciat reprobare malum et eligere bonum. Le dio las gracias el padre Vicente y repitió este pasaje en francés: «Comerá manteca y miel, para que sepa reprobar el mal y elegir el bien»; y luego añadió:

Creo que sólo a las almas que tienen mansedumbre se les concede poder discernir las cosas; pues, como la cólera es una pasión que ciega la razón, la virtud contraria tiene que ser la que da el discernimiento. ¡Amable Salvador nuestro! Concédenos esa mansedumbre. Hay algunos en la casa que así lo practican, por tu misericordia; concédeles a todos esta misma gracia,. y a mí la de imitarlos en esa suavidad.

El tercer acto de la mansedumbre es cuando, habiendo recibido de alguien algún disgusto, se pasa por encima de todo, no se demuestra ningún enfado, o bien se le excusa diciendo: «No se daba cuenta, lo ha hecho sin pensarlo; ha sido cuestión del primer impulso»; en una palabra, se aparta el pensamiento de la ofensa recibida; y cuando esa persona les dice alguna cosa molesta a esos espíritus dóciles para enfadarlos, no abren la boca para contestar y hacen como si nada hubieran oído.

He oído contar de un canciller de Francia que un día, al salir del consejo, cuando iba a subir a la mula (entonces todavía no se usaban las carrozas), un hombre que había perdido su proceso le dijo: «Juez malvado, tú me has quitado mis bienes; Dios te castigará; apelo a su juicio». La historia dice que aquel señor siguió adelante, sin volver la cabeza y sin decir una sola palabra. Si fue la virtud cristiana la que le hizo tragarse aquella injuria, ¡qué ejemplo para nosotros! Y si no hubiera sido por esa virtud, sino por un principio moral por lo que soportó esa indignidad, ¡qué confusión hemos de sentir cuando nos irritamos por cualquier tontería!

Fue al señor canciller de Sillery al que le aconteció esto; apreciaba en sumo grado la mansedumbre desde que, en cierta ocasión, siendo consejero del parlamento, vio a dos compañeros suyos insultarse y llenarse de injurias; habiéndose dado cuenta de que tenían sus rostros contraídos, pálidos y enfurecidos, se hizo esta reflexión: «¡Vaya! A esos que tenían rostros de hombre, los veo ahora convertidos en bestias, con la boca abierta y llena de espumas y tratándose como animales». Esto se le grabó tanto en el alma que, juzgando de la enormidad del vicio por la fealdad de sus señales, se propuso trabajar sin cesar en la paciencia y la mansedumbre.

Pues bien, si este ejemplo tuvo tanta fuerza ante el primer magistrado de este reino, hasta hacerle sufrir el reproche vergonzoso de aquel hombre sin guardarle ningún resentimiento, cosa muy digna de admiración por el cargo que ocupaba, donde no le faltaban razones humanas ni medios para castigar semejante temeridad, ¿no tendrá tu ejemplo, Salvador mío, más poder sobre nosotros? ¿Te veremos practicar una mansedumbre tan incomparable con los más criminales sin hacernos nosotros mansos? ¿No nos sentiremos impresionados por los ejemplos y enseñanzas que encontramos en tu escuela? Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, haznos en esto semejantes a ti.

La mansedumbre no solamente nos hace excusar las afrentas e injurias que recibimos, sino que incluso pide que tratemos mansamente a quienes nos maltratan, con palabras amigables y, si llegasen incluso a darnos un bofetón, que lo suframos por Dios; es esta virtud la que produce este efecto. Sí, un siervo de Dios que la posea, cuando se sienta ultrajado por alguien, ofrecerá a su divina bondad este rudo trato y se quedará en paz.

Hermanos míos, si el Hijo de Dios se mostraba tan bondadoso en su trato con los demás, su mansedumbre brilló todavía más en su pasión, hasta el punto de que no se le escapó ninguna palabra hiriente contra los deicidas que le cubrían de injurias y de bofetones y se reían de sus dolores. A Judas, que lo entregaba a sus enemigos, lo llamó amigo. ¡Vaya amigo! Lo veía venir a cien pasos, a veinte pasos; más aún, había visto a aquel traidor desde su nacimiento, y sale a su encuentro con aquella palabra tan cariñosa: «Amigo». Y siguió tratando lo mismo a los demás: «¿A quién buscáis?», les dijo, «¡Aquí estoy!». Meditemos todo esto, hermanos míos y encontraremos actos prodigiosos de mansedumbre que superan el entendimiento humano; consideremos cómo conservó esta misma mansedumbre en todas las ocasiones. Le coronan de espinas, le cargan con la cruz, lo extienden sobre ella, le clavan a la fuerza las manos y los pies, lo levantan y hacen caer a la cruz con violencia en el hoyo que habían preparado; en una palabra, lo tratan con la mayor crueldad que pueden, sin poner en todo esto nada de dulzura.

Hermanos míos, os ruego a todos que penséis en aquel horrible tormento, la pesadez de su cuerpo, la rigidez de sus brazos, el rigor de los clavos, el número y delicadeza de sus nervios. ¡Qué dolor, hermanos míos! ¿Es posible imaginar mayor dolor? Si queréis meditar en todos los excesos de su pasión tan amarga, admiraréis cómo pudo y cómo quiso padecerlos aquel que no tenía que hacer más que transfigurarse en el Calvario, lo mismo que lo hizo en el Tabor, para hacerse temer y adorar. Y después de esta admiración, diréis como nuestro manso redentor: «Ved si hay dolor semejante a mi dolor».

¿Y qué es lo que dijo en la cruz? Cinco palabras, de las que ni una sola demuestra la menor impaciencia. Es verdad que dijo: «Elí, Elí, Padre mío, Padre mío ¿por qué me has abandonado?»; pero esto no es una queja, sino una expresión de la naturaleza que sufre, que padece hasta el extremo sin consuelo alguno, mientras que la parte superior de su alma lo acepta todo mansamente; si no, con el poder que tenía de destruir a todos aquellos canallas y de hacerlos perecer para librarse de sus manos, lo habría hecho; pero no lo hizo. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué ejemplo para nosotros que nos ocupamos en imitarte! ¡Qué lección para los que no quieren sufrir nada!

Después de esto, hermanos míos, ¿no hemos de animarnos y aficionarnos a esta virtud, por la que Dios no solamente nos concederá la gracia de reprimir los movimientos de la cólera, de portarnos amablemente con el prójimo y de devolver bien por mal, sino también la de sufrir con paciencia las aflicciones, las heridas, las angustias y la misma muerte, que podrían darnos los hombres? Señor, concédenos la gracia de aprovecharnos de todo lo que padeciste con tanto amor y mansedumbre. Muchos se han aprovechado de ellos, por tu bondad infinita, y quizás sea yo el único que todavía no he empezado a ser al mismo tiempo manso y paciente. Pedidle a Dios, hermanos míos, pedidle que me haga participar de esa virtud de Jesucristo y que no permita que me hunda siempre en las faltas que con tanta frecuencia cometo contra la mansedumbre. Y como un viejo es difícil que se levante de sus malos hábitos, os pido que tengáis paciencia conmigo y que no dejéis de pedirle a nuestro Señor que me cambie y me perdone.

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