(03.07.60)
Nuestro venerado padre, después de llegar al lugar de la conferencia, invocó la asistencia del Espíritu Santo en la forma acostumbrada y dijo:
Mis queridas hermanas, doy gracias a Dios por haberme conservado la vida hasta estos momentos y por haber hecho que pudiera volver a veros reunidas a todas juntas. Me hubiera gustado mucho haberos reunido durante la enfermedad de la buena señorita, como podéis imaginaros; pero también yo caí enfermo y quedé muy débil de aquella enfermedad. Ha sido la voluntad de Dios la que ha permitido todo esto y, a mi juicio, para la mayor perfección de la persona de la que vamos a hablar, que es la señorita Le Gras. Y del buen padre Portail, que siempre fue tan celoso de la santificación de la Compañía, aunque no sea éste el tema de la conferencia, sin embargo si algunas dicen algo por una u otra parte, estará bien dicho. El tema es sobre la señorita Le Gras, sobre las virtudes que habéis observado en ella y sobre la elección de las que deseáis imitar. Dios mío, ¡seas por siempre bendito!
Luego, empezando a preguntar a las hermanas, le dijo:
El primer punto de esta charla es sobre las razones que las hijas de la Caridad tienen que hablar de las virtudes de sus hermanas que descansan en Dios y especialmente de las de su queridísima madre la señorita Le Gras; el segundo punto, cuáles son las virtudes que cada una ha observado en ella; el tercer punto, cuáles son las virtudes que más le han impresionado a cada una y que se propone imitar, con la ayuda de Dios.
Bien, hermana; ¿qué razones tienen ustedes para hablar de sus hermanas difuntas y especialmente de las de su querida madre?
– Padre, la primera razón que se me ocurre es para dar gracias a Dios por ello; la segunda, para animarnos a imitar sus virtudes; si lo hacemos así, esto nos servirá de gran confusión delante de Dios, porque él nos la había dado para eso.
Las virtudes que he observado en ella es que siempre tenía su espíritu elevado a Dios en medio de sus penas y enfermedades, y veía en ello la voluntad de Dios. Nunca se le oyó quejarse de sus enfermedades; al contrario, demostraba siempre un espíritu alegre y contento.
Sentía un gran cariño a los pobres y le gustaba mucho servirles. Yo la vi recoger a los pobres que salían de la cárcel, les lavaba los pies, les curaba y les vestía con las ropas de su hijo.
Tenía también mucha paciencia con las hermanas enfermas, yéndolas a visitar con frecuencia a la enfermería; se sentía muy dichosa de poder hacerles algún pequeño servicio, cuidaba de asistirles en la hora de la muerte y, si era de noche, se levantaba, a no ser que estuviera muy mal; y si no podía hacerlo, por estar enferma, enviaba todos los días a la hermana asistenta a verlas de su parte, dándoles los buenos días y enviándoles algunas palabras de consuelo. También procuraba ir a ver a las que morían en las parroquias de París y les tenía tanto cariño que había que tomar precauciones para comunicarle la muerte de alguna hermana. Todo esto la impresionaba hasta llegar a derramar lágrimas en algunas ocasiones.
Tenía también un gran cariño natural a su hijo y a toda su familia.
Era la primera en decir sus culpas y pedía perdón a todas las hermanas. La he visto echarse en el suelo para que la pisasen las demás. Lavaba los platos y le hubiera gustado hacer todos los trabajos más humildes de la casa, si hubiera tenido fuerzas para ello. Algunas veces se ponía a servir en el refectorio y pedía perdón, haciendo actos de penitencia como estar con los brazos en cruz o echada en el suelo.
– ¡Salvador mío! ¿Y usted, hermana, qué ha notado?
– Padre, la señorita tenía mucha prudencia en todas las cosas y me parece que conocía los defectos de todas, pues nos los decía antes de que habláramos con ella. Pero demostraba mucha prudencia en sus advertencias. Siempre nos recomendaba que no buscáramos nuestro interés en lo que hacíamos. También tenía mucha vida interior.
– Hijas mías, esta hermana ha indicado una virtud principal, que es la prudencia. La verdad es que nunca he visto a una persona con tanta prudencia como ella. La tenía en muy alto grado y desearía con todo mi corazón que la Compañía tuviera esta virtud. La prudencia consiste en ver los medios, los tiempos, los lugares en que hemos de hacer las advertencias y cómo hemos de comportarnos en todas las cosas. ¡Salvador mío! No había una prudencia como la suya, pues la tenía en muy alto grado. Por eso, hijas mías, le pido a Dios que os conceda esta virtud en la medida que el sabe que la necesitáis; porque, hijas mías, vosotras tenéis que tratar con personas distinguidas y con los pobres. Hay que saber portarse bien en todas las ocasiones. ¿Y qué virtud hay para eso? La prudencia.
Hay una prudencia falsa, que hace que uno no tenga en cuenta el lugar o el tiempo debido y que obliga a hacer inconsideradamente las cosas. Por eso, hijas mías, acordaos del tiempo en que habéis estado juntas y lo que les ha ocurrido a las que carecían de prudencia. Se han dejado llevar a ciertas cosas que finalmente les hicieron perder la vocación. Resulta muy difícil no caer en esta falta. ¡Ay, Dios mío!; en todas las congregaciones religiosas ha habido personas que han carecido de esta virtud.
Pues ¿qué no hará entonces entre vosotras, hijas mías, esta falta de prudencia? Hará que, mientras por una parte se hable bien de vosotras, por otra se os acuse. En Narbona, por ejemplo, ¡qué bien hablan de nuestras hermanas! Son personas que dejan admirados a todos por su modestia y su edificación. Y en otras partes se dirá: «Son unas hermanas que carecen de prudencia y que ni siquiera se dan cuenta de lo que hacen».
Por tanto, mis queridas hermanas, la prudencia es una virtud que hace que uno procure hacer todas las cosas en la forma debida. Prudencia, hijas mías, prudencia en todo. ¿Y qué vamos a hacer, mis queridas hermanas? Tenéis que tomar la resolución de practicar bien esta virtud durante toda vuestra vida y pedir para ello la ayuda de Dios. ¿Y quién os ayudará en ello? Vuestra buena madre que está en el cielo, hijas mías. Ella os sigue queriendo con el mismo afecto con que os quería; e incluso es más perfecta su caridad, ya que los elegidos aman de la manera que Dios quiere. Por consiguiente, prudencia, hijas mías. Dios os la concederá si se la pedís por amor a ella; pues, aunque no se debe rezar en público a las personas muertas que no están canonizadas, se les puede rezar en particular. Por consiguiente, podéis pedirle a Dios la prudencia por medio de ella.
Poned la prudencia en todas vuestras acciones y tendréis siempre paz y tranquilidad; por el contrario, sin ella todo será un desorden. Bien, ¡bendito sea Dios! Ya os daréis cuenta de lo mucho que vale. ¡Bendito sea Dios! Sí, esta virtud se mostraba en la señorita Le Gras en un grado superior a todas las demás personas que he conocido.
Luego nuestro venerado Padre siguió preguntando a otra hermana:
– ¿Y usted, hija mía?
– Padre, he observado que ella ponía mucho interés y deseaba mucho que la Compañía se conservase en el espíritu de humildad y de pobreza, y que decía con frecuencia: «Somos criadas de los pobres; por tanto, tenemos que ser más pobres que ellos».
– Me parece, hija mía, que ha dicho usted una cosa muy cierta sobre ella, que apreciaba mucho la pobreza. Ya veis cómo iba vestida, con toda pobreza. Y esta virtud se daba en ella hasta el punto de que hace tiempo que me pidió vivir como los pobres. En relación con la Compañía, siempre recomendó que se conservara en dicho espíritu, ya que ése es el mejor medio para subsistir. Es una virtud que Nuestro Señor practicó en la tierra y que quiso que sus apóstoles practicasen. Por eso dijo: «¡Ay de vosotros los ricos!». Y lo contrario hace ver la belleza de esta virtud. Además, vosotras sois siervas de los pobres; es el único título que se os da en todas las cartas, tanto del Santo Padre como del Parlamento.
Ese era también el espíritu de Nuestro Señor, que era pobre en todo, en sus vestidos, en su forma de vivir, en su espíritu. El dijo de sí mismo: «Las zorras tienen sus madrigueras y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo de hombre no tiene donde descansar su cabeza».
Mirad pues, hijas mías, cómo el Hijo de Dios tuvo este espíritu y cómo os ha dejado esta virtud que la señorita Le Gras ha observado siempre desde hace veinticinco años: pobreza en vuestros hábitos, en vuestro sustento, en todo lo necesario para subsistir; ella creyó siempre que la felicidad de vuestra Compañía sería la pobreza de vuestro refectorio. Si no os bastase con lo que se os da, es que no tenéis este espíritu. ¿De dónde procede que os soliciten desde tantos sitios? De que dicen: Son unas hermanas que se contentan con cien libras cada una para su alimento y sostén. Se admiran de esto y dicen: «He ahí unas hermanas que vienen de París y que se contentan con un poco de pan y de queso», o algo por el estilo.
Por el contrario, si algunas se relajasen en ese espíritu de pobreza, dentro de poco nos os bastaría con lo que se os da, como ya se ha visto en algunas a quienes les agradaba ir a comer en casa de las damas. Hijas mías, yo siempre he creído que la felicidad de vuestra Compañía sería la frugalidad. Mientras seáis frugales, os concederán la administración, como hasta ahora.
Es propio de la virtud que todas las personas que se entregan a Dios para obedecer a otra se hacen en cierto modo los amos. Si es una criada que obedece a su señor o a su señora, como a Dios o la santísima Virgen, esa persona se convierte pronto en el ama, pues los señores, al verla en ese espíritu, condescenderán con lo que ella quiera, puesto que la ven tan buena y obediente. Y de esta forma, se convierte en el ama. Estoy seguro de que lo veréis así en vuestras parroquias.
Por consiguiente, es esta hermosa virtud la que os hará apreciar por las personas distinguidas. Si ocurriera que alguna dijese: «No nos dan bien de comer; ¡no podemos vivir de este modo!», hijas mías, si llegara a pensarse en algo semejante, habría que considerar ese espíritu como espíritu del diablo, que hay que cortar desde el principio. Si ocurriera eso, habría que se duros y decir: «¡Al lobo! Nos quieren vestir de harapos, ¡enhorabuena!». Conservad ese amor a la santa pobreza, v él os conservará.
Señor, imprímelo en nuestros corazones, de modo que, cuando vean a una hija de la Caridad, vean en ella este espíritu de pobreza. ¡Bendito sea Dios que dio este espíritu a la señorita Le Gras! Fijaos en cómo ella supo mantenerlo bien firme. Queridas hermanas, sigamos su ejemplo, su virtud de la pobreza.
La hermana continuó diciendo:
– Padre, demostraba el mismo cariño a todas las hermanas, tanto a una como a otra, de forma que procuraba satisfacer a todo el mundo.
– Os diré esto, hijas mías: esta efusión de corazón no todas las percibían; pero yo sé muy bien que les tenía mucho cariño a todas.
– Padre, se preocupaba mucho de la salvación de las almas. Tenía mucha vida interior y pensaba mucho en Dios.
– Hija mía, ¿qué significa tener vida interior y cómo se consigue? Significa que se elevaba mucho hasta Dios y esto se debía a que llevaba mucho tiempo ahondando en su interior. La vida interior consiste, por consiguiente, en apartarse del afecto del mundo, de los parientes, del pueblo natal y de todas las cosas de la tierra. Pedídselo mucho a Dios y decid a menudo: «Destruye, Señor, en mí todo lo que te disgusta y haz que no esté nunca llena de mí misma». La señorita Le Gras tenía el don de bendecir a Dios en todas las cosas.
Sí, por debilidad humana, caía alguna vez en algún movimiento del mal genio, no hay por qué extrañarse de ello; los santos nos dicen que no hay ninguna persona que no tenga sus imperfecciones. Lo vemos en lo que ocurrió en san Pablo, en san Pedro. Dios lo permite así para sacar gloria de ello. Además, muchas veces lo que nos parece defecto a nosotros no lo es en realidad, como lo vemos en Nuestro Señor. Se dice de él que se enfadó cuando echó a los mercaderes del templo (2), Pero aquello, en vez de ser un defecto, era un acto de piedad y de celo por la gloria de Dios. Del mismo modo, también hay cosas que parecen faltas y que son virtudes. Por eso a veces en la señorita Le Gras aparecían algunos rasgos de mal genio. Pero aquello no era nada y me costaría mucho reconocer que había pecado. Lo que pasa es que tenía gran firmeza. Por eso, hijas mías, apenas sintáis alguna irritación, tenéis que humillaros enseguida, como ella hacía. ¡Ya sabéis lo que es una persona temerosa de Dios! Hijas mías, pedidle mucho a Dios que os conceda la gracia de hacer un buen acopio de virtud, mediante las oraciones de la señorita Le Gras.
A veces me ponía a pensar delante de Dios y me decía: «Señor, tú quieres que hablemos de tu sierva», ya que era obra de tus manos; y me preguntaba: «¡Qué es lo que has visto durante los treinta y ocho años que la has conocido? ¿Qué has visto en ella?». Se me ocurrieron algunas pequeñas notas de imperfección, pero pecados mortales… ¡eso jamás! Le resultaba insoportable el más pequeño átomo de movimiento de la carne. Era un alma pura en todas las cosas, pura en su juventud, pura en su matrimonio, pura en su viudez.
Se examinaba con mucho cuidado para poder decir sus pecados, con todas sus imaginaciones. Se confesaba con toda claridad. Nunca he visto a nadie acusarse con tanta pureza. Y lloraba de una forma que costaba mucho consolarla.
Bien, tenéis que pensar que vuestra madre tenía una vida interior muy intensa para regular su memoria, de forma que sólo se servía de ella para acordarse de Dios, y de su voluntad para amarlo.
Hijas mías, una hermana de vida interior es una hermana que sólo piensa en Dios. Pues ¿qué quiere decir vida interior, sino vida ocupada en Dios? Esto es fácil de comprender. Por el contrario, hurgad en vuestra memoria y ved lo que es una hermana que no lleva vida interior. Lo habéis visto en las que se han salido. ¡Ay! ¿Cómo eran? No tenían esa paz interior y daban lástima a todo el mundo. Bien, mis queridas hermanas, procuremos esforzarnos en llevar esa vida interior. Las que sepan leer podrán leer, para ayudarse, un libro que se os entregará y que trata de la vida interior.
¿Y cómo adquirirla? Si una persona de vuestra Compañía tuviera la tentación de dejarse llevar por esos movimientos desordenados, tendría que decirse a sí misma: «¡Cómo! Yo soy hija de la Caridad y por consiguiente hija de la señorita Le Gras que era una mujer de mucha vida interior, a pesar de que su naturaleza tenía algunas inclinaciones contrarias. Quiero superarme para seguir su ejemplo».
Mis queridas hermanas, ésa es la clave de la perfección; decir muy a menudo: «Yo no quiero vivir según mis inclinaciones; renuncio a ellas por completo por amor a Dios».
Hijas mías, ¡si supierais la felicidad que supone vivir de ese modo! Mientras os esforcéis en llevar vida interior, estaréis en el camino de la perfección.
Gracias a Dios, hay entre vosotras algunas que caminan en esta práctica propia de todas las buenas hermanas. No las voy a nombrar. Casi nunca veo a una persona distinguida, que no me hable bien de las siervas de los pobres. Hay muchas personas así. No tengáis miedo, hijas mías; no hay motivo para temer; Dios no os faltará. Así pues, las que hayan recibido de Dios la gracia de trabajar por esta virtud, que hagan el firme propósito de progresar en ella cada vez más. Y aquellas que, por desgracia, se han dejado llevar por sus propios sentimientos y faltas de mortificación, esas hermanas, hijas mías… ¡Animo! Tenéis en el cielo una madre que goza de mucha influencia y que alcanzará de Dios para vosotras la gracia de libraros de estos defectos.. Manteneos firmes; no os relajéis, pues cuando una empieza a relajarse un poco, va cayendo cada vez más y se echa todo a perder. ¡Salvador mío! ¡Hijas mías, pedidle a Dios esta virtud, tened muchas ganas de poseerla.
¡Ay, Dios mío! Si una hermana de la Caridad tiene este mal, es preciso que se diga: «¿Lo dicen por mí». Hijas mías, es lo que dijo también Judas: «Numquid ego sum, Domine? (3). ¿No soy yo acaso ese desventurado?». También vosotras podéis decir como Judas: ¿No seré yo la que impide que progrese la Compañía?». Hijas mías, basta sólo una persona para impedir que toda una Compañía avance en la virtud. ¿Sabéis que es lo que impide avanzar a un barco? Basta con un vientecillo para pararlo todo.
Hijas mías, ¿verdad que es muy triste que tantas almas santas hayan estado trabajando durante tanto tiempo por su progreso y que al final baste una pequeña cosa para detenerlas y que una sola persona eche a perder a muchas?
¡Animo, pues, hijas mías! ¡Animo! Dios mantendrá vuestra Compañía, ya que ha sido él el que la ha bendecido en tantos lugares. Nuestros padres de Polonia me indican que la reina ha ido a hacer un largo viaje, durante el cual nuestras pobres hermanas se han preocupado tanto de la buena marcha de sus obras que han atraído a una gran cantidad de buenas muchachas y se han comportado con tanta prudencia que la reina se ha quedado muy satisfecha y a su regreso ha querido pasar un día con ellas en su casa, al lado de esas muchachas, demostrando una gran alegría y dándoles muestras de afecto admirables.
Ved de cuánta reputación goza vuestra Compañía. Quitad esa fama y se lo quitaréis todo. ¡Qué gran daño hace una hermana que le quita esta fama a la Compañía! Dará que hablar a toda una ciudad, ¿que digo?, a toda una provincia y más allá. Lo sabrán los sacerdotes y los mismos príncipes. Sí, hijas mías, el daño que hace una sola persona es capaz de echar a perder a toda una Compañía. Esto, hijas mías, tiene que daros un gran celo de que se santifique toda la Compañía y cada una de vosotras en particular; y entonces ya veréis cómo va multiplicándose la Compañía.
Y usted, hermana, ¿qué observó en ella?
– Padre, yo no sabría decir otra cosa sino que la vida de la señorita Le Gras es un espejo en el que no hemos de hacer sino mirarnos a menudo. Yo siempre he visto que tenía una gran caridad y paciencia con nosotras, de modo que se consumió por nosotras.
Otra hermana:
– Padre, tenía tanta caridad conmigo que a veces, cuando me veía algo preocupada, se adelantaba a hablarme de ello con gran dulzura.
Una hermana a la que había preguntado al principio y no había podido responder porque se lo impedían las lágrimas, se levantó y dijo lo siguiente:
– Padre, si le parece bien que hable ahora, procuraré hacerlo.
Nuestro venerado padre le respondió:
– Con mucho gusto, hija mía.
Y no pudo retener las lágrimas al oír lo que decía aquella hermana, por lo impresionado que estaba.
La hermana empezó a decir:
– Padre, la primera razón que tenemos para hablar de nuestra querida madre es para que Dios sea glorificado; la segunda, para que nos acordemos durante toda nuestra vida de seguir los ejemplos que nos dio, ya que estamos obligados a ello, pues Dios la utilizó como instrumento para enseñar a la Compañía la manera como quiere que le sirva para serle agradable. De las virtudes que practicó sería necesario un libro entero para poderlas escribir, y espíritus muchos más elevados que los nuestros para referirlas. Sin embargo, puesto que la obediencia me lo manda, he de hacerlo. Pero aunque dijese todo lo que me dicta la memoria, quedaría todavía mucho por decir.
En primer lugar, tenía una humildad admirable y la demostraba en tantas ocasiones que es imposible enumerarlas; esto le hacía mostrar un gran respeto a todas las hermanas, hablándoles siempre por medio de súplicas, agradeciendo con mucha solicitud todos los servicios que le prestaban y el esfuerzo extraordinario que realizaban algunas en sus cargos, de modo que a veces me quedé totalmente confundida.
La he visto humillarse hasta el punto de pedirme que le avisara de sus faltas con mucha humildad; me he visto impedida de hacerlo, pues no podía advertir ninguna falta en ella, a pesar de que me fijaba mucho para obedecerle.
– Tiene usted razón, hermana; ya os lo he dicho. Costaba mucho trabajo poder advertir alguna falta en la señorita Le Gras; no es que no las tuviera, no; pero eran tan ligeras que no era posible advertirlas. Siga, hija mía.
– Padre, algunas veces ciertas hermanas no recibían a gusto las advertencias que les hacía y demostraban su disgusto en mi presencia; ella me preguntó luego si no habría tenido la culpa, por haberles hablado con demasiada dureza o por algún otro motivo. Yo le dije que me parecía que no era posible obrar de otro modo. Siempre sabía excusar a las que se molestaban y por eso, cuando le hablaban de las faltas que algunas cometían, siempre buscaba alguna excusa y decía: «Tenemos que sufrir; Dios nos ha escogido para eso; hemos de dar ejemplo a las demás; hemos de tener ánimos para soportar a nuestras hermanas».
Algunas veces mandó a buscarme expresamente para pedirme perdón, cuando creía que me había dado algún disgusto, aunque hubiera sido yo la culpable, y se me adelantó muchas veces a pedirme perdón cuando debería haber sido yo la primera en hacerlo.
Se acusaba siempre con mucha humildad en las conferencias de los viernes, haciéndose responsable y culpable de todas las faltas de la Compañía.
Hacía también muy a menudo actos de humildad en pleno refectorio, pidiendo perdón a las demás, poniéndose con los brazos en cruz o echándose al suelo y sirviendo a la mesa. Ayudaba también a fregar los platos y le hubiera gustado mucho hacer también todas las demás faenas de la casa.
Tenía mucha caridad para con los pobres, sintiéndose muy contenta cuando les podía servir. Tenía mucho amor y caridad con todas las hermanas, soportándolas y excusándolas siempre, aunque también las amonestaba con severidad cuando era necesario. Pero era por principio de caridad, sintiendo compasión con las que tenía alguna preocupación de cuerpo o de espíritu, soportando durante muchos años a ciertas hermanas que debieran haber sido despedidas por sus imperfecciones. Siempre tenía esperanzas de que se corrigiesen.
Sentía un gran amor a la santa pobreza, esto le hacía no tolerar que le dieran nada nuevo para su uso, a pesar de que a los demás les daba muy a gusto todo lo que necesitaban. Guardó durante cinco o seis años la tela que le habían dado para hacerse un manto, sin permitir nunca que se lo hicieran. No pudo emplearse aquella tela, a pesar de que su manto estaba lleno de remiendos, muy gastado y de diferentes colores, de forma que muchas veces intentamos que se lo quitara.
Había que decirle que comprábamos sus cofias en el rastro.
De este modo lográbamos a veces que se pusiera algo nuevo sin que se diera cuenta. Pero apenas se enteraba, se lo quitaba enseguida y demostraba estar muy molesta por lo que le habíamos dado; y había que rogarle luego que se lo volviera a poner.
Tenía muchos deseos de que toda la Compañía se conservase en este espíritu de pobreza y de frugalidad en todas las cosas y recomendó muchas veces que se observara esta forma de vivir después de su muerte, como un medio para conservar la Compañía.
Le costaba mucho tener que tomar una comida distinta de la comunidad debido a sus enfermedades. Esto le llenaba de confusión, al ver que no podía observar todas las reglas, y pedía muchas veces perdón.
Tenía una confianza admirable en la Providencia de Dios para todas las cosas y especialmente en lo que se refería a la Compañía, recomendándonos que nos pusiéramos en manos de Dios en todas las conferencias que nos daba.
Era muy grande su sumisión a la voluntad de Dios, como se demostró en su última enfermedad. Siempre sufrió con toda la sumisión posible sus penas y sufrimientos, que eran muy intensos. Además, soportó la privación de las personas a las que más quería en el mundo sin demostrar ninguna pena, a pesar de sentirlo mucho.
Tenía una gran dulzura y mansedumbre y era fácil de trato con los demás.
Mantuvo siempre una conducta admirable en el gobierno de la Compañía, como se demuestra al ver el buen estado en que la ha dejado, tanto en lo espiritual como en lo temporal, gracias a su prudencia. Pero todo lo refería a Dios, sin cuya gracia, nos decía, no se habría hecho absolutamente nada.
He hecho el propósito, con la gracia de Dios, desde el mismo momento en que murió, de esforzarme en imitarla en todo lo que me sea posible, pero especialmente en su humildad, en su caridad y en su amor a la pobreza.
Padre, he escrito además algunas cosas sobre su última enfermedad, pero creo que me he alargado demasiado.
Nuestro venerado padre volvió a tomar la palabra y dijo:
– Mis queridas hermanas, todo lo que se ha dicho os hace ver cómo era. Lo que ahora hace falta es que tengáis una madre; pero ¿donde la encontraremos? Pues sería de desear que fuera semejante a esta.
Se ha planteado la cuestión de si teníamos que buscar a alguien de fuera o si buscaríamos a una de las que pertenecen a vuestra Compañía. Después de haberlo encomendado mucho a Dios, él ha querido que la decisión fuera escoger a una de vosotras. Fijaos a ver cuál es entre vosotras la más parecida a la que teníais. Pero, para que quiera Dios daros una buena madre, que él mismo haya formado desde el cielo lo mismo que había formado a la anterior, y para que os dé a la que se necesite para eso, hijas mías, tenéis que hacer dos cosas.
En primer lugar, hijas mías, tenéis que rezar mucho a Dios. Que todas las oraciones que hagáis sean para pedírselo así a Dios. Los apóstoles, cuando quisieron poner a otro en lugar de Judas, rezaban y decían: «Señor, muéstranos al que has elegido» (4). Bien, mis queridas hermanas, rezad entonces a Dios para que os dé una buena superiora.
En segundo lugar, la Compañía tiene que esforzarse en general y en particular para que quiera Dios formarla por su mano desde el cielo; así, formar por su mano a la Compañía. Según esto, cada una tiene que cortar de sí misma, pues es algo parecido a un navajazo, y procurar conocer las gracias que ha recibido de Dios y ver bien sus defectos. Sí, hijas mías, es preciso que sajéis de vosotras todo lo que desagrada a Dios. De ahí resultará que obtendréis de Dios las gracias necesarias para la superiora que él os quiera dar.
Otra cosa, hijas mías, que os recomiendo mucho es que no vayáis hablando de vuestros asuntos con los de fuera. Secreto hijas mías. Nuestro Señor recomendaba siempre a sus apóstoles que no dieran a conocer a los de fuera lo que él hacía. «Guardaos, les decía, del fermento de los fariseos». Ya sabéis cómo se os ha recomendado siempre el secreto en todas las cosas.
Me diréis: «Pero ¿qué mal hay en hablar de estas cosas? No hablamos de nada malo, sino de cosas buenas». Sí, hijas mías, de suyo no son malas esas cosas de las que habláis. Pero, como se trata de un misterio y están en juego los asuntos de Dios, hay que guardar secreto. Mientras las cosas sigan estando en secreto en la Compañía, el diablo no se mezclará en ellas; pero, apenas las conozca el mundo, el príncipe de este mundo intentará derribarla. Así pues, mis queridas hermanas, mantened vuestros asuntos en secreto y decid como la esposa del Cantar de los Cantares: «Mi secreto es para mí». Hijas mías, ¡qué importante es saber guardar el secreto!
Puede ser que os digan: «Bien, hermana, ha estado usted en San Lázaro; ¿qué hay por allí?». Podéis responder sencillamente:
«Hemos estado hablando de las virtudes de la difunta señorita Le Gras, como se acostumbra hacer cuando muere una hermana». Pero darán otro paso: «¿No se ha hablado de poner una superiora?». Decid entonces: «Nosotras no nos preocupamos de eso».
Hijas mías, si sabéis mantener el secreto, todo irá bien. Pensaréis mañana en ello durante la oración. Y como para otras hermanas también se han tenido varias conferencias, por no haber suficiente con una, también tendremos otra sobre este mismo tema, hijas mías, y se os comunicará la fecha.
Entretanto os ruego que pidáis mucho a Dios y hagáis rezar a otras personas, sin decir para qué, sino sólo que se trata de un asunto de importancia.
Esto es, hijas mías, lo que tenía que deciros de vuestra querida madre; entretanto pedid a Dios que os mande otra buena superiora, que sea parecida a ella.
Una hermana dijo entonces:
– Padre, no habíamos pensado en que había que hablar también del difunto padre Portail; pero, como nos ha dicho usted que se podía decir algo de él, he de decir que he observado en él una gran caridad con todas las hermanas. No tenía reparos en ir hasta La Chapelle para confesar a una hermana en pleno invierno y con barro, pues decía que Nuestro Señor también se había cansado en ir solamente en busca de la samaritana.
También tenía mucha humildad y una gran celo por la salvación de las almas, hasta derramar lágrimas cuando veía que alguna perdía su vocación.
– ¡Dios la bendiga, hermana! ¡Bendito sea Dios! Bien, es hora de retirarnos.
Pido a Nuestro Señor, aunque indigno y miserable pecador, que os dé su santa bendición por los méritos de la bendición que dio a sus apóstoles, cuando se separó de ellos, a fin de que os despeguéis de todas las cosas de la tierra y os apeguéis cada vez más a las del cielo.
Benedictio Domini nostri…
Sub tuum praesidium…







