Vicente de Paúl, Conferencia 117: Sobre la indiferencia

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(14.12.59)

El padre Vicente, nuestro venerado padre, después de llegar rezó el Veni Sancte Spiritus para implorar la ayuda del Espíritu Santo como de costumbre y empezó de esta manera.

Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es el de la última vez, la virtud de la indiferencia: no aficionarse a nada, no rehusar nada, sino permanecer en una disposición interior de no rechazar ni desear nada, estar en un sitio o en otro, en tal cargo o en tal otro, en los Niños, en las parroquias, en las aldeas o en cualquier otro lugar. Pues bien, mis queridas hermanas, varias de vosotras hablasteis ya de ello en la última ocasión, con lo que me sentí muy consolado. Pero todavía seguiré preguntando:

Hermana, ¿le parece que tiene mucha importancia tener esta indiferencia?

– Sí, padre, porque nos hace agradables a Dios y a nuestros superiores.

– Bien dicho, hija mía. Una hermana que no está en esa indiferencia, no hace nada como es debido. Ha dicho usted una cosa muy verdadera y muy bien dicha: la persona que no es indiferente no hace nada como es debido. ¿Y por qué? Porque su corazón está siempre dividido entre mil preocupaciones e inquietudes, ya que la voluntad de Dios es que permanezcáis en esta indiferencia, de manera que una hermana que no desea en todas las cosas más que la voluntad de Dios puede considerarse dichosa, mientras que por el contrario una persona que no quiere esta cosa o esta otra, que desea estar en tal lugar y tiene miedo de tal otro, no es feliz, e incluso sea quizás muy desgraciada.

Nuestro Señor nos dio un ejemplo de esto, como os dije el último día; se hizo como un caballo, tal como nos lo dice por boca del profeta: Factus sum sicut iumentum. Lo mismo que un jumento o un caballo no tiene más voluntad que la de su amo, también yo pongo toda mi felicidad en hacer la voluntad de mi divino Padre.

¿Y usted, hermana?

– Padre, le indicó la señorita, se trata de la hermana que entregó la nota el otro día.

– Bien, hija mía. ¡Que Dios la bendiga! Hizo usted bien. Hijas mías, os pido que, cuando no podáis venir, escribáis una nota y se la mandéis a la señorita. Es conveniente, hijas mías; pues siempre se puede sacar algún provecho. Nosotros hacemos lo mismo en las conferencias de los martes.

Y a otra hermana:

¿Le parece a usted, hija mía, que la indiferencia es muy importante?

– Sí, padre.

– ¿Y qué es la indiferencia?

– Es estar dispuestas a todo lo que se quiera de nosotras.

– Sí, hijas mías, eso es la indiferencia: es una virtud que hace que no se rehúse nada y no se desee nada. No querer nada, no rechazar nada, sino aceptar lo que Dios nos envía por medio de los superiores; en una palabra, hijas mías, es no querer nada más que la voluntad de Dios. Eso es lo que significa ser indiferentes.

Y usted, hermana, ¿qué es una persona indiferente?

– Padre, es una persona que somete su voluntad a la de sus superiores.

– Y usted, hermana; esa persona ¿desea o rechaza alguna cosa?

– No, padre; sino que tiene una gran paz interior.

– Bien dicho, hija mía; ¡que Dios la bendiga!

A otra hermana:

Hermana, haga el favor de explicarme qué es la indiferencia.

– Padre, es querer lo que quieren Dios v nuestros superiores, sin desear ni rehusar nada.

– ¿Le parece a usted, hija mía, que es ése un estado feliz?

– Sí, padre; me parece que no amamos a Dios si no hemos alcanzado ese estado pues vemos cómo un criado que quiere a su amo va con gusto adonde éste le manda.

– Y dígame, hermana, cuando una hermana tiene esta indiferencia, ¿vive en paz?

– Sí, padre.

– Hijas mías, ser indiferentes a todo: a los cargos, a ser hermana sirviente o compañera, a ir al hospital, a los Niños, a las parroquias, a las aldeas, a la ciudad, a cualquier parte donde nos manden, es el mejor medio para vivir con una gran paz interior.

Otra hermana dijo:

La primera razón es que podemos estar seguras de que cualquier clase de empleo viene de Dios, cuando nos lo dan los superiores y no ha sido por nuestra propia elección. La segunda razón es que es seguro que podemos salvarnos en cualquier empleo, ya que Dios no nos pone en ningún estado sin que sea para nuestra perfección.

En el segundo punto, me parece que se falta contra esta indiferencia cuando procuramos algún empleo directa o indirectamente. Otra falta es estar tan apegado a las ocupaciones o cargos que una tiene que, cuando tienen que quitárnoslos, nos molestamos o perdemos los ánimos, sin preocuparnos de desempeñar bien los cargos en que luego nos ponen, ejerciéndolos de mala gana, murmurando y quejándonos con facilidad. Algunas veces esto es capaz de hacer que perdamos nuestra vocación.

En el tercer punto, un medio para estar en esta indiferencia es no apegarnos más que a Dios y querer darle gusto solamente a él, sin intentar satisfacernos a nosotras mismas, dando por seguro que encontraremos a Dios en cualquier clase de ocupación. Otro medio es no estar nunca apegadas a nuestra propia voluntad, sino sometidas por completo a la de nuestros superiores. Y ésta ha sido la resolución que he tomado, con la gracia de Dios.

– Eso está muy bien, hija mía; ¡que Dios la bendiga! Señorita, ¿hace el favor de decirnos lo que ha pensado usted?

– Padre, se me ha ocurrido una razón, aparte de las que ya han dicho las hermanas, y es que Dios quiere ser glorificado en nosotras de todas las maneras y lo consigue utilizándonos como pertenecientes a él por muchos títulos; y así puede hacernos hacer todo lo que a él plazca. Pero quiere que cooperemos con su voluntad y es muy digno de razón que le hagamos un sacrificio de ese libre albedrío que nos ha dado y que, por ese medio, nos pongamos en esa santa indiferencia para cualquier clase de empleo en que quiera su bondad colocarnos por orden de nuestros superiores.

Otra razón es que, como nos hemos entregado a Dios para constituir un cuerpo en su Iglesia, es razonable que cada uno de los miembros desempeñe sus funciones; pero esto no podría realizarse si no estuvieran dispuestos a cumplir las órdenes de los superiores, que son sus cabezas.

Los inconvenientes que podrían surgir serían: en primer lugar, el daño que la hermana se haría a sí misma, poniéndose en una situación de no poder cumplir la voluntad de Dios y de no hacer nada que le sea agradable.

Otro inconveniente es que sin esa indiferencia reinaría el desorden en la Compañía, sufriría el servicio de los pobres, se daría mal ejemplo a las otras hermanas y quizás otras muchas se dejarían arrastrar.

Uno de los medios más poderosos que tenemos para ayudarnos a adquirir esta indiferencia es el ejemplo de Nuestro Señor, que demostró en tantas ocasiones durante su vida que no había venido a la tierra más que para practicar esta virtud, cumpliendo con la voluntad de su divino Padre (2) y haciéndose obediente hasta la edad de treinta años.

– ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Qué hermoso es todo esto! Mis queridas hijas, ahora yo os diré lo que se me ha ocurrido. El estado de indiferencia es el estado propio de los ángeles, pues ellos son tan indiferentes que están siempre dispuestos a cumplir la voluntad de Dios o en el cielo o en la tierra, en el paraíso o fuera de él. Dios no tiene más que señalarles su voluntad y ellos están prontos a ejecutarla sin atender a otra cosa, de forma que no desean hacer más que aquello en lo que han sido empleados por orden de Dios. De la misma forma, hijas mías, quien dice una hija de la Caridad indiferente dice un ángel. ¿Y en qué consiste ese parecido? En que está también dispuesta a hacer todo lo que se quiere de ella. Tanto si se la pone en los Niños, en las parroquias o en otra parte, siempre está dispuesta. En esa situación tiene el espíritu de un ángel, pues, repito una vez más, también los ángeles están siempre dispuestos a querer todo lo que Dios quiere. Lo mismo hace una hermana que dice: «¿Quiere usted que vaya a los Niños? ¡Pues voy!; ¿quiere que me marche a cien leguas de aquí? ¡Pues me marcho!».

Los ángeles, en cualquier empleo que se les haya asignado, no pierden nunca la presencia de Dios, ni su vista; lo contemplan en todas partes. Del mismo modo, la hermana de la Caridad indiferente, que mira el destino que se le da como venido de la mano paternal de Dios, se regocija de poder cumplir su divina voluntad en este mundo. Está contenta en cualquier lugar en que la pongan. Los ángeles a los que Dios confía la guardia de los malos también están contentos, porque saben que cumplen la voluntad de Dios.

Así pues, una hermana indiferente se parece a los ángeles de tres maneras: está tan contenta en las ocupaciones elevadas como en las bajas; está siempre dispuesta a cumplir la voluntad de Dios de cualquier forma que sea; acepta con el mismo agrado ir al lado de una persona mala que de un hombre de bien, no estableciendo ninguna diferencia entre los empleos que Dios le da.

¡Salvador mío! Si Dios quiere conceder esta gracia a la Compañía de la Caridad, ¡qué no conseguirán! Pedídsela a Nuestro Señor, hijas mías. Ya veis la importancia de esta charla.

Por el contrario, de una hermana que quiere este empleo y no aquel otro puede decirse que es un demonio. Hijas mías, ya sabéis que es propio del espíritu del demonio no querer hacer nunca la voluntad de Dios, sino siempre la suya. En los infiernos el demonio cumple realmente la voluntad de Dios haciendo sufrir a los condenados, pero a su pesar; no tiene más remedio que obedecer. Dios le mandó un día que se metiera en un puerco y tuvo que hacerlo a la fuerza.

Del mismo modo, una hermana que acepta los cargos que se le dan, pero a la fuerza, tiene el espíritu del demonio. ¿Por qué? Porque no quiere someterse al cumplimiento de la voluntad de Dios, sino seguir siempre la suya. El espíritu de una hermana que está siempre deseando hacer su voluntad es un espíritu del diablo, que no pudo jamás someterse a Dios ni se someterá nunca a él. ¿Y qué ocurre entonces? Que lleva consigo el infierno adondequiera que vaya. Esté donde esté, hasta en el cuerpo de un poseso, está siempre en llamas continuas. De la misma forma, una hermana que está siempre agitada por multitud de deseos, que quiere estar unas veces con una ocupación y otras con otra, se encuentra en el mismo estado que el demonio, pues no tiene paz; sí, las que buscan un cargo nunca gozan de paz verdadera.

Una hermana sirviente que no tenga indiferencia se apegará a su cargo y creerá que las demás no pueden ni compararse con ella. Hijas mías, complacerse con ella. Hijas mías, complacerse en los cargos honoríficos es un estado diabólico. ¿Qué es lo que hace esa pobre hermana? Vive en continuo temor de que la cambien o de que la pongan de compañera. Es una preocupación acuciante, lo mismo que el estado diabólico. ¿Y se quedará allí? No, procurará ganarse a su hermana, a su compañera, para que ésta le diga a la señorita que todo va bien. Dejará libre a su compañera para que haga su voluntad, para ir y venir, para observar las reglas o no, para levantarse a cualquier hora. Con tal de ganar sus simpatías y que ella siga siendo sirviente, no se preocupará de nada más. ¿Cómo llamaréis a esto, hijas mías?

.¿No es eso un infierno? Si viene a veros, preguntadle qué tal van las cosas de su parroquia. Dirá que todo va bien y no hablará más que de lo bueno. Y si hay algo que va mal, se lo callará, porque ese demonio de querer ser sirviente le obliga a estar en una especie de infierno continuo.

¿Y qué más hace? Cuando viene a casa su compañera, le dice: «Así es como tiene que portarse con la señorita y con el padre Portail; ten cuidado con lo que les dices; si te preguntan tal y tal cosa, respóndeles lo siguiente». ¡Ay, hijas mías! No digo que se haga esto; pero es imposible que una persona que sienta apego a esos cargos no haga algo parecido.

Actuar con doblez es espíritu del demonio. ¡Cómo! ¡La hermana sirviente, que debería dar buen ejemplo a su compañera, se atreverá a aconsejarle que actúe con doblez ante los superiores! ¡Salvador mío! ¡Esto es diabólico! ¡Ver a unas hermanas que deberían ser veraces en todo recurrir a la doblez! Hijas mías, si alguna vez os habéis sentido inclinadas a esto, pedid humildemente perdón a Dios y tened mucho cuidado de no volver a caer. Las personas que no son indiferentes están sujetas a estas faltas.

La sirviente apegada a su cargo se pone enferma; ¡pobre hija mía, que está más enferma de espíritu que de cuerpo! ¿A qué no recurrirá ante el temor de que la saquen de la parroquia? Hará intervenir a una dama, a un médico, para decir que no es necesario ni conveniente que la trasladen; y eso, por miedo a que pongan a otra en su lugar. ¡Ay, hijas mías! ¡qué situación ésta tan triste!

A veces vendrá a verme a mí o a la señorita una hermana; dirá: «Por favor, quíteme este cargo; le ruego que ponga a otra en mi lugar». Lo hace así con el propósito de que no crean que está apegada, o porque su carga es demasiado pesada y da mucho trabajo. El peso del trabajo la fatigará algunas veces, no obtendrá ninguna satisfacción de la otra hermana; y por eso pedirá que la descarguen de su oficio de hermana sirviente y que la pongan de compañera.

Una vez que la han hecho compañera, ¿cómo actuará con su sirviente? No le gustará que esta le pida nada por favor, sino que responderá de mala gana: «¿Por qué me pide esto?». Si le hiciéramos caso, habría que mandárselo todo por obediencia.

Y si la sirviente le habla un poco duramente, se molestará. La sirviente no sabe qué hacer con ella. Si le pide un consejo, por única respuesta le contestará: «Haga lo que le parezca; ¿no sabe usted bien lo que tiene que hacer? No es asunto mío». Esa hermana se pondrá a criticar todo lo que la otra haga. Si no lo muestra por fuera, al menos en su interior lo interpreta todo mal y dice: «No es asunto mío», y está continuamente de mal genio.

Bien, hijas mías, ésa es la situación de una hermana que no es indiferente. ¿No os parece muy digna de lástima? ¿No es verdad que eso es un infierno, o al menos un purgatorio?

Lo mismo pasa con la compañera que no es indiferente: está continuamente preocupada; le disgusta estar bajo la dirección de otra; cree que, por ser más antigua en la Compañía y más capaz, lo haría mejor de sirviente. Si habla, si actúa, si ordena: todo le parece mal. ¿No es una gran desgracia? Si se encuentra en algún sitio donde se habla de su hermana sirviente, todo le disgusta; saca a relucir todo su mal humor. ¡Pobre compañera! Da pena verla. Si va a ver a los superiores y le preguntan: «Hermana, ¿cómo van las cosas por su parroquia?, responderá con medias palabras: «Si se supiera todo…»; de modo que, si se interpreta lo que quiere decir, se creería que todo está muy mal.

Y esas sirvientes y esas compañeras, hijas mías, caerán todavía en otras miserias, que no os digo. No habrá paz entre esas hermanas, porque no se aman. La mayor parte de las diferencias provienen de eso. Ya veis entonces, hijas mías, todos los males que provienen de no ser indiferentes.

También hay otras que, por no tener indiferencia, se resisten a ser sirvientes; viven siempre con el temor de que las pongan en ese cargo.

Todo esto demuestra los males que produce la falta de obediencia y de indiferencia. Mis queridas hermanas, sabéis muy bien que esto es verdad.

El medio para salir de ese estado es pensar a menudo en lo que han dicho nuestras hermanas y en lo que os acabo de decir. ¡Cómo! ¡Unas hermanas que hacen profesión de ser de Dios! ¡Salvador mío! Comprendo muy bien lo malo que es estar esa indiferencia; quítame, Dios mío, el afecto a ser sirviente o compañera; quítame todo esto y dame la gracia de no querer nunca más que lo que tú quieres.

El otro medio es preguntarse: «¿Estoy yo en ese estado? ¿Siento aversión a esto o a aquello? Si así es, me encuentro en ese lamentable estado; me encuentro en el estado del demonio. Quiero salir de él». Para ello, ejercitarse en la mortificación interior; mortificar la voluntad propia, el afecto desordenado, y decir: «Renuncio a ello por completo. Apenas me dé cuenta de ese apego, se lo diré a mis superiores y combatiré esta pasión valerosamente».

También hay que pedirle a Dios que nos conceda la gracia de conocer bien la dicha de esta virtud de la indiferencia. «Dios mío, dame a conocer ese estado, haz que en adelante no quiera más que la voluntad de Dios. Santísima Virgen, recurro a ti».

¡Ay, hijas mías! No hay religiosas que tengan más necesidad de esta indiferencia que vosotras. Las religiosas están encerradas, pero vosotras tenéis diferentes ocupaciones. Recurrid a Nuestro Señor, que fue tan indiferente en todas las cosas que no quiso nunca hacer su voluntad, sino la de su Padre.

¡Salvador mío! Tú ves el mal que eso causa a mi alma; líbrame de estos afectos desordenados, de esos deseos, tú que haces semejantes a los ángeles a las almas que son indiferentes. No permitas que nuestras hermanas caigan en tan lamentable estado. Te lo pido por las entrañas de tu misericordia. Te lo pido por la preciosa sangre que derramaste por nosotros, a fin de que todos nos parezcamos a los ángeles por la práctica de esta virtud. Ya sé que, por tu gracia, muchas de estas hermanas viven con esta santa indiferencia. Esto es lo que hace que esta miserable Compañía goce de tanta estima entre el mundo. Te ruego que las conserves a todas en ella. Te lo pido con todo mi corazón por tu santa indiferencia, por todos los dolores que padeciste en la tierra, por los méritos de tu santa Madre y por nuestras queridas hermanas que están en el cielo por haber practicado esta santa virtud.

Así pues, mis queridas hermanas, os ruego que meditéis mañana sobre este tema y que penséis en él con frecuencia. Señor, te pido, por la bendición que de tu parte voy a dar a nuestras hermanas, que hagas descender sobre ellas esta santa indiferencia, para que comprendan la importancia de esta verdad.

Benedictio Domini nostri…

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