(25.22.59)
(Reglas de las hermanas de las parroquias, art. 12-18 y apéndice)
Mis queridas hermanas, dice así el artículo doce: «Aunque no deben ser demasiado condescendientes con los enfermos, cuando éstos se nieguen a tomar las medicinas o sean muy insolentes, con todo, se guardarán bien de tratarlos con aspereza o despreciarlos; al contrario, los tratarán con respeto y humildad, acordándose de que la rudeza o desprecio con que los traten se dirige a Nuestro Señor, del mismo modo que el honor y servicio que puedan prestarles».
Esto, hijas mías, habla por sí mismo; quiere decir que debéis tratar a los pobres con mucha mansedumbre y respeto: con mansedumbre, pensando que son ellos los que tienen que abriros el cielo, ya que los pobres tienen esta ventaja de abrir el cielo, según lo que dijo Nuestro Señor: «Haceos amigos con vuestras riquezas, a fin de que os reciban en los tabernáculos eternos». Por consiguiente, debéis tratarlos con mansedumbre y respeto, acordándoos de que es Nuestro Señor a quien hacéis ese servicio, ya que él lo considera como hecho a sí mismo: «Cum ipso sum in tribulatione» (2), dice hablando de los pobres. Si él está enfermo, yo también lo estoy; si está en la cárcel, yo también; si tiene grilletes en los pies, los tengo yo con él. Y otra razón es que tenéis que mirar a los pobres como si fueran vuestros amos.
El artículo 13 dice así: «No recibirán para su uso personal ningún presente, por pequeño que sea, de los pobres que asisten, y se guardarán bien de pensar que ellos les deben algo por los servicios que les prestan; antes al contrario, deben persuadirse de que son ellas las que les son deudoras, pues por una pequeñita limosna que les hacen, no de sus propios bienes, sino solamente de un poco de cuidado, se granjean amigos que tienen derecho de procurarles un día la entrada en el cielo; y aun desde esta vida, reciben por ellos más honor y verdadero contento que jamás se hubieran atrevido a esperar en el mundo, de lo que no deben abusar, sino confundirse, a la vista de su indignidad».
Ya os he dicho las razones por las que tenéis que tratar a los pobres con mansedumbre y con respeto. Os voy a decir una :más: es que también podéis contar con la promesa que hizo Nuestro Señor, de que les dará a quienes le sigan cien veces más en esta vida y al final la vida eterna. ¿No es verdad hijas mías, que todas vosotras tenéis vuestra vida asegurada para el futuro? Dios ha puesto un fondo para atender a vuestras necesidades y os ha sacado de las preocupaciones de la vida. Las personas casadas tienen mil preocupaciones: cómo pasarán el año y cómo podrán atender a su hogar. Las hermanas de la Caridad están curadas de todo esto. Por un padre, una madre y una casa que habéis dejado, os habéis encontrado con muchos familiares y casas; tenéis más hermanas que las que podríais tener jamás en el mundo. ¿Y no es verdad, hijas mías que os tenéis mutuamente tanto cariño como el que podrían teneros vuestras propias hermanas? En fin, tampoco vosotras estáis con esta agitación de la gente del mundo: ¿Cómo podremos pasar este año? Dios ha provisto por todo eso. Veis, pues, cómo habéis obtenido ya esta recompensa multiplicada por cien. Ved cuánta dicha hay en el servicio de Dios. Podéis deciros a vosotras mismas: «El me ha hecho un seguro de vida. Tendré vestido y alimento. No tengo por qué preocuparme de eso. En cuanto al gozo que siento de servir a Dios sirviendo a los pobres, es mayor que el que todas las personas casadas pueden sentir». Si una está de criada, ¡cuántos sinsabores en esa situación! Todo el mundo está lleno de disgustos y preocupaciones; y el placer que puedan tener no puede compararse con la dicha y la satisfacción de una hermana de la Caridad que sirve a los pobres. Yo os confieso, hijas mías, que nunca he sentido mayor consuelo que cuando tuve el honor de servir a los pobres. Esto es lo que constituye el gozo y el consuelo de las hijas de la Caridad. Jucundus homo. Es feliz el hombre que practica la caridad. Y entre todas las obras de caridad no hay ninguna que proporcione tanto consuelo como la visita a los pobres.
Hay tres cosas que dan satisfacción a los hombres: tener bienes, placeres y honores. Veamos si se encuentran estas cosas entre vosotras y si no tenéis esas tres cosas mucho más de lo que os hubierais atrevido a esperar en el mundo. En cuanto a mí, ¡ay!, si no hubiera sido sacerdote, todavía seguiría guardando puercos, como hice entonces. Y vosotras ¿os habríais atrevido jamás en el mundo a esperar tanto honor como el que recibís de vuestra Compañía? ¡Ni mucho menos! Pero, apenas una hija de la Caridad se pone el hábito y es enviada a una parroquia, todo el mundo la trata con deferencia. No se distinguen de las damas y las señoras las saludan cuando pasan junto a ellas. ¡Y qué decir de la Compañía! ¡Hasta las reinas os honran! Siempre que hablan de vosotras, lo hacen con gran estima. La reina de Polonia se siente dichosa de tener a su lado a una de vosotras para que le ayude en la asistencia a los pobres.
Todos estos motivos, hijas mías, tienen que llenaros de confusión delante de Dios. En cuanto a los bienes, las hijas de la Caridad están en una Compañía en la que nunca les faltará nada, gracias a Dios. En cuanto al honor, es demasiado el que reciben. En cuanto al placer, es grande la satisfacción que reciben en el servicio de los pobres. Si esto es así, hijas mías, tenéis que dar muchas gracias a Dios diciendo: «Dios me ha puesto en una Compañía en donde tengo más bienes, más honor y más placer que el que hubiera podido esperar del mundo». ¿No merece todo esto que os sintáis muy agradecidas por el favor que Dios os ha hecho y que os decidáis a respetar cada vez más a vuestras hermanas, a estimar y venerar más a los pobres y a no irritaros nunca con ellos? Habrá algunos que os llenen de injurias; otros os alabarán. Nada de esto tiene por qué impresionaros; tanto si os alaban como si os injurian, para vosotras se trata de lo mismo. Y si tuviéramos que escoger, deberíamos preferir más a los pobres que nos injurian que a los que nos alaban.
El artículo catorce dice así: «Para evitar grandes inconvenientes que podrían sobrevenir, no emprenderá el velar a los enfermos, ni atender a las mujeres en los dolores de parto ni asistir a las criaturas de mala vida. Y si las buscan para esto, ya sean los pobres o los vecinos o cualquier otra persona, se excusarán humildemente diciéndoles que sus superiores se lo prohíben. No obstante, si en algunos casos de necesidad se sienten obligadas a servir a alguna de estas tres clases de personas, no lo harán sin orden muy expresa de la superiora de la Caridad y, si fuese preciso, sin haberse aconsejado anteriormente con la superiora de la casa, y no dirán nunca a nadie que lo han hecho».
Hijas mías, he aquí tres cosas que tenéis que observar: no velar a los enfermos, pues han surgido tantos inconvenientes que nos hemos visto obligados a prohibirlo; las mismas religiosas del Hotel-Dieu, que iban otras veces, han dejado de hacerlo por los inconvenientes que había; ni atender a las mujeres en sus dolores de parto, pues esto es inconveniente para vosotras y podría daros mil malos pensamientos; ni tampoco asistir a criaturas de mala vida, pues de ordinario viven en malos lugares; ¿y quién sabe si vendrá algún hombre?, pues muchas veces ni siquiera la enfermedad los detiene. Tenéis prohibidas esas tres clases de acciones, y podéis decírselo a quien os pida que lo hagáis; y sólo podríais hacerlo en caso de mucha necesidad, pidiéndole permiso a la superiora, y antes a la señorita Le Gras, y sin que esto se dé a conocer.
Dice así el artículo quince: «Si hubiese enfermos tan abandonados que no tuviesen a nadie para hacerles la cama, o para presentarles cualquier otro servicio todavía más bajo, podrán hacerlo, según el tiempo que tengan libre, si la hermana sirviente lo juzga a propósito; no obstante, procurarán, si se puede, que alguna otra persona continúe haciéndoles esta caridad, no sea que esto retrase la asistencia de los otros pobres».
Hijas mías, esto no se puede hacer en las grandes parroquias, pero se podrá pedir a alguna persona de la casa que les haga este favor.
Artículo dieciséis: «Cuando alguna hermana esté enferma y en cama, lo avisarán a la superiora, a más tardar al tercer día de su enfermedad, para que ella envíe a alguien a visitarla y se haga por ella todo lo necesario».
Este artículo, hijas mías recomienda que aviséis de la enfermedad de vuestras hermanas, lo más tarde al tercer día. A veces se falta en contra de esta norma cuando se trata de dos hermanas que se quieren y se entienden bien entre sí y les cuesta mucho separarse, temiendo que se le retire a una de una parroquia en donde se sienten a gusto. La experiencia nos ha hecho ver que, cuando dos hermanas se quieren mucho en una parroquia y se pone enferma una de ellas, la otra no avisa de su enfermedad, por miedo a que se la lleven. Por eso se ha creído conveniente ordenar que, a más tardar al tercer día de su indisposición, se pase aviso. Las que falten a esta norma harán mal, y tendrán que confesarse, pues se trata de una de vuestras reglas.
Artículo diecisiete: «Serán cuidadosas en conservar bien y economizar el dinero que manejan; a este efecto, la hermana sirviente guardará bajo llave el dinero destinado a los pobres; y su asistente, bajo otra llave, el que se destina para ellas, sin comprar nunca nada sin el consentimiento de la hermana sirviente, a no ser en casos de necesidad urgente y en cosas ordinarias y de poca monta».
Hijas mías, sobre esto hemos pensado mucho y con prudencia. Conviene que la hermana sirviente tenga la llave del dinero de los pobres y la asistente del que es para ellas. Hay que hacerlo así, hijas mías; pero, si ocurriese que por la mutua confianza que tenéis dejaseis la llave en los cofres, sin preocuparos de tenerlos cerrados, eso no estaría bien; podrían surgir inconvenientes. Podría entrar alguna persona en vuestra habitación y pasar algo grave. No hay que hacer eso; hay que cerrarlos. Aunque no es necesario que haya dos sitios diferentes cerrados.
Artículo dieciocho: «También pondrán un especial cuidado en los demás artículos de sus reglas comunes que se refieren particularmente a ellas».
Así pues, éstas son las reglas que se refieren a las hermanas de las parroquias. También están aquí abreviadas las reglas comunes que les afectan más en particular, a saber:
«1.° Preferir el servicio de los pobres enfermos a cualquier otro ejercicio corporal o espiritual, y no hacer escrúpulo de adelantar o diferir todo por esto, con tal que sea la necesidad urgente de los enfermos, y no la pereza, la que le haga obrar así».
«2.° Tener mucho respeto a las damas de la Caridad, a los médicos y sobre todo a los señores párrocos, a los confesores de los pobres y a los demás eclesiásticos, siendo muy circunspectas con todas estas personas, sin familiarizarse jamás con ellas, y mucho menos apegarse».
Así pues, hijas mías, respeto y amor a las damas; pero sin apegarse a ellas, y que no sea un amor de inclinación. Eso es carnal. El santo obispo de Ginebra dice que es un amor de bestias. No entretenerse en hablar con los de fuera al ir y venir por las calles o en las casas adonde hay obligación de ir, a no ser en caso de necesidad, y entonces abreviar todo lo posible, especialmente con las personas de otro sexo.
Hijas mías, vuelvo una vez más a vuestras habitaciones; por favor, poned mucho cuidado en no dejar entrar allí a nadie, especialmente a los sacerdotes, ni tampoco a los confesores. No puedo deciros el mal que esto ha hecho en los sitios donde no se ha observado esta norma de no dejar entrar a los sacerdotes. Nunca os lo recomendaré demasiado.
«3.° No encargarse de asistir a enfermo alguno, ni dar nada a ningún pobre contra la orden prescrita, ni contra la intención de las damas oficialas».
Esto lo entendéis muy bien. No tenéis que empeñaros en tratar a ningún enfermo ni en dar nada en contra de la intención de las damas oficialas.
Aquí me gustaría llamar la atención a una hermana (no sé si está aquí; no la mencionaré por su nombre), a la que se había ordenado no recibir a ningún enfermo sin órdenes del médico; y las damas reunidas le habían dado orden de lo que tenía que hacer. Esa pobre criatura (¡Dios la perdone!) siguió su propio parecer e hizo todo lo contrario de lo que se le había dicho, sino aquel mismo día, al siguiente; y no se contentó con su desobediencia, sino que dijo una mentira, pues aseguró que no lo había hecho. ¡Cómo, hijas mías! ¡Una hermana desobediente, y además mentirosa! ¡Ha cometido una falta no pequeña y todavía no ha puesto remedio! Ocurrirá lo siguiente: sabrán que ha mentido una hermana y todas tendrán que sufrir por culpa de ella; dirán que no son sinceras. Hijas mías, obedecer y no mentir nunca.
«4.° No usar de remedio alguno ni de sangrías para sus personas, ni consultar al médico con este objeto, sin permiso de la superiora de la casa».
«5.° Contentarse en sus enfermedades de ser tratadas como los pobres que ellas asisten, pues no es justo que las siervas sean mejor tratadas que sus señores; mas si tuvieren una verdadera necesidad de algún pequeño alivio, y que las damas o la superiora de la casa se lo dieren, podrán usar de él».
Hijas mías, esto es imitar a Nuestro Señor, que amó tanto la pobreza que en su nacimiento no tuvo más que una piedra donde reposar su cabeza (4). Hijas mías, os tiene que gustar veros tratadas como los pobres. ¿Cuántos pobres creéis que viven en el mundo que viven más pobremente que vosotras? Conozco a algunos obispos que viven uno a pan y agua, y otro de pan y algunas hierbas. Contentémonos con alimentarnos de la manera con que se alimentó Nuestro Señor en la vida y en la muerte, que vivió siempre tan pobremente.
«6.° No comprar nada para sus vestidos o muebles, sino contentarse con lo que la superiora les dé para sus necesidades; y si tuvieren que comprar alguna cosa, pedirle permiso».
Por tanto, no tenéis que comprar nada sin permiso.
«7.° No olvidarse de entregar a la superiora, todo lo más tarde a final de año, lo que les sobró del dinero destinado para sus personas, incluida su manutención, para pagar los vestidos que ella les proporciona».
Mis queridas hermanas, tenéis que sentir una devoción y un afecto muy especial a esta regla, porque la ha establecido la divina Providencia. En segundo lugar, las hermanas de la Caridad tienen que ser como los hijos mayores, que se ganan la vida y ahorran para entregar a sus padres y madres lo que necesitan. Vosotras tenéis vuestra madre, que es la Compañía; ella tiene otras hijas que educar y tenéis que ayudarle; así haréis una acción muy agradable a Dios. Y si lo hacéis de este modo, imitaréis a Nuestro Señor que, con la santísima Virgen, se ganó la vida hasta la edad de treinta años. Pero cuando empezó a predicar y a tomar discípulos, las buenas mujeres que le seguían empezaron a decir: «Nuestro maestro no tiene dinero; tampoco puede ganarlo; se lo tendremos que dar». Es preciso decirlo en alabanza de vuestro sexo: las mujeres proporcionaban todo lo que necesitaban Nuestro Señor y los apóstoles. ¿Qué habría hecho Nuestro Señor si quienes le seguían no hubieran procurado ayudarle? ¿Me atreveré a decirlo, hijas mías? Si dejaseis de hacer lo que hacéis, no sé si podría subsistir la Compañía.
No sé cómo habéis podido llegar a la situación en que estáis, si no fuera por la gracia especialísima de Dios y la buena administración de la señorita Le Gras. Tenéis que pedirle mucho a Dios que os la conserve. Ha gobernado tan bien a la Compañía que, gracias a Dios, me parece que no hay ninguna comunidad que no ande metida en deudas, mientras que la vuestra no debe nada a nadie gracias a su buena administración. Porque vosotras tenéis alguna pequeña renta sobre los coches y algo más por otra parte, pero poco. Dios bendice más un escudo dado de limosna con buen corazón que muchas grandes riquezas que no se dan de buena voluntad. Un día, Nuestro Señor vio a una pobre anciana con su bastón acercarse al gazofilacio, que es lo que nosotros llamamos cepillo, y echó dentro un pobre denario de limosna, pues no tenía más que eso. El se sintió más gozoso al ver la buena voluntad de aquella pobre mujer que del orgullo de los que echaban grandes limosnas; pues la verdad es que Dios mira solamente la buena voluntad. Por eso, hijas mías, no se os pide que aportéis más que lo que os sobra, después de haber atendido a vuestra manutención. Si tenéis necesidad de alguna cosa, tenéis vuestra casa; las de lejos, convendrá que os guardéis lo razonable para vuestras necesidades. Y si alguna quisiera ahorrar algo para sus gastos propios o para sus parientes, hijas mías, estaría muy mal hecho. Una hermana que se ha entregado a Dios tiene que haber renunciado a todos sus parientes y no tiene que pensar más que en la Compañía. Vuestra madre, hijas mías, es la Compañía, a la que os habéis entregado, y que necesita ayuda para educar a sus hijas, que son vuestras hermanas.
«8.° Guardarse mucho de apegaros con desordenado afecto a la parroquia donde estén, por la satisfacción que podrían tener de estar con tal hermana, de hablar con las damas o de conversar con su confesor; y si advertieren que así sucede, procurar desasirse de estas amistades, haciendo presente a la superiora su flaqueza en este particular, y la necesidad que tienen de que esto se remedie cuanto antes».
Hijas mías, os lo recomiendo mucho: que no os apeguéis a una parroquia, a ciertas personas, a los confesores, y que lo aviséis cuanto antes. ¡Si os dijera el daño que este apego ha hecho en algunos lugares! Más vale que me calle. Ni apegarse a los confesores, ni a nada. Hijas mías, hay ciertas cosas que son capaces de destruir a la Compañía. Y ésta es una de ellas. Y un buen medio para impedir este apego es que, apenas lo sintáis, vengáis a decírselo al padre Portail, o a mí, o a la señorita: «Siento mi corazón apegado a tal y tal cosa; le pido que me arranque de allí». Hijas mías, si lo hacéis tal como os digo, no podéis imaginar el bien y las ventajas que se seguirán.
«9.° No comer ni beber en casa de los externos, ni aun en casa de las damas de la Caridad, sino siempre en su casa».
«10. No dejar entrar a los externos en su casa, a no ser para sangrar o curar a algún pobre, y mucho menos darles de comer o permitirles dormir, aun cuando fueren sus parientes, especialmente del otro sexo».
«11. No visitar a los sacerdotes en sus casas, fuera del caso en que sean pobres y enfermos, y entonces no ir una sola, sino siempre dos juntas, y si solamente pudiese ir una, tomar por compañera a una mujer o joven del lugar».
Hijas mías, no vayáis nunca solas a casa de los sacerdotes; han sucedido demasiadas cosas desagradables. Tened miedo, porque el demonio no duerme nunca. Y como se da cuenta de los progresos de la Compañía, no dudéis de que buscará todos los medios que pueda para destruirla; y ése es uno de los que se servirá, si puede. Tened mucho cuidado, por favor.
«12. No salir nunca de su parroquia sin necesidad, aun cuando fuere a oír un sermón o ganar indulgencias, a no ser con permiso de la superiora o del superior, a quienes se lo pedirán, y no a otros, con tiempo suficiente».
«13. Hacer con diligencia sus quehaceres, y cuando les quedare tiempo libre, coser o hilar, y si no tienen labor, pedirla a la superiora».
«14. Estar bien sumisas a la hermana sirviente y respetarla mucho, aunque sea más nueva o más joven que ellas, no emprendiendo jamás nada sin orden suya o sin su permiso, ni siquiera dar un huevo, ni una porción mayor que de costumbre, ni ningún remedio, ni ir a casa de las damas, ni hablarles de ninguna cosa si no se les pregunta».
«15. No dejar de acudir, al menos una vez al mes, a hacer la revisión con el confesor de la casa y dar cuenta de sus ocupaciones a la superiora».
Tenéis que estimar mucho esta regla.
«17; Con respecto a la distribución del día se conformarán en cuanto razonablemente puedan al orden que se observa en la comunidad, aunque prefiriendo el servicio a los enfermos; este será poco más o menos el orden que podrán guardar de ordinario:
1. Inmediatamente después de la oración de la mañana o, en verano, después de la lectura del tema, les llevarán con cuidado las medicinas a los enfermos; y al regresar irán a misa, durante la cual podrán hacer también su oración, cuando no hayan podido hacerla por la mañana a las cuatro.
2. Después de la misa, desayunarán en su casa con un trozo de pan.
3. Después, se dirigirán a casa de la dama en donde está el puchero de los enfermos, a la hora ordinaria o un poco antes, para que la comida pueda estar preparada exactamente en la hora señalada.
4. Después de comer, se preocuparán de recoger las órdenes del médico y preparar los remedios, para llevárselos a los enfermos a la hora debida, y llevar el puchero para el día siguiente a la dama que está de turno.
5. Después de cenar, prepararán las medicinas para el día siguiente; y si queda algo urgente que hacer, lo harán con diligencia, sin entretenerse, a fin de poder acostarse a las nueve.
6. Cuando puedan instruir a las niñas de las parroquias, sin que esto impida la asistencia a los enfermos, se dedicará a ello una de las dos, aunque podrá ayudarle a veces la otra cuando sea necesario; y todo esto, suponiendo que le parezca bien a la superiora. En ese caso observarán en todo lo que puedan las reglas escrita para las maestras de escuela, que se les entregará con este objeto».
Hijas mías estas son las reglas que tienen que guardar las hermanas de las parroquias. Todavía quedan las de las aldeas. Las leeremos en otra ocasión. Tengo muchas ganas de empezar de nuevo nuestras charlas de la manera que acostumbrábamos. Si Dios quiere, lo haremos la próxima vez.
Se va haciendo tarde. Demos gracias a Dios. Hijas mías, uno no se aburre cuando se trata de los asuntos de Dios. Dirijámonos al santificador de las almas y que cada una le diga: «Te doy gracias, Dios mío, por haber querido sacarme de mi pueblo para ponerme en una Compañía tan santa. Te pido perdón por las faltas que he cometido desde que me llamaste a tu servicio, y te pido la gracia de no detenerme aquí, sino progresar cada vez más en la práctica de las virtudes que de mí deseas». Esto es, hijas mías, lo que le pido de todo corazón para vosotras y lo que le pediré mañana, si Dios quiere, en la misa que celebraré por vuestra intención, y lo que también le pediréis todas vosotras en la misa que oigáis.
Entretanto ruego a Nuestro Señor que os bendiga y que os llene de su espíritu al mismo tiempo que pronuncio sobre vosotras las palabras de la bendición.







