(24.08.59)
(Reglas para las hermanas de las parroquias, art. 1 y 2)
Mis queridas hermanas, solamente nos queda un artículo de vuestras reglas comunes que explicar; pero no necesita ninguna explicación, pues se explica por sí mismo. Por eso no nos detendremos en él y no haremos más que leerlo.
Estas son las reglas particulares para las hermanas de las parroquias:
«1.° Tendrán presente que, como sus empleos les obligan a estar la mayor parte del tiempo fuera de casa y en medio del mundo, y aun a menudo solas, necesitan mayor perfección que las que están empleadas en los hospitales o en otros sitios semejantes, de donde no salen sino raras veces; por esto se aplicarán con esmero a perfeccionarse por medio de una observancia más estricta de sus reglamentos, sobre todo de los que les afectan más especialmente, como son los siguientes».
Bien, mis queridas hermanas, vosotras no sois religiosas de nombre, pero tenéis que serlo en realidad y tenéis más obligación de perfeccionaros que ellas. Pero si se presentase entre vosotras algún espíritu enredador e idólatra que dijese: «Tendríais que ser religiosas; eso sería mucho mejor», entonces, hijas mías, la Compañía estaría para la extremaunción. Tened miedo, hijas mías, y si todavía estáis con vida impedidlo; llorad, gemid, decídselo al superior. Pues quien dice religiosa dice enclaustrada, y vosotras tenéis que ir por todas partes. Por eso, hijas mías, aunque no estéis encerradas, sin embargo es menester que seáis tan virtuosas y más que las hijas de Santa María. ¿Y por qué? Porque ellas están encerradas. Aun cuando una religiosa quisiera hacer algún mal, encontraría la reja cerrada; no puede hacerlo, porque se le ha quitado la ocasión. Pero no hay nadie que se mueva entre el mundo como las hijas de la Caridad y que encuentre tantas ocasiones como vosotras, hijas mías. Por eso es muy importante que seáis más virtuosas que las religiosas. Y si hay un grado de perfección para las personas que viven en religión, se necesitan dos para las hijas de la Caridad, puesto que corréis un gran riesgo de perderos si no sois virtuosas, si por ejemplo os dejáis llevar desgraciadamente por el amor al dinero a tomar lo que es de los pobres. ¡Ay, hijas mías! ¡Guardaos mucho de eso!
Guardaos igualmente del trato con los hombres. Querer charlar con ellos, especialmente con los eclesiásticos, es algo que tenéis que evitar; sobre todo con éstos, pues con el pretexto de piedad lo que se intenta es buscar cierta satisfacción, y de ordinario se empieza por buenos movimientos, al parecer, por una parte y por otra; el afecto empieza poco a poco por lo espiritual; de allí se pasa a demostrárselo al otro; se dirá: «Padre, en nombre de Dios le ruego que se acuerde de mí; ayúdeme a perfeccionarme; dígame qué es lo que he de hacer sin ahorrarme nada». Eso es muy bueno. El confesor le dirá: «Así lo haré; procuraré demostrarle mi afecto». Tampoco entonces el pobre confesor piensa en ninguna cosa mala. Hijas mías, estas pequeñas satisfacciones verbales, que empezaron por algo espiritual, se convierten luego en sensuales, y ya no hay más que ese confesor en el mundo que pueda contentarle. «Los otros no me dicen nada; tal otro no me acaba de gustar». Luego, se va uno comprometiendo poco a poco en motivos carnales; puede ser que el mal venga por el confesor; muchas veces es este el único con quien le gusta tratar a la hermana; dice: «Encuentro cierta satisfacción en mi confesor». Es preciso quedarse con él a toda costa. Y muchas veces se deja la vocación por buscar esa satisfacción. Por eso, apenas sintáis apego a algún confesor, dejadle; os echará a perder. Hijas mías, ¡si supierais qué malo es comprometerse con un confesor! No os lo podéis imaginar.
¿El remedio para esto? En el mundo, si se trata de una mujer que tiene un director, ella dirá: «Me encuentro comprometida con mi confesor; ¿qué puedo hacer?»; y entonces se le responde: «Déjelo inmediatamente; déjelo». Acabo de recibir una carta de dos hermanas de la Caridad, que todavía no conocéis; la señorita lo sabe; me ha impresionado y molestado mucho ver el efecto producido por el apego que una de ellas tenía a su confesor. Los dos sentían cierta complacencia mutua y las cosas siguieron adelante. Se supo fuera lo que pasaba. Hubo una persona distinguida que intervino para advertírselo y le dijo: «Hermana, demuestra usted demasiada inclinación hacia ese confesor». ¡Caramba! Aquella pobre hermana, que estaba ciega, le dijo unas cuantas palabras muy duras. Eso es lo que produce ese apego a los confesores.
Me diréis: «Pero, padre, me parece que aprovecho mucho bajo su dirección». Es un error, hijas mías, es un error. No es el confesor el causante de vuestro progreso, sino Dios. Es una astucia del diablo la que os hace creer eso. Hijas mías, apenas sintáis apego a algún confesor, habladme de ello, decídselo al padre Portail o a la señorita Hijas mías, aunque hoy no aprendierais más que esto, seria bastante, si lo pusierais en práctica; es ésta una de las cosas más importante que podéis aprender. Pues se necesita mucha mortificación para esto y es uno de los mayores sacrificios que podéis ofrece a Dios; pero así evitáis una trampa de Satanás. Sí, hijas mías, es un acto de virtud romper con una persona a la que estéis apegadas. Pero tenéis que hacerlo, hijas mías, pues se trata de una gran defensa para la pureza. No me gustaría responder, hijas mías, de una hermana ni de su confesor, si sigue confesando a la persona de la que se da cuenta que siente cierto apego a él. Sí, mis queridas hermanas, la castidad de esas personas se encuentra en peligro. Pues bien, si esto es así os conjuro por las entrañas de Jesucristo que, apenas os sintáis movidas por el afecto a un confesor, lo indiquéis, pues ése es uno de los medios de que se servirá el diablo para destruir a la Compañía de la Caridad, por medio de los confesores, si no se tiene el coraje de descubrir esa flecha que se lleva clavada en el corazón y que tiende a la sensualidad. Esa hermana se echará a perder y conseguirá que se desprecie a la Compañía. Oiréis decir que una hermana ha hecho tal y tal cosa en tal sitio. No es necesario que sean muchas hermanas; basta con una sola. Se dirá: «Esperábamos mucho de ellas, v resulta que son unas sinvergüenzas: no valen para nada; se quedan con el dinero de los pobres».
Y esta es la segunda cosa que tenéis que evitar, hijas mías. ¡Quedaros con el dinero de los pobres! ¡Hijas mías, tened mucho cuidado con eso! Se diría entonces: «Las venerábamos como a ángeles, y resulta que son unas ladronas. No queremos saber nada de ellas». Mirad pues, mis queridas hermanas, si no es necesario que tengáis más virtud que las religiosas y más pureza que ellas.
He aquí el segundo artículo: Considerarán que no pertenecen a una religión, ya que ese estado no va bien con las ocupaciones de su vocación. Sin embargo, como están más expuestas a las ocasiones de pecado que las religiosas obligadas a la clausura, no teniendo más monasterio que las casas de los enfermos y aquella en que reside la superiora, ni más celda que un cuarto de alquiler, ni más capilla que la iglesia parroquial, ni más claustro que las calles de la ciudad, ni más encierro que la obediencia, no teniendo que ir más que a casa de los enfermos o a los lugares necesarios para su servicio, ni más rejas que el temor de Dios, ni más velo que la santa modestia, y como no han hecho ninguna otra profesión para asegurar su vocación más que una confianza continua en la divina Providencia por la ofrenda que le han hecho de todo cuanto ellas son y por el servicio que le prestan en la persona de los pobres, por todas estas razones tienen que tener tanta o más virtud que si hubieran profesado en una orden religiosa. Por eso procurarán portarse en todos esos lugares al menos con tanto recato, recogimiento y edificación, como las verdaderas religiosas en su convento. Para llegar a ello es menester que se afanen en la adquisición de las virtudes que les ordena su reglamento, especialmente en una profunda humildad, una perfecta obediencia y un gran despego de las criaturas, y que tomen todas las precauciones para conservar perfectamente la castidad de cuerpo y de corazón».
Esto es, mis queridas hermanas, lo que indica este reglamento. Acordaos bien de ello, os lo repito. Vuestro monasterio es la casa de los enfermos y aquella en que reside vuestra superiora; vuestra celda es vuestro cuarto de alquiler. En esto sois más semejantes a Nuestro Señor. Tenéis como capilla la iglesia parroquial, en la que tenéis que asistir siempre al santo sacrificio y dar buen ejemplo, siendo siempre la edificación del pueblo, aunque sin dejar por ello el servicio necesario a los enfermos. Vuestro claustro son las calles de la ciudad, por las que tenéis que ir para atender a los enfermos. Vuestro claustro en la obediencia, ya que la obediencia tiene que ser vuestra clausura, no pasando nunca más allá de donde se os ha mandado y manteniéndoos encerradas allí dentro. Por reja tenéis el temor de Dios. Y por velo, lleváis la santa modestia.
Señor mío: te doy gracias por el favor que has hecho a estas tus hijas de hacerles participar de tu modestia. Seguid así, hijas mías, seguid así, con la gracia de Dios. Hasta ahora se ha notado esto entre vosotras. Si sois modestas, sois unas profesas. Que vuestra modestia haga que no miréis a los hombres en la cara. Y cuando sea necesario hablar con ellos, sed breves.
«No han hecho ninguna otra profesión para asegurar su vocación» más que la confianza en la divina Providencia; por eso «tienen que tener tanta o más virtud que si hubieran profesado en una orden religiosa». Por eso tienen que ser estrictas en la observancia de su reglamento, y especialmente en una profunda humildad, que consiste en querer ser despreciadas; segundo, en una perfecta obediencia; tercero, en un gran despego de las criaturas, del padre, de la madre, de los bienes, de vosotras mismas, de forma que sólo os sintáis unidas a Dios. Sí, hijas mías, tenéis que estar despegadas de todo. Y si Dios os concede la gracia de llegar hasta eso, ¿qué haréis? Hijas mías, haréis lo que la buena señora de Goussault me dijo poco antes de morir. Me dijo: «Padre, esta noche he visto a las hijas de la Caridad. ¡Cuánto bien tienen que hacer! ¡Harán mucho bien!». Estoy seguro, hijas mías, que era Dios el que la llenaba de fervor y le hacía decir esas palabras. Y sí que lo haréis, hijas mías, si sois fieles en observar estas santas prácticas.
Y he aquí otra cuarta virtud: «Que tomen todas las precauciones posibles» para mantenerse en la pureza y en la castidad, y decir: «Quiero honrar la pureza de Nuestro Señor y la de la santísima Virgen. Como Dios es la misma pureza, por eso quiero apegarme a él para conservarme en la pureza». Lo que acabo de decir del apego al confesor es totalmente contrario a la virtud de la pureza y de la castidad. Hijas mías, no debéis pretender otra cosa más que haceros agradables a los ojos de Dios. Sí, no estéis apegadas a nada más que a él.
Estas son las cuatro virtudes que necesitáis. Y lo que más podrá impedirlo será el apego a un confesor, a una dama, a una parroquia, a una pequeña satisfacción. Es menester que no estéis unidas más que a Dios solamente.
Hijas mías, mirad, lo que os acabo de decir bien vale la pena que lo repasemos. Voy a repetirlo. Vuestro monasterio y vuestra casa es la de los enfermos; no tenéis más que una. Vuestra parroquia es vuestra iglesia y tenéis que asistir en ella al divino servicio con devoción; vuestra celda es un cuarto de alquiler; y tenéis que decir: «Mi celda es un cuarto alquilado»; vuestro claustro son las calles de la ciudad, por donde vais en invierno y en cualquier otro tiempo para buscar a los pobres enfermos.
¡Salvador mío! ¡Qué grande será la Caridad que veremos algún día! Aquella buena señora acertó al decir que veía que haríais grandes cosas. ¿Y qué será ver en el cielo a una hija de la Caridad que haya vivido en este mundo en la forma que acabo de decir y que no haya tenido por celda más que un cuarto alquilado y por clausura la obediencia? Sí, hijas mías, si tenéis el espíritu obediente, estaréis más enclaustradas que las religiosas que viven allí encerradas. Como reja, el temor de Dios; hijas mías, el temor de Dios es una buena rea. Como velo, la santa modestia. Si tenéis estas virtudes, ya sois profesas.
La confianza en Dios. ¿Qué tenéis vosotras que os retenga en la Compañía? La confianza en Dios. Manteneos firmes en ella y paseaos muchas veces por allí dentro. Si así lo hacéis, ¡qué cierto será lo que decía la señora de Goussault! Yo estoy cierto de que era verdad; era el espíritu de Dios el que le hacía decir: «¡Cuánto bien harán!».
Los medios para ello, mis queridas hermanas, son que os mantengáis bien dentro de vuestro claustro. ¡Quiera la bondad de Dios concederos esta gracia! Al mismo tiempo que, de parte suya, pronuncie sobre vosotras las palabras de la bendición, le suplico que os dé ese espíritu y la gracia de imprimir en vuestros corazones lo que acabo de decir, para que guardéis estas cuatro virtudes: la humildad, la obediencia, el desprendimiento de las criaturas y la santa modestia, que hasta el presente ha brillado en vosotras por su gracia. ¡Qué él la conserve y os desprenda de todo lo que no sea él, para que en adelante encontréis en Dios toda la satisfacción que podríais desear en este mundo! Le pido a Nuestro Señor que ilumine vuestros entendimientos, que encienda vuestras voluntades, para que en adelante no améis nada más que a él, en él y por él.







