(27.04.59)
El domingo 27 de abril de 1659, el padre Vicente, nuestro venerado padre, nos dio la conferencia a propósito de las virtudes de nuestra difunta hermana Bárbara Angiboust, que había muerto el 27 de diciembre del año 1658 en el hospital de Chateaudun, en el que estaba sirviendo a los enfermos.
Había sido recibida en la Compañía por la señorita Le Gras, nuestra venerada madre, el día 1 de julio de 1634. Su padre Maturino Angiboust y su madre Petra Blanne habitaban en la parroquia de San Pedro de Serville, diócesis de Chartres, donde fue bautizada el día 6 de julio de 1605. Hizo los primeros votos perpetuos junto con la señorita y con las tres primeras hermanas que formaron la Compañía el 25 de marzo de 1642.
Hijas mías, dijo el padre Vicente, el tema de esta charla es sobre nuestra querida hermana Bárbara Angiboust, que en paz descanse. Lo reduciremos a tres puntos, como de ordinario.
Empecemos por el primer punto. Hermana, ¿por qué razones es conveniente hablar de las hermanas a las que Dios ha llamado su gloria?
– Padre, entre otras razones en que he pensado me parece que tiene mucha importancia que, al referir las virtudes de nuestra hermana, podremos honrar a Dios en ella; la segunda, que esto nos sirve para animarnos a la práctica de sus virtudes.
– ¡Dios la bendiga, hija mía! ¡Bendito sea Dios, mis queridas hermanas! Dice esta hermana que la primera razón que debe movernos a proseguir esa buena costumbre es que Dios será glorificado por medio de la relación de las virtudes de las hijas de la Caridad, ya que se trata de la obra de Dios en ellas
y recordar las virtudes que practicaron es honrar al autor de esas mismas virtudes. También es razonable, cuando se ve un hermoso cuadro, honrar y estimar al pintor que lo ha hecho. Y lo mismo que cuantos ven ese cuadro no tributan su alabanza al cuadro, sino al pintor del mismo, que es el que lo ha hecho, de igual modo, hijas mías, al ver las virtudes de nuestras hermanas, daremos por ellas gloria a Dios, ya que no son tanto virtudes que ellas tengan como virtudes de Dios en ellas.
La segunda razón que se ha indicado es que las hermanas encuentran en ello un gran motivo para animarse; sí, porque pueden decir: «Si la hermana Bárbara, con la ayuda de Dios, se hizo tan virtuosa y perseveró hasta la muerte en la práctica de tal y tal virtud, ¿no podré hacer yo lo mismo, con la gracia de Dios? Ella se superó en las dificultades que pudo encontrar; ¡Dios mío!, ¿no podré hacerlo yo, si ella lo hizo? Sí que puedo, lo mismo que ella, siempre que quiera, contando con la gracia de Dios, salir de mis miserias, de mi cobardía, de mis vicios e imperfecciones. ¿Por qué no voy a poder, si ella pudo? Si Dios le concedió esta gracia, espero que también me la concederá a mí. Sigamos con ánimo nuestro camino».
Así pues, mis queridas hermanas, todos podremos aprovecharnos de esta charla, tanto vosotras como yo y todos los que están aquí. Aunque hubiera cien personas más, todas tendrían mucho de que aprovecharse.
Luego preguntó a otra hermana, diciéndole:
Y usted, hermana, ¿se le ocurren otras razones que nos demuestren la obligación que tienen las hijas de la Caridad de conservar esta santa costumbre, que hay que guardar siempre, fijaos bien, mientras la caridad sea caridad, de hablar de las virtudes de nuestras hermanas después de su muerte?
– Padre, yo había pensado lo mismo que acaba de decir esta hermana.
A otra:
– Hermana, ¿tiene usted algún motivo que añadir, por el que crea que conviene conservar esta santa costumbre de hablar de nuestras hermanas difuntas que se han ido al cielo?
– Padre, no se me ocurren más razones que las que ha indicado esta hermana.
– Bien, ¡bendito sea Dios! Ya basta con esto. ¿Para qué necesitamos más razones para hacerlo así, si sabemos que Dios será glorificado y que nosotros mismos quedaremos edificados? Dios le dará a cada una un nuevo deseo de practicar la virtud; pues, si no me engaño, al oír la relación de todo lo que ha hecho nuestra hermana, diréis: «Todo esto es muy hermoso. ¿Por qué no lo voy a hacer yo así? ¡He ahí una persona que ha vivido tanto tiempo en una Compañía en la que yo misma tengo la dicha de estar, y mi vida es totalmente contraria a la suya! ¡Quiero corregirme!».
Mis queridas hermanas, todas os diréis esto en vuestro interior o, si hay algunas que no se sientan llenas del deseo de aprovecharse de lo que se diga, habrá que decir de ellas que no son hijas de la Caridad y que, aunque lleven el hábito, no tienen su espíritu. Por tanto, tenéis que entregaros a Dios para aprovecharos de esta charla, y yo lo mismo que vosotras. Podréis hacerlo de esta manera: «Si hasta ahora no he querido obedecer a la hermana sirviente, si he fastidiado tanto al superior o a la superiora, quiero, por la gracia de Dios, hacerme más dócil y más sumisa, no solamente a mi superiora, sino a todas las de la casa; y sería muy desgraciado si no lo hiciera así, ya que otra hermana lo ha hecho tan bien». Esto es, mis queridas hermanas, lo que se refiere al primer punto.
La hermana Ana Vallin dice que vivió con la difunta en Saint-Denis.
– Bien, hija mía, ¿qué observó usted en ella?
– Padre, recuerdo su mucha fidelidad en guardar bien las reglas. No tenía ninguna clase de respeto humano cuando sabía lo que estaba obligada a hacer, y no tenía reparo en negar la entrada de varones en nuestras habitaciones, incluso a los sacerdotes.
– Esas son dos de las cosas que usted ha observado: la primera, exactitud y fidelidad a las reglas; y la segunda, que no tenía respeto humano. Hijas mías, ya os lo he dicho otras veces: es imposible que pueda ser dichosa una hija de la Caridad que no sea fiel a sus reglas.
La segunda cosa que hemos de advertir es que tenéis que ser fieles en guardar la regla que prohíbe dejar a los hombres que entren en vuestras habitaciones. No está permitido que las hijas de la Caridad dejen entrar a los hombres en sus casas y tenéis que ser exactas en guardar y hacer guardar esta regla; ni siquiera hay que dejar entrar a los sacerdotes, a no ser cuando la necesidad obligue a ello, como cuando estáis enfermas. Fuera de ese caso, no es conveniente, ya que, como no tenéis clausura como las religiosas, vuestra clausura tiene que ser vuestras habitaciones; y lo mismo que no está permitido a nadie entrar en la clausura sin permiso, tampoco es conveniente que entre en vuestras habitaciones. Aunque se tratara de mí, tendríais pleno derecho y obligación de negármelo. Entregaos a Dios para ser fieles a esto; porque, mirad, es de tal importancia que, cuando algunas no han imitado en esto a sor Bárbara, se han seguido de ello grandes males. Se han dejado llevar a recibir sacerdotes en sus habitaciones y, aunque no hicieron nada malo, aquello no dejó de disminuir la buena fama de que gozaban. Y Dios sabe el escándalo que aquello produjo en el lugar donde ocurrió. Si no ponéis cuidado y no os mantenéis firmes en lo que os acabo -de decir, será por esa puerta por donde se introducirá el demonio para echar a perder a la Compañía. ¿Y por qué? Porque ya no habrá ese buen olor del que han gozado las hijas de la Caridad y que sigue haciendo todavía que las soliciten desde tantos sitios. ¿Quién duda de que eso se debe a la fidelidad que se advierte en ellas por la observancia de las reglas? Pero apenas se note que han empezado a relajarse, no sólo no las llamarán ya para nuevas fundaciones, sino que les quitarán aquellas que Dios les había concedido la gracia de hacer.
Bien, mis queridas hermanas, poneos en manos de Dios. En cuanto a mí, yo me entrego a él desde ahora; también el Padre Portail y la señorita Le Gras toman esta resolución de hacer que se cumpla esta regla de no dejar nunca a los hombres que entren en vuestras habitaciones, ni siquiera a los sacerdotes. ¡Salvador mío! Concédenos la gracia de comprender la importancia que tiene este punto. Hijas mías, si se les dijera a las damas de la Caridad que sois tan fieles a vuestras reglas que no dejáis entrar a ningún hombre en vuestras habitaciones, y ellas se enteraran que algunas hacen lo contrario, dirán: «Las nuestras no lo hacen»; y entonces juzgarán de esa hermana que permite la entrada del confesor en su habitación que hay allí algo que no va bien y que seguramente esa pobre criatura siente algún apego a ese hombre. Entregaos, pues, a Dios para obrar en estos casos como sor Bárbara. Estoy seguro de que su alma bienaventurada os ofrece con todo su corazón a Dios y le ruega a su divina bondad que conceda a toda la Compañía la gracia de hacer lo mismo que ella hizo, pues ve ahora mejor que nunca la necesidad que tienen todas las hijas de la Caridad de observar bien sus reglas.
Otra hermana dijo que había observado que la difunta no tenía respetos humanos.
El Padre Vicente contestó:
– ¡Qué hermoso es eso! Sor Bárbara no hacía nada por respeto humano. Es verdad, hijas mías, y también a mí me parece lo mismo, pues nunca he visto que nuestra hermana Bárbara hiciera nada en contra de lo que tiene que hacer una verdadera hija de la Caridad. Podría deciros muchos ejemplos; pero baste decir que, cuando se trataba del honor de Dios, o de hacer alguna cosa en contra de sus reglas, rompía con quien fuese, sin tener el más mínimo respeto humano. Recuerdo un ejemplo de eso, que vale la pena referir.
Una dama muy distinguida, que en aquellos tiempos tenía más autoridad en el reino que ninguna otra ante las personas reales, sintió deseos de tener a su lado a una hija de la Caridad y me dijo: «Padre, quiero tanto a las hijas de la Caridad que me gustaría tener siempre a una a mi lado; le ruego que me mande alguna». – «Ya hablaré con la señorita Le Gras». Al estudiar a quién podríamos mandar para ello, recayó la suerte en nuestra hermana. Le dije: «Hermana, hay una gran señora que desea tener una hija de la Caridad con ella. Hemos pensado en enviarla a usted; ¿no le parece bien, hija mía?». Inmediatamente acudieron las lágrimas a sus ojos, sin que dijera nada para excusarse, ni que una pobre muchacha aldeana a quien no correspondía ocuparse en esta tarea, ni que carecía de dotes necesarias. No dijo nada de eso en aquella ocasión. Le dije: «Bien, hija mía; ofrezca esas lágrimas a Nuestro Señor; él sabrá sacar de allí su gloria algún día».
Luego, como urgía mucho aquella persona, le señalé un día para que acudiese a aquel lugar, en donde yo también me encontraba. Así lo hizo. Le dijeron a aquella señora que había llegado la hija de la Caridad que había pedido. Ella la mandó buscar por medio de dos señoritas de compañía que, al saber por qué venía, le dijeron: «Hermana, sea usted bienvenida; la señora quiere verla». Yo le dije: «Vaya usted». Ella las siguió, conteniendo sus lágrimas lo mejor que podía.
Al entrar en la corte de aquella señora, vio un gran número de carrozas, tantas como podríais ver en el Louvre. Aquello le sorprendió y dijo a las señoritas: «Me he olvidado de decirle una cosa al padre Vicente; les ruego que me permitan volver allá». Ellas le dijeron: «Vaya, hermana; la esperaremos aquí». Ella volvió y me dijo: «Pero, padre, ¿adónde en envía? ¡Si eso es una corte!». Yo le dije: «Vaya, hermana, encontrará allí a una persona que quiere mucho a los pobres». La pobre hermana se volvió. La condujeron a aquella señora, que la abrazó y le mostró un gran afecto, esperando a decirle lo que quería de ella cuando se hubieran retirado sus acompañantes. Y aunque aquella buena hermana sabía muy bien que su residencia en aquel sitio era un medio de hacer mucho bien a los pobres, sin embargo se mostraba llena de tristeza, no haciendo más que suspirar y sin comer casi nada. Cuando vio aquello la señora de que hablamos, le preguntó: «Hija mía, ¿por qué no le gusta estar conmigo?». Y ella, sin disimular el motivo de su pena, le contestó: «Señora, he salido de casa de mis padres para servir a los pobres, y usted es una gran dama, rica y poderosa. Si usted fuera pobre, señora, le serviría de buena gana». Y les decía a todos lo mismo: «Si la señora fuera pobre, me entregaría de corazón a su servicio; pero es rica». Finalmente aquella señora, al verla siempre afligida y triste, la devolvió al cabo de algunos días.
– Padre, dijo una hermana, tenía también un arte admirable y muy especial para instruir a la juventud y para atraer a las muchachas mayores al catecismo; acudían muchas, y con este medio hacía mucho fruto en Saint-Denis.
– ¡Bendito sea Dios! Es como un perfume precioso que atrae a las almas hacia sí.
Sor Juana Luce dijo:
– Padre, yo viví en los Galeotes con ella. Tenía mucha paciencia para soportar las dificultades con que allí se tropieza por causa del mal humor de aquellas personas. Pues, a pesar de que algunas veces se irritaban con ella hasta llegar a echarle por tierra el caldo y la carne, diciéndole todo lo que les sugería la impaciencia, ella lo sufría sin decir nada y lo volvía a recoger con mansedumbre, poniéndoles tan buena cara como si no le hubieran dicho ni hecho nada.
– Eso está muy bien hecho: ponerles la misma cara que antes.
– Padre, y no solamente eso, sino que en cinco o seis ocasiones impidió que les pegaran los guardias.
– Bien, hijas mías, si hay aquí algunas que hayan vivido en los Galeotes y que hayan querido enfrentarse con esa pobre gente, devolviéndoles mal por mal e injurias por injurias, llenaos de pena al ver cómo una de vuestras hermanas, que llevaba el mismo hábito que vosotras, cuando le tiraban la carne que llevaba, no les decía nada, y cuando querían golpearles, no podía tolerarlo. ¡Qué gran motivo de aflicción para las que obraron de otro modo, queriendo replicar a las palabras de aquellos pobres forzados o llamando a los guardias!
Hijas mías, como todas las que estáis aquí podéis ser llamadas a servir a esas pobres gentes, aprended de vuestra hermana la lección de cómo tenéis que portaros, no solamente en los Galeotes, sino en cualquier otro sitio; aprended de nuestra hermana cómo hay que soportar a los pobres con paciencia.
Nuestro Señor, cuando le cargaban de injurias, no respondía, pues se dice de él que fue conducido como una mansa oveja al matadero, sin abrir la boca para quejarse. Aprended de él a no devolver injuria por injuria. Si no lo hacéis así, todavía les enconaréis más contra vosotras y les daréis motivos para ofender más a Dios.
Aquella misma hermana dijo:
Padre, también he observado su fidelidad en no dejar entrar nunca a los hombres en nuestras habitaciones. Una vez que vino a verla un buen sacerdote, le mandó decir que no estaba.
– ¡Qué hermoso es esto! ¡Dios la bendiga, hija mía! Hijas mías, imitémosla en esto, usemos de algún medio para ayudarnos en ello. Ella mandó decir que no estaba para no disgustar a aquel buen eclesiástico. «Pero, padre me dirá alguna, ¡si es mi confesor!». Precisamente por eso no tenéis que dejarle entrar, ya que la confianza que tenéis con él puede haceros contraer alguna mala costumbre, por causa de la malicia de nuestra naturaleza. Por eso tenéis que evitar esas ocasiones todo lo que os sea posible.
«Pero, me diréis, se trata de una persona distinguida». No importa; siempre que le neguéis la entrada en vuestras habitaciones, esto dejará en su espíritu cierto respeto a la Compañía. ¿Y que podrán decir sino que son ésas las verdaderas religiosas?
La misma hermana añadió:
Padre, tenía mucha paciencia y caridad con las hermanas.
– ¡Eso está muy bien! Padre Portail, ¿no le parece que esto nos hace ver que aquel alma era como un árbol y que todo lo que se dice de ella es algo así como los frutos de ese árbol?
Hijas mías, nunca os excuséis de que os resulta intolerable vuestro prójimo, pues ella lo toleró; y tenéis que entregaros a Dios para soportaros mutuamente, en cualquier parte en que estéis. Pues todos estamos llenos de defectos, de forma que no solamente tenemos que sufrir por el carácter de los demás, sino que nos cuesta soportarnos a nosotros mismos, ya que nos sentimos continuamente agitados. Es como una rueda de molino que nunca o casi nunca permanece en el mismo estado.
– Finalmente, padre, mientras viví con ella, no noté más que virtudes en su alma. Aunque estuviera hablando hasta la noche, no acabaría de relatarlas.
– ¡Salvador mío! ¡Qué hermoso es esto! Se dice en las sagradas Escrituras que, aunque todos los libros que hay en el mundo estuvieran llenos de lo que Nuestro Señor ha dicho y ha hecho, quedaría todavía mucho por escribir. Y nuestra hermana dice de sor Bárbara que, aunque estuviera hablando hasta la noche, no habría dicho todo lo que ha observado de bueno en ella. ¡Qué confusión ser hermana de tal hermana y no obrar como ella obró! ¡Estar en una Compañía donde se encuentran almas tan virtuosas y no tener esas virtudes! Pues bien, hijas mías, que esto sirva para vuestro estímulo. Y cuando ocurra que, por sugestión del espíritu maligno, os resulte difícil alguna cosa, decid: «Sor Bárbara hizo esto; ¿por qué no voy a hacerlo yo?».
¿Hay todavía alguna que haya vivido con ella?
Sor María Joly dijo:
– Padre, yo estuve con ella al principio de la fundación de la Compañía. Lo que pude advertir en ella es que evitaba el trato con los hombres y que era muy alegre con las hermanas.
– Es verdad, tenía siempre muy buen humor. Esto no impedía que supiera ser recatada cuando era necesario; pero era de trato muy agradable. Hijas mías, no puedo menos de recomendaros las virtudes que practicaba nuestra querida hermana. ¿Qué excusa tenéis para impedir que los hombres entren en vuestras habitaciones? Entregaos a Dios para esto y velad unas por otras. No permitáis que vuestras hermanas lo hagan. ¡Dios mío! ¡Permitir que la otra hermana se entretenga con los hombres en su habitación! Mirad, tened cerradas vuestras habitaciones, lo mismo que las religiosas su claustro; y si sabéis que algunas no guardan fielmente esta norma, decídselo al padre Portail, a mí o a la señorita Le Gras y hablad unas con otras de la belleza de esta virtud.
Sor María Poulet dijo:
– Padre, yo tuvo la dicha de vivir con sor Bárbara y observé en ella una gran caridad con las otras hermanas; cuando una de ellas quiso dejar su vocación, hizo todo lo posible por impedirlo, hasta ponerse de rodillas delante de ella para rogarle que no lo hiciera. Me dijo muchas cosas para mi bien, aunque para confusión mía no las he aprovechado como es debido.
En segundo lugar, tenía mucho celo por el servicio de los pobres y un cuidado muy especial para la instrucción de los niños. Tenía también mucha maña para atraer a las damas para que tuvieran caridad con los pobres.
En cuanto a la observancia de las reglas, era siempre muy cuidadosa y fiel. Cuando estuvimos en Châlons, aunque estuvimos poco tiempo, no dejaba de dirigirnos la oración, una después de otra, haciéndola también ella.
– ¡Qué hermoso es esto, hijas mías! ¿Estaba usted en Sainte Menehould durante el asedio?
– Sí, padre, algunas estuvieron allí; pero traían los heridos al hospital de Châlons.
– ¡Bendito sea Dios!
Otra hermana dijo:
– Padre, yo estuve con ella en Saint-Denis, donde consiguió grandes frutos por medio de sus instrucciones. Atraía a todas las muchachas, y hasta a las mujeres, que acudían al hospital para oír unas veces el catecismo y otras la lectura de la vida de los santos. Alguna vez vinieron hasta sesenta. Y a veces ella les hacía hacer oración después de la instrucción.
Un día ocurrió que le dijo a una hermana algo que le molestó. Como esta hermana se acostó sin pedirle perdón, sor Bárbara se levantó de la cama para hacerlo ella, a fin de amansarla.
Durante la primera guerra de París, como el hospital era pobre, habían mandado desmontar ya las camas; pero ella hizo todo lo que pudo para que le permitieran venir aquí; y con permiso de usted, padre, consiguió hacer una colecta lo suficientemente grande para poder continuar donde estaba.
Finalmente, separó a muchas almas del camino de la perdición; todavía hay allí algunos que la recuerdan, a pesar de que han pasado ya diez años de que estuvo.
Tenía tanto respeto a sus superiores que se ponía de rodillas para leer las cartas que recibía de ellos.
– Hijas mías, tenéis un buen cuadro ante vuestra vista. Señorita, ¿quiere usted decirnos lo que ha advertido en ella?
– Padre, reconozco que es verdad todo lo que nuestras hermanas han dicho de ella. Tenía mucho amor por todas las cosas que se refieren a las reglas y un especial afecto por la instrucción de la juventud. Apenas conocía las reglas, no quería omitir nada de lo que mandaban ni innovar en lo más mínimo lo que se había establecido.
En todos los sitios en donde ha estado, en los Niños expósitos, a los que visitó varias veces, nunca le he visto sentir repugnancia de nada. Cuando se supo su muerte, escribieron sus virtudes en todos los sitios en donde estuvo.
Cuando me escribía, ponía debajo de su firma la orgullosa, por el deseo que tenía de ser humilde, en lo que trabajó sin descanso.
Tenía mucha paciencia con las hermanas con las que vivía. Una de las que estuvieron con ella en Chateaudun, después de haber probado su paciencia, se arrepintió de ello y le pidió perdón. Al verla enferma con la enfermedad que la llevó a la muerte, ella le dijo: «Hermana, ¿verdad que había que hacerlo así?», como si hubiera querido decir que es precisamente con la paciencia con lo que se gana a las personas que se dejan arrastrar a algo en contra de lo debido.
Las hermanas que han vivido con ella durante los últimos días me han dicho que observaron en ella tantas virtudes que no bastarían ocho resmas de papel para escribirlas.
Nunca la vi volverse atrás de sus propósitos. Tenía mucho cariño a la Compañía y sentía un gran dolor cuando sabía de algo que no estaba bien.
He aquí la carta en la que me comunicaron su muerte: «Quizás se haya enterado ya de la muerte de nuestra querida hermana Bárbara por la carta que le enviamos. Por esta confirmamos que ha muerto en el Señor, etcétera».
Padre, vino una mujer de Chateaudum, que le asistió en sus últimos momentos, que nos dijo todo lo que decía la carta y, entre otras cosas, que si no la hubiera visto morir no la habría conocido, de hermosa que se quedó después de morir (también se nos decía así en la carta¿, hasta el punto de que la gente decía que la habían maquillado.
– Bien, bien, hijas mías, ¡qué cuadro tan hermoso! ¡Qué felicidad la nuestra por haber tratado con un alma que tan bien ha practicado estas virtudes! Hijas mías, Dios ha querido presentarnos este cuadro tan bello para que tengamos confianza de que, con su gracia, llegaremos a la práctica de estas virtudes. Que las que son pusilánimes se animen y le digan a Dios: «Si hasta hoy yo no he hecho esas obras, si hasta ahora me han faltado fuerzas para cumplir tal cosa, le prometo a Dios que seré más fiel en adelante y sobre todo que guardaré esta regla que tan bien observó ella».
Demos gracias a Dios de que haya mandado hermanas tan virtuosas a la Compañía; démosle gracias por el buen uso que hizo nuestra hermana de la gracia de su vocación; pidámosle que llame a esta Compañía muchas almas que le sean tan fieles como ella; esforcémonos por nuestra parte en imitarla. Y puesto que nos hemos olvidado del tercer punto, propongámonos trabajar en la práctica de las virtudes de esta sierva de Dios y verdadera hija de la Caridad, que quiere decir verdadera hija de Dios.
Una hermana pidió permiso para hablar y dijo:
Padre, estando con mi hermana en Santiago del Hospital, le preguntó un sacerdote si no podría ir a hablar algunas veces con ella. Ella le contestó que no quisiera Dios que ella cometiera una falta tan grande contra las reglas. Y como le preguntara por la razón de esta negativa, ya que nosotras no éramos religiosas, le dijo: «Padre, no somos religiosas, pero no dejamos entrar a los hombres en nuestras habitaciones porque nuestras habitaciones son nuestras clausuras».
Ayudó mucho a una hermana que ha muerto en la Compañía en las tentaciones que sufría contra su vocación.
Tenía mucho cariño a los niños y decía que veía en ellos al niño Jesús, no ahorrando por ellos ningún esfuerzo, hasta tenerlos toda la noche en brazos, por falta de cuna.
Sor Vicenta Aucher dijo:
– Padre, después de Dios me siento obligada con sor Bárbara por la gracia de mi vocación. La casa en que yo vivía pertenecía al mismo edificio que la de nuestras hermanas de Richelieu, adonde vino ella la primera, junto con sor Luisa Ganset, para hacer la fundación. Yo no pensaba ni mucho menos entonces en entregarme al servicio de Dios; por el contrario, se hablaba de buscarme un compromiso en el mundo. Ella, que sabía todo esto, me dijo que no me creía indicada para el matrimonio y que Dios pedía otra cosa de mí, ofreciéndose a servirme en lo que ella pudiera.
Era siempre muy sobria en la comida y mostraba mucha austeridad.
La señorita añadió:
– Esto duró toda su vida, aunque tuvo otras ocasiones para vivir de manera distinta que el resto de la Compañía. Se contentaba con un pequeño trozo de carne preparada de cualquier modo.
Sor María Poulet:
– Padre, una vez que viajaba con ella, no quiso sentarse a la mesa con una gran señora, aunque ella insistió mucho en invitarla. Nos retiramos a un rincón para tomar nuestra comida, diciendo que éramos pobres y que tenían que tratarnos como pobres.
– Hijas mías, ¡qué hermoso es todo esto! ¡qué hermoso que es! He aquí un gran ejemplo para las hijas de la Caridad, el no querer compararse con las damas, a pesar del aprecio que éstas les tengan. Mirad, es una predicación muda que Dios os hace a vosotras y a mí.
Una hermana pidió perdón y la ayuda de las oraciones de la Compañía para poder practicar lo que se había dicho. Entonces su caridad le dijo:
Pido a Dios, hija mía que le conceda esta gracia a usted y a todos nosotros; así se lo ruego a su bondad y que acepte el acto de penitencia que acaba usted de hacer por su gloria.







