Vicente de Paúl, Conferencia 093: Caridad mutua. Obligación de reconciliarse

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(04.03.58)

(Reglas comunes, art. 36 Y 37)

Hijas mías, vamos a continuar las charlas que hace tiempo comenzamos sobre vuestras reglas. Hemos llegado ya a la 36, que vamos a explicar ahora. ¡Quiera Dios que sea con el espíritu con que debo hacerlo! Dice lo siguiente: «Se acordarán con frecuencia del nombre de hijas de la Caridad que llevan y procurarán hacerse digna de él por el santo amor que siempre tendrán a Dios y al prójimo. Sobre todo vivirán en gran unión con sus hermanas y jamás murmurarán ni se quejarán una de otra, desechando cuidadosamente todos los pensamientos de aversión que puedan tener una contra otra, etcétera».

Esta regla habla por sí misma, de forma que casi no necesita ninguna explicación, pues está todo tan claro que me parece que no se puede añadir nada más.

El primer párrafo de este artículo dice que procuréis haceros dignas del nombre de hijas de la Caridad. ¿Puede haber otro nombre mayor? ¿Habéis oído hablar alguna vez de un nombre más hermoso ni más favorable para los pobres? Hijas mías, ¡cuántos motivos tenéis para entregaros a Dios a fin de haceros dignas de vuestro nombre y no hacer como un obispo del que se habla en el Apocalipsis! Dios, quejándose de él, le dice: «Tú tienes nombre de tal, pero no haces sus obras» (1). Mis queridas hermanas, procurad que Dios no tenga que dirigiros ese reproche y procurad haceros dignas del nombre que lleváis.

No sé si habéis pensado alguna vez en esas tres cosas que indica esta regla.

La primera es que améis a Dios por encima de todas las cosas, que seáis por completo suyas, que no améis cosa alguna más que a él; y si se ama alguna otra cosa, que sea por amor de Dios. Si amáis a Dios de ese modo, una señal de que sois verdaderas hijas de la Caridad es que amáis mucho a vuestro Padre.

La segunda señal de que sois verdaderas hijas de la Caridad es que amáis al prójimo, servís a los pobres y os animáis a superar todas las dificultades que para ello tengáis, puesto que os habéis entregado a Dios para eso, mirándolos como a vuestros señores y demostrándoles un gran respeto.

La tercera cosa que os constituirá hijas de la Caridad es que no hagáis nada unas contra otras, que no toleréis ningún pensamiento de aversión que podáis tener, aun naturalmente, unas contra otra. Hijas mías, apenas nazcan esos pensamientos, hay que apagarlos; si se presentan una o dos veces, hay que rechazarlos siempre. – ¡Pero si es que vuelven a presentarse!  – Hay que resistirles siempre, tanto la tercera vez como la segunda, hasta que los hayáis apagado del todo y os haya concedido Dios la gracia de acabar con ese mal humor. En segundo lugar, no decir nunca nada que pueda molestar a la otra hermana, a no ser que una esté obligada a ello por su oficio; pues las oficialas tienen el derecho de reprenderlas.  – ¡Pero eso molestará a la hermana!  – Es natural; pero no por eso hay que dejar de hacerlo. Y las que lo saben tienen que decir: «Hay que dejar que lo haga; está cumpliendo con su misión de oficiala».

¡Bonito sería ver a un cirujano que no se atreviese a pinchar a un enfermo por miedo a suscitar su resentimiento! Pues lo mismo sería que la superiora o las oficialas no se atrevieran a decirle nada a una hermana por medio a que lo recibiera mal. Si una hija de la Caridad se pusiera a decir que la dejen en paz, que ya sabe bien lo que tiene que hacer, que no quiere tolerar que la corrijan, cuando lo merece, bien sea aquí o bien en una parroquia, sería una cosa horrible. Cuando se dice que no hay que decir nada que pueda molestar a una hermana, hay que entenderlo de las que no tienen la misión de velar por las demás.

Mirad, hijas mías, no tenéis que escuchar estas cosas como se escuchan otras muchas, sino que hay que oírlas con la intención de ponerlas en práctica, y al mismo tiempo que oís que no hay que tolerar en el corazón ninguna aversión en contra de nadie, tenéis que preguntaros en vuestro interior: «Dios mío, ¿tengo yo algo contra mis hermanas?». No basta con escuchar una predicación tal como la estáis escuchando; hay que escucharla como algo que se refiere muy especialmente a vosotras. Es un lenguaje desconocido para los demás, que hay que escuchar como si saliera de la boca de Dios, que es el que os ha dado estas reglas. Porque mirad, el hábito no hace al monje, ni tampoco a vosotras vuestro hábito os convierte en hijas de la Caridad.

¡Pero ya hace tantos años que estoy en la Compañía!  – No es la duración lo que nos permite jugar si una hermana es digna de llevar el hermoso nombre de hija de la Caridad, sino el que esté revestida interiormente de ese ropaje de la caridad para con Dios y para con el prójimo. Eso es lo que la convierte en hija de la Caridad. Sí, hijas mías, la caridad es como una hermosa ropa nupcial que adorna al alma, sin la cual es imposible agradar a Dios. «Retirad a ese miserable, que no lleva traje nupcial, se dice en el evangelio, echadlo fuera de aquí» (2),

Así pues, son éstas las tres señales que dan a conocer a una verdadera hija de la Caridad y que pueden servir de medios para convertirse en tales: la primera, amar a Dios sobre todas las cosas; la segunda, amar al prójimo; y la tercera, amaros entre vosotras como verdaderas hermanas, por amor de Dios, de forma que parezca que sois todas miembros de un solo cuerpo, o hijas de un mismo Padre, sin amar más que lo que él ama y por amor a él.

Mirad si se dan en la Compañía algunos espíritus negros, como los hay, que obran mal en donde están, sin preocuparse de amar a Dios ni de amar al prójimo, y que pasan semanas y meses sin deciros nada, sin mostrar ningún interés por echar esa hiel que llevan en el corazón, tengo miedo de que al final acaben con la Compañía. Pues bien, he notado que hay algunas entre vosotras, aunque no muchas, pero sé que las hay, que le hacen daño a la Compañía en el sitio en donde están. En los niños expósitos, en las parroquias, hay algunas hermanas con ese espíritu. ¿Es esto acaso ser hijas de la Caridad? Ni mucho menos. El hábito que lleváis no os convierte en hijas de la Caridad. No lleváis la ropa nupcial. No sois dignas del nombre que lleváis.

Pues bien, ¿qué haremos con esas hermanas? Hay que pedir a Dios por ellas, hacer algunas mortificaciones por ellas y oír la misa alguna vez para que quiera Dios unirlas a todas las demás por el vínculo de la caridad.

Una de las cosas que más me extrañan es que haya hermanas que hagan… Prefiero callarme ante que deciros lo que sé. ¡La amistad, hijas mías! ¿Hay algo en el cielo que no sea caridad? El nombre de hijas de la Caridad es ese amor de Dios, del prójimo, de las hermanas; y en cualquier sitio en donde os encontréis, allí estará el cielo.

Hijas mías reflexionemos cada uno en nuestro interior y que cada una se pregunte: «¿Llevo yo dignamente ese hermoso nombre? ¿Tengo las señales de las verdaderas hijas de la Caridad? No, porque tú amas a tu país, porque te entretienes en tonterías, en seguir tu gusto, deseas estar con esa o con aquella». Obrar así es portarse como las bestias; no obrar nada más que por inclinación es hacer lo que hacen las bestias; de modo que una hermana que no hace más que lo que le sugiere la pasión no tiene razón ni juicio. Va como una bestia bruta, sin pensar que no basta con llevar el hábito, si no se tiene ese ropaje interior de la caridad. Veis que sigue siendo siempre la misma, tal como vino. Ha traído sus costumbres mundanas; no las ha dejado, y así sigue siendo tal como era.

Me diréis: «Padre, a mí me gustaría hacer todo lo que usted dice, pero siento repugnancia a lo que me dice mi hermana, o a lo que hace. Por consiguiente, no tengo amistad». Hay algunas personas escrupulosas que podrán alegar esto. Pero no, de aquí no se sigue que por sentir repugnancia a alguna cosa, se obre siempre mal. Es el escrúpulo el que les hace hablar de ese modo. Les parece que no hacen nada que valga la pena, porque sienten tentaciones de aversión, de disgusto y de otras cosas. Hijas mías, eso no importa, con tal que no se consienta en ello. Mientras una persona que sufre repugnancia interiormente se sienta molesta de tenerlas y esté decidida a no aceptarlas voluntariamente, por muy escrupulosa que sea, no tienen por qué preocuparse, pues se trata de algo natural y ocurre en contra de su voluntad. Por eso, hijas mías, mientras hagáis todo lo posible por superar vuestras antipatías y por tener amistad unas con otras, demostrando incluso más amistad a la que os resulte más antipática que a las demás, tendréis las señales de una verdadera hija de la Caridad.

Un día le contaron a san Juan el limosnero, arzobispo de Alejandría, que habían injuriado a un sobrino suyo, con lo que quedó muy impresionado. Pero san Juan, que era un santo muy misericordioso, le dijo a su sobrino: «¡Conque han tenido el atrevimiento de injuriarte! ¡Será menester que le dé un escarmiento a ese individuo!». ¿Y sabéis lo que hizo? Le envió un regalo al que había injuriado a su sobrino y mandó que le dispensaran de ciertas obligaciones que tenía. El que se lo llevó le dijo: «Señor, éste es el regalo que el señor arzobispo le envía; y para demostraros más afecto, le perdona el tributo que le debe usted». Aquel hombre fue a buscar a san Juan, se echó a sus pies y le dijo: «Monseñor, le he ofendido; y usted me honra con este favor sin tener en consideración mi ofensa. No merezco que se porte así conmigo». Hizo más todavía, porque se fue a echar a los pies de aquel a quien había ofendido y le dio plena satisfacción. Después de aquello, le dijo san Juan a su sobrino: «Bien, sobrino mío; ¿no te he vengado ya, haciendo que tu enemigo se pusiera a tus pies?».

Hijas mías, cuando os cueste hablar con una hermana que os haya causado algún disgusto, tenéis que procurar no hacer nada en su contra, sino saltar a su cuello, abrazarla, demostrarle todo el afecto posible y decirle: «¡Mi querida hermana!». Si os dais cuenta de que le cuesta soportaros, decidle: «Quizás no he vivido hasta ahora de una forma digna de ser hermana suya. Le pido perdón por las preocupaciones que quizás le he dado y en adelante deseo rendirle todos los servicios que me sean posibles». Si obráis de esta manera, conquistaréis a la que os tenía alguna antipatía. Aunque esto os cueste algún trabajo, no dejéis de hacerlo. Es el espíritu maligno el que os pone dificultades para que no lo hagáis así. Por eso, una de las cosas que más os recomiendo es ésta, porque vuestro Instituto es el espíritu propio de las hijas de la Caridad, que deben amarse como hijas de un mismo Padre. Y así, apenas sintáis alguna pequeña turbación en vuestro espíritu o algún intento de romper la amistad que debe reinar entre vosotras, hay que salir al paso y decirle a la otra hermana con el corazón en la mano: «Hermana, ¡si supiera usted cómo la quiero y cómo me lo manda Dios! Le pido que me quiera también usted». Si vuestra hermana no entiende este lenguaje la primera vez, decidle lo mismo una vez más y Dios permitirá que se vaya amansando.

Pero, padre, yo puedo hablar así con la boca, pero sin sentirlo en el corazón; al contrario, me cuesta decírselo. – No importa; no deje usted por eso de hacerlo. Es una inclinación maligna la que pone esa dificultad, de la que se sirve el diablo, para nuestro daño. Por eso hay que superar toda antipatía, y el demonio os dejará sin continuáis en esta práctica. Si pasáis por encima de vuestra repugnancia, ¿qué sucederá? Que el demonio, que había suscitado esa malicia de la naturaleza, al ver que no seguís sus sugestiones, huirá; y todo aquello se convertirá en gloria de Dios y en confusión del diablo, que no sabe lo que hacer ante un alma que tiene este espíritu de caridad y que tiende con todas sus fuerzas a unir a las almas con el vínculo de una santa amistad. Ese es el verdadero medio de dar caza al demonio, que es el enemigo de Dios, del hombre y de los demás demonios, ya que ellos no se aman entre sí; y cuando se dirigen a un alma buena, por ejemplo a un alma humilde, que con su fidelidad saca provecho de la tentación, entonces no pueden sufrirlo y algunos doctores sostienen que entonces se hunden hasta lo más profundo del infierno.

Así pues, procurad haceros dignas del nombre que lleváis, para que no se diga de vosotras lo que se dijo a aquel hombre: «Llevas un nombre de vida, dice el Apocalipsis, pero estás muerto; llevas un nombre de caridad, pero eres un hombre que no tienes caridad» (3). Del mismo modo, vosotras sois hijas de la Caridad, lleváis ese hermoso nombre, ¡y sentís odio a vuestras hermanas! Lo lleváis en vano, puesto que la caridad no tolera el odio. Pues bien, notaréis que las faltas contra la caridad nacen a veces de la envidia, como dice la regla, y la envidia nace del orgullo. También puede brotar de alguna malicia oculta, que es el resto del pecado, de forma que hay algunas que no podrían soportar los humores que le son contrarios sin mucho esfuerzo. Apenas ven a esas otras personas, sienten movimientos de antipatía contra ellas; y esto procede de una naturaleza hecha de este modo, que hemos heredado de Adán.

Otras se sentirán llevadas a ello por envidia, creyendo que prefieren a las demás. Si mandan a otra que haga alguna cosa, dirán: «Le han dado ese cargo a tal hermana; ¡y a ti te dejan! Hablan con cordialidad con tal hermana, ¡y a ti ni siquiera te hablan!». Entonces el diablo se mete en eso y dice: «Tienes razón; la otra hermana está mejor vista que tú; seguramente habrán hablado algunas mal de ti». Y la cosa sigue adelante; se pone entonces a pensar que la otra es una tal y una cual. Es el demonio el que se introduce entonces en el alma; llenándola de envidia; y así se siente el alma poseída por el demonio del orgullo, que es sumamente contrario a la caridad. ¿Qué hay que hacer cuando se encuentra uno en ese estado? Lo contrario de la envidia es la caridad. Hay que animarse al amor de Dios y decir: «¡Pobre miserable! ¡Tú te preocupas de que los demás te quieran y ni siquiera piensas en amar a Dios! ¡Tienes pena de que no te den ningún cargo, sin pensar en lo mal que te portaste cuando te lo dieron! Dios permite que le den un cargo a esa; cuando haya ocasión, te lo darán a ti, si lo creen conveniente. Por lo demás, ¿qué es lo que pides cuando pides cargos? Estas pidiendo que se satisfaga tu orgullo». Porque mirad, hijas mías, apenas una persona desea algún cargo, se ve tentada de orgullo, que le obliga a presumir de ser más capaz que las demás; y es el diablo el que hace eso. Se va cayendo de un pecado en otro, porque la envidia nace del orgullo, que tiene la propiedad de hacernos aparentar más de lo que somos. Por el contrario, el espíritu de Dios hace que uno se juzgue incapaz de ser empleado para algo y capaz de estropearlo todo.

Hijas mías, cuando os cueste hacer alguna cosa, decid: «¿De dónde proviene esto? De la envidia que siento contra esas personas. Por consiguiente, estoy poseída de orgullo. ¡Miserable criatura! ¡Qué metido está en su cabeza el demonio del orgullo!». Sí, hijas mías; porque la envidia nace del orgullo, como os he dicho. Pues bien, las que fomentan estas antipatías es porque están llenas de orgullo. La envidia les ciega los ojos, porque no pueden ver a las demás satisfechas sin sentirse molestas; les cierra los oídos, la boca, el corazón; y no pueden oír una sola palabra en su alabanza. Si se trata de hablar bien de ellas, son incapaces. ¿No os parece una situación muy triste? Entregaos a Dios, hijas mías, para no dejaros caer en ese estado y para haceros dignas del nombre que lleváis.

Quede esto dicho sobre la regla 36. Pasemos a la 37.

Dice así la regla 37: «Si por fragilidad sucediese que alguna haya causado motivo de mortificación a otra, le pedirá perdón de rodillas en el mismo instante, o a más tardar antes de acostarse, y la otra recibirá con agrado esta humillación, poniéndose también de rodillas. Esta santa práctica es un remedio eficaz para curar con prontitud la amargura que pudiera haberse causado».

Hijas mías, este es el remedio más pronto que se puede emplear. Una de las reglas que lleva su fruto consigo es precisamente ésta. Cuando practicáis la virtud, no siempre veis enseguida sus frutos. Yo hago esta acción o esta mortificación por amor de Dios. Estoy seguro de que producirá su fruto algún día, pero no inmediatamente. No pasa lo mismo con la práctica de esta regla. Habéis ofendido a vuestra hermana y le habéis dado motivos para sentirse molesta. Pedidle perdón entonces; y quedará curada enseguida la llaga que le abristeis. Por eso, entregaos a Dios para no abandonar esta práctica, pues es el medio de conservar la caridad con el prójimo: no hacer nada una en contra de la otra, pero, si la habéis molestado en alguna cosa, pedirle perdón.

Padre, ¿en qué se basa para afirmarlo así? – Hijas mías, está contenido en la sagrada Escritura, que dice: «Si vas a presentar tu ofrenda al altar y te acuerdas de que has irritado a tu hermano, deja allí mismo tu ofrenda y vete a reconciliarte con él; y vuelve luego a presentar tu ofrenda» (4). ¿Creéis que podéis agradar a Dios si no estáis unidas al prójimo por la caridad? No, hijas mías, Dios no tiene en cuenta vuestras confesiones ni vuestras comuniones, ni siquiera el servicio que les hacéis a los pobres, si no va hecho por un alma unida a él y al prójimo por la caridad. Prefiero la reconciliación de dos personas que no se aman, más que todos vuestros sacrificios. Has molestado a una hermana; bien, pídele perdón. Si no está ella allí, decidle a otra hermana: «Hermana, he hecho tal cosa, una cosa que ha molestado a una de mis hermanas. Ella no está ahora presente; si lo estuviera, le pediría perdón de todo corazón. Se lo pido a usted en su ausencia y le ruego que rece a Dios por mí». Esto es duro a la carne y al espíritu del diablo; ¿por qué humillarse y decir nuestras faltas a quienes no las saben? Pero para un alma que tiene el espíritu de Dios, esto resulta fácil y dulce.

Pero, padre, ¿lo hacen así en otras partes? ¿Lo hacen así en casa de ustedes?  – Yo mismo lo he hecho hoy, hijas mías, en la repetición de la oración. Me acordé de que ayer había hablado con dos o tres con cierta suficiencia. Les pedí perdón y reconocí delante de toda la Compañía que era yo la causa de todos los males que ocurrían en la casa. ¿Y qué pasó? Me vino un gran consuelo y alegría. ¿Por qué? Porque sé que esto es agradable a Dios.

Ya os he dicho que nuestros sacrificios no son agradables a Dios sin la caridad y la reconciliación cuando han surgido algunas diferencias. Esto es tan seguro que la santa iglesia ha ordenado que los sacerdotes se acusen de sus faltas antes de decir la santa misa, confesándose delante del pueblo y diciendo: «Yo me confieso ante Dios todopoderoso, etcétera». De forma que, cuando veáis bajar al sacerdote ante las gradas del altar, acordaos: le que es para decirle al pueblo que es un miserable pecador. Y por eso recita sus culpas y los pecados que ha cometido de pensamiento, palabra y obra.

Esto os demuestra, mis queridas hermanas, ya que es lo que cree la Iglesia, que nada puede agradarle a Dios sin caridad; de aquí hemos de concluir que la confesión de nuestras faltas y la reconciliación con el prójimo, cuando le hemos ofendido, es lo que más le agrada, puesto que ni siquiera quiere sin esto a su propio Hijo, cuando se le ofrece en el altar.

Más todavía, hijas mías; no sé si una hermana obrará bien al ir a confesarse sin haber pedido perdón a la hermana que contristó. No soy de la opinión de ciertos doctores que dicen que no hay que oír la santa misa cuando se está en pecado mortal; pero si que creo que hemos de temer que todo lo que hacemos no es del agrado de Dios si no llevamos ese ropaje de la caridad. Pues bien, lo que os recomiendo es que, puesto que tenéis esta santa costumbre de pediros perdón, no faltéis nunca a ella, cuando hayáis dado a otra motivos para molestarse, que os pongáis inmediatamente de rodillas, o al menos antes de acostaros, para pedirle perdón por la mortificación que le hayáis causado. Esto es conforme con la palabra de Dios, que dice: «¡Qué el sol no se ponga sobre vuestra ira!».

¿No sabéis que los turcos son esto mejores que muchos cristianos? Un sacerdote de la Misión, enviado para la conversión de los infieles, me escribía que se encontró con un turco y un cristiano, ambos bautizados, que tuvieron un choque entre si, de forma que no podían verse el uno al otro. Aquel sacerdote le dijo a uno: «Amigo mío, he sabido que han surgido algunas diferencias entre vosotros dos; tienes que perdonarle». Aquel pobre esclavo le dijo: «Pero, padre, me ha hecho esto y esto; no puedo perdonarle; apenas le veo, no lo puedo tragar». – «Es la naturaleza la que te presenta estas dificultades», le dijo el sacerdote, acudiendo al lado del otro para decirle lo mismo. Y estuvo una hora entera yendo del uno al otro sin poder convencerles de que tenían que reconciliarse. Un turco de cierta categoría que veía todo aquello le dijo al sacerdote: «Ven; ¿qué es lo que haces con esos dos hombres hablándoles tanto?». Le dijo que trataba de reconciliarlos entre si. Y le respondió el turco: «Ya lo he visto; pero ¿qué religión es la vuestra? ¿De dónde proviene que les cueste tanto perdonarse? La verdad es que nosotros obramos de manera muy diferente, pues nunca dejamos que se ponga el sol sobre nuestra ira».

Eso es lo que hacen los turcos. Por consiguiente, una hija de la Caridad que guarda en su corazón el rencor contra su prójimo sin preocuparse de reconciliarse con él es peor que los turcos. Así pues, os recomiendo esta práctica; y que la que ha recibido algún desplante, se humille también y reciba cordialmente a la hermana que le pide perdón. Hay algunos corazones tan duros que no reciben las humillaciones. Se dirá, por ejemplo: «¡Usted me pide perdón, pero está haciendo siempre lo mismo!». Esa es una mala reacción, que demuestra que también ella siente odio contra su hermana, la cual, a pesar del demonio y de todas las repugnancias que podía sentir al hacer esto, se creyó en la obligación de conservar aquel hermoso ropaje de la caridad que debe existir entre vosotras, como hermanas que han concertado el amor entre sí, puesto que Dios las ha reunido. ¿Qué es lo que puede hacer esa hermana más que pedir perdón? Ella os ha molestado, quizás sin darse cuenta, ¿y usted le responde con esa amargura? Mire, una de las mayores faltas que puede usted cometer, es recibirla mal. ¿Qué quiere usted que haga? Ha demostrado que siente mucho la pena que le ha causado a usted y que desea enmendarse. ¿Qué más puede hacer para satisfacerle? Dios se contenta con ello y usted, una miserable criatura, ¿no va a sentirse contenta? Dios promete perdonar al pecador en el mismo instante en que se convierte, ¿y una hermana no será capaz de perdonar a la otra? ¡Eso sería una señal de que el espíritu del demonio está muy metido en esa alma!

Pues bien, ¿qué debe hacer aquella a la que se pide perdón? Tiene que decir: «Hermana, quiero creer que lo hizo usted sin pensar; yo también le pido perdón por la pena que he podido darle». Hay que dejar que se ponga primero de rodillas la queha cometido la falta (es justo que empiece ella), y que diga: «Hermana, le pido muy humildemente perdón por tal y tal cosa». Y la otra tiene que ponerse también de rodillas y decirle: «Hermana, le prometo que no volveré a pensar en ello». No hay que decir: «Le perdono a usted», sino que no desea acordarse más de ello, y pedir perdón de haber sido quizás la causa de la falta que la otra cometió. Porque, mirad, puede ser que a la otra le cueste tanto tolerarle a usted, como usted a ella.

Hermanas mías, haced este propósito desde ahora mismo. Es el medio de conservar la caridad y, lo que es más, de desarmar al demonio, que pierde así más que gana en las tentaciones que os presenta. Lo que él pretende es echarnos a perder. Y cuando ve que sus tentaciones sirven para que nos humillemos, se irrita tanto de no haber conseguido lo que pretendía que queda totalmente desquiciado. Pero hay que hacerlo así lo antes posible, no sea que el mal vaya aumentando; pues es como el aceite que se derrama sobre un lienzo. Le habéis causado dolor a una hermana. El medio para que pase todo ello, es pedirle perdón cuanto antes.

Si Dios nos concede la gracia de practicar esta gran lección que hoy hemos aprendido en la escuela de Cristo, se oirá decir de la Compañía que es una Compañía que vive más al estilo de los santos del cielo que de las personas de la tierra. ¡Qué alegría ver a dos hermanas muy unidas por el vínculo de la caridad! Hijas mías, haced lo que os indican vuestras reglas y llevaréis dignamente el hermoso nombre de hijas de la Caridad; si no, habéis de tener mucho miedo de que Dios os borre del libro de la caridad. Deleantur nomina vestra de libro vitae (6); se borrará vuestro nombre del libro de la vida. No tenéis más que el nombre de caridad, pero no lleváis esa hermosa vestidura nupcial. Hijas mías, todas vosotras habéis sido escritas en el libro de la caridad cuando os entregasteis a Dios para servir a los pobres; especialmente el día en que hicisteis los votos, recibisteis este nombre que os ha dado el mismo Dios. Por consiguiente, tenéis que vivir en conformidad con el nombre que lleváis, puesto que es Dios el que ha dado este nombre a la Compañía; pues no ha sido ni la señorita Le Gras, ni el padre Portail, ni yo tampoco, lo que os hemos llamado hijas de la Caridad. Fijaos que ha sido el pueblo el que, al ver lo que hacéis y el servicio que nuestras primeras hermanas hacían a los pobres, os dieron este nombre, que ha quedado como propio de vuestras tareas.

Pero, padre, ¿ha sido el mundo el que nos ha dado ese nombre? ¿Aprueba Dios lo que hace el mundo?  – Hijas mías, así es en cuanto al bien, pero no en cuanto al mal. Cuando todo el mundo habla bien de una cosa, entonces la voz del pueblo es la voz de Dios. Por tanto, ha sido Dios el que os ha dado este nombre. Por eso conservadlo con cuidado; procurad tener siempre el vestido de la caridad, cuyas señales son el amor de Dios, el del prójimo y el de las hermanas, no sea que Dios os borre del libro de la vida. Y como todos nosotros somos pobres pecadores, démosle gracias a Dios por habernos dado un medio tan fácil para reconciliaros unas con otras; pidámosle la gracia de emplearlo bien, a fin de conservar esa vestidura interior. El amor de Dios es la parte más alta; la caridad del prójimo y el amor a los pobres es la parte central; y la parte de abajo es la caridad entre vosotras. ¡Qué hermosa vestidura! Si pudiéramos verla como la veía san Juan, nos sentiríamos arrebatados de su esplendor y del deseo de tenerla.

Aquel gran santo, ya anciano, se hacía llevar a la iglesia para predicar y, una vez llegado, toda su predicación era: «Amaos los unos a los otros»; y luego se iba. «Pero, padre, le decían sus discípulos, todo el mundo le estaba esperando para predicar; ¿es ése todo el sermón que les predica?»  – «No les digo más que eso, les respondió, porque, si lo cumplieran, cumplirían toda la ley de Dios».

¡Qué dicha saber esto! Si hacéis lo que os ordenan las reglas, cumpliréis la ley de Dios, la ley que los santos siguen en la vida bienaventurada. ¿Cuál es la ley de los santos en el cielo? No es más que la de amar a Dios perfectamente, abismarse en la consideración de su esencia divina, de su belleza, de su bondad, de su sabiduría y de las demás perfecciones que hay en él. Esa es la ocupación de los santos con Nuestro Señor, acordándose del amor que les tuvo para salvarles. De forma que se aman con un amor indisoluble. Y los santos reciben un nuevo incremento de gozo, al ver que está bien servido en el mundo por las almas que todavía viven en él, y al contemplar la gloria que prepara para ellas y para cada una de vosotras en particular, mis queridas hermanas, y para toda la Compañía de la Caridad, Compañía que se asemejará al paraíso si observa bien esta ley del amor. Sí, es realmente una Compañía del paraíso cuando sus hijas se portan como si estuvieran ya en el cielo. ¡Quiera la bondad de Dios concedernos esta gracia!

Luego, poniéndose de rodillas, el padre Vicente empezó esta oración:

¡Salvador de nuestras almas! Tú, por amor, quisiste morir por los hombres y dejaste en cierto modo tu gloria para dárnosla y, por este medio, hacernos como otros dioses, tan semejantes a ti como era posible. Imprime en nuestros corazones esa caridad, a fin de que algún día podamos ir a unirnos con esa hermosa Compañía de la Caridad que hay en el cielo. Tal es la súplica que te hago, Salvador de nuestras almas. Y de tu parte pronunciaré tu bendición sobre nuestras pobres hermanas, pidiendo a tu bondad que derrame una efusión de gracias sobre ellas para ayudarles a practicar lo que se les ha enseñado. Son gracias que a ti te resultan muy fáciles de dar. Haz pues, Señor, que todas ellas se sientan llenas de amor hacia ti, hacia el prójimo y hacia sus otras hermanas. Tal es la súplica que le hago con todo el corazón a tu divina Majestad.

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