(06.01.58)
(Reglas comunes, art. 33, 34 y 35)
Mis queridas hermanas, hemos llegado ya a la regla 33, que es muy importante para el bien de la Compañía. Por eso os ruego que, mientras la voy explicando, le pidáis a Dios la gracia de entrar en el espíritu de esta regla. Dice así: «Para impedir muchos inconvenientes de consideración, que acabarían por destruir a la Compañía, si cada una tuviese la libertad de desahogar su corazón con quien quisiese, no comunicarán sus tentaciones y demás penas interiores a sus hermanas, y mucho menos a personas de fuera, sino que se dirigirán para ello a la superiora o a quien la representa, o al superior, o al director delegado por éste, y en caso necesario a la hermana sirviente, pues son personas designadas por Dios para esto».
Mis queridas hermanas, esta regla os enseña cómo habéis de portaros en las penas interiores que sufráis y en las demás aflicciones, especialmente en las tentaciones, aconsejándoos con razón que no comuniquéis las tentaciones más que a la superiora y, en caso de necesidad, a la hermana sirviente, o al superior o el director, pero no a las otras personas que no han sido llamadas por Dios para ello, especialmente a las personas de fuera. El motivo de ello es que se corre el peligro de que, al abrirse a otros, se sigan notables perjuicios.
En primer lugar, es de temer que la otra persona no sepa lo que hay que hacer en esa ocasión y que por eso os dé un mal consejo. Además, puede ser que no le manifestéis el mal que sufrís; tenéis una tentación y se la comunicáis a una hermana; es de temer que lo que le manifestáis produzca en su espíritu la misma impresión que ha producido en el vuestro, bajo la instigación del espíritu maligno, y que ella misma caiga en esa tentación.
Por consiguiente, una de las razones para no manifestaros a vuestras hermanas es que habéis de tener miedo de que, al querer recibir de ellas algún consuelo, no lo recibáis y que, además, aquella persona que no sabe cómo hay que portarse en la tentación que le manifestáis, por ser joven o por no tener la debida experiencia, aumente vuestra pena en lugar de disminuirla. Y aun cuando fuera ya mayor de edad, no tiene gracia de Dios para ello. Por otra, al manifestar así vuestra situación, es de temer que dejéis alguna mala impresión en su espíritu y que el espíritu maligno le presente tentaciones contra la superiora, o contra el director, o contra su vocación, de forma que vosotras no recibiréis ningún alivio y además seréis causa de que quizás otras se vean tentadas más que vosotras, pues probablemente no tienen gracia para aconsejaros o están ellas mimas afectadas del mismo mal. Si así es, no haréis más que aumentárselo, porque al ver que no es ella sola la que así piensa, se os declarará a vosotras y su mal empeorará con la comunicación del vuestro.
Hijas mías, con las tentaciones pasa como con una peste o con una enfermedad contagiosa. Cuando alguna se ve afectada, la comunica inmediatamente a todos los que se le acercan. Pues bien, una persona que tiene tentaciones contra la pureza, o contra su vocación, o contra la administración de su cargo, es una peste. Sí, porque el pecado es una peste, porque mata lo mismo que la peste. De forma que, si vais a comunicar esa pasión violenta contra vuestra superiora o contra la hermana sirviente, contagiaréis a vuestra hermana de la misma enfermedad, pues ésta se propaga como la peste, que mata cuando no se le pone el remedio oportuno. Y ese remedio no puede aplicarse más que manifestando vuestra situación a aquellos a quienes Dios ha confiado vuestra dirección. Así pues, hijas mías, veis por lo que os he dicho que esta regla tiene seguramente más importancia que cualquier otra; esto os debe mover a observarla y pasar por encima de todas las dificultades que podrían oponerse.
Si tenéis alguna pena, acudid a vuestros superiores y decidles: «Padre (o señorita, – si es la hermana sirvienta – hermana mía), me encuentro agobiada por esta tentación; siento inquina contra tales personas, de forma que no las puedo ni ver. ¿Qué me aconseja que haga?». En ese caso, mis queridas hermanas, no faltaréis; pero nunca tenéis que decir vuestras penas y descontentos a vuestras hermanas ni a las personas externas.
Padre, eso es muy duro de cumplir. Resulta que una hermana tiene alguna preocupación. ¿Qué peligro hay en que se la comunique a su compañera? No parece que haya ningún inconveniente. – ¡Ay, hija mía! Si usted estuviera segura de que esa hermana tiene gracia de Dios para curarle y darle un buen consejo, podría tratar con ella. Pero como hay pocas hermanas que tengan gracia para ello, ya que este don está reservado solamente a los superiores, de ordinario sería inconveniente permitirlo, no sea que esa hermana a la que se dirige usted no esté lo bastante instruida para estas ocasiones. Y esto podría perjudicarle a usted y a la hermana a quien se lo manifiesta. ¿Y qué pasará entonces? Que la hermana a la que usted le ha comunicado su tentación, llevada por el mismo espíritu, comunicará esa tentación a otra, y esa otra se lo dirá a una tercera, y la tercera a una cuarta, y la cuarta a una quinta. Y así, de una a otra, lo sabrá toda la comunidad, y la que se comunica con otra que se encuentra en la misma situación aumenta su mal. Luego entre unas y otras volverán loca a la superiora, de forma que toda la comunidad se verá contagiada de esa peste. ¿De dónde creéis que han venido todas las guerras que ha habido y hay todavía en Francia? Todo esto ha venido, mis queridas hermanas, de ciertas personas que, llevadas de un mal espíritu, se han puesto a criticar la conducta del estado. Sí; basta solamente con una persona que no quiera al rey por cualquier causa para que a esa persona, preocupada por esa pasión, las cosas le parezcan muy diferentes de lo que son. Le dirá a otra: «Este no cumple bien con su deber; si no ponemos cuidado, va a destruir todo el estado». Este segundo se lo dirá a un tercero, el cual, si ya ha oído hablar de ello, se confirmará en esta opinión y dirá: «Tienes razón». Luego ese tercero se lo dirá a un cuarto. Y a continuación ya está todo el estado agitado y revuelto. Ya no mirarán al rey más que como a una persona que administra mal el reino. Y de ahí es de donde nacen todas las revueltas. Si se observase aquí lo que se hace en otras partes, no se verían tantas guerras como se ven.
Estuve una vez en un reino en donde un religioso, al ir a ver al rey, preguntó algunas noticias sobre la corte, y la persona a la que se dirigió le dijo: «Pero, padre, ¿para qué tienen los religiosos que mezclarse en los asuntos de los reyes?». Es que en ese reino no se habla nunca del rey. Y como es una persona sagrada, le tienen tanto respeto a todo lo que se refiere a él, que nunca hablan de ello. De ahí viene que en ese reino todos estén unidos al rey y no está permitido pronunciar una sola palabra contra sus órdenes.
Cuando veis que surge algún desorden en las comunidades en las que no hay unión ni con la superiora ni entre las inferiores, ¿de dónde creéis que proviene esto? De que algún espíritu herido se ha quejado a otro, una religiosa a otra, ésta a otra, y así todo esto se ha ido fomentando en los espíritus. ¿Qué pasa entonces? Es como una convulsión. Todo se revuelve; la toman con los superiores, se critica todo lo que hacen, de forma que el diablo se sirve muchas veces de esos espíritu mal hechos para perder todo el orden que había en una Compañía. Por eso hermanas mías, acordaos de lo que hoy os digo, que éste es el mal mayor que hay en las comunidades y que es preciso que la Compañía de la Caridad ponga mucho cuidado en no caer en este defecto; por eso os ha dado Dios esta regla.
Pero una de las prácticas más hermosas que puede haber en una compañía, cuando Dios permite que una persona se sienta afligida por esta tentación, es recurrir a la oración; y si esto continúa, declararse al superior. Porque con las tentaciones pasa muchas veces como con los tumores: si no se les hace salir fuera, pueden matar al enfermo extendiéndose por alguna parte que no pueda defenderse de ellos. Del mismo modo una persona que se siente agitada por algún mal pensamiento, tiene que decir: «Llevo un tumor en el corazón; tengo mucho miedo de que reviente y me mate. Dios mío, recurro a ti; no permitas que sucumba a esta tentación. Dios mío, concédeme la gracia de no ofenderte jamás». Eso es lo que hay que hacer. Y puesto que Dios quiere que nos sirvamos de los medios que nos ha dejado para ello, que consisten en recurrir a los buenos servidores suyos, que son sus lugartenientes en esta tierra, conviene ir a buscar a la superiora y decirle: «Señorita, no se imagina usted la tentación que estoy sufriendo; ruegue a Dios por mí, se lo suplico». Si lo hacéis así, mis queridas hijas, ¿qué ocurrirá? Que os veréis libres de la tentación o al menos recibiréis fuerzas para resistirla. Si el mal se aparta inmediatamente de vosotras, tenéis motivos para alabar a Dios; si no os abandona y permite Dios que continúe por algún motivo secreto, él os dará fuerzas para no sucumbir. Pero, de ordinario, las tentaciones cesan apenas se las decimos a los superiores, e incluso algunas veces cuando nos decidimos a hacerlo.
Padre, se lo he dicho a la superiora, pero me parece que la he apenado y ella a mí, en lugar de animarme. – Sin embargo, no deje de hacerlo así. Es una prueba que Dios le da a usted. Y aunque le parezca que no le sirve de nada, no deje de hacerlo, porque la comunicación produce los mismos efectos en el alma que la sangría en el cuerpo, cuando se hace a las personas que lo necesitan. Por tanto, sed fieles a esta práctica. No digáis nunca vuestras preocupaciones más que a los superiores y manteneos reservadas con los demás.
Hijas- mías, cuando Eva sintió la tentación de comer la fruta prohibida, si se hubiera dirigido a Dios, seguramente no habría pecado; pero, en vez de descubrirse a Dios, se fue a Adán, su marido, que también se puso a desearla y comieron los dos. De allí ha venido todo el mal que vemos ha producido aquel pecado.
¿Qué debería haber hecho Judas, al verse tentado contra Nuestro Señor? Si se hubiera manifestado a su divino maestro no habría llegado al extremo de venderle; pero se dirigió a los príncipes de los sacerdotes, que tan mal le aconsejaron.
¡Ay, hijas mías! No os extrañéis de que os vengan tentaciones, incluso contra los superiores, ya que hasta el mismo Dios permite que uno se sienta tentado contra él. Por eso un superior o una superiora no tienen que extrañarse nunca de que algunos se vean tentados contra ellos. Yo no me extraño de que un sacerdote, un clérigo o un hermano me diga que tiene tentaciones contra mí. ¿Por qué? Porque todos estamos sujetos a tentación. No temáis descubriros una, dos y tres veces. Aunque en los consejos que se os dé o en la misma persona haya alguna cosa que no vaya bien, no dejéis por ello de hacerlo, y Dios bendecirá vuestro esfuerzo. Pero no os dirijáis nunca a los de fuera, pues eso sería la ocasión de vuestra ruina. Es lo que debería haber hecho Judas en su tentación: dirigirse a Nuestro Señor y decirle: «Ayúdame a librarme de una furiosa tentación que me viene al espíritu». Así debería haber hecho Judas, como hicieron los otros apóstoles cuando estaban a punto de verse sumergidos en el mar: «Señor sálvanos, que perecemos». Pero en vez de eso, ¿qué es lo que hizo? Se dirigió a personas extrañas: «Es verdad que soy de los discípulos de Jesús de Nazaret; pero os confieso que me arrepiento mucho de haberle seguido. Yo creía que era el Mesías, pero ahora temo que sea un impostor». No se contentó con decirle esto al pueblo, sino que incluso acudió a los príncipes de los sacerdotes a decirles que era un impostor, que él creía que convenía quitarlo de en medio, de forma que fue la causa de que la mayor parte del pueblo tuviera a Nuestro Señor por un farsante, que engañaba a los que le seguían. Aquel rumor se extendió por todas partes: «Lo ha dicho su discípulo; lo ha dicho uno de los suyos; habrá que creer que es verdad». Y de ahí vino todo lo que vosotras sabéis.
¿Por qué cayó Judas en semejante desgracia? Hijas mías, por no haberse dirigido a Nuestro Señor en medio de la tentación, o a algún otro apóstol. El fue la causa de que dijeran: ¡Tolle, tolle! (2); lo ha dicho su discípulo; es reo de muerte.
Hijas mías, esto es un gran ejemplo para vosotras. Dios permitió que Judas cayera en aquella falta para enseñar a las personas que viven en comunidad que, si se dirigen a otras personas distintas de sus superiores para contarles sus penas, perderán a las demás y acabarán condenándose ellas mismas. Sí, basta con este mal para destruir a toda una compañía. Y si, a pesar de su maldad, Dios la conserva, ellos son merecedores de su destrucción, aunque la bondad de Dios la siga manteniendo. Si no sucumbió la compañía de los apóstoles, no fue porque Judas no se empeñara en destruirla. Ved por este ejemplo cuánta importancia tiene que os mantengáis en esta práctica.
Me parece, padre, que me costará mucho cumplirlo; cuando tengo algo que me preocupa y se lo digo a mis hermanas, me parece sentir un gran alivio. – Así lo creo, porque la pasión es un fuego que no busca más que salir fuera. El espíritu, al verse asaltado por alguna preocupación, busca inmediatamente descargarse unas veces en uno, otras en otro; y hay algunos que no son capaces de impedir contarle sus penas al primero con el que tropiezan. Pero mirad, hijas mías, una de las cosas más importantes para vuestra perfección es lo que os acabo de decir. No digáis nunca vuestras tentaciones más que a vuestros superiores. Si se lo decís a una hermana, os ponéis en peligro de arruinar a esa pobre hermana a la que descubrís vuestra pena. Mirad la importancia que esto tiene. Por tanto, hay que pedirle a Dios esta gracia para toda la Compañía. Y para empezar a entrar en esta práctica, cuando estéis juntas, entreteneos en buenas conversaciones y hablar de cosas virtuosas, pues las hijas de la Caridad no deben entretenerse nunca en malas conversaciones. ¡Dios mío, eso jamás! Por ejemplo, hay que hablar de aquella virtud de la que estamos tratando y decir: «Hermana, ¿no le parece que el padre Vicente tenía razón al prohibirnos que contáramos nuestras penas a las personas que no están designadas para ello, y sobre todo que no hablemos nunca en detrimento del prójimo?».
Pues bien, hay tentaciones, como se indica al final de la regla, que ni el superior ni la superiora las pueden quitar, aunque esto ocurre pocas veces. Entonces, la hermana podrá decir: «Me parece que, si hablase con tal persona, me sentiría aliviada». Entonces, si es a mí, o al padre Portail o a la superiora, a quien se hace esta proposición, habrá que ver quién es esa persona; si es un hombre, ver si está experimentado en la virtud. Si se aprecian en él las cualidades necesarias, será conveniente permitírselo, después de haber tratado de ello con el superior. Si es la superiora a quien se lo pide, y la superiora no ve las cualidades necesarias en la persona propuesta, le dirá: «Hermana, mire a ver si hay algún otro. Tengo ciertas razones para permitirle eso». Y la hermana tiene que seguir lo que le aconsejen los superiores, como indica la regla, por miedo a que se le dé un mal consejo en castigo de su desobediencia.
El bienaventurado obispo de Ginebra puso entre sus reglas que, cuando la superiora no podía satisfacer a sus religiosas ni quitarles la tentación, podía permitir que acudiese a otra persona de fuera. Así se hacía al principio, pero ¿qué ocurrió? Algo totalmente contrario a lo que se esperaba. La experiencia demostró que de esas comunicaciones se seguían más agitaciones que tranquilidad y, por mi consejo, cuando todavía vivía la señora de Chantal, ya no se les permitió tener esas comunicaciones por culpa del daño que esto producía.
¿Por qué creéis que se os recomienda que acudáis a los superiores? Porque, lo mismo que la cabeza infunde el espíritu y la vida en todos los miembros del cuerpo, así las compañías tienen que recibir de Dios por medio de sus superiores todas las gracias que necesitan. Si tenéis el brazo roto y toman el brazo de otra persona para entregároslo, ¿recibirá ese brazo las influencias necesarias para obrar como los demás miembros? No, porque solamente la cabeza puede dar espíritu y vida a los miembros que están unidos a ella. Tomad por consiguiente la resolución de cumplir exactamente esta regla. Si no lo hacéis, es de temer que os aconsejen mal. Os dirigiréis a una persona que no conoce bien vuestro espíritu y os dirá: «Hermana, si es así, es imposible que viva usted con esos caracteres tan diferentes. Si las preocupaciones le vienen de ahí, sálgase usted, hermana». Y esa pobre hermana estará en peligro de perder la vocación. ¡Que Dios nos conceda su misericordia!
Regla 34: «Al ir por la calle, e incluso en las casas adonde vayan, no se detendrán con las personas de fuera sin gran necesidad; en ese caso, hablarán poco y cortarán cuanto antes la conversación».
Todas lo entendéis, hijas mías; es una regla que os advierte que es un gran inconveniente para vosotras deteneros a hablar con alguien cuando vais por la calle, así como también en la casa adonde se os envía a cuidar a los enfermos. Por consiguiente, no hay que pararse en la calle a hablar con los hombres, ni tampoco con las mujeres. En las casas adonde vayáis, no tenéis que entreteneros con los criados, ni con las dueñas, a no ser que se necesite en favor de los pobres; pero es preciso que esto sea brevemente. Sin embargo, como estáis obligadas a vivir con un estilo de vida que os obliga a tratar con el mundo y puede ser que muchas personas tengan que conversar con vosotras, si alguna persona se os acerca, no es conveniente que le digáis que no tenéis permiso para hablar con ella. Eso sería poco educado. Hay que responder sencilla y prudentemente a lo que os preguntan, y terminar enseguida. Y si os preguntan noticias de tal hermana y de dónde está, o qué es lo que hace en la Compañía, podéis responderle: «Le ruego que me excuse. Todo lo que puedo decirle es que yo soy la peor de todas, aunque soy su muy humilde servidora», y retiraros.
Las religiosas están encerradas y no tienen muchas veces ocasión de tratar con personas de fuera, pero no pasa eso con vosotras, porque una hija de la Caridad está siempre en medio del mundo. Tenéis una vocación que os obliga a asistir indiferente-mente a toda clase de personas, hombres, mujeres, niños y en general a todos los pobres que os necesiten, como lo hacéis por la gracia de Dios; no sé si hasta ahora ha habido una Compañía de mujeres que asistan indiferentemente a los hombres y a las mujeres como vosotras, a no ser en el Hotel-Dieu. Pues bien, si es así, ¿cuál es el medio para que os conservéis en la pureza? Os lo decía últimamente: no permitáis jamás que entre nadie en vuestras habitaciones sin mucha necesidad.
El segundo medio es que no os entretengáis charlando con las personas de fuera.
¿No veis cómo las religiosas guardan estos dos medios? Estos. son vuestros claustros. Ella viven en los suyos. Vosotras podéis vivir tan bien como las religiosas. Esos son vuestros claustros: manteneos en ellos y no tendréis por qué envidiar la condición de las religiosas. Hasta ahora no puedo menos de dar gracias a Dios y dar testimonio de que no he visto nunca más que a dos de vosotras que me hayan desedificado por la calle. La verdad es que eran unas hermanas que no tenían modestia. Llevaban la cabeza levantada y hubierais dicho de ellas que la llevaban, también vacía. Pero todas las demás me han edificado mucho. Y no solamente lo he observado yo; otras muchas personas me han dicho igualmente que se sienten muy edificadas siempre que os ven.
Hijas mías, dad gracias a Dios por esto. Conservaos en esta virtud y esperad que, mientras lo hagáis, Dios os seguirá bendiciendo. Humillaos delante de Dios y decid: «Señor, si hay alguna virtud en nosotras, eres tú quien lo ha puesto. Señor, ¿qué es lo que quieres hacer de nosotras, si permites que nos aprecien tanto?». En efecto, tenéis mucha obligación de dar gracias a Dios de que, al menos que yo sepa, no hay ninguna otra Compañía tan solicitada como esta miserable Compañía de la Caridad; me parece que voy a perder la amistad con dos grandes personajes que os piden, pues no encuentro la manera de satisfacerles. ¿Qué hemos de hacer entonces, hijas mías? Humillarnos mucho. Señor, ¿qué es lo que piensas al servirte de unas pobres criaturas, de unas pobres aldeanas que han estado ocupadas la mayor parte de ellas en guardar bestias, y al hacer lo que tú haces por medio de unos pobres espíritus como los nuestros?
Hijas mías, entregaos a Dios de todo corazón para guardar bien vuestras reglas; recibid las advertencias que se os da y observadlas. Si lo hacéis, estad seguras de que esta lluvia de gracias que Dios derrama tan copiosamente sobre vuestros trabajos continuará sobre la Compañía en general y sobre cada una en particular. Pero, si no lo hacéis, ¡ay! ¿qué pasará con nosotros?
Regla 35: «Sobre todo, callarán con mucho cuidado las cosas que obligan a secreto, especialmente lo que se hace o dice en las conferencias, comunicaciones y confesiones, etcétera».
Hijas mías, ¡cuántas cosas tendría que deciros sobre esto! Cuando se trata de un secreto, todo cuidado es poco. Una persona que está obligada al secreto tiene que guardarlo de tal forma que, si lo revela, peca mortalmente. Y esto es tan verdadero, hijas mías, que aunque se eche una excomunión por una cosa que se sabe en secreto, no hay obligación de revelarla. Por ejemplo, una persona les dice a sus amigos: «He matado a un hombre; os ruego que me ayudéis». Si, luego, los llaman como testigos, no están obligados a declarar lo que saben. ¿Por qué? Porque se trata de un secreto que les ha confiado.
Pero, padre, ¿qué es a lo que usted llama secreto? – Es lo que se os confía en secreto, tal como se hace en el capítulo de las comunidades, y lo que se os dice por comunicación o confesión. Pues bien, los que revelan algo sobre esas cosas pecan contra el secreto. Por ejemplo, yo os hablo aquí y os digo las cosas que creo que os tengo que decir. Si alguna de vosotras recibiera mal lo que digo y se lo fuera a decir a los extraños, obraría mal. Si se recibiera mal alguna cosa que dijese el confesor en la confesión y se lo dijera a otro, es pecado y quizás llegue a pecado mortal en algunos casos. Por eso pecan las que manifiestan lo que se dice o se hace en las confesiones, en las conferencias. Por ejemplo, una hermana se acusa, como vemos que se hace con frecuencia, por espíritu de penitencia – ¡y quiera Dios que se continúe siempre en esta santa práctica, que debe llenarnos de gozo! – ; cuando veamos a una hermana que se acusa de sus faltas, ¿por qué no nos vamos a alegrar, si se alegra el cielo y no hay nada tan hermoso como eso, puesto que Nuestro Señor ha dicho que los ángeles se alegran por un pecador que hace penitencia y él mismo quiso pasar por pecador en su circuncisión y durante todo el curso de su vida, de forma que fue llamado el hombre de pecado? Pues bien, si Nuestro Señor quiso ser llamado así, ¿no es razonable que nosotros, que no somos más que pecado, nos acusemos ante los demás? Esto supondrá siempre un gran mérito. Por tanto, si en vez de edificarse por ello, alguna fuera a decirlo por desprecio, cometería una ofensa contra Dios.
Pero, Padre, ¿no es oportuno hablar de ello a veces? – Sí, en ciertas ocasiones; como, por ejemplo, al llegar a vuestra casa, podréis decirle a la hermana que no ha asistido a la conferencia lo que hayáis aprendido en ella, para su edificación. O bien, cuando alguna dice algo que le ha impresionado, entonces no hay falta; al contrario, mereceréis en ello. Pero de las cosas que pueden desedificar no hay que hablar nunca.
Hay otra cosa: que, cuando os encontréis con personas de fuera y queráis decirles alguna cosa para edificarles, podéis serviros de lo que se os ha dicho, sin decirles dónde lo habéis aprendido, sino sólo que habéis oído decir una cosa buena.
Así pues, estáis obligadas a guardar secreto en lo referente a todo lo que hemos dicho, de forma que no está permitido hablar de ello, a no ser para edificación, y nunca para pasar el rato y mucho menos para murmurar de ello. ¡Salvador mío! Si hubiera entre vosotras alguna que murmurase de estas cosas, ¿qué pasaría? Ved el efecto que esto produciría en vuestros corazones: a todas vosotras os costará mucho hablar de lo que tengáis que decir en estos sitios, al ver que se burlan de ello; si murmuran, las demás dirán que esto resulta muy duro y que es muy difícil guardar las reglas. Habrá otras que dirán: «¡Dios mío! ¡Qué feliz es esta Compañía donde se guarda bien el silencio y las reglas! ¡Qué felices son estas personas, por causa de los bienes que aquí encuentran! Estoy convencida de que estas reglas llevan a Dios y no tienden más que a hacernos vivir como santas». Ese es el efecto que producirá esto en los corazones de las que aman a Dios y que tienen su espíritu bien educado. Pero será distinto lo que les ocurra a las más débiles, que todavía no están bien afianzadas; dirán: «¡Cuántas reglas!, ¿será posible que yo sea capaz de guardarlas todas?». Es el diablo el que os mete en el espíritu la idea de que no podréis nunca cumplir con ellas y que por eso sería mejor abandonarlas. Pero ésta es la respuesta que deberéis darle: «Si yo estuviera sola para guardar esas reglas, confieso que me costaría mucho v que encuentro esas reglas muy duras. Pero con la ayuda de Dios se me harán fáciles. Vete, espíritu maligno; espero conseguir cumplirlas, puesto que con Dios lo puedo todo». Bien, hijas mías, ¡tened ánimo! Cuando vinisteis aquí, ¿pensabais que os iba a ser posible recorrer todo el camino que habéis andado? ¿Esperabais que la Compañía habría llegado al punto a que ha llegado? Hijas mías, confiad en Dios, y mediante su gracia, pasaréis por encima de todas las dificultades. Confiad en que, si guardáis vuestras reglas, la Compañía perseverará, al estar basada en este fundamento, y que las que vengan detrás de vosotras serán muy numerosas, porque se irán siguiendo de generación en generación. De esta forma, la Compañía durará largos siglos. Pero fijaos en lo que os voy a decir: «es preciso que el cielo tenga grandes designios sobre vuestra Compañía, dado que todos los cristianos y hasta los prelados más santos os quieren y os aprecian tanto y estiman mucho lo que hacéis. Esto nos hace creer que Dios tiene sobre vosotras algún designio que no sabemos. Así pues, ofreceos a Dios para entrar animosas en la práctica de vuestras reglas.
¡Salvador de nuestras almas! Tú has inspirado estas reglas para hacernos santas y nos has prometido la gracia de darnos las fuerzas necesarias para observarlas. Confieso, Señor, que si tuviera en cuenta mi debilidad, tengo motivos para creer que no soy capaz de cumplirlas. Pero, al poner los ojos en tu auxilio puedo esperar que no sólo las guardaré, sino que ya las he guardado. Así te lo prometo, con tu gracia y por la intercesión de la santísima Virgen. Y como tú haces todo el bien que ella te pide, concédenos por su mediación que, lo mismo que ella observó tan bien las reglas que tú le diste, también nosotros pasemos por encima de todas las dificultades que pudiéramos encontrar en el cumplimiento de nuestras reglas. Pero, como no nos has dado las reglas para que las guardásemos a nuestra manera, concédenos, Señor, la gracia de observarlas con el mismo espíritu con que tú viste desde toda la eternidad que teníamos que observarlas. Y así obtendremos el fruto que nos has prometido de ellas. Así te lo pido en unión del homenaje que te rindieron hoy los reyes y en unión con la observancia de las reglas que tu Madre santísima cumplió en la tierra, pero sobre todo, hermanas mías, en unión con las que él mismo observó. Así se lo pido a Dios con todo mi corazón. Y aunque indigno, pronunciaré de su parte las palabras de la bendición.
Una hermana le pidió perdón al padre Vicente y a toda la Compañía por cierta falta contra las reglas que se acababan de explicar, suplicándole a nuestro venerado padre que le pidiera perdón a Dios por ella y la gracia de no volver a caer. El le respondió:
Así lo hago, hija mía, con todo mi corazón y le doy gracias a Dios por el espíritu de penitencia que le ha dado.







