Vicente de Paúl, Conferencia 091: Relaciones con los externos, murmuraciones, maledicencias

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

(30.12.57)

(Reglas comunes, art. 30, 31 y 32)

Mis queridas hermanas, os voy a explicar la regla 30. Pero ante todo tenéis que acordaros y fijaros en esto: que, así como los que quieren pasar un río no pueden hacerlo sin un puente o sin un barco, ni tampoco lo que desean atravesar el mar pueden hacerlo sin un navío, de la misma manera, hijas mías, aquellos y aquellas que quieran atravesar el mar tempestuoso de este mundo y llegar a la perfección que conduce al cielo tienen que estar necesariamente en la barca de la Iglesia y guardar en ella la ley de Dios para atravesar este mar.

Esto en cuanto se refiere a los que permanecen en el mundo; los demás tienen que guardar también las reglas de la comunidad a la que han sido llamados. Esta es, mis queridas hermanas, la vía de salvación para vosotras. Y no solamente esto, sino que, si guardáis vuestras reglas, seréis todas santas. Por tanto, tened esto más en cuenta que vuestra propia vida; pues, aunque sea deseable la vida, algún día acabará, mientras que vuestras reglas son caminos muy seguro para darle a Dios la gloria que le debéis y llegar a la vida bienaventurada, que no acabará jamás. Este es nuestro mayor negocio, mis queridas hijas; allá es adonde habéis sido llamadas y adonde hay que desear ir. Pues bien, el mejor medio para llegar es obrar de tal manera que todas las hijas de la Caridad sean santas. Guardad bien vuestras reglas, pues, como son santas, todas ellas tienden seguramente a haceros santas; y una hermana que las guarde puede estar segura de que será feliz en este mundo y en el otro. Teniendo esto en cuenta, he aquí la regla 30, que os voy a leer:

«Como el trato frecuente con los externos, fuera del caso de necesidad, puede ser tan perjudicial a su pureza y a la vocación de las hijas de la Caridad como les es ventajoso y meritorio cuando se practica por obediencia y para el cumplimiento de sus obligaciones con los pobres, mientras estén en la casa de su comunidad, no hablarán con ninguna persona de fuera, especialmente del otro sexo, ni harán que les hable hermana alguna sin haber antes obtenido el permiso de la superiora o de la hermana sirviente, si es en otras casas».

Mirad, hijas mías, esta regla se reduce a dos puntos: las de las parroquias no tienen que obligar a hablar a las que están aquí con ninguna persona de fuera sin permiso de la superiora, y sin el de la sirviente, cuando se trata de otras casas.

Esta regla, por consiguiente, os ordena a las hermanas que estáis aquí a no hablar con ninguna persona de fuera, a no ser por orden de la superiora; y para ella hay que hacer dos cosas.

La primera es que los superiores, para gobernar bien, tienen que saber todo lo que ocurre en sus casas. Esto es importante para gobernar bien una Compañía: que el superior o la superiora sepa quiénes son todos los que desean hablar con las hermanas.

Pero ¿por qué motivo? La razón es que hay personas que, con el pretexto de venir a ver a una hermana conocida de ellos pedirán que se les deje hablar con otra o que les den algún recado. Cuando alguien pide hablar con una hermana, hay que saber de qué personas se trata. Si uno no lo hiciera, ¿qué pasaría? Que, cuando una hermana haya vivido en una parroquia, habrá algunos hombres, por ejemplo el médico o un cirujano, con el que habrá contraído cierta familiaridad y que irán a verla a otra parroquia. Será para conversar un rato con ella. Habrá que atenderles y quizás hacerles entrar en la habitación.

Mirad los inconvenientes que hay en no guardar esta regla, mis queridas hermanas, demuestra la experiencia que estos males ocurren a veces en las comunidades y que esas visitas de personas extrañas son muy perjudiciales. Pasó esto en la Visitación, en donde se advirtió que las religiosas que hablaban con las personas de fuera caían en muchas complicaciones espirituales. Y lo mismo puede suceder entre vosotras, si el superior o la superiora no ponen cuidado. Por eso los superiores de las comunidades tienen motivos para ordenar que no se hable sin permiso; y esto es lo que os prohíbe esta regla, diciendo que una hermana de aquí no haga que hable nadie ni lo haga ella misma sin permiso, especialmente a los hombres, como ahora por ejemplo que tenéis tantos obreros en casa. Hijas mías, que no hable nadie con ellos, ni para saber noticias, ni para darle recados para nadie. Tened cuidado, por favor. Creo que me entendéis bien; baste decir que no habléis con nadie, sobre todo con los hombres, a no ser con permiso de la superiora.

Mirad, hijas mías, tenéis que hacer como se hace en las ciudades fronterizas. No sólo tiene que andar con cuidado el gobernador, para que el enemigo no la tome; sino que además da órdenes de que ninguna persona extraña entre en la ciudad sin permiso. Y cuando llega algún extraño, le dicen: «Señor, ¿qué desea usted?». Luego lo llevan al gobernador, que le interroga sobre el motivo de su viaje; y si hay algo sospechoso en lo que dice, lo despiden. En otras ciudades, donde no hay tanto rigor, le dejan entrar; pero le indican el lugar adonde tiene que ir; le dan un salvoconducto y le dicen: «Se alojará usted en tal posada». Y nadie se atrevería a alojarle sin eso, ya que demuestra la experiencia que, cuando los enemigos intentan tomar una ciudad, hacen entrar en ella a sus gentes poco a poco. Y así, sin que nadie lo advierta, los extraños, con pretexto de negociar, facilitan a los enemigos la toma de la ciudad. La primera ocupación de Amiens tuvo lugar de ese modo. Pues bien, si para conservar unas ciudades en las que se trata sólo de la pérdida de bienes materiales o de la vida son tan rigurosos que nadie entra allí sin permiso del gobernador, hijas mías, pensad vosotras, que sois la esposas de Nuestro Señor, si tenéis motivos para recelar de todo cuando pudiera facilitar el ataque del enemigo contra vuestras almas.

¡Cómo! ¿No temerá una esposa de Nuestro Señor? Sí, hijas mías, sois sus esposas, y él ha querido declararse esposo vuestro. ¿De quién? De todas vosotras, que lo habéis dejado todo para seguirle. Pues mirad: él es un esposo celoso. «Yo soy un Dios celoso», se dice en la sagrada Escritura. Sí, es celoso de sus esposas. Esto obliga, por tanto, hijas mías, a andar con cuidado y a reconocer la necesidad de guardar esta regla; pues no se trata aquí solamente de la vida temporal, sino de la vida eterna y del buen gobierno de la Compañía. Ved entonces, mis queridas hermanas, cuanta importancia tiene el que se sepa todo y que las hermanas no traten con los de fuera sin saberlo los superiores.

Por eso Nuestro Señor, que lo sabía todo, para evitar que en su compañía no sucediera nada indigno de esas personas, enviaba siempre a sus discípulos de dos en dos. ¿Y por qué? Para que uno aprendiera del otro todo lo que hacía y para que uno fuera testigo de las acciones del otro, ya que sabía la debilidad humana y lo peligroso que resulta tratar con el mundo, sobre todo con el otro sexo. Pero hizo más todavía: les prohibió a los apóstoles que saludaran a nadie por el camino, ni a sus parientes o amigos. ¿Por qué? Porque sabía que esos saludos son un medio para entretenerse con los demás. Pues bien, como Nuestro Señor lo sabía todo, avisaba a sus apóstoles de las sorpresas del enemigo, para que las evitasen cuando los enviaba por el mundo. Les decía: «Guardaos de la levadura de los fariseos (1); guardaos de los que vienen a vosotros cubiertos con piel de oveja y por dentro son lobos rapaces (2)». Si el Hijo de Dios, al instruir a sus apóstoles, le dijo que no hablaran con los externos, ni siquiera con los fariseos, aunque sabios, para que no participaran de sus máximas, mirad, hijas mías, si no convendrá aconsejaros lo mismo y darle gracias al Espíritu Santo por haberos dado una regla tan parecida a la que Nuestro Señor dio a sus apóstoles.

Pero todavía hay más; os lo decía últimamente; ¿sabéis que las hijas de Santa María tienen prohibido hablar con una religiosa de la misma orden sin permiso de la superiora? Si alguna lo hiciera, cometería una falta grave, que sería corregida con severidad; sí, si una hermana falta a eso, sería castigada con mucha severidad. ¿Por qué? Porque la experiencia le hizo ver al bienaventurado obispo de Ginebra, fundador de esta orden, y a la bienaventurada madre de Chantal que era un inconveniente el que sus hijas tratasen entre sí. Por eso juzgaron que era necesario prohibirlo expresamente. Y así lo hicieron, insertando esta regla en las que ya les habían dado. Hijas mías, esto tiene tanta importancia que donde se guarda bien parece un paraíso. Por el contrario, en las casas que se relajan y quebrantan esta regla, es un infierno. Porque esas noticias que se traen y se llevan de tal persona o de tal sitio no dejan de tener más pronto o más tarde algunos malos efectos, bien sea inspirando temor, o bien causando murmuraciones y antipatías. Y aquello es un pequeño infierno. Así pues, hijas mías, vuestra regla os enseña que es preciso que nadie hable con una persona sin permiso de la superiora, si es aquí, o de la hermana sirviente, si es en las parroquias. Si ella no está y viene alguien a hablar con la otra hermana, será menester que baje abajo, que escuche de qué se trata y responda brevemente; cuando vuelva la hermana sirviente, que le dé cuenta de lo que le han dicho. Eso es lo que hay que hacer.

Podrá decir alguna: «Cómo! No hablar con un pariente! Con un extraño, pase; pero con una persona conocida, con la que quizás se tiene alguna obligación, eso es muy duro! Padre ¿no le parece demasiado riguroso todo esto?». – Ni mucho menos, ya que Nuestro Señor obró de esta forma en la compañía de su apóstoles. Hijas mías, las buenas almas de entre vosotras no dirá eso; al contrario, bendecirán a Dios por encontrarse en un lugar en donde se prevé el mal antes de que llegue. Y no lo verán duro, sino que dirán por el contrario: «¡Qué buena Compañía es ésta! Es imposible que obremos mal, ya que ponen tanto cuidado en evitar las ocasiones». Y aun cuando la naturaleza lo juzgase duro, no lo es tanto como la regla de las hijas de Santa María. Hermanas mías, tenéis que entregaros a Dios para observar bien esta regla, como medio para vuestra perfección. Ya veis la importancia que tiene.

Cuando se pregunta por alguna hermana, le toca a la señorita Le Gras decir si puede ir a hablar o no. Si se trata de un hombre, la hermana deberá decirle: «Señor, le ruego que espere un poco»; ir a buscar a la superiora y decirle: «Señorita, preguntan por tal hermana; es un hombre de tal clase; ¿le parece bien que le avise para que acuda?». Si lo cree conveniente, le dirá: «Sí, llámela»; y si no puede ser: «Dígale que no puede». La hermana tiene que hacer lo que le ha dicho la superiora y todas tenéis que aceptar de buena gana lo que ordene; si no os dan permiso para ir a hablar, estad contentas de que así se corten los inconvenientes que podrían surgir y pensad: «Estoy en una Compañía donde encuentro todos los medios para perfeccionarme. ¡Bendito sea Dios!».

Regla 31: «No se mostrarán curiosas en preguntar sobre los asuntos de la casa para hallar qué decir en contra de lo que se hace, ni mucho menos para murmurar contra el procedimiento del superior o de la superiora o de la hermana sirviente, contra las reglas y las buenas prácticas de la Compañía, pues esta suerte de murmuraciones es capaz de atraer la maldición de Dios, no sólo sobre la persona que las promueve, sino también sobre las que las escuchan con complacencia, y aun sobre toda la comunidad, debido al escándalo que esto origina».

Esta regla os prohíbe, hijas mías, la murmuración y os advierte que tenéis que guardaros de criticar el gobierno de la casa y la manera de proceder de los superiores y de las oficialas. Criticar lo que hacen es lo mismo que murmurar. Y las que así murmuran no se dan cuenta de lo mucho que cuesta gobernar. Pero, cuando se ve a una hermana dejarse llevar por la tentación, que le hace ver las cosas de otra manera, entonces hay que hacerle el favor de decirle: «¡Dios mío! ¿Qué dice usted, hermana? Hemos de creer que ellos lo hacen lo mejor que pueden». Eso es lo que deben decir las que escuchan esta murmuración, pues es una gran falta criticar la forma de gobernar a los superiores.

Pero esta hermana hace esto, y podría ser mejor de otra manera. – Eso es una murmuración. Si la superiora retira de un sitio a una para mandar a otra, criticar esto o criticar las reglas, charlar dos o tres juntas y decir: «¿Por qué hacen esto? ¿Por qué aquello?», todo esto, hijas mías, es un mal muy grande. Si hubiera algunas que se pusieran a criticar las reglas y las órdenes de los superiores, hijas mías, ¡eso sería un mal muy grande!

¿Por qué, padre, va a ser tan gran mal? ¿Tan importante es no guardar una regla?  – Sí, hijas mías, es muy importante. ¿Quién lo ha dicho? El Espíritu Santo (3). Escuchad bien esto. Se dice en la sagrada Escritura que hay siete clase de pecados que Dios aborrece especialmente, uno de los cuales es la murmuración. «Yo aborrezco, dice la sagrada Escritura, la murmuración entre los hermanos», esto es, sobre todo en las personas de una comunidad y entre los que son sacerdotes. De forma que, según esto, la murmuración es un mal mayor que el asesinato. Porque una persona asesinada puede estar en gracia, pero murmurando se mata el alma de la hermana que os escucha, sobre todo cuando murmura una hermana antigua. Dirá: «Esto debe de ser así; pues si no lo fuera, no lo diría esta hermana». Y entonces empezará a mirar con recelo a los superiores y a las oficialas. Aquella mala impresión que le habéis dejado no se le borrará fácilmente, porque el diablo se la ha metido allí. Aquella pobre criatura se encontrará embarazada sin poder distinguir dónde hay pecado y dónde no lo hay. Y la razón de ello es que esa impresión que quedó en ella le hace ver dificultades en las cosas más fáciles. Y si ve a otra que le indica alguna otra cosa parecida a lo que creía, si aquella impresión era como uno, ahora será como dos. ¿Por qué? Porque tiene herido el entendimiento. Así es como la opinión que una tiene de la superiora se va comunicando de unas a otras. Si habéis visto alguna vez algo digno de lástima, es esto precisamente: las murmuraciones de unos contra otros. Esos son los desórdenes que causa la murmuración en una compañía.

Tenemos dos grandes ejemplos de esto en la sagrada Escritura. El primero es de la hermana de Moisés, y el otro de Coré, Datán y Abirón. Cuando Moisés, que gobernaba el pueblo de Dios, lo conducía por el desierto, empezaron a criticar contra aquello Coré, Datán y Abirón, diciendo que Moisés era un mago y murmurando así contra él y contra las reglas que Dios le había dictado. Pues bien, por permisión divina, la tierra se abrió y se los tragó el infierno, en castigo por haber murmurado delante del pueblo. Pero no pararon aquí las cosas. Ellos fueron causa de que se perdiera la confianza en Moisés. Sucedió que la hermana de Moisés, que se llamaba María, habiendo oído lo que se decía de su hermano, al que había cuidado desde niño, empezó a pensar lo mismo al ver las obras que hacía. Y también fue castigada por Dios; pero no quiso mandarla al abismo como a los otros, sino que le envió la lepra, de modo que tuvieron que enviarla al campo por culpa de aquella lepra, en donde ya no podía ver a Moisés ni oír hablar de él. Aquel fue el castigo que recibió.

Hijas mías, ¿no bastan estos dos grandes ejemplos para haceros aborrecer la murmuración? Si habéis caído en ella, tomad el propósito de evitarla en adelante.

Pero tenemos además el prodigioso ejemplo de Judas. Judas criticaba todo lo que hacía Nuestro Señor, hasta llegar a murmurar de que la Magdalena derramase su ungüento sobre la cabeza de Nuestro Señor. Y no solamente criticaba las acciones de su maestro, sino que se fue a casa de las personas extrañas para hablar en contra de él. Decía que Jesús no era el Hijo de Dios. Esto confirmó a los príncipes de los sacerdotes en la opinión que tenían de que Jesús era un seductor. «¡Cómo! – podían decir perfectamente – ; ¡he aquí un hombre que trata con él, que es de sus discípulos y que nos cuenta todo esto! Si no fuera así, éste no lo diría». Aquello fue lo que les decidió a matar a Nuestro Señor. Y dirigiéndose a Judas, con la finalidad de prenderlo, le dijeron: «¿Qué quieres que te demos?» Y finalmente vendió a su maestro. Ya sabéis el castigo que Dios le dio. Aquel malvado llegó a ese extremo precisamente por haber empezado a murmurar contra Nuestro Señor. Hijas mías, sabed que, cuando alguna de vosotras murmura contra los superiores o contra las reglas en medio de sus hermanas, eso es el comienzo de la obra de Judas. Y si luego se va a murmurar fuera, entonces, hijas mías, eso es ser un perfecto Judas.

¿Y qué es lo que le pasa a esa persona? Que la abandona Dios, porque, al quedar privada de la continuación de las gracias de Dios, sus pensamientos se dirigen hacia su país, hacia sus padres, empieza a cansarse de su vocación y más pronto o más tarde lo dejará todo. Si no se sale, peor para la Compañía; pues, como ya no siente gusto en lo que hace, no sirve para nada. No siente más que frialdad con sus superiores, negligencia en el servicio de los pobres, de forma que es mejor para la Compañía que se salga; pero no para ella, pues mientras siga en la Compañía, podrá servirse de los buenos ejemplos que ve en sus hermanas y volver al camino que ha abandonado, ayudada por las oraciones de las demás, mientras que fuera quedaría privada de todos sus bienes.

Así pues, mis queridas hermanas, entregaos a Nuestro Señor para guardar bien vuestras reglas, y ésta especialmente; y aunque oigáis murmurar de ellas, decid: «Bien; los superiores han hecho esto; hay que creer que Dios se lo ha inspirado y que lo han hecho lo mejor que pueden. ¿Qué es lo que pretenden con todas sus órdenes? Vemos que sólo buscan nuestra perfección y que se esfuerzan por hacernos santas. Por eso, todo lo que digan y lo que hagan será bueno».

En cuanto a las reglas que nos dan, es preciso que tengamos reglas para evitar los males que podrían venir. Así es como hay que estimar las regla, hijas mías; porque todo lo que llamamos bueno, nos dice san Pablo, viene de Dios. Pues bien, es bueno tener reglas. Por tanto, entregaos a Dios para no criticarlas nunca y estimad mucho vuestras reglas, porque vienen de Dios. Honrad también a vuestros superiores y no digáis nunca: «¿Por qué hacen esto?». Pensad que hacen todo lo que pueden, como personas que tienen que dar cuenta a Dios de los que están bajo su cargo, y estad seguras de que, mientras lo hagáis así, vendrá sobre vosotras la bendición de Dios; pero si obráis de otro modo, caerá sobre vosotras su maldición. ¿Por qué? El que se pone a criticarlo todo es un Coré, Datán y Abirón, o mejor dicho un Judas. Por eso no tendrá consuelo en la oración, no tendrá amor a Dios y a los pobres, no tendrá reposo en su interior. ¿Y por qué? Por haberse atrevido a criticar la dirección que Dios ejerce sobre vosotras por medio de los superiores.

Veamos la regla siguiente. Regla 32: «Se guardarán en sus conversaciones de descubrir los defectos del prójimo, y mucho menos de sus hermanas, así como también de escuchar a las que hablen mal de otros. Al contrario, harán todo lo que puedan por impedirlo; si no, se retirarán con presteza de su conversación, como si oyeran el silbido de una serpiente».

Mirad, hijas mías, esta regla prohíbe la maledicencia; o sea, que siempre tenéis que hablar bien de vuestras hermanas, aunque no para adularlas. Cuando una se dé cuenta, puede decir: «Eso no está bien»; pero no hay que hablar nunca mal. Aun cuando veáis en ellas algunos defectillos y os parezcan imperfectas, tenéis que hablar siempre bien de ellas y decir: «Puesto que esta persona ha sido llamada por Dios a su servicio, es preciso que haya en ella algo bueno».

Y en efecto, hijas mías, no hay entre vosotras ninguna a la que Dios no le haya concedido alguna gracia especial que las demás no tienen. Y así, deteniéndoos en ese bien que tiene, excusaréis los defectos que veáis, en vez de poneros a contar las faltas de vuestras hermanas cuando estáis juntas, diciendo: «Yo estuve en tal sitio con tal hermana. ¡Cuánto costaba tenerla contenta! Hizo esto y esto; quería que se hiciera aquello; tiene tal carácter». Hijas mías, eso es la peste de las comunidades y la ruina de la caridad. Porque ¿qué quiere decir caridad? Quiere decir amor. Pues bien, no puede haber amor cuando hablan así unas de otras. Por tanto, hijas mías, haced el propósito de no hablar nunca de los defectos de vuestras hermanas. Si alguna os habla de ellas, excusadlas y no penséis nunca mal. Mirad, no tenéis ningún fundamento para ello: no hay nadie en el mundo que no tenga algún defecto y hasta los más virtuosos faltan a veces. «El justo peca siete veces al día» (6). Teniendo en cuenta que todos tienen sus defectos, no os costará tanto excusar las faltas de los demás. Si os hablan de alguna, podréis decir: «Los demás pueden decir de mí eso y mucho más. Al parecer, esa hermana no es modesta; parece que es soberbia. ¿Y tú, miserable?, ¿no ves tus defectos interiores que son mucho más considerables que los que adviertes en tu hermana? ¿No ves que tus oraciones están llenas de distracciones, que eres tan perezosa en el servicio de Dios, que tus acciones están hechas con poco recogimiento? ¿Y dices que las demás tienen defectos! ¡Pues sí que eres miserable! Fíjate primero en los tuyos y no pierdas el tiempo examinando los de las demás».

Hijas mías, fijémonos en nosotros mismos y en nuestras acciones y encontraremos que las imperfecciones de nuestras hermanas son más pequeñas que las nuestras. Por eso tenía razón Nuestro Señor cuando decía a los fariseos: «Id, malditos, que criticáis las faltas pequeñas de los otros y no tenéis en cuenta las faltas grandes que vosotros cometéis. Id, miserables, que os entretenéis en los átomos de imperfección de vuestro prójimo, y no veis esa viga que tenéis sobre los ojos». Hijas mías, sabed que, si os fijáis bien en vosotras mismas. os encontraréis las peores de todas y que tenéis más imperfecciones que ellas.

Todavía hay más, hijas mías. Una hermana que hace lo que hemos dicho comprende muy bien que, si no cae en las faltas que cometen las demás, caería seguramente si Dios no la protegiera con su gracia y por la experiencia que tiene de sus debilidades y poca firmeza. Verá que no solamente es la peor de la comunidad, sino de todas las mujeres del mundo, y hasta peor que el demonio. Porque si el diablo hubiera recibido las gracias que vosotras habéis recibido, sería mejor que vosotras. El mismo lo ha dicho por boca de los posesos. En efecto, si Jesucristo hubiera muerto por los demonios como por nosotros y hubieran recibido las luces y buenos movimientos que Dios os da, se servirían de ellos mil veces mejor que vosotras. Había un poseso que le decía a uno en cierta ocasión: «Eres un miserable al vivir de ese modo. Tú tienes un Dios tan bueno, que ha muerto por ti, ¡y vives de una forma tan distinta de como él quiere! ¡Ah! Si Dios nos hubiera hecho la gracia de morir por nosotros, lo serviríamos mucho mejor que tú».

Si esto es así, hijas mías, ¿no habrá que confesar que somos peores que el demonio? En cuanto a mí, no me cuesta mucho trabajo pensarlo así, pues veo tan claro como el día que soy peor que el demonio; pues, si el demonio hubiera recibido las gracias que Dios me ha dado, no hablo de gracias extraordinarias, sino de las gracias comunes, no habría demonio en el infierno que no fuera mejor que yo. Por eso, hijas mías, acordaos de considerar a vuestras hermanas más perfectas que vosotras; creed que son buenas y que vosotras sois las peores de todas. Si así lo hacéis, ¿qué ocurrirá? Que haréis de esta Compañía un paraíso y que se podrá decir con toda razón que es una sociedad de almas bienaventuradas en la tierra, que algún día tendrán los cuerpos llenos de gloria en compañía de Nuestro Señor y de la santísima Virgen. Será un perpetuo amor de Dios al prójimo y un aumento de amor de unas para con otras; de allí dimanará una paz y una concordia que será realmente un paraíso. Pues, lo mismo que en el paraíso los bienaventurados aman a Dios con un amor perpetuo y se inclinan sin esfuerzo a querer lo que Dios quiere, también es un paraíso no encontrar nada que criticar en las demás amarse recíprocamente. Empezad a hacerlo, hijas mías. ¿No es eso lo que hacen los bienaventurados? Ellos se aman tanto entre sí que están tan contentos de la gloria de los demás como de la suya propia. Por eso, si queremos empezar el cielo desde ahora, no tenemos más que guardar nuestras reglas y la caridad será nuestro cielo. Pero hacer lo contrario, criticar los defectos de las demás, cuchichear con una y con otra diciendo: «Ha hecho esto; ha dicho tal y tal cosa», ¡eso es un infierno!; no es posible que haya allí caridad. Por tanto, de vosotras depende vivir en este mundo como en un cielo o como en un infierno. Si tenéis un amor perfecto unas con otras, viviréis en el cielo. Sí, una Compañía muy unida es un cielo; pero un grupo de personas desunidas es un infierno.

Pero, padre, si alguna vez me encuentro con dos o tres hermanas que hablan contra las reglas o contra los superiores, ¿qué he de hacer? En ese caso tienes que decirles: «¿No os parece que esto está prohibido por las reglas?». Y si siguen criticando después de habérselo advertido, hay que marcharse y decir: «Hermanas, no puedo oír que se hable mal de mis hermanas», y retirarse. Sí, hijas mías, irse, porque es un pecado oír hablar mal del prójimo, y quizás mayor para los que escuchan que para los que hablan, porque no se dan cuenta del mal que hay en mantener esas conversaciones; las que hablan, pueden obrar así por debilidad; pero las que escuchan sin decir nada, aumentan el mal y las otras tomarán mas ánimos para seguir criticando, al ver vuestro silencio.

¡Cómo! ¿Os complacéis en oír criticar a una compañera? Se está hablando tan mal de una pobre hermana, ¿y no hacéis nada por impedirlo? ¡Eso es un pecado! Y hay que marcharse o ponerse de rodillas y decir: «Le he oído al padre Vicente, o mejor dicho a nuestras reglas, que no hay que hablar mal de nuestras hermanas». Pero basta ya. Eso es lo que hay que hacer.

Hay tres grados o maneras de amonestar: la primera consiste en advertir a uno que no obra bien; la segunda, ponerse de rodillas para rogar a los que critican que dejen de hacerlo; o bien, si continúan, decirles: «Dios me prohíbe que oiga hablar mal de mi prójimo», y marcharse. Si obráis de esta forma, ¿qué pasará? Que las amonestadas se callarán o, si no lo hacen, les impresionará veros arrodilladas; y si las dejáis y os marcháis, quizás esas personas caigan en la cuenta de lo que están haciendo y hagan penitencia de su falta. Este es, hijas, el medio de llegar a la perfección, si vivís de esta manera. Así pues, entregaos a Dios para practicar bien las reglas, que os harán santas, puesto que harán que os améis las unas a las otras. Pues bien, esto basta para salvarse, como dice san Juan. Hijas mías, acordaos de las enseñanzas que os dan vuestras reglas y de que, si las practicáis, haréis todo lo que Dios pide de vosotras.

¡Oh Salvador de nuestras almas! Sólo tú puedes dar este espíritu a nuestras hermanas; ilumina sus almas con un rayo de tu luz para darles a conocer el bien que hay en la práctica de sus reglas. Tú quieres que vivamos como perfectas hijas de la Caridad. Señor, si tú lo quieres, también lo queremos nosotros y te lo prometen nuestras hermanas, cada una en particular, contando con tu gracia, sin la cual ni ellas ni yo podemos nada. Es lo que te pido junto con el padre Portail. ¡Salvador nuestro! Concédenos la gracia de que practiquemos esta regla como todas las demás. Te lo pedimos por el amor que tuviste a la santísima Virgen y a tu amado discípulo san Juan (8), que decía a sus discípulos que se amasen los unos a los otros y que eso bastaba para salvarse. Así te lo suplicamos, Señor. Y como no tenemos suficiente amor, ni suficiente humildad, imploramos tu ayuda para entrar en la práctica de estas virtudes y te ofrecemos para ello tus humillaciones y tu amor. ¡Oh Salvador de mi alma! Así te lo pedimos, para que todas ellas te sean agradables en todo cuanto hagan, como tus queridas esposas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *