Vicente de Paúl, Conferencia 090: Sobre las visitas y la obligación de avisar a los superiores

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(23.12.57)

(Reglas comunes, art. 28 Y 29)

Hijas mías, vamos a leer las reglas 28 Y 29 de las 43 que tenéis. Veamos lo que dicen: «No harán visita alguna, ni siquiera a las hermanas de otra parroquia, sin permiso de la superiora, a no ser en caso de necesidad, como sería en el caso de las enfermas, etcétera».

Mis queridas hermanas, esto se refiere a la visita activa y a la pasiva. Las visitas pasivas son las que se reciben, y las activas las que se hacen a otras personas. Pues bien, las personas que viven en el mundo reconocen que las visitas son algo que hay que suprimir, y la experiencia demuestra que las visitas no son ordinariamente más que pérdida de tiempo. Esto hace que las personas del mundo, que están acostumbradas a ver a mucha gente, gasta en visitas la mejor parte de su tiempo. De forma que, apenas una dama o un hombre quieren empezar una vida más perfecta, el primer consejo y la primera regla que les da el director es que modere sus visitas. ¿Por qué? Porque en ellas se habla de tantas cosas que es difícil no ofender a Dios y al prójimo. Si éste es el consejo para las personas que viven en el mundo, también lo es para las hijas de la Caridad que desean vivir según la perfección que están obligadas a tener. Por eso es muy importante que observen las reglas debidas en sus visitas. Es éste un gran medio para tener el espíritu recogido en la meditación. Por consiguiente, no buscarán las visitas ni las harán. Se quedarán recogidas en sus casas y no tratarán con el mundo, a no ser cuando Nuestro Señor les obligue a ello. Fuera de ese caso, se abstendrán de las visitas.

Volvamos a la regla. «No harán visita alguna, ni siquiera a las hermanas de otra parroquia». Esto os parecerá duro. «¡Cómo!, diréis, ¿no podré ver a las hermanas?; si somos hermanas, ¿qué mal hay en visitarse mutuamente?». No lo hagáis nunca, hijas mías, si no tenéis previamente el permiso de la superiora. Y si una hermana siguiera su inclinación, sin tener en cuenta la regla, obraría mal, porque perdería el tiempo, con perjuicio del servicio a los pobres.

En segundo lugar, sería causa de que la otra hermana a quien visita cayese en la misma falta, porque es preciso que acompañe a la visitante. Por eso Nuestro Señor os pide que tengáis como máxima no hacer visitas sin permiso de los superiores. – Pero, padre, me diréis, ¿se hace así en las otras comunidades?  – Sí, hijas mías, las religiosas de Santa María tienen como máxima que nunca hable una hermana con otra sin permiso, a no ser cuando están reunidas. Fuera de eso, no les está permitido hablarse sin Permiso. Si una hija de Santa María hablase con otra religiosa sin permiso, cometería una falta que habría de recibir su castigo. ¿Por qué? Porque la experiencia demuestra que, desde hace cerca de mil años que empezó la institución de comunidades, las hermanas pueden hacerse daño con sus conversaciones

Pero, padre, ¿qué hemos de hacer entonces? – Si tenéis que hablar de alguna cosa, bien sea a las personas de fuera, bien a nuestras hermanas, hay que pedir permiso, o bien escribir; si se trata de cosas íntimas, tenéis que venir aquí. Mis queridas hermanas, es justo que unas hijas que lo han dejado todo por seguir a Nuestro Señor, que es un verdadero esposo, no busquen más diversión que en su amor y en el servicio a los pobres. Por eso es conveniente que obréis de esta manera, a no ser en caso de necesidad. Por ejemplo, hay una hermana que se encuentra enferma en una parroquia; su hermana lo sabe; hace bien en acudir a su lado; así es como las reglas están hechas con juicio y según justicia. Pero, fuera del caso de necesidad, in nomine Domini!

Tampoco buscarán, para distraerse, que las visiten otras personas; es decir, hijas mías, las hijas de la Caridad no tienen que buscar que las visiten otras hermanas, para tener ocasión de entretenerse y charlar. Con las enfermas es otra cuestión, como acabo de decir. Recomiendo a nuestras hermanas que, cuando haya alguna enferma, la visiten las de otras casas; pues me parece que es un gran consuelo para una enferma ver a sus hermanas; pero, fuera de ese caso, hijas mías, nada de visitas; seguid las indicaciones de vuestras reglas.

La regla 28 habla de lo que se refiere especialmente a las hermanas que no viven con la superiora, las cuales no deben permitir que nadie de fuera suba a sus habitaciones sin mucha necesidad, especialmente los hombres, ni siquiera los sacerdotes, ni los confesores, a no ser cuando estén enfermas.

Mirad, hijas mías, lo que os acabo de decir es de tanta importancia que no sé que haya ninguna otra cosa tan digna de recomendación, después del amor a Dios y al prójimo, que la observancia de esta regla, que tiene como finalidad la conservación de la pureza. Pues bien, es preciso que sepáis que el mayor riesgo que corren las hijas de la Caridad es faltar a la pureza. ¿Y por qué? Porque el espíritu maligno, rabioso al verse despreciado y al ver el servicio que le hacen a Dios las hermanas que guardan la pureza, les presenta muchas tentaciones y acecha continuamente en torno a las personas religiosas o de una comunidad para hacérsela perder. Por eso tenéis que evitar el trato con los hombres, fuera del caso de necesidad, incluso tratándose de conversaciones piadosas. Porque el maligno espíritu se servirá de eso para tentaros. Cuando no hay objeto para eso, la cosa pasa fácilmente; pero donde hay alguna ocasión para la tentación, entonces es más violenta y de duración más larga. Por eso se guarda la clausura entre las religiosas. No siempre se hizo así, ya que al principio las religiosas no estaban encerradas; iban, lo mismo que vosotras, por todas partes. Pero sufrían tentaciones tremendas contra la pureza y por eso nuestros santos padres los papas, viendo este inconveniente, ordenaron que estuvieran encerradas, debido a la dificultad de guardar la pureza, si se presentan ocasiones para perderla.

Hijas mías, vosotras tendréis que sufrir las tentaciones que ellas sufrían y que las hicieron caer a veces; aunque no a vosotras, gracias a Dios, pues no sabemos que haya sucumbido ninguna hasta el presente. Si alguna ha tenido tentaciones, las ha superado, por la misericordia de Dios. Pero, si os habéis visto preservadas hasta ahora, conviene tomar medidas para el futuro, por vosotras y por las que vengan luego, si faltáis a esta regla.

Pero, padre, ¿qué habrá que hacer entonces?  – Hijas mías, es menester que las hijas de la Caridad hagan de su habitación su claustro. Si viene un pariente a visitaros, hay que bajar abajo y hablarle ante todo el mundo. Y conviene incluso abreviar.

Padre, ¿no le parece algo duro todo esto? ¿No resulta algo inhumano?  – No, hijas mías; porque, si se lo permitís a un pariente, dejáis la puerta abierta para otras personas. Por eso no tenéis que dejar que ninguna de vosotras permita entrar a m hombre en vuestras habitaciones, ni tampoco a las mujeres, no ser en caso necesario.

No solamente tienen prohibido las religiosas abrir la puerta a los hombres, sino hasta a las mujeres, que no entran allí nunca, o muy raras veces. Incluso se necesita permiso del obispo o del general. Pero los hombres no entran jamás, a no ser los sacerdotes y los médicos en caso de enfermedad. Si tenéis que hablar con vuestros confesores, podéis hablar con ellos en la iglesia, pero nunca en vuestras habitaciones, aunque fuera el padre Portail, o yo mismo; no tenéis que permitirlo.

Padre, eso parece muy duro. – Hijas mías, es justo que así sea. Cuando Dios quiera daros a conocer el peligro que hay para las hijas de la Caridad en esas conversaciones, veréis que se ha tenido razón al daros esta regla. ¡Quiera Dios concederos esta gracia! Salvador mío, concede a mi súplica que estas hermanas conozcan la utilidad de esta regla, tú que tuviste una madre tan pura que se turbó al ver a un ángel en su habitación, porque tenía forma humana. ¡Quiera la bondad de Dios, oh Salvador de nuestras almas, dar a conocer a nuestras hermanas la importancia de que los hombres no entren nunca en sus habitaciones! Es la humilde plegaria que te hago, Señor, que por el amor que tuviste a la pureza, queriendo ser concebido y nacer de una madre tan pura, nos concedas esta gracia. Hijas mías, vamos a celebrar una fiesta de pureza (1). Pidámosle a Nuestro Señor que por su santa natividad nos conceda la gracia de observar bien esta regla. Entreguémonos a Dios para ello, pues se trata de una regla de la mayor importancia entre todas las que tenéis.

Por consiguiente, cuando tengáis que hablar con vuestros confesores, hacedlo en la iglesia o en la puerta de casa. Además, no tiene que ser a una hora indebida, por muy buenas intenciones y razones que tengáis. Y una hora indebida, hijas mías, después del atardecer o también muy de mañana. Tenéis que poner cuidado, al hablar con alguien, que sea a una hora en que se pueda ver con claridad lo que hacéis. Hermanas mías, esto es lo que Dios pide de vosotras por vuestra regla, que habéis de guardar, pensando muchas veces en esto para animaros a observarla. Sabed que el alfabeto, el abecé o llamado también la cruz de Dios (2), tanto para las personas que quieren vivir bien en el mundo como para las hijas de la Caridad que desean vivir en la pureza, es precisamente cortar ante todo las visitas, no recibiéndolas ni haciéndolas más que en el caso que os he dicho.

En segundo lugar, es menester que os entreguéis a Dios para no dejar entrar a los hombres en vuestra habitación, ni siquiera a los sacerdotes, ni a mí mismo, porque eso va contra la voluntad de Dios, de forma que si les dejáis entrar, ofenderíais a Dios, y yo también.

Dice así el artículo 29 de vuestras reglas: «No pudiendo el superior y la superiora remediar los desórdenes que se introduzcan en la comunidad sin saberlos, y no pudiendo saberlo si no se les advierten, y estando expuesta la Compañía al peligro de decaer con el tiempo, por falta de estas noticias, cada una tendrá cuidado de manifestar humildemente al superior o a la superiora las faltas notables que haya notado en sus hermanas».

Hijas mías, esto habla por sí mismo. Lo entendéis muy bien. Es imposible que, en las compañías que se reúnen para el servicio de Dios, no se cometan faltas notables. Nuestra debilidad y el diablo, que acecha continuamente a nuestro alrededor, son causa de que hagamos cosas que no deberíamos hacer. Pasó esto en la compañía de Nuestro Señor, y no hay ninguna compañía, por santa y perfecta que parezca, donde no se cometan faltas. Por eso es lógico pensar que también se cometerán en la nuestra. Pues bien, si este mal permanece oculto, no se podrá remediar, y con el tiempo podría arruinar a la Compañía. Por ejemplo, hay una persona que tiene una úlcera en el pecho; ella se lo calla y nadie se da cuenta. Aquel mal con el tiempo llegará a tal extremo que no tendrá ya solución y morirá esa persona, por no haberle dado los remedios necesarios. De la misma forma, hijas mías, cuando hay en una compañía personas que cubren las úlceras de sus almas, es menester que las descubran quienes las conozcan; si no, se arruinará la Compañía. Las personas que tienen ese mal y se ven agitadas por grandes tentaciones no lo dirán de ordinario o, si lo dicen, se lo dirán a alguna confidente que tenga parecidos sentimientos.

Hijas mías, repito que es muy raro que una persona manifieste ella misma sus faltas, a no ser que sea virtuosa; pues hay almas, y yo las conozco, que no podrían tolerar nada en su espíritu sin decírselo a sus superiores; pero son almas que no participan de esta masa corrompida de la carne y de la sangre y que buscan su perfección. No tengáis miedo de que oculten nada a su superiora si son de vuestro sexo, o a, su superior si son del nuestro. Pero como hay muy pocos así, se necesitaba una regla que obligase a comunicar las faltas notables que se adviertan en las otras hermanas. Pues bien, cuando se trata de hermanas que desean ser estimadas, no dicen nunca sus faltas; y si no saben nada, tampoco dirán nada el superior y la superiora; inmediatamente las otras harán lo mismo y dirán: «Esa hermana hace tal cosa, y no la reprenden. Seguramente no será eso tan malo, puesto que no lo prohíben».

Por consiguiente, hay que avisar a una hermana de las faltas que notéis en ella: en primer lugar, porque la persona que falta podrá hacerlo mejor gracias a la advertencia que reciba; en segundo lugar, porque la Compañía reciba un escándalo cuando no se corrigen las faltas. Una superiora no puede ver todo lo que ocurre en cada lugar. Por ello, si hay algún mal, ¿cómo remediarlo? El remedio, hijas mías, estará en que vosotras aviséis al superior o a la superiora; no me refiero a ciertas cosas que no son más que tonterías, sino a las faltas considerables. Por ejemplo, una hermana tiene la tentación de dejarlo todo, le costará someterse a la dirección de la Compañía y hablará muchas veces de eso con otra hermana. Las que lo sepan tienen que advertir a los superiores y decirles: «Padre (o señorita), parece que hay algo especial entre esas hermanas; hablan muchas veces de sus cosas», o bien: «Creo que tal hermana vacila un poco en su vocación». Y si por desgracia a alguna se le ocurriera coger dinero, habría que avisar. Si pasa eso, estad seguras de que se trata de una trampa para hacer caer a la Compañía. Si se descubriera, inmediatamente las hijas de la Caridad serían consideradas como unas hermanas que hacen su agosto con el dinero de los pobres enfermos. Y hay que vigilar a las que podrían tener ese defecto; pues, apenas una lo haga, toda la Compañía participará de su falta por el escándalo que de ella se recibirá. Pues bien, para impedir que suceda esta desgracia, ¿qué hay que hacer? Hijas mías, apenas sepáis de alguna hermana que cometa faltas notables contra la regla, inmediatamente tenéis que venir a buscar a la superiora y decirle lo que ocurre, sobre todo si alguna cogiese dinero, por poco que sea. Pues, si empieza a tolerarse este vicio entre vosotras, pronto quedará reducida a la nada la Compañía; y apenas se enteren de eso en una parroquia, empezarán a trataros como a personas sospechosas que se apropian del dinero de los pobres. Se dirá, que si lo hubieran sabido al principio, no os habrían llamado. Esto es, hijas mías, lo que dirá la gente.

Pero hay además otras faltas de las que hay que avisar cuanto antes. Por ejemplo, cuando una hermana falta a la regla permitiendo que entren hombres en su habitación. En cuanto lo sepa otra, hará lo mismo, si no se le dice nada. Dirá: «Tal hermana ha hecho esto y no le ha ocurrido ningún mal; ¿por qué no lo voy a hacer yo?». Esto, hijas mías, es un escándalo para la Compañía. Y si lo supiera la superiora, pondría remedio. Pero, como no lo sabe, no dice ni una palabra. Y la hermana continúa haciéndolo. Las demás dirán: «Esa hermana lleva haciéndolo así bastante tiempo; ¿y qué le ha ocurrido?». Así irá aumentando el mal. Y vosotras que lo sabéis tendréis que dar cuenta de ello a Dios, por no haber dado aviso de ese mal. ¿Veis a una persona que ofende a Dios y os vais a quedar mudas? ¡Ah, mutus! ¡Un mudo, un mudo! Es el término que emplean los teólogos cuando dicen que una persona que se hace el mudo, tolerando el mal sin poner impedimento, se hace también culpable del mal que otros hacen, por no dar aviso a las personas que podrían poner remedio.

Por consiguiente, hijas mías, tenéis que acudir al superior o a la superiora, sin decirle nada a la hermana que ha cometido la falta. Porque si se lo decís a ella, puede ser que no se preocupe. Si hacéis lo que os digo con espíritu de caridad, adquiriréis el mérito de haber hecho una obra muy útil a toda la Compañía. Si no lo hacéis, mataréis el alma de aquella persona. Porque, mirad, hijas mías, puede matarse a las personas de dos maneras: una, dándoles un golpe mortal, y otra quitándoles las cosas necesarias para la conservación de su vida. Pues lo mismo pasa con la vida espiritual, que se le puede arrebatar al alma de dos maneras: primero, incitándolas al mal; segundo, quitándoles lo que necesitan para vivir, eso es, quitándoles el remedio que vuestras reglas os ordenan que le proporcionéis mediante las advertencias que los superiores les harían, si conocieran su necesidad, y las oraciones que rezarían para obtenerles la gracia de corregirse.

Por eso es muy importante, hijas mías, que os entreguéis a Dios para observar bien esta regla. Y estad seguras de que, si sois fieles a ella, podréis esperar que el mal no dure mucho tiempo, porque se pondrá remedio oportuno; por el contrario, si no lo hacéis, la Compañía acabará en ruinas, por no haber utilizado el remedio conveniente.

Pues bien, cuando creáis delante de Dios que estáis obligadas a avisar de los defectos de las hermanas, tenéis que tener cuidado y hacerlo con caridad, sin exagerar las cosas. ¿Y cómo hacerlo? Hijas mías, no tenéis nada que temer. Tendréis que proceder de esta manera: primero, pedirle consejo a Dios de lo que hay que hacer y rezar de este modo: «Dios míos, concédeme la gracia de conocer si tengo que avisar de tal defecto»; luego, si creéis que ese defecto puede traer algún perjuicio a la Compañía, avisar cuanto antes a los superiores, como indica la regla. Cuando se trate de tonterías, no es necesario que vayáis siempre a indicarlas, sino que hay que pensar delante de Dios: «Si no digo nada de esto, ¿podrá quedar perjudicada en algo mi hermana?». Y si, después de pensarlo, creéis que hay que manifestar ese mal, tenéis que deciros: «Tengo que avisar a mi superiora de tal falta y hacerlo cuanto antes».

Será conveniente examinar si no hay alguna envidia por medio que haga parecer el mal mayor de lo que es en realidad; y si sentís que hay alguna antipatía, porque la otra no congenia con vosotras y esto os impide juzgar bien del asunto, en ese caso, hijas mías, convendrá suspender la advertencia y esperar a que estéis libres de pasión; pues nunca hay que dar una advertencia por antipatía. Por otra parte, si os cuesta trabajo avisar al superior, a pesar de conocer alguna cosa que merece ser sabida, tenéis que preguntaros a vosotras mismas: «¿De dónde procede esto? ¿Por qué me cuesta tanto avisar de este mal? ¿No podrá ser perjudicial mi silencio? ¿No será que tengo demasiado afecto a mi hermana?». Si resulta que es así, hay que pedirle a Dios que os dé a conocer lo que quiere que hagáis, y luego ver a qué os sentís más inclinada. «¿Tendré que hablar de esto? Me parece que sí; pero por otra parte me parece que no». Hijas mías, no cabe duda de que en la hora de la muerte a todos nos gustaría haber avisado a una persona que estuviera en peligro de perdición. Pues bien, hay que tener presente lo que nos gustaría haber hecho en aquella hora. Por consiguiente, hay que avisar al superior y pasar por encima de todos nuestros recelos; pues mirad, hijas mías, es un asunto de gran importancia para la conservación de la Compañía y para lograr que cada una cumpla con su deber; y esto es imposible conseguirlo si no es por medio de esas advertencias.

Cuando venía para acá, me encontré al salir de casa con un consejero de la corte; me dijo: «Padre, acabo de ver a dos de sus hijas, llevando una el cesto y la otra el puchero de los enfermos. He observado en una de ellas una modestia tan grande que no levantaba los ojos».

Ved cómo la modestia de esa hermana ha edificado a ese hombre. Si hubiera visto lo contrario, habría quedado escandalizado. Hijas mías, dad gracias a Dios de que haya entre vosotras algunas hermanas tan edificantes y estad seguras de que, si hubiera algo importante, habría que avisarlo cuando fuera de temer el escándalo del prójimo o algún otro mal. Si así lo hacéis, mereceréis que Dios siga derramando sus bendiciones sobre vosotras y sobre toda la Compañía y cumpliréis aquel consejo del evangelio, que ordena que se preocupen los unos de los otros. Sed, pues, fieles a esto y Dios os bendecirá.

«Cada una tendrá cuidado de avisar humilde y caritativamente». Sí, me olvidaba de esto. Hijas mías, cuando os sintáis obligadas a manifestar a los superiores o a la señorita Le Gras los defectos de vuestras hermanas, tenéis que hacerlo humildemente con la idea de que vosotras cometéis faltas mayores. Por ejemplo, en mi hermana aparece externamente una falta; pero yo cometo otras muchas en mi interior, etcétera. Y con este espíritu de humildad, decid: «Padre (o señorita), siento gran confusión al decirle esto», como ya sabéis. No hay que exagerar el mal ni excusarlo, sino decir la verdad tal como os gustaría que se la dijese si fuerais vosotras las que cometisteis aquella falta.

Sobre todo hay que hacerlo oportunamente. Hijas mías, cuando se trate de dar un aviso, es preciso que sea pensando en Dios y en las faltas de las que se quiere hablar: ¿son faltas notables o de poca importancia? ¿son faltas seguidas o que se cometen sólo de vez en cuando? Por tanto, hay que tener en cuenta la cualidad de la falta: si es por debilidad, o si es una falta de esa gravedad de la que acabamos de hablar, como apropiarse del dinero o faltar a la regla que prohíbe dejar que entren los hombres en vuestras habitaciones. Si se sabe que alguna hermana sufre alguna tentación fuerte y habla de ello con las demás, las que lo sepan están obligadas a decírselo a la superiora, a no ser que esa hermana lo haya dicho para pedir consejo. Por ejemplo, cuando se dirige a una hermana virtuosa y le dice para pedirle consejo y ánimos: ¿Hermana, tengo tentaciones contra mi vocación; le ruego que me diga qué es lo que tengo que hacer». En ese caso, o sea, si es para pedir un consejo, esto merece atención y que lo encomendemos a Dios.

Sigue diciendo la regla: «Llevará a bien el que sus defectos sean igualmente descubiertos al mismo superior o a la superiora, recibiendo con agrado las advertencias que le hicieren, tanto en público como en particular». Esto quiere decir, hijas mías, que habéis de entregaros a Dios, y yo con vosotras, para sacar provecho de las faltas que cometemos recibiendo las advertencias que nos hagan el superior o la superiora. Es muy difícil que no caigamos a veces, hasta los más virtuosos; pero es importante que, cuando una hermana ha cometido alguna falta, deje que se le reprenda.

Una alma buena dirá: «Señorita, ésos son los frutos de una pobre pecadora como soy; le suplico que ruegue a Dios por mí, para que su bondad me ayude a corregirme». Así es como hay que portarse; y pedirle a Dios esa gracia: «Dios mío, concédeme la gracia de recibir bien las advertencias que tú permitas que me hagan». Pues en el fondo no es una hipérbole afirmar que Dios habla por boca de los superiores. Es Nuestro Señor el que lo dice con estas palabras: «El que os escucha, a mí me escucha; el que os desprecia, a mí me desprecia» (4). Pues bien, no recibir bien los avisos que nos dan los superiores es despreciarlos. Por ejemplo, una hermana dice, cuando se le avisa de alguna cosa: «Señorita, no sé quién le habrá dicho eso; será alguna que me quiere mal. Escucha usted con demasiada facilidad lo que le cuentan». Hijas mías, eso es lo que hacen las imperfectas; porque un alma humilde no es excusa. Cuando se le habla de sus faltas, las confiesa ingenuamente.

Quizás diga alguna: «Pero, si no es verdad, ¿qué hay que hacer?».  – Hijas mías, si la cosa es importante, una hermana hará bien en recibir la corrección con humildad y sin excusarse; pero algunos días más tarde, no inmediatamente, convendrá decir: «Señorita, he hecho honor a la humildad; pero también tengo que hacerlo a la verdad. Gracias a Dios, no sé que haya caído nunca en la falta que hizo usted el favor de corregirme tal día».

Mis queridas hermanas, si queréis adquirir la perfección, ahí tenéis un camino para llegar a ella y para haceros santas, tal como deben ser las verdaderas hijas de la Caridad; para ello sólo se necesita que guardéis vuestras reglas. Si buscáis los medios para ser santas (y, según creo, todas aspiráis a ello, pues eso es lo que se dice en vuestras reglas), guardadlas y lo seréis, según afirmaba el papa Clemente VIII, del que os hablé la última vez: «Una persona que guarda sus reglas puede ser canonizada sin más pruebas de su santidad». Por consiguiente, el medio para llegar a la santidad, tanto vosotras como yo (¡miserable de mí, que estoy tan lejos de ello!), el verdadero medio es la observancia de vuestras reglas. Ese es el barco por medio del cual pasaréis felizmente de este mundo al otro; es el canal por el que Dios os enviará toda clase de gracia, mientras las observemos. Por eso mismo el espíritu maligno pondrá todo su esfuerzo en apartarnos de la observancia de estas reglas. Y entonces unas sufrirán la tentación de no preocuparse de todas las cosas que debe llevar a cabo una hija de la Caridad; otras tendrán la tentación de ir con un tocado distinto. Entonces ya no se preocuparán de esa falta contra la observancia de las reglas y, relajándose poco a poco, caerán en una disipación tan grande que llegarán a burlarse de todas vuestras prácticas tan santas. ¿Por qué? Por haberse dejado llevar de la falta de observancia a las reglas. No digo que eso ocurra inmediatamente; pero, si no sois fieles en guardarlas, y ésta especialmente, pronto ocurrirá algo parecido.

Hay algunas entre vosotras dispuestas a guardarlas incluso a costa de sus vidas. Poneos al lado de éstas, hijas mías, y tended a ello con todas vuestras fuerzas, superando animosamente todas las dificultades que pudieran oponerse. Mis queridas hermanas, ¿hay consuelo mayor que cumplir la voluntad de Dios? Las que así lo practicáis, lo sabéis muy bien: es como un continuo banquete. Y las que no lo hacen, viven en una continua tristeza, en medio de quejas y de miserias; pues, a cualquier parte adonde miren, sentirán un continuo reproche en su conciencia, que es un testigo insobornable. Esa conciencia les dirá: «Hermana, no observa usted las reglas, tal como lo había prometido. Ahí tiene a esa otra hermana que, aunque débil de cuerpo, las guarda tan bien. ¿No quiere usted vencerse en tal y tal cosa?». ¡Miserable de mí!, ¿cuándo empezaré yo a hacerlo así? Mirad, si no guardáis vuestras reglas, preparaos para sentir un continuo reproche y estad seguras de que no tendréis jamás verdadero consuelo hasta que no os entreguéis a Dios para guardarlas como es debido. Y vosotras, las que las guardáis, decidme: ¿no es verdad que no hay nada que satisfaga tanto al alma como hacer lo que Dios pide de ella? ¿No os acordáis de nuestras queridas hermanas que gozan de la presencia de Dios? Ya sabéis lo que se dijo de ellas en las conferencias que hemos tenido sobre sus virtudes. Se mostraban tan cuidadosas de observar sus reglas que nunca faltaban a ellas; o si, por debilidad, quebrantaban alguna a veces, inmediatamente se arrepentían. Por eso hemos de confesar que las que hemos visto practicarlo así merecerían que se escribieran sus vidas. Sí, hijas mías, os lo digo con cariño y con consuelo, si las que mantenían esta práctica hubieran vivido en tiempos de san Jerónimo, él habría escrito su biografía. Pues aquel santo se complacía en recoger las vidas de los cristianos de su tiempo que se habían hecho dignos de elogio por sus virtudes, y principalmente las de las mujeres consagradas a Dios.

Nos queda ya poco tiempo, hijas mías, pues las horas pasan aprisa. ¡Animo! Tenéis medios muy seguros para llegar al puerto adonde ellas llegaron. Aun cuando viviéramos todavía veinte años, como las que se han ido a la otra vida, ¿qué significa eso? Pero no podemos esperar tanto. Porque en primer lugar no les queda mucho a unos viejos como yo. Yo no puedo ya vivir largo tiempo. Pero también los jóvenes pueden morir pronto. Si esto es así, empleemos el tiempo que nos resta; entreguémonos a Dios para cumplir bien nuestras reglas y confiad en su bondad. Si lo hacéis, la Compañía de la Caridad será agradable a los ojos de Dios. El se complacerá en derramar sus bendiciones sobre ella hará que sirva de edificación a todo el mundo, siempre que hagáis todo lo que deben hacer las verdaderas hijas de la Caridad. Hijas mías, tened la confianza de que, si obráis así, la Compañía irá creciendo como la aurora, y vosotras serviréis de ejemplo a las hijas de la Caridad que vengan detrás de vosotras y que, al seguiros, se portarán como verdaderas hijas de la Caridad. De esta forma la Compañía irá siempre aumentando en santidad. Así lo espero de su divina bondad por medio de su divino nacimiento. Se lo pido por el eterno designo que tuvo de formar para sí mismo una Compañía de pobres mujeres en los últimos tiempos y por las gracias que ya ha hecho a esta misma Compañía. Tal es la súplica que le hago a Nuestro Señor.

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