SOBRE LA HUMILDAD
Ejemplo de humildad del señor Olier, de san Francisco de Sales y de nuestro Señor.
Los señores sacerdotes que se reúnen aquí tomaron como tema de su conferencia, el martes pasado, las virtudes que cada uno de ellos había observado en el difunto señor abad Olier, que era de su compañía; entre otras cosas que se dijeron, una de las más interesantes fue que ese gran siervo de Dios tendía ordinariamente a rebajarse en sus palabras y que, entre todas las virtudes, la que procuraba practicar de manera especial era la humildad. Pues bien, mientras ellos hablaban, yo iba considerando los cuadros de esos santos personajes que hay en nuestra sala y decía dentro de mí mismo: «¡Señor, Dios mío! ¡Si pudiéramos penetrar debidamente en las verdades cristianas como ellos lo hicieron, y conformarnos con ese conocimiento, cuánto bien haríamos y cómo seríamos mejores de lo que ahora somos!». Por ejemplo, deteniéndome en el retrato del bienaventurado obispo de Ginebra, pensaba que, si mirásemos las cosas del mundo con los mismos ojos con que él las miraba, si hablásemos de ellas con los mismos sentimientos con que él hablaba, y si nuestros oídos sólo estuvieran abiertos a las verdades eternas, y no más que a las mías, entonces la vanidad no tendría mucho que hacer en nuestros sentimientos y en nuestros espíritus.
Pero sobre todo, padres, si consideramos atentamente ese hermoso cuadro que tenemos ante los ojos, ese admirable original de la humildad, nuestro señor Jesucristo, ¿podríamos acaso dar entrada en nuestras almas a alguna buena opinión de nosotros mismos, viéndonos tan alejados de su prodigioso espíritu de humildad? ¿Seríamos tan temerarios que nos prefiriésemos a los demás, viendo que él fue pospuesto a un asesino?. ¿Tendríamos acaso miedo de que nos reconocieran como miserables, al ver al inocente tratado como Un malhechor, muriendo entre dos criminales como el más culpable?. Pidámosle a Dios, padres, que nos preserve de semejante ceguera. Pidámosle la gracia de tender siempre a nuestro rebajamiento; confesemos delante de él y delante de los hombres que por nosotros mismos no somos más que pecado, ignorancia y malicia; deseemos que así lo crean todos, que así lo digan todos y que todos nos desprecien. En fin, no perdamos ninguna ocasión de rebajarnos por medio de esta santa virtud.
Pero no es bastante desearlo y decidirse a ello, como muchos lo hacen; es menester hacerse violencia para llegar a la práctica de los actos de esta virtud; y esto es lo que no se hace suficientemente.