(15.11.57)
(Reglas comunes, art. 17)
Hijas mías, hemos llegado a vuestra regla 17, de la que trataremos en la charla de hoy. Dice así este artículo 17: «En cuanto puedan, procurarán la uniformidad en todas las cosas, porque con ella se conserva la unión y el buen orden de las comunidades, huyendo a este fin de toda singularidad, como de fuente de divisiones y desórdenes; por esto se acomodarán en todo al común modo de vivir de la casa en donde reside la superiora, conformándose a las máxima y prácticas que en ella se enseñan para su dirección, así espiritual como temporal, sin tomar otras, aunque buena o mejores en apariencia. En orden a las cosas que pertenecen al cuerpo, se abstendrán mucho de estar alojadas de otro modo ni mejor que las demás. Con todo, si alguna cree en conciencia necesitar alguna particularidad por motivo de su indisposición, lo propondrá con sencillez e indiferencia a la misma superiora, la cual de acuerdo con el superior, dispondrá delante de Dios lo que fuere más conveniente».
Este artículo, hermanas mías, recomienda a vuestra comunidad que guarde la uniformidad en todas las cosas. ¿Qué quiere decir uniformidad? Mis queridas hermanas, ser uniformes es obrar todas de una misma manera, ser unánimes en todo lo que hagáis, ser todas parecidas, tener todas una misma forma en cualquier sitio en que os encontréis, en París o por las aldeas; en una palabra, ser todas semejantes.
Esta es la lección que os enseña hoy Nuestro Señor, mediante el Espíritu Santo y la explicación de vuestras reglas: que seáis todas uniformes. No quiere esto decir que para ello sea necesario conformarse con cada una de las hermanas ni empeñarse en seguir las ocurrencias de esta o de aquella. Para ser semejantes, lo que se necesita es conformarse con las prácticas de la casa de la superiora, con las enseñanzas que se dan en ella y con el orden que allí se observa, sin tener que amoldarse con la forma de ser de Francisca, o de Catalina, para vivir con la uniformidad que Dios pide de vosotras. Por consiguiente, no basta con decir: yo me parezco a tal hermana, sino que hay que hacer lo que se practica en vuestra casa principal y hacer lo mismo, ya que es ella la que tiene que dar su espíritu a las demás. Por eso mismo la casa de aquí está obligada a una elevada virtud, ya que tiene que dar a todas las otras hermanas el ejemplo de lo que están obligadas a hacer. Por eso vosotras, hijas mías, las que tenéis la dicha de vivir aquí, estáis obligadas a vivir con una gran perfección. Si hubiera entre vosotras alguna desunión v no todas se dedicasen unánimemente a la práctica de las reglas y de lo que ordenan los superiores, las de fuera que vienen a recibir aquí instrucción, al ver esto, se dejarían arrastrar a los mismos defectos; podían decir, si se les reprendiese: «Eso es lo que se hace en vuestra casa; ¿por qué no lo vamos a hacer nosotras?» Nuestro Señor pide por eso una elevada perfección a las que residen aquí, porque según sean ellas serán también las demás; y como esta casa tiene que distinguirse por su perfección y sus hermanas tienen que esforzarse mucho en caminar de virtud en virtud, por eso tenéis que sentiros muy felices y hasta desear que vengan acá para ver el orden que observáis, para que aprendan el orden que guardáis, y para que aquí se animen las demás a la práctica de las virtudes que vean en vosotras, aprendiendo de una el silencio, de otra la honestidad, la modestia, el recogimiento, y así con todas. Esto es lo que tenéis que hacer cuando volvéis a esta casa, a la que Nuestro Señor le ha concedido tantas gracias que le ha dado su mismo espíritu, para que se le comunique a todos los miembros de la comunidad, y a la que Dios ama con tanto cariño y conserva con tanto afecto. Pues bien, lo mismo que en las iglesias veis cómo se guarda con mucho cuidado el santísimo Sacramento, ya que reside allí el espíritu de Dios, también en todas las órdenes religiosas se ha tenido siempre mucho cuidado en conservar en ellas el primer espíritu que les ha dado Dios; y esto es lo que tiene que hacer esta casa. Es ella la que tiene que guardar y conservar cuidadosamente el espíritu que Nuestro Señor le ha dado desde el principio.
Los cartujos tienen una casa donde se conserva el espíritu primitivo y están siempre en vigor las reglas primitivas; los superiores de las casas de esta orden están obligados a ir allá todos los años para ver si se sigue guardando su antigua austeridad y si se ha introducido alguna práctica nueva, para introducirla también ellos en ese caso en sus casas respectivas. De la misma forma vosotras, hijas mías, tenéis que venir acá de vez en cuando para aprender lo que aquí se hace y si se ha añadido alguna norma nueva para observar en vuestras casas lo que aquí hayáis visto practicar. Basta con saber que se hace así en nuestra casa para que lo hagáis lo mismo en las vuestras, ya que esta casa tiene que ser el espíritu y la vida que anime a las demás; de manera que tanto las que están en la ciudad como las de las aldeas tienen que aprender de esta casa, que es la regla y el modelo de todo lo que hagan las otras; por eso las hermanas de aquí tienen que tener una gran perfección; si fuera posible, deberían ser como ángeles, ya que están obligadas a guiar y a dar ejemplo a las que no pueden tener esta dicha.
Esta uniformidad que os recomienda vuestra regla es de gran importancia para todas las hijas de la Caridad. ¿Por qué, hijas mías? Porque mantiene la caridad; mientras seáis uniformes, se conservará entre vosotras las caridad. Pero cuando haya alguna diferencia en vuestros hábitos, cuando una quiera llevar el tocado a su gusto, otra tener unos zapatos hechos de manera distinta que las demás, y resulte que en las aldeas se pongan a hacer unos ejercicios que les haya enseñado algún padre o confesor, esto dañará a la caridad que tiene que haber entre vosotras, y vuestra hermana, que ama las reglas, al ver que vosotras seguís otras normas, se sentirá molesta y no tendrá con vosotras tanta confianza y afecto con debería; se dará cuenta de que no existe esa semejanza, que engendra el amor: y cuando no exista esa semejanza entre vosotras, será inútil buscar la caridad ni esa amistad que debe reinar entre todas. Porque la uniformidad hace esto: mantiene la unión. En la medida en que conservéis la uniformidad, hijas mías, en esa misma medida habrá caridad entre vosotras. Pero apenas haya algunas que digan: «¡Cómo! ¡Ir siempre todas lo mismo! Habrá que tomar un velo, pues eso es más modesto», no las escuchéis, sino huid de ellas como de personas que quieren echaros a perder. Y cuando veáis a algunas que digan: «Convendría tomar algunas señoritas de buena posición, que aportasen su dote y ayudase a arreglar la casa», estad seguras de que son un demonio, que desea cambiar el orden que Dios ha seguido para fundaros. ¡Pobres criaturas, que no se dan cuenta de que Dios quiere conservar las cosas tal como las ha hecho! Y como las primeras que fueron llamadas a esta Compañía eran unas pobres muchachas aldeanas, hemos de creer que los designios de Dios son que siga estando compuesta de mujeres pobres y sencillas; y esto no se encuentra de ordinario entre las personas distinguidas; de modo que hay que guardarse mucho de caer en esto. Si Nuestro Señor ha traído a vosotras a alguna mujer de condición, hemos de esperar de su bondad que le concederá la gracia de tener las cualidades requeridas y que se portarán bien, como vemos que lo hacen las que han venido. Pero eso de desear y de buscar las ocasiones por un camino distinto de éste, eso sí que no hay que hacerlo; mirad, hijas mías, tenéis que tener miedo de todo lo que tienda a haceros cambiar vuestras primeras costumbres; y si hubiera algunas que quisieran llevar la cabeza cubierta, no habría que hacerlo tampoco.
Las hermanas que se han ido a Arras se han encontrado con que en aquel país se acostumbra llevar una especie de manto para cubrirse. Me han escrito para saber si deberían acomodarse a las costumbres de aquel lugar, ya que resultaban tan extrañas que todos las miraban como a personas venidas de otro mundo y las señalaban con el dedo. Se les ha contestado (1), que tienen que dejar de pensar en eso, ya que sería un motivo de división entre ellas y las de aquí y que, cuando se hayan acostumbrado a verlas, dejarán de hablar y de pensar en la forma de sus hábitos.
Ellas han hecho bien en indicarnos su dificultad de la forma en que lo han hecho, pues han demostrado que estaban dispuestas a seguir el consejo que se les diese. Y eso es lo que hay que hacer, sin cambiar nunca nada en vuestros hábitos en ningún sitio adonde vayáis. Vemos cómo vienen por aquí personas extrañas que visten según el estilo de su país; pues bien, ellas no se preocupan de ponerse otros vestidos, aunque la gente les mire y se extrañe de verlas.
Fijaos, por ejemplo, en los capuchinos. Antes de que la gente se acostumbrara a verlos, parecían tan extraños que no se sabía con quién compararlos. Pero ¿han cambiado por eso su manera de vestir? Ni mucho menos. Vimos a los polacos cuando vinieron en busca de su reina, vestidos a su moda, y a nadie les parecía mal que vistieran de forma distinta que los franceses.
Así pues, mis queridas hermanas, no os extrañéis de que se os recomiende tanto la uniformidad en vuestros hábitos y que no cambiéis nunca nada en ellos con el pretexto de acomodaros a las costumbres de los lugares adonde se os envíe. Si hubiera alguna hermana entre vosotras que quisiera convenceros de lo contrario, con cualquier pretexto que alegue, sabed que es una tentación la que le impulsa a ello a fin de echar a perder a la Compañía, que no puede subsistir más que por medio de la unión y de la caridad. Pues bien, lo que mantendrá el orden entre vosotras será la semejanza; porque se siente afecto por las cosas que tienen alguna relación con nosotros; y la semejanza engendra la amistad, mientras que la singularidad causa la división. Pues bien, empeñarse en tener algo que no tengan las otras es hacerse distinta, hacer algo más que las otras. Y todo eso va en contra de vuestra regla.
Hay alguna que piden permiso para comulgar con más frecuencia que las otras; no debe ser así, ya que la uniformidad pide que seamos semejantes en todo; y eso es lo que alimenta la humildad, el no hacer nada que no hagan las demás. Por el contrario, el orgullo nace precisamente de la singularidad. Por consiguiente, habéis de tomar desde hoy la resolución de entregaros a Dios para no comulgar más veces de lo que las reglas lo permiten. Si no lo hacéis así, daréis lugar a la envidia, y las otras dirán: «¿Por qué comulga esa hermana, y nosotras no? ¿Qué gracia de Dios ha recibido ella para tener ese privilegio?». Por eso soy de la opinión que no lo hagáis y que, cuando tengáis ganas de comulgar fuera de los días permitidos por la regla, ofrezcáis a Dios ese deseo. Y así tendréis el mérito de la comunión y el de la obediencia a las reglas. Porque, mirad, la perfección no consiste en la multiplicidad de cosas que se hacen, sino en hacerlas bien, con el espíritu con que Nuestro Señor hacía todas sus obras. En eso consiste la verdadera y sólida santidad: en hacer bien lo que se hace, en conformidad con la vocación de cada uno. Por eso la santidad de un sacerdote consiste en rezar bien su oficio, en hacer bien sus lecturas y en cumplir con las obligaciones de su cargo.
La santidad de una hija de la Caridad consiste en observar sus reglas; pero insisto en que ha de observarlas bien, con espíritu, sirviendo debidamente a los pobres, con amor, con dulzura y compasión, cumpliendo fielmente lo que ordena el médico, haciendo sus ejercicios, tanto corporales como espirituales, como el deseo de adquirir las virtudes que componen el espíritu que Dios ha dado a vuestra Compañía, que son tres, como diremos a continuación. Si una persona observa todos los puntos de sus reglas, no dudéis de que llegará a una elevada santidad. Por eso el papa Clemente VIII solía decir: «Traedme un religioso de cualquier orden que queráis y que haya guardado bien sus reglas, y lo canonizaré». No pedía más milagros como prueba de su santidad para canonizarlo. Del mismo modo, hijas mías, las hijas de la Caridad que cumplan bien lo que contienen sus reglas serán santas, y para canonizarlas no necesitan nada más. Así pues, entregaos a Dios para cumplir bien vuestras reglas, y nada más, evitando toda singularidad, tal como ellas mismas lo recomiendan.
La singularidad consiste simplemente en apropiarse de alguna cosa o en querer hacer algo que los demás no hacen. Esa personas se imaginan que son mejores que las demás y creen que pueden tomarse más libertades; desean que las consideren más que a las otras. Todo eso va en contra del espíritu de humildad, que no permite nunca ninguna singularidad, sino que nos mantiene siempre en línea con los otros; está bien ser mejor y más virtuoso que las demás, pero sin querer ser tenida como tal al contrario, juzgarse la peor de todas, creyendo que no hacéis nada que valga la pena, y sobre todo acomodándoos a la comunidad. Vosotras, las hermanas de aquí, tenéis sobre todo una gran obligación de seguir esta práctica, esto es, hacer todo lo que os ordenen los superiores, aprovecharos del ejemplo que os dan las otras y someteros a todas, especialmente a las oficialas. Y todas en general tienen que conformarse, tanto en su actitud espiritual como corporal, con las máximas que se siguen en esta casa. Por ejemplo, aquí se tiene como máxima humillarse en todo lo posible, amar la humillación, contentarse con el desprecio, creerse los más miserables del mundo. Esto es lo que aquí se practica; pues bien, hay que conformarse a ello, tanto las de las parroquias como las de las aldeas; y por eso volvéis de vez en cuando a esta casa, para renovar en ella vuestro espíritu. Pues, al relajarse con la distancia, es necesario volver a renovarse. Y si el fuego de la devoción se apaga en otros lugares, hay que encenderlo aquí de nuevo.
Otra máxima, que es también la segunda virtud que compone vuestro espíritu, es la sencillez y el candor con los superiores, que obliga a no andarse con miramientos delante de ellos, ni usar palabras de doble sentido, ni mentiras, en fin, que nunca se digan las cosas más que como se piensan. Pues eso es contrario a la sencillez, lo mismo que el fuego es contrario al agua; no hay más diferencia entre esos dos elementos que entre el engaño y la sencillez.
La caridad nos hace ir hacia Dios; es ella la que nos lo hace amar con toda la amplitud de nuestro afecto, la que nos hace desear que él sea amado y servido por todo el mundo, que se conozca y se ame a esa eterna verdad, a esa inmensidad, a esa pureza, a esa bondad, a esa sabiduría, a esa providencia divina, a esa eternidad en la que comunica su gloria a los bienaventurados, y la que nos hace ofrecer continuamente súplicas a Dios por todo el mundo. Esos son, mis queridas hermanas, los efectos de la caridad para con Dios; y las hermanas que viven así, viven según el espíritu de Dios y no según el espíritu de la carne. Sí, portarse de esta forma, mis queridas hijas, es vivir en el espíritu que Dios ha dado a vuestra Compañía; pero vivir según la carne es procurar buscar nuestra satisfacción y dejar de preocuparse de Dios v del prójimo.
Esta son las máximas que aquí se practican, a saber: la humildad, que hace que una quiera ser considerada como la menor; la sencillez, que hace que nunca se diga nada contrario a la verdad, y ése es nuestro espíritu; pero sobre todo la caridad con Dios y con el prójimo. Por consiguiente, habéis de seguir estas máximas, sin tomar otras, aunque sean buenas y mejores en apariencia.
¡Estaría bonito ver a las hijas de la Caridad tomar las máximas de las carmelitas, que tienen un espíritu tan austero! El vuestro es un espíritu de caridad, que os obliga a consumiros en el servicio del prójimo. ¡Estaría bonito ver a un obispo entrar en la Cartuja para hacerse cartujo! No haría lo que Dios pide de él, sino lo que les pide a los otros. Sus prácticas son buenas para ellos, pero no para nosotros.
El bienaventurado obispo de Ginebra me decía en cierta ocasión: «Padre, les digo a nuestras hermanas que aprecien a todas las demás congregaciones por encima de la suya, que crean que las carmelitas son más perfectas que ellas; pero quiero que, aunque juzguen a las demás por encima de ellas, amen sus reglas más que todas las demás». Me decía también: «Incluso quiero que piensen que su regla es mejor y más perfecta para ellas. Quiero que estimen a las hijas de santo Domingo, y hasta a todas las religiosas del mundo, como más perfecta que ellas, y que su género de vida es más perfecto que el de ellas; pero sin embargo quiero que ellas amen más lo suyo propio». Y ponía esta comparación: «Mire, padre, un niño encuentra a su madre más agradable que las demás y su leche más sabrosa que la de las demás, aunque su madre sea coja, contrahecha y muy fea; sin embargo, por ser su madre, él la quiere más que si fuera una reina. Del mismo modo, nuestras hermanas quieren a su madre, que es su congregación, más que a todas las demás».
Lo que quería decir era esto: lo mismo que los hijos sienten más afecto por su madre que por la señora más distinguida del mundo, así las hijas de Santa María tienen que amar más a su congregación, que es su madre, que a todas las demás, aunque parezcan más distinguidas.
Lo mismo os digo a vosotras, queridas hijas: estimad las reglas y prácticas de todas las demás mejores y más perfectas que las vuestras para ellas, pero no para vosotras. Ateneos a las vuestras y de ahí se seguirá la uniformidad. Y si os proponen alguna cosa que vaya en contra de vuestras reglas, bien sea el confesor, o bien otra persona, pensad que puede ser bueno para quienes puedan hacerlo, pero que vosotros tenéis vuestras propias reglas que nos os permiten hacer otros ejercicios, aunque sean buenos. ¡Estaría bonito ver a una hija de la Visitación que se empeñara en seguir las máximas de las hijas de Santo Tomás!: no haría lo que Dios pide de ella. ¡Estaría bonito ver, como os he dicho, a un obispo viviendo como cartujo y empeñarse en vivir solitario como ellos! ¡Estaría bonito ver a una hija de la Caridad empeñarse en parecerse a una religiosa y hacer unos ejercicios incompatibles con las obligaciones de su vocación! Así pues, seguid las máximas que os han enseñado vuestros superiores y, cuando alguien os hable de cambiar en algo, decid que os quieren dividir y gritad interiormente contra el ladrón, pues es vuestro espíritu el que os quieren arrebatar; gritad contra el asesino y decid: «Esas personas quieren quitarme la vida queriendo convencerme de que acepte unas máximas contrarias al espíritu que Dios ha dado a nuestra Compañía».
Podemos alabar a Dios hasta el presente; pero hemos de temer las amenazas que un día hizo el diablo a san Francisco, cuando se alegraba por el buen orden que reinaba entre los religiosos; le amenazó con introducir en su orden algunas personas de buena posición, por medio de las cuales lo echaría todo a perder. Y así sucedió, pues hubo que reformarla dos o tres veces.
Por eso hemos de temer que, con el pretexto de tener fondos para arreglar la casa, se llegaran a recibir personas distinguidas y de esta forma se produjera algún cambio en la Compañía. No creáis que digo todo esto sin motivo, pues ya se ha dicho lo que ahora decimos: «¡Ay! ¡Necesitaríamos algunas señoritas que trajeran su dote, para poder arreglar la casa!». ¡Salvador de mi alma! ¡Dios os guarde de utilizar ese medio para mantener la Compañía! Hijas mías, ¿quién es el que ha cuidado de vosotras hasta ahora? ¿No ha sido la Providencia? Estad seguras de que Dios no os abandonará mientras seáis buenas sirvientes de Nuestro Señor y de los pobres. ¿Os ha faltado algo hasta ahora? ¿No os ha alimentado y sustentado Dios, lo mismo que una madre a su hijo pequeño? Confiad, pues, en su bondad y no escuchéis jamás a los que os hablen de ese modo. Decidle que vuestras reglas no permiten esas cosas. Si Dios llama a alguna de esa clase, ¡muy bien! Pero no hay que admitirla por esa consideración ni creer que se necesitan esos medios para que pueda subsistir la Compañía. No, todos esos medios son de la carne y de la sangre, pero contrarios a la confianza que debéis tener en Dios. Sí, mis queridas hermanas, todo lo que tienda a haceros cambiar vuestras máximas proviene de la carne y del diablo. Por eso, no cambiéis jamás.
¡Pero si se hace esto en tal lugar! ¡Si se hace lo mismo en otras partes! ¡Una hermana me lo ha dicho! – hemos de creer que esas máximas son buenas para ellas, pero no para vosotras. Ateneos a las vuestras, como os he dicho; considerad las prácticas de los demás como muy buenas para su progreso espiritual, pero no os dejéis convencer para cambiar en nada las vuestras, tanto en lo espiritual como en lo corporal, ni tener más que las otras; pues la uniformidad así lo requiere, sobre todo entre las hijas de la Caridad.
Cuando les dio las reglas a las hijas de Santa María, el bienaventurado obispo de Ginebra quiso que no tuvieran en sus habitaciones más que una estampa y un libro. Eso es todo lo que se les permitió tener, porque aquel bienaventurado padre tan experimentado sabía, por la experiencia de los demás, que la vanidad se mete hasta en las cosas de devoción. Sí, tener una estampa bonita o un libro elegante es un verdadero placer, y ese placer engendra la vana complacencia. Por eso los santos han condenado siempre la superfluidad en esas cosas. Entre otros, san Bernardo condenaba a los que, en su tiempo, ponían todo su interés en adornar las iglesias y llenarlas de platería. No, mis queridas hermanas, aquel gran santo no aprobaba aquello; por el contrario, decía: «Mientras esos templos vivos, que son los pobres, van por la calle padeciendo hambre y frío, vosotros gastáis vuestros bienes en gastos superfluos». Id primero a los pobres y socorredles; luego, si podéis hacer lo demás, hacedlo en hora buena.
Los que actualmente adornan las iglesias de ese modo no obran mal, sin embargo, dado que, como tienen muchos bienes, pueden hacer lo uno y lo otro. Pero vosotras tenéis que amar la pobreza, que hace que no se deseen cosas bonitas. Pues apenas una tenga algo bonito, que tenga todo una cómoda llena de estampas, la hermana que lo ve sentirá ganas de tener lo mismo y dirá: ¡Qué hermosa capilla se ha preparado mi hermana! Tiene esto y esto; ¡qué devoción me da! Será preciso que me compre tal cosa». ¿Y de dónde sacar el dinero para ello? Habrá que robárselo a los pobres, ya que vosotras no tenéis nada. Y si emplea en ello lo que le dan para los gastos, tampoco está permitido. No tenéis dinero de otra parte; de modo que se lo quitaréis a los pobres y a las hermanas, puesto que debéis entregar a la casa lo que sobre de vuestros gastos. Tengo que deciros a este propósito que me llena muchas veces de admiración la conducta de la divina Providencia, que os ha dado la idea de contribuir al mantenimiento de la Compañía. Seguid así, hijas mías; de esta forma ayudaréis a sustentar a las hermanas que se forman en esta casa para el servicio de los pobres.
Cuando veo a un sacerdote que se lleva a su madre para atenderla en su casa, le digo: «Señor, ¡qué felicidad la suya de poder devolver en cierto modo a su madre lo que ella le dio, con el cuidado que de ella tienen!». Lo mismo os digo a vosotras en relación con la casa: es vuestra madre, que os ha educado y se ha consumido en formaros; porque no os habéis hecho a vosotras mismas; ha sido necesario instruiros y daros el espíritu de la Compañía. Pues bien, al hacerlo así, esta casa es como una madre que amamanta a sus hijos; agota su propia substancia para alimentarles. Y al hacer lo que hacéis, ayudáis a la misma madre que os ha alimentado. ¡Qué felicidad, hijas mías! Creo que es una gran bendición de Dios y que seguirá derramando sobre vosotras sus gracias, mientras mantengáis esta santa costumbre.
Este artículo sigue diciendo que las hermanas se guardarán mucho de tomar otros alimentos distintos o mejores que las demás. Hay que ser iguales en todo lo que se refiere a la comida, iguales en el pan, en la cantidad de la carne, iguales en todo. En lo que se refiere al vino, hasta ahora no lo habéis bebido y me parece que hay que conservar esta costumbre, a no ser en caso de enfermedad o que hubiera alguna demasiado anciana, pues entonces los superiores pueden dispensarla de esta regla, según lo vean necesario. Fuera de ese caso, no hay que beber vino; creedme, hijas mías, es de mucho provecho prescindir por completo del vino.
Los turcos no beben nunca, a pesar de estar en un país cálido, y son mucho más sanos que donde se bebe; esto demuestra que el vino no es tan necesario para la vida como se cree. Si no se bebiera tanto, no veríamos tantos desórdenes. ¿No os parece una pena que los turcos y todos los habitantes de Turquía, que mide diez millas, esto es, 150 de nuestras leguas, vivan sin eso y que los cristianos lo beban con tanto exceso?. De ahí que ellos sean tan medidos en sus costumbres que no pueden tolerar que nadie hable en voz alta entre ellos. Hace unos días vimos a un hombre que viene de pescar ballenas por aquellas tierras; cuando le pregunté cómo vivían, me dijo que nunca había visto vino en tan gran país y que aquellas personas no tienen enfermedades, que sus cuerpos son fornidos y que suelen alimentarse de bacalao templado con leche.
Así pues, mis queridas hermanas, recordad lo que dice la regla: que, si alguna cree necesitar algo especial debido a su indisposición, podrá indicarlo con sencillez. ¡Qué razonables son vuestras reglas y cuántas veces se ha pensado en ellas antes de dároslas! Eso es lo que hay que hacer, mis queridas hermanas, cuando alguna crea en conciencia que tiene necesidad de algo; hay que decir: «Dios mío, creo que tengo necesidad de eso; lo pediré; y si es tu voluntad que me lo concedan, muy bien; si no, que se haga tu voluntad».
Acordaos sobre todo de conformaros con todo lo que aquí se hace y de venir a aprenderlo, para que todas obréis del mismo modo. Mis queridas hermanas, ¡qué hermoso es ver que guardáis la uniformidad en todas las cosas!
Me diréis: «Padre, en la casa hay algunas nuevas que acaban de llegar; ¿hemos de seguir su ejemplo?» No; cuando digo que vengáis por casa, no pretendo que os conforméis con las nuevas, sino con las antiguas, sobre todo con las que observan bien las reglas y con las oficiales. Hacedlo así y conservaréis la caridad y la uniformidad. Si sois fieles a lo que os acabo de decir, contribuiréis a que se conserve el buen orden en la comunidad v a todo lo bien que aquí se haga. ¡Qué felicidad, hijas mías, tener unas reglas que no tienen más objeto que vuestra perfección! ¡Qué felicidad saber que Dios os ha inspirado una vida tan conforme con la de su Hijo! Realmente, mis queridas hijas, seréis muy dichosas sí, como siervas de la Caridad, os portáis de la manera que este hermoso nombre os obliga a portaros. Se os llama siervas; y las que se sirven efectivamente de este hermoso nombre para humillarse y servir a los pobres y a sus hermanas son bienaventuradas. Pero, apenas empecéis a sentiros suficientes, apenas queráis que las demás se acomoden a vosotras y empecéis a ser altaneras, ¡adiós el espíritu de humildad! Ya no quedará más que la apariencia, puesto que os habréis trasformado del estado de siervas en el de independientes. Pues bien, para evitar esta desgracia, es menester que las que hayan sido llamadas al oficio de sirvientes sean siempre las primeras en humillarse y en dar a las demás el ejemplo de lo que están obligadas a hacer. Si una hermana que tiene que tener cuidado de la Compañía permite que otra cometa faltas contra las reglas y no da aviso de ello a la superiora, ¡qué mala sirviente! Ella es la causa, con su silencio, del mal que haga su hermana; pues primero tiene que corregirla caritativamente; y si, después de haber hecho todo lo que creía que tenía que hacer, su hermana continúa sin corregirse, está obligada a advertírselo a la superiora, para que ella ponga el remedio necesario. Si no lo hace, es ella la que falta y pudiera ser que con el tiempo se hiciera cómplice de su hermana y consintiera en el mal que ella hace. Hijas mías, ¡cuántas gracias debéis darle a Dios por vivir en una Compañía que tiene como máxima la uniformidad!
¡Oh uniformidad! ¡Tú existes perfectamente en la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son más el uno que el otro! También entre los apóstoles reinaba la uniformidad.
¡Dichosas vosotras, queridas hijas, por tener una regla que es de Dios y que os obliga a imitar la santa igualdad y uniformidad que existe entre las tres personas divinas! Manteneos en vuestras reglas, sin cambiarlas jamás. Y estad seguras, mis queridas hijas, que si lo observáis siempre así, Dios realizará grandes cosas en la Compañía. ¿Qué es lo que llevará a cabo? Hará que florezca en virtudes y que se vea siempre una misma manera de vivir y uniformidad entre vosotras. Así se lo suplico a Nuestro Señor. Le ruego que os llene a todas del deseo de observar esta regla, a fin de que reine entre vosotras la uniformidad para honrar la que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; así seréis también semejantes a los apóstoles y observaréis las mismas reglas que le dio Nuestro Señor. ¡Quiera la divina bondad llenaros a todas de este espíritu de uniformidad y que progreséis en él de día en día, de modo que todas prefiráis morir antes que separaros de ella! Es la gracia que le pido por el amor que él tiene a la santa virtud de la uniformidad.







