Vicente de Paúl, Conferencia 084: No invitar a comer a ningún externo sin permiso

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(08.09.57)

(Reglas comunes, art. ll)

Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es sobre vuestra regla once. Dice así: «Mientras permanecieren en la casa de la superiora, se guardarán bien de dar de comer en ella a personas externas sin su permiso; las hermanas de las parroquias o de otras casas distantes, obrarán del mismo modo con su hermana sirviente, la cual no lo permitirá sin grave necesidad y sin licencia particular o general de la misma superiora, v aun esto, tan sólo con las personas de su sexo, aunque en ello no hubiese otro mal que el de disponer de unos bienes que no le pertenecen, y cuyo uso está limitado a la necesidad de sus personas y de los pobres».

Esta es vuestra regla, mis queridas hermanas, que consiste en no invitar a comer a nadie sin permiso. Hablaremos de ello en tres puntos, según la costumbre: en el primero, explicaremos la regla; en el segundo, veremos las razones que tenemos para observarla; y en el tercero, lo que hay que hacer para ello.

Pues bien, esta regla parece de poca importancia a primera vista, sin embargo su observancia hará que la Compañía proceda ordenadamente, mientras que su falta de observancia introducirá grandes desórdenes, si no sois fieles a ella. Dice, pues, que las hermanas no deben invitar a comer a nadie de fuera de la casa sin permiso. Y en lo referente a las que viven fuera de la casa de la superiora, ya que están con los galeotes, en las parroquias, en los hospitales y en los demás sitios donde os ha puesto la divina Providencia, no hay que invitar a comer nunca a nade sin permiso de la hermana sirviente; y las hermanas que han sido nombradas sirvientes no tienen que dar este permiso a ninguna, a no ser que las haya autorizado a ello la señorita Le Gras, que es la superiora. Y lo de invitar a comer en vuestras casas, se entiende de personas de vuestro sexo, y entre ellas es preciso que se trate de personas de vuestra Compañía, pues nunca hay que dar de comer a personas extrañas. Y además cuando se les invite a comer, tiene que ser por necesidad, y no por cumplimiento ni con el pretexto de cordialidad. Por ejemplo, una hermana va a la ciudad y se siente molesta; entonces es lógico que hay que darle alguna cosa. Pero mirad, acordaos bien, es preciso que se trate de un caso de verdadera necesidad para invitar a comer a una hermana de la Caridad; en ese caso, la hermana sirviente, con el debido permiso, podrá darle de comer; pero no fuera de ese caso. Sucede algunas veces que de una parroquia hay necesidad de acudir a otra para tomar algo de alimento; pero eso tiene que hacerse lo menos posible, a no ser que se trate de hermanas de una casa que vayan por diversos sitios de la ciudad y que pueden encontrarse en alguna necesidad; pero con las personas del mundo no hay que tomarse nunca esa libertad. – Pero se trata de que viene a verme mi madre; se trata de mi hermano o de mi hermana.  – Bien; pero si lo hacéis, obráis mal.  – Pero padre, ¿qué mal hay en esto? ¿No es bueno obsequiar a nuestra madre y hacer algún servicio a nuestros padres, si podemos?

Hijas mías, para responder a esta cuestión, hay que tener en cuenta una cosa: no habría ningún mal en ello, si no fuera por el voto de pobreza que habéis hecho, y que hace que los bienes que poseéis no sean vuestros ni podáis usar de ellos más que para vuestras necesidades personales.

Pero, me diréis, se trata de mi hermana. – No importa; no tenéis permiso para ello. – Pero ¿qué mal puede haber en eso?  – No habría ningún mal si no fuerais hijas de la Caridad y si fuera vuestro lo que tenéis. Pero apenas una hermana ha hecho el voto de pobreza, no le está permitido disponer ni siquiera de un ochavo, ni de los bienes de los pobres, ni de los que tiene para su uso, a no ser con permiso; y si lo hace, falta contra su voto y peca por consiguiente. Si no ha hecho todavía los votos, también tiene que guardar esta regla, ya que se la ha recibido en la Compañía con la condición de que las guarde, de modo que todas están obligadas a ello, tanto las que han hecho los votos como las que no.

Dirá alguna: «Padre, eso me parece muy duro. Es preciso que tengamos un poco de urbanidad y de caridad. Si viene a verme mi madre y no le ofrezco un poco de sopa, pensará que no tengo caridad si hago lo que me acaba usted de decir».  – Como eso sería un robo a los pobres o a la comunidad, no puede usted darle de comer. No le está permitido dar algo de lo que pertenece a los pobres, pues sería en contra de la justicia quitarle a una persona lo que le pertenece para dárselo a otra. No faltan posadas en París donde pueden ir a comer. Tenéis que saber que vosotras no sois dueñas del dinero que manejáis y que no podéis disponer de él y, si quitáis un céntimo a los pobres, pecáis.

Pero si es mi padre, es mi hermano.  – No hay excepción alguna; no se puede, y basta. – ¿Ofenderemos a Dios si lo hacemos? – Sí, lo ofenderéis. – Padre, esto parece muy duro a la naturaleza.  – Sí que lo parece al principio, pero con la práctica todas las cosas van resultando más fáciles.

Además, todas las comunidades tienen la costumbre de no invitar a nadie a comer, a excepción de algunas, que no son muy observantes. ¿Sabéis acaso de los carmelitas, de los capuchinos o de otros si dan de comer a las personas que van a verlos? Ni mucho menos. ¿Por qué? Porque los bienes de sus casas pertenecen a la comunidad y no pueden sacar de allí nada sin perjudicar a toda la comunidad.

Pero además en vosotras sería todavía peor, pues no solamente perjudicáis a la comunidad cuando dais alguna cosa, sino que se la quitáis a los pobres. Quizás diga alguna: «Padre, ¿tan mal está quebrantar esta regla?». Sí, hijas mías; Dios la ha inspirado; y faltar a una regla es siempre una ofensa contra Dios, ya que es hacer una cosa en contra de la prohibición que se ha impuesto. En segundo lugar, cometéis una desobediencia, faltando al espíritu de la regla y a la práctica de la comunidad.

La segunda razón que señalo es que lo que una haga, pronto se pondrán a hacerlo las demás. El ejemplo de una sola casa bastará para que las otras hagan como ella. Si se pone a hacerlo así Saint-Germain, la de Saint-André (2) la imitará enseguida; y lo mismo las demás.

Pero pasemos a los remedios que hay que utilizar contra los desórdenes que podrían suceder si se faltase a esta regla. Estad seguras de que, si una la quebranta, sucederá todo lo que os he dicho. Todo: si empezáis dándole sencillamente un poco de pan a una hermana, otra dirá que convendrá darle un poco de fruta; otra, para dejarla más contenta, dirá: «No está lejos la repostería; vamos a comprarle unas pastas». Si se trata de un pariente, se dirá: «Señor, nosotras tenemos esto para comer; pero usted en su casa tomará un poco de vino; vamos a comprárselo». Luego, habrá que hacerle compañía, de forma que apenas empiecen a tomarse esta libertad en algún sitio, poco a poco se la irán tomando los demás; y la razón es que a todos nos gusta tratar bien a nuestro cuerpo. Y así veréis cómo todo esto degenera en costumbre. Si una hermana va a ver a su compañera y ésta no la invita a tomar alguna cosa, se ofenderá sabiendo que no trata a las demás del mismo modo.

Y entonces pasará lo siguiente: se comenzará por poco y ese poco se irá haciendo cada vez mayor. La alegría que se sentirá al sentirse juntas hará que se diga: «Como ha venido a vernos esta hermana, convendrá tomar algo extraordinario; vamos a ir a la repostería y alegrémonos un poco». Y cuando se ha llegado a eso, empezará a pensarse en el vino. Con eso se calentará la sangre. Se empezará a hablar de unas y de otras; se olvidará a los pobres y sólo se ocuparán de pasar el rato. De forma que en poco tiempo la casa de las hijas de la Caridad se parecerá a una posada y se convertirá en una fonda que tiene siempre la mesa puesta. Mirad, estad seguras de que, si no os mantenéis firmes a esta regla, llegaréis a ver todo esto. Y no os digo que será dentro de diez años; bastará solamente con seis; más aún, si empieza a abrirse la puerta a estos abusos y se empieza a dar este mal ejemplo a las demás casas, dentro de un solo año lo veréis vosotras mismas. Ved, hijas mías, el escándalo que se dará al prójimo con todo este mal que puede hacerse, si se empieza a faltar a esta regla. Esas damas, que se sienten tan edificadas cuando oyen hablar de vuestra forma de vivir, cambiarán de manera de pensar y se dirán: «Las hijas de la Caridad, a las que veíamos vivir con tanta frugalidad, han cambiado de aspecto; siempre tienen en casa la mesa puesta».

Además, mientras hagáis eso, el espíritu maligno os incitará a hablar de una y de otra y con frecuencia os dejaréis arrastrar a la murmuración y a la crítica. En el fondo, el tiempo de las hijas de la Caridad tampoco es suyo: se lo deben a los pobres y a la práctica de sus reglas. Y entonces caéis en una nueva desgracia, la pérdida de tiempo. Ya sabéis todas, y lo habéis oído decir, lo que se afirma en la sagrada Escritura: «Llevad a cabo vuestra salvación mientras tenéis tiempo» (3). Por eso las personas espirituales se acusan de haber perdido el tiempo, cuando han caído en esos defectos, y dicen: «Me acuso de haber perdido un cuarto de hora más de lo necesario, por haberme quedado acompañando a una persona de la que me podía haber separado antes»

Y añadid a ese tiempo perdido los perjuicios que se siguen para los pobres. Si se trata de una maestra de escuela, las niñas volverán demasiado tarde a casa; si es la que tiene que llevar la comida a los enfermos, éstos se quedarán sin servir o no se hará a su debido tiempo. Por eso, si perdéis el tiempo, por muy poco que sea, los pobres lo sentirán; y si sabéis de alguna mala costumbre que algunas hayan podido coger, si os dejáis llevar de su ejemplo sin hacer caso a los consejos que os doy, y la superiora lo tolera, podéis estar seguras, hijas mías, de que al poco tiempo habréis llegado a esa situación, y ella tendrá que dar cuentas de esto a Dios, así como también el padre Portail, si no ponen el orden debido.

Ya sabéis lo que ocurría al principio en una congregación de sacerdotes que es muy famosa: recibían a la mesa a todos los que iban a visitarlos e iban muchos estudiantes, que bebían y comían. Y como acudían a diversas horas, al ver aquella casa podríais haber dicho que aquello era una fonda. Esto produjo tan graves desórdenes que los superiores decidieron que no se diera ya a nadie de comer; así lo observan ahora con toda exactitud, pues nadie come en su casa, a no ser algún doctor de su compañía, y en las horas fijadas.

Ya veis, mis queridas hermanas, por este ejemplo adónde puede irse a parar y cómo es necesario entregarse a Dios para observar bien esta regla, ya que, si no lo hacéis, desobedecéis a los superiores y a vuestras reglas, les robáis a los pobres, o mejor dicho a Dios, todo lo que dais, perdéis el tiempo y finalmente causaréis a la Compañía tan graves perjuicios que podrían acabar con ella.

Pero, padre, yo soy del campo, y viene a verme mi hermano; él no sabe nada de nuestras obligaciones y me ruega que le dé de comer; es de noche; ¿qué he de decirle? Si le despido, le parecerá mal que no le dé alojamiento y me tendrá por una ingrata. Me cuesta mucho obrar así.  – Hija mía, pórtate como debes, preséntale tus excusas; mirad, si le recibís una vez, pronto vendrá vuestro primo y os pedirá lo mismo. Más aún, como un pecado trae otros, después de haberle recibido, le diréis: «No tenemos cama, pero aquí hay un catre donde dormir; o bien dormiré yo con mi hermana y te dejaremos mi cama».

¿Verdad, hijas mías, que ha ocurrido esto algunas veces? Os pongo por testigos de ello delante de Dios. Si ha ocurrido así, como temo que sea verdad, habéis quedado expuestas seguramente a la tentación contra la pureza. ¡Cómo! ¿Dejará una hermana a un hombre dormir en su propia habitación y hasta en su misma cama? Esto debería asustaros. Luego es natural que los vecinos se escandalicen y que os veáis expuestas a calumnias; porque dirán: «Si esas hermanas fueran tan prudentes como dicen, ¿dejarían que un hombre durmiera en su casa, aunque se trate de un hermano? Eso no está bien». Esto es lo que podrán decir.

Quiero creer que no se haya producido nunca este desorden; pero llegará más pronto o más tarde, si no tenéis cuidado. Y si recibís a ese hermano, no lo trataréis lo mismo que os tratáis vosotras; tendréis que darle vino; luego el dirá: «Hermana, bebe tú también un poco conmigo». Y si ella se excusa de que no le está permitido, él dirá: «Pues yo tampoco beberé, si tú no bebes». Y finalmente ella se dejará convencer. Esto ocurrirá, hijas mías, no lo dudéis; es cosa hecha, como hay motivos para tener; aunque no quiero creer que haya ocurrido.

Por todas estas razones, hijas mías, entregaos a Dios y desde este momento elevad vuestros corazones al cielo para pedirle a su bondad que acepte el propósito que le hacéis de observar bien esta regla; porque, desde el mismo momento en que deje de observarse, no se podrá conservar a la Compañía en la pureza; y es de esta casa de donde han de sacar ejemplo las demás de todo lo que se hace. Y si no se observa algo, ¿cómo queréis que las hermanas enviadas a otras nuevas fundaciones sepan lo que están obligadas a hacer, si no lo han visto practicar aquí?

Por ejemplo, ahora el señor canciller pide algunas para ir a 150 leguas de aquí; lo mismo que las que vayan a Cahors, a Arlés y a Angers, ¿no es menester que estén bien instruidas e informadas de todas las reglas y buenas costumbres de la casa de la superiora para introducirlas en aquellos sitios? Mirad si es importante que os entreguéis a Dios para ser fieles en esto en cualquier sitio donde estéis. Pues bien, aun cuando no haya sucedido todo lo que hemos dicho, es menester prever los accidentes que pueden ocurrir, para poner remedio oportuno; y no hay nada que puede ser más peligroso para la pureza, que os es tan necesaria.

Os voy a decir una cosa que seguramente os llenará de alegría. Es una carta que nos ha escrito uno de los nuestros desde el sitio de Varsovia, en la que me dice: «La reina mandó que buscaran a las hermanas de la Caridad y a mí para atender a los pobres soldados heridos». ¡Hijas mías, qué consuelo he recibido con estas noticias! ¡Que unas hermanas tengan el coraje de ir hasta las filas del combate! ¡Unas hijas de la Caridad de París, frente a San Lázaro, ir a visitar a los pobres heridos, no solamente en Francia, sino hasta la misma Polonia! Hermanas mías, ¿hay algo que pueda compararse con esto? ¿Habéis oído decir alguna vez, de cualquier parte del mundo, que unas mujeres hayan llegado hasta el combate con esta finalidad? Yo jamás lo he visto y no sé de ninguna otra compañía que haya llevado a cabo las obras que Dios hace por medio de la vuestra. Hijas mías, esto os obliga a entregaros con todo vuestro corazón y todo vuestro afecto a servirle en vuestra vocación. Porque, mirad, Dios tiene grandes designios sobre vosotras, que realizará con la condición de que creáis lo que se os ha dicho y seáis fieles a la práctica de vuestras reglas. ¡Salvador mío! ¿No es admirable ver a unas pobres mujeres entrar en una ciudad sitiada? ¿Y para qué? Para reparar lo que los malos destruyen. Los hombres van allá para destruir, los hombres van a matar, y ellas para devolver la vida por medio de sus cuidados. Ellos los envían al infierno, pues es imposible que en medio de aquella carnicería no haya algunas pobres almas en pecado mortal; pero esas pobres hermanas hacen todo lo que pueden para mandarlas al cielo.

Hijas mías, ¿no os parece que Dios quiere servirse de vosotras? Por favor, vamos a hablar un poco de corazón a corazón; es menester que os hable de esto. ¿Habéis oído alguna vez que algunas religiosas hayan hecho lo que han hecho nuestras hermanas? No, nunca se ha visto. ¿Y por qué? Yo creo que nunca se le ha ocurrido a un espíritu humano que unas muchachas vírgenes hayan llegado  [a algo tan ab]solutamente extraordinario? ¿Y no tenéis que entregaros a Dios para cumplir con fidelidad vuestras reglas? Hijas mías, no dudo de que todas tenéis esta resolución; pero os he querido decir todo esto para vuestro consuelo y el mío. Sobre todo tenéis que ser fieles a lo que os he dicho; y para ayudaros a ello, es menester que mañana hagáis vuestra oración sobre esto y que penséis delante de Dios en el grave daño que caería sobre vosotras si se invitara a alguien sin necesidad. Pensad en la serie de males que se irían sucediendo si, por una falsa cordialidad, se quebrantara esta regla. ¡Cómo! (Por el deseo de un huevo, de una pera, o de algo semejante, faltar a la obediencia y ponerse en peligro de ofender a Dios! Mis queridas hermanas, ¡qué ruindad de corazón! Eso es lo que tenéis que hacer y, después de haber meditado en todo lo que os acabo de decir, tomar la resolución de ser fieles a esto y decirle a Dios: «Dios mío, te doy gracias por haberme hecho ver el peligro en que me pondría si, por una falsa cordialidad, faltase a esta regla. Me entrego a ti para no invitar a comer a nadie sin necesidad; y si mis hermanas me lo piden, les preguntaré si lo necesitan».

Sí, hijas mías, cuando una hermana os pida alguna cosa, no hay peligro en decirle: «Hermana, ¿lo necesita usted? Si así es, se lo daré de buena gana». Este es el primer medio, y creo que sería conveniente hacer oración todos los meses sobre lo que hemos dicho, para que os afiancéis en esta práctica.

En segundo lugar, y es el segundo medio que os propongo, las que sepan que algunas de sus hermanas, llevadas por el espíritu maligno, hayan quebrantado esta regla, tienen que comunicárselo a los superiores. Si no lo hacen, serán causa de que el mal siga adelante y tendrán que responder de ello delante de Dios. Así pues, hijas mías, estáis todas obligadas a comunicarlo apenas sepáis que se falta a esto, diciendo: «Señorita (o padre), me siento obligada delante de Dios a comunicarle que ocurre tal cosa en tal lugar. Descargo mi alma al decírselo a usted. Ponga usted el remedio que juzgue oportuno».

Esto es, hijas mías, lo que tenéis que hacer. En cuanto a las que están lejos de París, si os mandan un visitador, que es una de las mejores prácticas que tenemos, se lo tenéis que decir a él. Por ejemplo, un padre de la Compañía va a visitar nuestras casas, si al mismo tiempo visita las vuestras, lo primero de lo que tenéis que darle cuenta es decirle si habéis sido fieles en observar esta regla o si sabéis que alguna de vuestras hermanas ha faltado a ella sin verdadera necesidad. ¿No os parece fácil, hijas mías? No se os pide que sufráis en caso de necesidad, como veis; si os sentís enfermas, entonces presentad con toda libertad vuestra necesidad, y ya veréis cómo se remedia todo con mucha caridad.

El tercer medio es pedirle insistentemente a Dios esta gracia y observaros unas a otras. Se dice en la sagrada Escritura que Dios ha encargado a cada uno de nosotros de nuestros prójimos: Unicuique mandavit de proximo suo. Yo, por ejemplo, tengo la obligación de velar por aquellos con los que me ha puesto Dios, y todas las personas espirituales están obligadas a velar unas por otras, un vecino por su vecino. Hasta los turcos, que no conocen a Dios, están obligados a ello; y aunque no tuviéramos más enseñanza que la que ellos nos puedan dar, la ley natural nos obliga a ello. Pues bien, si Dios le dice esto a cada uno de los hombres, se lo dice más expresamente a los miembros de una comunidad, ligados entre sí por la caridad y que, por consiguiente, deben observar esto con más exactitud que los otros. Por eso es de suma importancia que vosotras pongáis cuidado en ello y que las de una parroquia vigilen sobre las de otra, una hermana sobre su hermana. Y si sabéis de alguna que haya faltado a su deber, tenéis que comunicárselo a los superiores. Al obrar así, os ayudaréis unas a otras a se fieles a vuestras reglas y descargaréis vuestra alma.

Cuando el bienaventurado obispo de Ginebra (5) fundó su Orden, encargó que se observase allí e instruyó a la señora de Chantal sobre la forma con que las religiosas de una ciudad tenían que velar por las de la otra. Y si ocurría alguna cosa que no estuviera dentro de lo normal, les ordenaba que se lo comunicasen a Annecy. De este modo, mis queridas hermanas, un medio muy eficaz que os presento es que os observéis unas a otras; porque, velando de esta manera las de una parroquia sobre las de otra, se guardará bien esta regla.

Se podría decir: ¡Cómo! ¿Es menester que yo vigile a unas personas que hacen profesión de servir a Dios? ¿a unas hermanas que deberían tener siempre a Dios ante sus ojos?  – Hijas mías, la mayor parte no tienen necesidad de ese cuidado; pero si veláis por ellas, es para ayudar a conservar la Compañía en la pureza de su espíritu; pues no puedo imaginarme cómo, si las hijas de la Caridad dejan de observar esta regla, serán capaces de guardar esta pureza. Por eso, hermanas mías, entregaos a Dios para ser fieles a la observancia de vuestras reglas y para ir siempre creciendo en esta fidelidad como por la misericordia de Dios habéis hecho hasta el presente, y especialmente para guardar ésta como es debido.

¡Salvador de mi alma! Tú sabes el gran mal que ha producido aquel trozo de manzana que comieron nuestros primeros padres en contra de tus mandamientos; concédenos la gracia de no faltar nunca a la orden que nos has dado. ¡Oh Señor! Tú sabes cómo para Esaú fue una inmensa desgracia vender su derecho de primogenitura para tener la satisfacción de comerse un plato de lentejas; no permitas que perdamos nosotros, por una pequeña satisfacción, la dicha que quieres dar a las almas que hayan seguido tu voluntad. Tú, Señor, que sabes los grandes males que producen los banquetes, en donde tu precursor san Juan perdió la cabeza; tú, Señor, que sabes los grandes males que pueden venir sobre esta Compañía si no se observa esta regla, haz que te tenga siempre presente a ti, para que el enemigo no pueda hacerla caer jamás en esta desventura; inspira a las hijas de la Caridad el propósito de ser fieles en esto. Sí, Señor, te lo suplicamos por las bendiciones que has querido derramar sobre esta Compañía y que has querido manifestar por medio de los trabajos que le has encomendado. Concédeles la gracia de conservar con esmero su pureza y de mirar esta regla como un gran medio que les has dado por ayudarles en ello. ¡Señor! Tal es la súplica que te hacemos con insistencia; concédenoslo, te lo pedimos, por la intercesión de la santísima Virgen.

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