(05.08.57)
(Reglas comunes, art. 9)
Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es la regla nueva que dice que no hay que servirse de lo que está destinado al uso de otra hermana sin permiso de la superiora, ni quejarse de que hayan permitido a otra el uso de lo que está destinado a nosotros.
El primer punto son las razones que tenemos para observar bien esta regla; el segundo punto son las faltas que se pueden cometer contra ella; el tercer punto, los medios para entrar bien en la práctica de esta regla.
Después de la lectura del artículo de esta regla, el padre Vicente empezó su explicación poco más o menos de la manera siguiente.
Mis queridas hermanas, ésta es la regla novena, que os ha dado Nuestro Señor y que dice que las hermanas de la Caridad no deben utilizar sin permiso lo que está destinado al uso de sus compañeras, ni han de quejarse cuando se le da a otra hermana lo que era de su uso.
Comprendéis bastante bien este artículo en general, pero conviene que bajemos a los detalles. Así pues, se manda que nunca use una hermana lo que es de otra hermana, por ejemplo los libros, las estampas, los rosarios, los pañuelos, etcétera, sin permiso. Pero cuando la superiora dé ese permiso, la hermana no debe quejarse de que otra hermana use lo que le pertenece. ¿Por qué ver con malos ojos lo que hace vuestra hermana por orden de la superiora? Nadie tiene que ver en ello nada digno de reproche. Si hay alguna razón que alegar, tiene que ser a la superiora, y nunca a las demás, a no ser a la hermana sirviente, cuando estáis fuera de casa (1). Pues bien, para tratar de esto, es preciso que veamos las razones que nos obligan a guardar esta regla.
La primera razón es la general, que consiste en el consuelo que siente una hermana que guarda las reglas. Cuando empieza a pensar en su corazón: ¿soy fiel en la observancia de mis reglas?, y resulta que es así, ¡cuánta satisfacción recibe! Es imposible de expresar. Tenemos entre nosotros algunos padres y hermanos que son tan cumplidores en la observancia de las reglas que, pase lo que pase, nunca faltan a ellas. No dudo de que también entre vosotras habrá muchas que no querrían faltar en lo más mínimo, ya que todas vuestras reglas tienden a haceros santas.
Padre, ¿qué es lo que dice usted? ¿En qué autoridad se basa para ello? – Lo afirmo con la autoridad del difunto papa Inocencio VIII (2), que decía: «Mostradme una persona que haya guardado fielmente las reglas de su congregación o de la comunidad en que está y la declararé santa sin más milagros; sólo se necesita eso para canonizarla». Así pues, mis queridas hermanas, no hay necesidad de peregrinar a Jerusalén ni de vivir con tanta austeridad; basta con guardar las reglas. Una hermana que se muestra fiel a la observancia de sus reglas, hace más que si realizara las mayores obras del mundo. Mostradme a la hermana que más trabaje en la Caridad, que sirva a los pobres galeotes, a los locos y que obre maravillas por todos los sitios por donde vaya; si no observa sus reglas en todos los puntos, eso no vale nada en comparación con un alma que es fiel a las mismas. Aun cuando estuvierais con los soldados, como una de las hermanas que está aquí presente, todo lo que hicierais sería muy poca cosa.
Encomiendo a vuestras oraciones a nuestra querida hermana de la que acabo de hablar; es Juana Cristina Prévost, que estaba en Sedán. La reina la mandó ir a asistir a los pobres soldados heridos. ¡Quién iba a creer, mis queridas hermanas, que las hijas de la Caridad iban a ser escogidas por Dios para esta tarea en el ejército! ¡Los hombres van allá para matar, y vosotras vais para dar la vida! ¡Salvador mío, bendito seas por la gracia que has concedido a esta Compañía!
También os encomiendo a las hermanas María y Marta (3), que están en La Fère. Toda la ciudad está muy edificada y me han escrito sobre ellas con gran admiración y aprecio; y no sólo a mí, sino a toda la corte, asombrados del bien que están haciendo. Entre otras cosas que de ellas me dicen, me aseguran que son muy fieles a sus reglas. ¡Hermanas mías! ¡Cuánto vale una hermana que es verdadera hija de la Caridad! ¡Cómo no van a hablar bien de ella! No es que trabajen para que las alaben; pero necesariamente las alabarán aunque ellas no quieran, pues es imposible que la virtud no aparezca en donde realmente está. Podéis imaginaros cómo pensarán también de ellas en el cielo y cómo Dios mirará lleno de gozo a esas almas que no se preocupan más que de agradarle, empleando todo su tiempo, todas sus fuerzas, su salud y su misma vida en el servicio a los enfermos. Sí, las mirará con placer; Dios ve a las que observan sus reglas y se complace en ellas. ¿Os extrañáis de que alaben a nuestras hermanas por observar sus reglas, si hasta los mismos ángeles se alegran de ello? ¿No es éste, mis queridas hermanas, un gran motivo para que observemos bien las reglas, y especialmente ésta?
El segundo motivo que nos obliga a observar bien esta regla es que, si se falta en esto, se va contra la ley natural, que prohíbe servirse de las cosas de otro en contra de su voluntad, que es la primera ley que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Y digo que «la ha puesto Dios», porque no ha sido ni un sacerdote, ni un profeta, sino el mismo Dios el que imprimió esto en el corazón del hombre: no hacer a los demás lo que uno no quiere que le hagan los otros. Por ejemplo, se trata de una hermana que tiene un rosario y una estampa, que pone en la cabecera de su cama; tiene también su pañuelo para el cuello, sus zapatos y otras cosas. Son cosas suyas, pues se las han dado para que se sirva de ellas. Pues bien, según la ley natural y la regla que hemos leído, ninguna hermana puede tocar lo que le pertenece a la otra, si la superiora no se lo permite. Cuando conviene, por ejemplo, enviar a una hermana a algún sitio, resulta que no tiene rosario; la superiora podrá decirle: «Hermana, tome éste». Entonces la hermana no obra en contra de la ley, ya que la superiora, a la que corresponde disponer de todas las cosas que se refieren al bien de las hermanas, lo ha ordenado de ese modo; y la hermana que ha cogido el rosario de otra, con permiso de la superiora, cumple con la voluntad de Dios, de forma que, cuando la otra vuelva y no encuentre su rosario, no tiene por qué ver con malos ojos este hecho ni tiene que quejarse de ello ante las demás. Y si tiene algo que decir, debe acudir a la superiora, ya que todo lo que tenéis no es vuestro, sino de la comunidad, y los superiores tienen derecho a disponer de ello como lo crean más conveniente. Ese es el motivo de que tenga que contentarse aquella hermana, después de habérselo dicho a la superiora, sin ir a quejarse con Juana, ni con María, ni con ninguna otra.
La tercera razón es que parte de vosotras habéis hecho voto de pobreza, y las demás tienen el propósito de hacerlo. Cuando entrasteis en la Compañía, estabais todas resueltas a abrazar la pobreza, porque de lo contrario no se os habría recibido. Cuando se presenta una muchacha, se le dice: «Sabe usted que no podemos tener nada como propiedad particular. Si quiere ser usted hija de la Caridad, tiene que estar usted decidida a ello». Si no lo acepta, no se le recibirá. Es menester que diga si es su voluntad imitar a Nuestro Señor en su pobreza. Si dice: «No, yo no puedo decidirme a despojarme de todas las cosas sin tener libertad para guardar alguna cosa para mí», hay que despedirla, pues no puede recibirse nunca a las que no estén decididas a seguir el ejemplo de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen, que no tenían nada propio. Por tanto, a las hermanas se les recibe con esta condición. Si está resuelta a guardar la pobreza, se obliga a ello. Si no tiene este propósito y a pesar de ello, para poder ser recibida, finge que lo tiene, entonces peca mortalmente.
En cuanto a las que han hecho voto de pobreza, tienen la obligación de contentarse con lo que tienen por orden de sus superiores y sufrir de buena gana que éstos dispongan de ello de la manera que juzguen conveniente. La pobreza quiere decir que no se tiene la disposición de ninguna cosa y que no se desea poseer nada en privado; pues apenas nos empeñamos en disponer de algo según nuestra voluntad, entonces dejamos de ser pobres, y eso en el mundo se llama robo. Pues bien, en las comunidades se dice que es una falta contra la pobreza querer disponer de alguna cosa en contra de la voluntad de los superiores. Hablaremos de esto en otra ocasión, lo más pronto que podamos, pues hemos de tratar de las cosas más importantes para la Compañía. Por ahora os diré solamente que una hermana que se sirve del dinero de los pobres para utilizarlo en estampas o en otras cosas de devoción, comete un robo, dado que sólo se le entregó aquel dinero para auxiliar a los pobres. Pero, por lo que a vosotras se refiere, una hermana que se sirve sin permiso de algo que pertenece a otra hermana, falta contra esta regla.
Padre, dirá alguna, si mi hermana me dice que puedo usar lo que ella tiene, ¿puedo hacerlo sin faltar a la regla? – Entonces podéis hacerlo, pero con moderación. Una hermana le dice a otra que utilice libremente todo cuanto tiene; es una bondad de su parte obrar de esta manera; pero de esto no se sigue que pueda la otra abusar de la bondad de su hermana, reteniendo lo que ésta le prestó o sirviéndose de ello por demasiado tiempo; pues sería un verdadero abuso si se lo apropiase, de forma que no se lo quisiera devolver. ¡Cómo! ¿Voy a ser yo mala, porque la otra hermana es buena? Sería contra el voto de pobreza obrar de ese modo y darle a mi hermana motivos para que se molestase.
En fin, la cuarta razón es que en la comunidades donde se falta a esta regla, donde unas se toman la libertad de servirse de lo que pertenece a las otras o de ocultarlo, no hay más que discordia; fácilmente se llega a la desunión y al recelo, a la murmuración, y hasta a la antipatía y el odio de unas hacia otras; no veréis allí más que desorden y confusión. Yo no sabría deciros lo malo que es todo eso. Vosotras no podéis daros cuenta de ello, pero es una verdadera lástima ver el desconcierto que eso produce en una casa. Una dice: «Me han cogido esto»; otra dice: «Fulana de tal está usando una cosa que me pertenece; me lo había dado la superiora; me ha desaparecido esto». En fin, hermanas mías, es imposible que haya caridad y cordialidad entre vosotras si no observáis esta regla. No sé si se dan estos desórdenes en esta casa. Pero si hubiera entre vosotras alguna que fuera causa de algo semejante, convendría que hiciera penitencia y le pidiese perdón a Dios. Pues bien, después de todo lo dicho mirad si es razonable que toméis la resolución de no tomar nunca nada de lo que está destinado al uso de vuestras hermanas, ya que eso va contra la ley que Dios ha puesto en el corazón del hombre, contra el voto de pobreza, es causa de muy grandes desórdenes en las comunidades.
Esto en cuanto al primer punto. Es inútil que os explique ahora el segundo punto, que trata de las faltas que podemos cometer contra esta regla, ya que os he dicho el primero y el segundo punto al mismo tiempo; pero añadiré que la que se queja a un tercero o a un cuarto comete una falta grave. Una hermana a la que se le haya cogido algo sin permiso de la superiora y que va a decirle a otra: «¿Qué diría usted de tal hermana que me ha cogido un libro, o una estampa, o algo semejante? ¿Le parece esto razonable?», ésta se lo dirá luego a otra; pues bien, aunque sea verdad lo que dice, hace mal en decirlo, ya que la regla prohíbe que nos quejemos de ello, a no ser ante los superiores. Hijas mías, estad decididas a no caer nunca en este defecto. Vuestra hermana hace mal en tomarse esa licencia; sed buenas vosotras y sufrid eso por amor de Dios; y en vez de molestaros contra ella, mostraos contentas de que ella os proporcione la ocasión de practicar la virtud, uno de cuyos actos vale por sí solo más que todos los bienes del mundo. Sí, mis queridas hermanas, las virtudes tienen un valor tan alto que el oro, la plata y las piedras preciosas no valen nada a su lado.
Así pues, cuando observéis esta regla haréis dos cosas: en primer lugar, practicaréis la pobreza, de la que habéis hecho voto; en segundo lugar, haréis un acto de mortificación, diciéndole a Dios: «Dios mío, tengo motivos para quejarme de mi hermana; pero no lo haré, por amor tuyo». ¡Qué agradable será esta virtud a su divina Majestad!
Pueden darse sin embargo casos especiales en los que cabe decir a la superiora las dificultades que surjan, como por ejemplo cuando se le ha cambiado a una hermana la ropa o alguna otra cosa; le habían entregado esa ropa de tela más fuerte porque la necesitaba, o bien se la habían forrado para preservarla del frío en invierno, por causa de su enfermedad; si le dan una ropa más ligera, podría sentirse mal. Lo mismo si se tratara de una camiseta; resultará que, si no se pone algo más, se le enfriará el estómago y no podrá resistir sin caer enferma. Entonces la sencillez pide que se lo diga a la superiora: «Yo tenía tal cosa, que le han dado a otra hermana; pero esto me proporciona tales molestias; me parece que la necesito, aunque haré lo que le parezca bien a usted». Eso es lo que la sencillez permite que se haga. Después de ello, la hermana debe atenerse a lo que ordene la superiora, tanto si se lo concede, como si se lo niega. En todo esto no hay nada que esté mal; pero decírselo a una hermana y quejarse de aquella a la que se lo han entregado, eso va contra la regla; porque estáis difamando a aquella pobre hermana, que no conoce vuestra preocupación. Ella ha hecho lo que le han dicho, y usted la está deshonrando, haciéndola pasar por una hermana poco discreta, que coge y se sirve de lo que ha encontrado. Eso es lo que pensará la hermana con la que usted se queja, sin saber que tenía permiso para ello.
Creo que también puede citarse entre las faltas que se cometen contra esta regla cuando la hermana que está encargada de mirar por las necesidades de las demás entrega una ropa desgastada o un cuello sin secar: si la hermana a la que se le entrega le disgusta y demuestra su enfado con murmuraciones, es una falta contra la pobreza. ¡Cómo! ¡Quejarse de la Providencia, que ha hecho que os entreguen esa ropa y ese cuello, y enfadarse con esa hermana! Todavía hay más, hijas mías; si esa hermana dijera: «No lo quiero, haga el favor de darme otro; si no, no me lo pondré», la falta sería más grave. Y todavía sería peor si fuera a decírselo a otra y si, no contentándose con lo que ha hecho, le dijese a su compañera o a la primera con quien topase: «¡Pues sí que tiene gracia tal hermana! Me ha querido entregar un vestido todo roto y deshilachado, que no vale casi nada! Le he dicho que se lo dé a las otras; que a mí no se me trata de ese modo». ¡Salvador mío! ¡Qué pecado tan grande el que ha cometido esa hermana! ¡Salvador de mi alma! ¡Que Dios os preserve a todas de esa desgracia! La pobreza nos obliga a contentarnos con lo que se nos da; ¿y podrá vivir una hermana con ese espíritu, cubierta con el hábito de sirviente de los pobres? Quiero creer que no haya ninguna así entre vosotras, mis queridas hermanas. Pero estad seguras de que las verdaderas hijas de la Caridad, en vez de quejarse cuando se les da alguna cosa basta y poco fina, se alegrarán y se sentirán muy dichosas de que sus hermanas tengan lo mejor; incluso les dará apuro verse tratadas mejor que las demás. Esa es la señal para reconocer si sois de ese número: si escogéis siempre lo peor para vosotras, en contra de la naturaleza que procura siempre satisfacerse en todo, si no nos mantenemos en guardia contra ella.
Ya veis cómo todo lo que os digo tiende a guardar el voto de pobreza. Pero hay también otra cosa que le es contraria, que es no estar contentas con la manera de hacer los hábitos en casa y querer llevarlos a la moda, o peor aún, si una hermana a la que le diesen un hábito como el que se os da se pusiera a decir: «¡Vaya hábito que nos dan! ¡Pues sí que está mal hecho!», y lo mandase a un sastre para que lo arreglase de otro modo. ¡Dios mío! ¡qué gran falta cometería esa hermana! – Pero ¿y si ella misma se pusiera a arreglarlo? – ¡Cómo! ¿Una hija de la Caridad podría dejarse llevar por esa vanidad? Es diferente, hijas mías, arreglarse el hábito por necesidad, como por ejemplo para guardarse del frío, y hacerlo para presumir o con el pretexto de estar mejor. ¡Salvador mío! ¡Qué palabras: presumir, estar mejor…! Si hubiera alguna que tuviera esas ideas, que estando lejos comprase otra tela más fina que la que aquí se utiliza, otros cuellos de mejor calidad, otros zapatos mejor hechos, un rosario más bonito, algún libro, ¡Dios mío!, sería entonces cuando habría que temer con razón la ruina de la Compañía, si no se pusiera pronto remedio. Este es el motivo de que tengáis que manteneros siempre conformes con lo que aquí se hace. Puedo deciros, hermanas mías, que una señal más de la divina Providencia sobre vosotras, que tenéis que apreciar y que yo admiro muchas veces, es que se os dé todo en esta casa. Este es el mejor medio para que no caigáis en los defectos que os acabo de indicar.
En cuanto a las que residen lejos y no es posible proporcionarles los hábitos desde aquí como pasa con las de París y sus alrededores, ya verá lo que hay que hacer el visitador, a quien se le encomendará este asunto, cuando vaya por Nantes, por Angers o por los demás sitios.
San Francisco, yendo a visitar en cierta ocasión una casa de su orden, vio que se había hecho una iglesia más hermosa de lo que se había ordenado o que la habían hecho de manera diferente de las otras. Aquel santo se sintió tan impresionado al ver que los religiosos habían faltado a la pobreza que empezó a gritar: «¡Cómo! Hacen esto mientras yo vivo todavía! ¡Viviendo el pobre pecador Francisco, sus propios hijos se atreven a cometer esta falta! ¡Dios mío! Que la derriben!». «Padre, pero si ya está hecho el gasto!; no tendremos dinero para construir otra». – «¡No importa! No comeré ni beberé hasta que la destruyan». Y de esta forma la hizo derribar, porque era demasiado hermosa.
Hijas mías, cuando los visitadores que os enviamos de vez en cuando encuentran que las hijas de la Caridad están vestidas con tela más fina, llevando cuellos más bonitos, tienen que remediar ese desorden avisando de ello a los superiores. ¡Y ay de vosotras si no lo hacen y no escriben contra ello!
A lo que llevamos dicho añadiré que se trata de un acto de religión que tenéis que practicar, ya que no está permitido a una persona de una comunidad comprar nada para su satisfacción particular. ¿Creéis que las religiosas tienen libertad para disponer de alguna cosa y de hacerse los hábitos a su gusto? No; es su congregación la que manda hacérselo y la que les proporciona todo lo que necesitan. Así pues, mis queridas hermanas, tenéis esto en común con las religiosas, ya que una hermana no tiene que comprar nunca nada para apropiárselo, a no ser con permiso; y aun en ese caso, tiene que ser una cosa conforme con la de las otras y que pueda servir a la comunidad. Por eso admiro la conducta de la divina Providencia, que ha puesto entre vosotras la santa costumbre de que no os compréis vosotras los hábitos, ni que sean unos diferentes de los otros; pues no podéis imaginaros la envidia que esto suscita cuando se ve a una hermana vestida de manera distinta de la otra. Si una lleva un hábito distinto, bien sea por su forma, bien por su hechura, las que lo vean murmurarán entre sí: «¿Por qué esa hermana usa una tela más bonita que las demás? ¿Es que ella es más que nosotras? ¡Ved cómo le gusta presumir!». Y las demás comentarán: «¿De qué se extraña usted? Es una hermana vanidosa que sólo piensa en singularizarse». Veis entonces lo necesario que es que os conforméis en todo con las demás, ya que de no hacerlo así surgirán por todas partes las envidias y los celos. Por eso tenéis que darle gracias a Dios como autor de todas vuestras reglas, y de esta en especial, que os obliga a no tener ninguna cosa para vuestro uso, sin que os la entregue la superiora o la que está encargada de velar por la pobreza.
Pasemos al tercer punto de esta charla, que es sobre los medios que hay que emplear para observar bien esta regla. Mis queridas hermanas, el primer medio es comprometerse a practicar la regla octava, sobre no pedir ni rehusar nada. – Pero, padre, ¿no podré pedir otra ropa cuando tenga el hábito deshecho? – No, no diré nada; se ve perfectamente; y basta con que se sepa. Por eso no tengo que preocuparme de ello.
¡Ay, mis queridas hermanas! No puedo pensar sin admiración en una cosa que he visto. Se trata del padre de Gondi, sacerdote del Oratorio. Lo conocí cuando estaba en la corte y tenía que cambiarse tres veces cada día, y luego lo he visto con una pobre sotana raída y con los codos remendados. Lo he visto con mis propios ojos. ¿No es un gran motivo de admiración ver semejante cambio? Pues bien, el primer espíritu de aquel hombre era mundano; pero el segundo le venía de Nuestro Señor Jesucristo, que le enseñaba a despreciar todas esas vanidades y a abrazar la pobreza.
¿Queréis saber de qué espíritu sois vosotras? Lo conoceréis en esto: aquellas que aman la pobreza verán con agrado lo que os digo; pero, si hay alguna con el espíritu del mundo, dirá dentro de sí misma: «¡Dios mío! ¡Pero qué dice este hombre! ¿Es posible hacer lo que él enseña? ¿No podré comprar nada y, si lo hago, tengo el espíritu del mundo?». Y entonces se llenará de inquietud y malestar. ¿Por qué? Porque tiene el espíritu del mundo. Hijas mías, pongámonos en presencia de Nuestro Señor y veamos si nos sentimos felices de seguir a Nuestro Señor y a la santísima Virgen en la pobreza, sin tener nada que no nos hayan dado. Si os veis en esta disposición, ¡bendito sea Dios! Pero si sentimos alguna repugnancia por esta regla, es señal de que tenemos el espíritu del mundo. Sí, si nos cuesta que nos den los hábitos, la ropa o alguna otra cosa desgastada es que tenemos el espíritu de orgullo y el del mundo; y una hermana que se encuentre en esa situación no debe descansar hasta obtener el medio de salir de allí, mediante la oración y el sacrificio; en sus meditaciones deberá siempre tender a inclinar su voluntad hacia ese lado, hasta que se sienta movida a amar la pobreza y esta práctica de no pedir ni rehusar nada.
Algunas veces pienso en el bien que todo esto produce, ya que desde hace muchos años Dios nos ha concedido la gracia de practicarlo así en San Lázaro. Nunca se oye a nadie quejarse de lo que le dan ni decir: «Necesito tal cosa y no me la dan». No tengáis miedo de que se oiga nada de esto por allí. Últimamente les pregunté si se oían estas quejas y me dijeron: «Padre, gracias a Dios se observa bastante bien este artículo». ¿Y quién se encarga de mirar por los demás? Entre los hermanos, hay un hermano que atiende a las necesidades de los hermanos; entre los clérigos, un clérigo; y entre los sacerdotes, un sacerdote. Por ejemplo, hay un hermano que les pregunta a los otros: «Hermano, ¿necesita usted alguna cosa?»; el otro responderá: «No; por ahora creo que me basta con lo que tengo». O, si tiene necesidad de algo, se le da. Así es como lo hacemos, hijas mías. Si aceptáis esta práctica, encontraréis un tesoro en la tierra. Ya sabéis que los religiosos de san Francisco hacen voto de pobreza y que es ése su espíritu característico. Sin embargo, al no tener más que a la Providencia, viven mejor que si poseyeran muchas cosas. Se han abandonado en manos de la Providencia y de allí se sigue que no les falta nada o, si les falta algo, Dios les atiende enseguida.
Hijas mías, ¿creéis que, después de haber abrazado el estado de Nuestro Señor, podrá faltaros alguna de las cosas necesarias para vivir? No; es un tesoro, y le doy gracias a Dios – os lo repito una vez más – con todas las entrañas de mi alma por la gracia que ha concedido a la Compañía de que las hermanas no compren nada. ¡Pero qué dicha, hermanas mías, ser de esta forma semejantes a las religiosas y a los capuchinos, si queréis! Porque los capuchinos no tienen nada propio ni compran nada; y vosotras tenéis esto en común con ellos. Pero alegraos de que se os dé todo, ya que estáis en el estado de Nuestro Señor y de la santísima Virgen.
Otro medio para entrar en la práctica de esta regla es considerar lo siguiente: si no guardo esto, obro contra mi regla y contra la ley natural, establezco una división, soy causa de que no se oigan más que murmuraciones. En estos momentos, hijas mías, estáis todavía como en la cuna, de forma que, si no guardáis vuestras reglas, la Compañía no podrá subsistir. ¿Seré yo acaso tan desventurada que tenga el espíritu del mundo y sea de las que no guardan las reglas? Si las demás obran como yo, se acabaron las reglas. Todas estas consideraciones, hijas mías, podrán serviros como segundo medio.
El tercero es que las que seáis celosas aviséis a la superiora al padre Portail o a mí, cuando veáis que se falta a esto, y nos digáis: «Padre (o señorita), me parece que no guardamos bien esta regla». Si la hermana encargada de atender a las necesidades de las demás no lo hace como es debido, podéis decírselo a la señorita Le Gras o a las oficialas: «Me parece que esa hermana no cumple bien con su cargo»
El cuarto y último medio es que penséis en las preocupaciones que tiene un alma que no observa las reglas. Ella sabe que Dios quiere que las observe; y como no cumple su voluntad, tiene miedo – y con motivo – de no estar en su gracia o, al menos, de no ser vista con agrado por Dios. Esa es la preocupación de que os hablo, y que sigue siempre al pecado; de modo que esa hermana no tiene descanso cuando se acuerda de que le ha cogido tal cosa a otra hermana, o de que se ha comprado algo o se lo ha hecho ella misma. Una hermana que siente estos remordimientos no encuentra paz ni sosiego. Cuando piensa: «He escandalizado a la Compañía; no sólo he faltado yo, sino que he sido causa de que las demás hagan lo mismo, o hayan quedado desedificadas de mí», realmente, hijas mías, es una gran preocupación para esa persona.
Después de esto, todavía hay otra cosa más tremenda que la que acabamos de decir: Dios les quita las gracias que les había dado. Como tienen su corazón endurecido y no tienen en cuenta esos remordimientos de conciencia que su bondad les daba para que se corrigiesen, él les quita la gracia de amar su vocación y el gusto que sentían al realizar actos de virtud. Ya no tienen ningún entusiasmo en el servicio de Dios. Si miran para arriba, descubren una nube entre ellos y Dios, que les hace decir con pena: «Dios sigue siendo mi Dios, pero mi infidelidad me quita el placer de gozar de él». ¡Pobre hermana la que ha llegado a ese extremo! Ya no puede salir de allí, al menos cuando lleva algún tiempo en ese estado. Al principio, sí que podía; pero cuando tiene ya muchos años carece de fuerzas para romper con sus malas costumbres, porque se ha hecho indigna de las gracias de Dios. Y de este modo ya no tiene más que un poquito de fe, pero carece de caridad y de confianza en Dios. ¿Por qué? Porque se ha endurecido en la infidelidad a sus reglas. Llega la hora de la muerte, pero le resulta difícil prepararse para ella, cuando ha vivido de ese modo, porque ha despreciado sus reglas; no ha querido guardarlas, especialmente ésta, y se encuentra ahora impotente para servirse de sus facultades. Es como un paralítico, incapaz de hacer el más pequeño movimiento.
Pero, padre, ¿se curará? – Hijas mías, lo dudo mucho, pues es una cura muy difícil. Cuando una hermana ha llegado a esa situación, es muy de temer que no pueda salir de ella. La pobre hermana está como muerta: tiene paralizada la cabeza, la lengua, los brazos, las piernas y todo su ser. ¿Hay algún remedio para ella? Ha rechazado ya todos los remedios y aquella prudencia que le decía tantas veces: «Hermana, deja esa afición que tienes a distinguirte por encima de las demás; deja esa cosa y haz como las otras; mortifica ese vicio o esa pasión por la que te dejas arrastrar tantas veces»; sin embargo, ella no ha hecho ningún esfuerzo para romper con todo ello y ahora ya no tiene la gracia para hacerlo, de modo que, si no está perdida por completo, hay muchos motivos para temer por ella. Hijas mías, ¿no os parece que sería una situación muy extraña el que una hermana fuera tan miserable que dijese: «Que me digan lo que quieran; yo quiero vivir así»? Hijas mías, que Dios nos preserve de esa desgracia y nos conceda la gracia de vivir en esta santa práctica de la pobreza. Si se pudiera ver a un alma que ama la pobreza, que huye de todo cuanto tenga alguna relación con el espíritu mundano, se vería que ese alma es tan luminosa como el sol; pues, como desprecia las cosas de la tierra, Dios la hace rica en virtudes, le aumenta la fe y la confianza en premio a la fidelidad que observa; pues cuando piensa: «Yo guardo mis reglas, gracias a Dios», esto le da cierta seguridad de que Dios no la abandonará jamás.
También aumenta así la caridad. A medida que una hermana se va aficionando a la pobreza, crece en ella el amor de Dios. Tiene su corazón en Dios y, como se priva de las comodidades del mundo por amor a Dios, Dios le da la gracia de que na ame más que a él, y que lo ame con todo su corazón. Como no se detiene en pensar en sí misma, ni en sus hábitos, ni en escoger esa ropa, ese cuello, ese piqué, esos zapatos y ninguna cosa de la tierra, entonces ama a Dios con todo su corazón, y su amor lo es todo para ella ¿Y cómo no lo va a amar, si ha dejado de amar todo lo demás? Su corazón no puede vivir sin amar. ¿A quién se entregará entonces? A Dios, y a nada más.
Hijas mías, ¡qué felices seréis si entráis en esta práctica! Seréis hermanas que aman la pobreza y que crecen en la virtud día tras día. Hijas mías, ¿no queréis entregaros a Dios para entrar en la observancia de esta regla? Así quiero creerlo, puesto que vuestros rostros me dicen que todas estáis decididas a ello. Los rostros son signos de la disposición del corazón, ya que ordinariamente dan testimonio de lo que hay dentro; de forma que, al veros, me parece que todas me decís: «Sí, padre; le doy mi palabra de que no quiero jamás desear ropa especial, ni nada que no esté conforme con las máximas de la casa». Le ruego a Nuestro Señor que os conceda esta gracia y se la pediré mañana en la santa misa, a fin de que ninguna de vosotras se pierda en ese espíritu de vanidad. Es el ruego que con todo mi corazón le hago a Nuestro Señor.







