(17.06.57)
(Reglas comunes, art. 8)
La conferencia de hoy será sobre vuestra regla octava. Dice así: «Harán todo lo posible para ponerse en aquel estado tan recomendado por los santos y que con tanta exactitud se practica en las comunidades observantes, de no pedir ni rehusar cosa alguna de la tierra; pero si tuvieren una verdadera necesidad de alguna cosa, la podrán proponer sencillamente y con indiferencia a las personas a quienes toca proveerlas; hecho esto, quedarán con sosiego, ya les sea negada o concedida».
Hijas mías, ya os he dicho muchas veces que todas vuestras reglas tienden a convertiros en verdaderas hijas de la Caridad, y por consiguiente en verdaderas hijas de Nuestro Señor, y que tenéis que mirarlas como reglas dadas por Dios. Esto tiene que obligaros a que os esforcéis por observarlas fielmente y de este modo os conducirán con seguridad por el mar tempestuoso de este mundo y os servirán de bajel para llevaros al puerto tan anhelado del paraíso.
Entre todas las virtudes, hijas mías, he aquí una de la mayor importancia: la de no pedir ni rehusar nada, que se practica en todas o al menos en la mayor parte de las comunidades. Se requiere esta virtud especialmente en la vuestra por medio de la santa regla de no pedir ni rehusar nada. Pues bien, para hablaros con utilidad de ella, seguiré el orden acostumbrado, haciéndoos ver en primer lugar las razones que obligan a la Compañía de la Caridad en general y a cada una de vosotras en particular a entregarse a Dios para abrazar y observar con amor esta regla, a fin de entrar en el verdadero y perfecto espíritu del cristianismo; en el segundo punto diremos en qué consiste esta virtud; y en el tercero hablaremos de los medios para practicar bien esta regla de no pedir ni rehusar nada.
Hijas mías, cuando decimos que no hay que pedir ni rehusar nada, podría alguna preguntarse de qué manera hay que entender esto. Por eso hemos de aclarar la cuestión y saber que se trata de que no hay que pedir las cosas temporales; pues las espirituales sí que hay que pedirlas con insistencia, ya que así lo quiere Nuestro Señor que nos dijo en el evangelio: «Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá» (1). Por consiguiente, no decimos que no haya que pedir a Dios por las necesidades que se refieren al alma, como son las virtudes, la fuerza para vencer las pasiones, su santa gracia; cuando decimos que no hay que pedir nada, hay que entenderlo de las cosas que se refieren a la tierra y que no sirven de nada para el cielo, como por ejemplo pedir estar en esta parroquia en lugar de otra, con esta hermana, tener tal ocupación y dejar tal otra, pedir un vestido de tal manera y de tal tela en lugar de tal otra, querer llevar consigo algo especial, que no sea común a las demás. Se trata de cosas que no merecen ser pedidas ni buscadas por unas personas que se han entregado a Nuestro Señor para servirle, en las que no cabe ningún afecto a las criaturas, a no ser por amor de Dios. En una palabra, no está permitido a un alma querer cualquier otra cosa con preferencia a Dios. Dios tiene celos del amor de sus esposas y no lo quiere compartir con nadie. Apenas queremos una cosa más que otra, es señal de que Dios no es el único objeto de nuestro amor. Veis entonces la importancia que tiene que nos entreguemos a él para mantener esta práctica.
Así pues, hijas mías, repito que la primera razón que tenemos para observar esta regla es porque se trata de una práctica que nos conduce a la indiferencia, la cual hace que un alma que ha llegado a ese estado casi no sepa si quiere o no quiere, pues solamente está apegada a Dios y no quiere más cosas que las que él quiere y como él las quiere. ¡Qué felicidad la de un alma que ha llegado a ese estado! Enseñadme una hermana con esta disposición, tal como hay varias entre vosotras, gracias a Dios, que cuando se le dice: «Hermana, venga», ella viene, y cuando se le dice: «Hermana, vaya para allá», ella va. Cuando veáis a una hermana obrar de esta manera, podéis decir que tiene su corazón indiferente, v ésta es la mayor satisfacción que puede tenerse en este mundo. ¿Qué mayor contento podríais tener que querer o no querer aquello mismo que los superiores quieren o no quieren? Hijas mías, ¿queréis estar muy unidas a Dios y tener un corazón como él? Pues no hay mejor medio que no querer otra cosa más que lo que él desea que tengamos, estar dispuestas a obedecer en todo, como los servidores de aquel centurión del que nos habla el evangelio: «Yo tengo servidores; cuando les digo que vayan, ellos van» (2). De la misma manera, hay personas que, a la menor señal de la voluntad de los superiores, inmediatamente se ponen a ejecutarla; decidle: «Es preciso hacer esto», y lo hacen sin preocuparse de si sería mejor hacer otra cosa. Mis queridas hijas, enseñadme una hermana que sea como os acabo de decir, y os aseguro que esa hermana no tiene más entendimiento ni más voluntad que la de Dios. Cuando se ha llegado a ese estado, puede uno decir: «vivo yo, pero no soy yo, sino Jesucristo quien vive en mí» (3). Es san Pablo el que lo dice. Esto es: vivo yo en cuanto a la vida del cuerpo, con una vida animal, pero no es de esa vida de la que yo vivo; es Jesucristo el que hace que yo no viva solamente de esa vida animal, puesto que es él quien vive en mí. Por eso vivo como Nuestro Señor quiere que viva, conformándome a él todo lo que es posible, de manera que el que me vea, verá una imagen que representa a Jesucristo. Hijas mías, ¡qué felices seréis si entráis en la práctica de esta regla! Hermanas mías, ¡ojalá le conceda Dios a la Compañía de la Caridad la gracia de llegar a este estado! ¡Qué felicidad sería entonces la vuestra! Cada una de vosotras, contenta de su estado, no tendría ya ningún motivo para desear una situación más elevada. ¡Cómo! ¡No querer más que lo que Dios quiere, no tener otra satisfacción más que la de cumplir su voluntad! La verdad es que no hay condición más alta que la que nos une con Dios. Y el medio para conseguir esta unión es no pedir ni rehusar nada. Pero si una se empeña en ir a aquel lugar, en cambiar de cargo, si además insiste pidiéndole a la señorita Le Gras que la saque de allí, y al padre Portail que se ocupe de eso, ¡ay! ¡cuán alejada está de lo que Dios pide de ella! Creo que no hay entre vosotras ninguna de esa clase y que todas vosotras queréis realmente no pedir ni rehusar nada, o al menos deseáis ser así, con la gracia de Dios. Pero si hubiera alguna que pensase y hablase de esa manera, que se corrija y le diga a Nuestro Señor: «Señor, no deseo ninguna cosa; me someto por entero a tu santa voluntad, tal como se manifiesta por medio de los superiores». Esta es, pues, la primera razón.
La segunda razón que tenemos para no pedir ni rehusar nada es que, al portarnos de ese modo, ya no tenemos voluntad, pues siempre estaremos satisfechos, tanto en un lugar como en otro. Pues bien, esas personas, a pesar de vivir todavía en la tierra, viven como si no vivieran en ella, pues empiezan ya a gustar de las delicias del paraíso y a participar de la felicidad de los bienaventurados. ¿En qué creéis que consiste la felicidad de los santos del cielo? En que no tienen más voluntad que la de Dios ni desean otra cosa más que lo que Dios quiere. En eso consiste su felicidad. Y de esta forma, cuando un alma se muestra conforme con la voluntad de Dios, cuando no tiene ninguna queja del estado en que se encuentra, realmente, hijas mías, eso es empezar el cielo en la tierra, y no creo que haya ninguna felicidad comparable en este mundo. ¿No es verdad, hijas mías, las que así lo practicáis, que experimentáis vosotras mismas lo que os digo? ¿Sentís algún placer mayor que conformar vuestra voluntad con la de Dios? Creo que todas estaréis en este estado, unas más y otras menos. Pero las que hayan recibido de Dios la gracia de estar bien afianzadas en él comprenderán muy bien la felicidad que hay en llegar a tan alto nivel.
Pero, padre, dirá alguna, ¿cree usted que yo puedo llegar a eso, siendo una pobre aldeana? Sí, hija mía; las que sirven a los pobres sin tener afecto a un lugar ni a otro, las que sólo buscan contentar a Dios, las que no piden ni rehúsan nada, que las envíen a otro sitio o que las dejen donde están, las que siempre se muestran lo mismo, os aseguro que no conozco personas más felices que ésas y que no conozco un estado más feliz que ése. Hijas mías, cuando lleguéis a pensar en vuestro interior: ¿qué es lo que quiero?, y reconozcáis que no queréis más que lo que Dios quiere, ¿no es verdad que experimentáis un gozo, una paz interior y un consuelo tan grande que es imposible expresar?
He aquí, pues, dos razones, entre otras muchas, que tenía que deciros a este propósito.
Pero, padre, me diréis también, ¿qué es lo que hizo Nuestro Señor? ¿No siguió acaso su voluntad? Hijas mías, Nuestro Señor no hizo nunca su propia voluntad; al contrario, cumplió siempre la voluntad de su Padre celestial (4), que era su director. Si somos hijos de Dios, debemos parecernos a él; y si sois verdaderas hijas de la Caridad, que quiere decir lo mismo que hijas de Nuestro Señor, ¿no es verdad que tenéis que seguir su ejemplo? Todos los santos han seguido esta práctica, y entre otros san Pablo. Cuando Dios lo derribó de su caballo, cuando su conversión, ¿qué es lo que le dijo a Nuestro Señor?: «Aquí estoy en tierra, le dijo; ¿qué quieres que haga?» (5). No hizo otra cosa más que preguntar cuál era la voluntad de Dios; eso es la indiferencia; ya no hace lo que él quiere ni puede decir otra cosa más que ésa: «Señor, ¿qué quieres que haga? Estoy pronto a obedecerte». Nuestro Señor le ordenó que fuera a buscar a Ananías para que le instruyera. Y así lo hizo. ¡Salvador de mi alma! ¡Quién nos diera más deseos de entrar en sentimientos semejantes!
Hijas mías, una persona que ha llegado hasta aquí está muy adelantada en la gracia de Dios, ya que era eso lo que practicaba Nuestro Señor, lo que hizo san Pablo y también el señor obispo de Ginebra (6). ¿En qué grado tan eminente lo practicaba este último! Decía en cierta ocasión: «Si fuera religioso, no me gustaría nunca pedir nada ni rehusar nada. Pero no puedo hacerlo, pues soy obispo y me veo obligado a mandar, en virtud de mi cargo». En otra ocasión decía también: «Me siento tan indiferente que si Dios no me dijera: ¡Ven a mí!, no me apresuraría en caminar hacia él». En fin, este bienaventurado apreció tanto esta práctica que la convirtió en regla especial para las hijas de Santa María, para obligarlas a no pedir ni rehusar nada.
Es bonito leer lo que se refiere de la suegra de san Pedro en el evangelio (7). Aquella mujer, sintiéndose enferma de una fiebre molesta, oyó decir que Nuestro Señor estaba en Cafarnaún haciendo grandes milagros, curando a los enfermos, echando el demonio de los posesos, y otras maravillas. Ella sabía que su yerno estaba con el Hijo de Dios y podía decirle a san Pedro: «Hijo mío, tu maestro es muy poderoso y es capaz de librarme de esta enfermedad». Poco tiempo después, Nuestro Señor fue a su casa, en donde ella no mostró ninguna impaciencia por su mal; no se quejó, ni le dijo nada a su yerno, ni siquiera al mismo Jesús; pues podía haberle dicho: «Sé que tú puedes curar toda clase de enfermedades, Señor; ten compasión de mí». Sin embargo, no dijo nada y Nuestro Señor, al ver su indiferencia, ordenó a la fiebre que se retirase; y en aquel instante quedó curada.
Mis queridas hermanas, cuando vengan sobre nosotros algunas molestias, no hemos de preocuparnos, ni siquiera por las enfermedades o los achaques; no hemos de desear vernos libres de ellas, sino dejar todo eso en manos de la Providencia y saber que nos basta con que Nuestro Señor nos vea y sepa que padecemos por su amor y por imitar los grandes ejemplos que él nos dio, especialmente en el huerto de los olivos, cuando aceptó el cáliz (8) para excitarnos a la indiferencia; pues, aunque le pidió al Padre que pasase de él aquel cáliz, si fuera posible, sin que tuviera que beberlo, añadió inmediatamente que se hiciera la voluntad de Dios, demostrando que se encontraba en una perfecta indiferencia ante la vida o la muerte. Esto es, mis queridas hermanas, lo que os obliga a estar siempre sometidas a lo que Dios quiera enviaros, y a acostumbraros de tal forma a la indiferencia que ninguna cosa humana sea capaz de proporcionaros ninguna turbación o descontento. ¡Salvador de mi alma, concédenos la gracia de entrar en este espíritu! Mirad, hermanas mías, esto parece duro a la carne; pero un alma que ama a Dios, un alma que quiere salvarse, esa alma no encuentra en ello tanta dificultad como a primera vista pudiera parecer.
En cuanto al segundo punto, que trata de saber en qué consiste la práctica de no pedir ni rehusar nada en cuanto a las cosas temporales, no tengo nada especial que deciros, ya que la cosa habla por sí misma y no creo que sean necesarias más explicaciones.
En cuanto al tercer punto, sobre los medios para practicar bien esta regla, el primer medio es considerar con atención las ventajas que de aquí se derivan para las almas que se esfuerzan en ello, y hacer oración sobre este punto; hablar de él cuando se reúnen dos o tres hermanas, charlar sobre lo que aquí se ha dicho, en vez de hablar sobre tonterías o cosas malas.
El segundo medio para obtener esta virtud es considerar las desventajas que hay en hacer lo contrario a esta práctica.
El tercero es considerar que por medio de esta virtud os convertiréis en perfectas hijas de la Caridad. Os preguntáis a veces sobre cuál es el medio para superar vuestras pasiones, estáis preocupadas por saber qué hay que hacer para convertiros en verdaderas hijas de la Caridad; pues bien, hijas mías, observad esta regla, practicad las virtudes que componen vuestro espíritu, que consiste en la humildad, la sencillez y la caridad; ése es el medio para haceros muy virtuosas.
Como cuarto medio, hay que pensar, como ya hemos dicho, que la cosa no es tan difícil como parece, aunque al comienzo resulte un poco dura. Si os acostumbráis a ello, lo haréis sin ningún esfuerzo, con la gracia de Dios; pero es preciso que le pidáis esa gracia.
Otro medio consiste en mortificarse en las ocasiones en que os cueste un poco. Podéis estar seguras, mis queridas hermanas, que si os mortificáis bien, como hemos dicho, entraréis en esa indiferencia y por consiguiente en la verdadera libertad de los hijos de Dios. ¡Qué dicha llegar a ese estado!
Teníamos a un hermano nuestro que, al hablar de la oración, decía: «Mire, padre, cuando Dios quiere que me mortifique en alguna cosa, en la bebida, en la comida, en el hablar o en el mirar, entonces tengo buenos pensamientos en la oración; me vienen en montón; de forma que lo que más necesito entonces es elegir entre los que me parecen más apropiados».
Os estoy hablando de un hermano ignorante, hijas mías, y Dios le ha dado la gracia de poder decir: «Me vienen en montón». He de confesaros que esto me impresionó. ¡Cómo! ¡Un pobre hermano que ha llegado hasta tal punto en su oración! De aquí podemos deducir que la mortificación es el medio para hacer bien la oración. Seguramente recordaréis lo que os dije en una charla que os di sobre la mortificación, cómo debe extenderse a todos los sentidos, impidiendo a los oídos que oigan lo que no es necesario, a los ojos ver, al gusto deleitarse en comer fuera de lo necesario; por ejemplo: cuando estoy en una parroquia o en un hospital, comeré lo que me está permitido comer en casa, observando el mismo orden, tanto en la cantidad como en la calidad: si no se usa vino, no beberé vino; si hay fruta en abundancia, no tomaré más que lo ordinario. Aunque esté lejos de casa, no haré nunca nada que no esté conforme con lo que allí se hace; por ejemplo, me gustaría mucho ir a tal parroquia con tal hermana; es una buena ocasión para mortificaros y decírselo al padre Portail o a la superiora; tenéis que hacerlo y decirles: «Padre, señorita, creo que es mi obligación advertirle que me gusta mucho estar en tal sitio con tal hermana, con la que me desean enviar: mire usted si será conveniente enviarme allá». Así es, mis queridas hermanas, como proceden los siervos de Dios y como debéis hacer vosotras.
También es una buena ocasión de mortificaros cuando quieren mandaros a un sitio al que sentís repugnancia; cuando una hermana siente esa repugnancia, ¿comete una falta al decirlo o no? No está mal decirlo, contentándose con ofrecer esa pena a Nuestro Señor y con pedirle la gracia para poder superarlo; pero lo mejor sería no decir nada.
Hay mortificaciones interiores, o sea, que hay que mortificar el entendimiento, impidiendo que se llene de vanas curiosidades. A la memoria le gustaría acordarse del pasado, de la juventud, de los placeres y pasatiempos, de las personas que nos ayudaron a ello, para sentir un poco de alegría; o, por el contrario, acordarse de los que nos han causado algún disgusto, para sentir indignación contra ellos. Hijas mías, hay que mortificar el recuerdo de todas esas cosas y no hablar de ellas, sino hablar de cosas buenas, de las virtudes de nuestras hermanas y cuando sintamos afecto a alguna cosa de la tierra, acordarse de que debemos despreciarlas y elevar entonces el corazón a Dios para decirle: «Dios mío, ¡qué feliz seré si logro entrar en estas prácticas! ¡cómo podré entonces avanzar en la virtud!».
Pero, padre, me diréis, ¡qué duro es eso de mortificarse durante toda la vida! – Sí, hijas mías, es menester que nos decidamos a mortificar todos nuestros deseos, cuando no son conformes con la voluntad de Dios. Pero apenas empecemos a practicar esto, todo nos resultará más fácil. Al principio se sentirá alguna dificultad; pero después de siete u ocho días de esfuerzo, o todo lo más treinta días, ya no sentiréis afecto a ninguna cosa y os encontraréis en un estado en el que casi no sabréis si queréis o no queréis. ¡Qué felicidad! No digáis que es imposible llegar a eso; conozco almas en medio del mundo que son tan indiferentes que no les gustaría hacer nada por su propia elección. He conocido y conozco algunas de las que ahora me acuerdo, que me decían: «Si me negara a hacer lo que me ordenan o hiciera alguna cosa según mi voluntad, no podría encontrar nunca descanso».
Cierta señora que conozco no podía hacer la cosa más pequeña si no se lo ordenaban. Pues bien, si las personas que viven en el mundo son capaces de tender a esta perfección y de conseguirla, con mucha más razón estamos obligados nosotros a entregarnos a Dios para entrar en esta santa práctica, ya que él mismo nos lo pide en nuestra regla, que nos obliga a tal sumisión a las órdenes de la divina providencia que hemos de aceptarlas todas con agrado, sin rehusar nada ni desear otra cosa. Esa es la mayor felicidad que puede caberle a un alma en este mundo. Por el contrario, una hermana que sigue su propia voluntad y ve con disgusto lo que se le ordena, o se molesta cuando le niegan alguna cosa, ¡Salvador mío!, ¡en qué estado tan desgraciado se encuentra! ¡Dios mío! ¡Pobre Compañía de la Caridad, qué pronto llegarías a tu fin si te encontrases en un estado tan deplorable! Hijas mías, cuando veáis a algunas que dicen: «Quiero hacer esto; no quiero hacer aquello», ¡qué gran aflicción para todas!
«Pero, padre, dirá alguna, yo acabo de entrar y todavía no tengo fuerzas para ello». Si no eres bastante fuerte, pídele a Dios la gracia de serlo.
«Pero, padre, dirá otra, yo no puedo conseguirlo; me gustaría con todo el corazón, pero, cuando llega la ocasión, fallo en esta regla. Tengo un espíritu tan decidido que no puedo plegarlo a hacer lo que me ordenan. Siento repugnancia a todo lo que los demás quieren que haga». Hijas mías, si hubiera alguna con ese espíritu, tened compasión de vosotras mismas, porque estaría cerca la desolación. Pedidle a Nuestro Señor que os dé la docilidad de su espíritu y esforzaos en adquirirla. Esforzaos todo lo que podáis en vencer vuestro carácter y tened la firme confianza de que Dios os robustecerá con su gracia.
*Pero, padre, yo soy ya antigua; ¿no me estará permitido tener más libertad que las jóvenes? ¿Voy a estar tan sujeta como las que acaban de llegar?». Hijas mías, ¡qué escándalo le daría usted a las demás, si cometiese esa falta! Usted es ya antigua en la Compañía, como dice; pues precisamente por eso tiene que ser la primera delante de Dios en la práctica de las virtudes propias de una verdadera hija de la Caridad. Las hermanas antiguas están obligadas a una virtud mayor que las que vienen detrás de ellas. No solamente le pide Dios más virtud a una antigua que a una nueva, sino que, a medida que vamos avanzando en edad estamos más obligados a trabajar por nuestra perfección. Y yo que, como sabéis, tengo ya setenta y siete años, debo tener más perfección que otro que tenga sólo sesenta años; y cuanto más avance en edad, más obligado estoy a tender a ella, a imitación de aquel que nunca hizo su propia voluntad, sino que estuvo siempre dispuesto a obedecer a su santa Madre y a san José (9) durante su infancia y su vida oculta, y a los jueces, a pesar de su maldad, durante su pasión. Por eso, mis queridas hermanas, yo no veo ninguna excusa para que os podáis dispensar de esta santa práctica, en cualquier estado en que os encontréis, ni en salud ni en enfermedad, ya que siempre podréis tener esta conformidad con la voluntad de Dios.
«Pero, padre, cuando esté enferma, cuando tenga fiebre o esté con un dolor de cabeza insoportable, ¿no me será posible pedir siquiera un vaso de agua?». – En ese caso, no quiero decir que no esté permitido, especialmente en esas fiebres ardientes en las que parece que un sorbo de agua le devuelve a uno la vida, ni me gustaría tachar de imperfección a una hermana que, en ese caso, pidiera algún refrigerio; pero también os aseguro que, si se priva de ello y lo soporta todo por amor de Dios, hará un acto de virtud tan agradable a su divina Majestad que merecerá recibir una unción en el alma infinitamente superior al alivio del que se ha privado al rehusar o al dejar de pedir aquello que tanto necesitaba.
El hombre no vive sólo de pan, sino de la palabra de Dios (10) de forma que las personas que usan menos de los alimentos que parecen tan necesarios para la vida sienten más esos consuelos que acostumbra dar Nuestro Señor a los que se privan voluntariamente de ellos por su amor.
San Bernardo les decía a los que se extrañaban de la austeridad de sus religiosos: «El mundo conoce bien nuestros trabajos y mortificaciones y por eso se lamenta y tiene compasión de nosotros. Pero no conoce las dulzuras y consuelos interiores que sentimos; no comprende que un acto de mortificación nos da una satisfacción mucho mayor que el esfuerzo que pusimos en hacerlo. Por eso se extraña y se compadece de nosotros».
Hijas mías, si lo hiciéramos así, tendríamos un montón de consuelos. Acordaos de lo que os dije de aquel hermano que recibía tantas gracias después de haberse mortificado. Si aceptásemos las mortificaciones como venidas de la mano de Dios, sea cual fuere el motivo por el que nos vienen, sobre todo nuestros disgustos y penas interiores, la Compañía de las hijas de la Caridad sería un paraíso en la tierra. Estad seguras de que una hermana que procure mortificarse adquirirá un montón de virtudes. Ya os dije en otra ocasión cómo un buen religioso de una orden muy austera se había acostumbrado de tal forma a la mortificación que ya no le costaba ningún esfuerzo y les decía a sus hermanos: «¿Pero qué hacemos aquí? Hemos venido a obedecer, pero nos sucede todo lo contrario, ya que todas las cosas nos obedecen a nosotros».
Mirad, hijas mías, si queremos vivir en libertad, mortifiquemos nuestras pasiones, pues es propio de la mortificación dar descanso al alma, de forma que siempre estará contenta con lo que le pasa y no pide ni rehúsa nada.
Mis queridas hermanas, ¿no os parece admirable estar dotadas de una virtud que hace que no queramos nada más que la voluntad de Dios? Suponed que ahora estamos en libertad, o de seguir nuestras inclinaciones con todas las desventajas que esto supone, o de alcanzar el estado de los bienaventurados que están en el cielo, conformándonos en todo con la voluntad de Dios. Si estuviera la elección en vuestras manos, ¿no desearíais inmediatamente entregaros a Dios para poneros en este santo estado? Mis queridas hermanas, no dudo de que todas estáis en esta disposición. Pero, como no basta con tener buena voluntad, si no se siguen los efectos, es preciso pedirle a Dios la gracia de ponerse en este estado y empezar a ejercitarse en él, aceptando con agrado todo lo que nos den, aunque haya algo que repugne a nuestros sentimientos, y que nunca jamás se oiga en esta casa: «¿Cómo es que me dan este cuello? ¿A qué se debe este cambio? ¿Por qué me dan esta ropa? Yo no quiero esto». Hijas mías, quiero creer que no se da este defecto entre vosotras, aunque se haya dado otras veces. Entregaos a Dios para practicar esta virtud, que impedirá muchas críticas contra las disposiciones de los superiores; hemos de ver siempre en su voluntad la voluntad de Dios, sin imaginarnos que todo está desordenado, que la casa ha cambiado y que ya no es como era. Hijas mías, tened cuidado con esto, ved de dónde proceden esos sentimientos y no os engañéis. No es la casa la que ha cambiado, sino vosotras mismas. Cuando salisteis de aquí, erais muy recogidas y estimabais la práctica de vuestras reglas; pero os disipasteis y os olvidasteis de todo esto durante vuestra ausencia; y al volver a casa, os parece que ésta ha cambiado, al ver en ella ciertas prácticas que vosotras no observáis. ¡Oh Salvador nuestro! Concédenos la gracia de corregirnos de todas estas faltas y de ponernos en este santo estado. ¡Salvador mío! Tú que eres la misma caridad y el padre de las hijas de la Caridad, que no hiciste nunca tu propia voluntad, sino siempre la de tu Padre, que quisiste estar sometido a tu santa madre y a tu padre putativo san José, concédeme la gracia de no querer jamás otra cosa más que lo que quiere tu Padre celestial. En eso está la verdadera felicidad. Concédenos, Señor, la gracia de empezar desde ahora mismo esa vida bienaventurada que poseen los santos en el cielo, que consiste en no tener más que el mismo querer y no querer con Dios. ¡Salvador mío! Si concedes a las hijas de la Caridad esta gracia de no pedir ni rehusar cosa alguna, ellas empezarán su paraíso en esta vida y gozarán de algún modo de la vida bienaventurada que tú posees y que nos has merecido. Esta es, mis queridas hermanas, la súplica que le hago a Nuestro Señor.
Pero no he contestado todavía a cierta objeción que se me podría hacer; por ejemplo: «Puede ser que no se den cuenta de que me falta alguna cosa necesaria; ¿qué he de hacer entonces?». Hijas mías, he aquí lo que se hace en San Lázaro: hay un hermano celador de la pobreza, que se encarga de preguntarle a cada uno si le falta alguna cosa; y él procura proporcionársela. Creo, señorita, que haría usted bien en obrar de esta manera con las hermanas.
– Padre, dijo la señorita, ¿le parece bien que le indique las dificultades que podrían surgir en eso, debido a los diferentes sitios de donde vienen las hermanas y en días distintos? Eso nos ha obligado a hacer lo siguiente: cuando la hermana encargada de los hábitos, o yo misma, nos damos cuenta de alguna necesidad, lo atendemos personalmente; otras veces son las hermanas las que nos lo indican; y cuando creemos necesario, señalamos mansamente las razones que hay para rehusar alguna cosa.
– Quizás sea conveniente obrar así para las de fuera, dijo el padre Vicente, pero creo que convendría introducir esta práctica con las que viven en casa.







