Vicente de Paúl, Conferencia 080: Elección de las oficialas

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(22.05.57)

Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es la práctica de una de vuestras reglas, que es la elección de las oficialas. Tiene que hacerse todos los años, la víspera de Pentecostés. No sé por qué razón no la hicimos el año pasado; creo que fui yo el motivo, así como también el de que lo hayamos dejado para hoy, en vez de ayer, que es cuando se debía haber hecho esta elección.

Pues bien, sobre este tema se os ha dado tres puntos para reflexionar. El primero es de las razones que tenemos para entregarnos a Dios a fin de escoger a las hermanas que puedan tener las cualidades requeridas para ser oficialas. El segundo punto es de las señales para conocer a las que tienen esas cualidades. El tercero, sobre los medios para proceder debidamente en la elección de las oficialas.

Veamos ahora el primer punto. Es de las razones que tenemos, vosotras y yo y todos los que están aquí, para entregarnos a Dios a fin de que nos conceda la gracia de poner los ojos en aquellas que tengan las cualidades requeridas para ser oficialas. El segundo punto serán las señales que nos darán a conocer que tal hermana es buena, que tiene más o menos las cualidades necesarias. En el tercer punto explicaremos cómo hay que proceder para dar vuestra opinión cuando se os diga.

Pues bien, hijas mías, la primera razón que os obliga a entregaros a Dios para escoger algunas oficialas para sustituir a las que lo han sido hasta ahora, para las que pido la bendición de Dios y la recompensa por los servicios que han prestado a la Compañía, es, fijaos bien, hijas mías, que puede decirse que todo el bien y todo el mal de la casa depende de la superiora y de las oficialas. Si la superiora y las oficialas cumplen bien con su deber, hay motivos para esperar que la Compañía se conserve y vaya aumentando de virtud en virtud; y lo contrario, si va decayendo en lugar de perfeccionarse. Cuando los miembros de un cuerpo y la propia cabeza están enfermos, ese cuerpo no puede ir bien. Si no funcionan los brazos o las piernas, si uno es sordo o mudo, ese cuerpo tiene esos miembros, pero es como si no los tuviera. Lo mismo pasa con las comunidades. La Compañía de la Caridad es un cuerpo y las oficialas son los miembros de ese cuerpo. Si cumplen bien, todo el cuerpo irá bien; pero si no cumplen con su deber, todo el cuerpo se resentirá. De forma que puede decirse que uno de los mayores bienes que puede suceder a la Compañía es tener una buena superiora y unas buenas oficialas, que velen para que las cosas que van bien vayan mejor y que procuren remediar las que van mal, advirtiendo de ello a los superiores.

Os diré, hermanas mías, que con las órdenes más santas de la iglesia pasa como con nuestros cuerpos, que es menester purgarlos de vez en cuando para que se conserven sanos. Con esto y con otros remedios se recuperan las fuerzas que se habían perdido. Por eso sólo sirve durante algún tiempo, y poco después hay que comenzar de nuevo. Tal es la debilidad humana. Unos días estamos llenos de fervor y devoción; poco después, por el contrario, volvemos a encontrarnos faltos de devoción, negligentes y sin afecto en el servicio de Dios. La naturaleza corrompida nos sujeta a estas miserias. Estamos ahora en esta situación y poco después estaremos en otra. Hay una hermana de la Caridad que parece de buen espíritu, muy discreta y esmerada en el cumplimiento de sus reglas, y poco después un asunto enojoso, un descontento, una corrección, cualquier tontería, basta para hacerla cambiar, de forma que, al verla, ya no parece la misma que era en presencia del padre Portail o de la señorita Le Gras. ¿No es verdad lo que digo, hijas mías? ¿No lo experimentáis vosotras mismas? Estoy seguro de que sí.

Mirad, mis queridas hermanas, tenéis que saber que lo que sentimos en nosotros mismos ocurre de forma parecida con el cuerpo de la Compañía. Sí, las mismas alteraciones y cambios que experimentamos en nosotros se dan también en el cuerpo de las comunidades. Pues bien, ¿quién tiene que poner orden en todo esto? Los superiores, que tienen que tener ojos para velar por las necesidades de todo el cuerpo de la Compañía y de cada uno en particular.

Imaginaos un barco en el mar; si el piloto no sabe conducirlo como es debido, se irá al fondo. Pues bien, una Compañía es como un barco en el mar, que tiene que llevarnos al puerto, y los superiores son como los pilotos que deben conducirlo. Y lo mismo que, cuando los vientos se levantan y parece como si las olas fueran a derribar el barco, el barco se iría a pique si 105 que deben conducirlo no tomaran el timón en la mano, de la misma manera, si los que deben guiar a la Compañía no se esmeran en tener firme el timón y obrar de manera que se cumplan fielmente las reglas, esa Compañía se irá a pique. Si la superiora y las oficialas no velan por la Compañía, ¿qué ocurrirá con las pobres hijas de la Caridad? Sólo se oirá hablar de desórdenes. Se dirá que en tal ciudad han hecho tal cosa, y que en otra parte ha ocurrido aquello. Y así poco a poco desistirán de llamarlas. De forma que es de tanta importancia escoger buenas oficialas como tener un buen piloto para conducir un barco al puerto deseado.

Más todavía, hijas mías, todo el bien y todo el mal depende de eso. Se lo digo muchas veces a nuestros padres: todo el mal que se hace en la Misión, decid que es el padre Vicente el que lo hace. Si se hace algún bien, atribuídselo a Dios; pero el mal achacádselo a los superiores, pues si yo vigilara sobre vosotros, ese mal no se haría. Si os advirtiese de lo que debéis hacer, si yo me elevase a Dios para obtener las luces que se necesitan para conducir con acierto a la Compañía, seguramente todo iría bien.

Esta es la primera razón para entregarse a Dios a fin de escoger bien a las oficialas, porque ¿qué hará la superiora si las oficialas carecen de las cualidades requeridas? ¿Qué podrá hacer si no se ve secundada por las oficialas? ¿De qué le servirá ordenar, si las oficialas no tienen interés en hacer que se ejecute no sólo lo que ella dice de palabra, sino lo que se sabe que es su intención? Porque los verdaderos obedientes no se contentan con seguir lo que los superiores ordenan, sino que van más allá, haciendo lo que creen que es según su intención. Se necesita, pues, que las oficialas pongan mucho cuidado en hacer ejecutar las órdenes que dé la superiora y en advertir los defectos que observen, ya que, si ellas no ven el mal que se hace, la superiora no podrá poner remedio; y así las oficialas serán culpables del mismo mal.

Una persona le decía a un miserable pecador como yo: «Cuando me encuentro apurado sin saber qué hacer, considero en mi interior cuál sería la intención de mis superiores; y luego obro según eso. Así me quedo tranquilo». Las oficialas deben tener siempre los ojos puestos en la voluntad de Dios y en las órdenes de sus superiores, para que toda su conducta sea un vivo ejemplo en el que puedan formarse todas las demás, como dice el salmista en el salmo 122: Ad te levavi oculos meos, qui habitas in coelis. ¡Oh Señor, como la esclava tiene los ojos fijos en su señora para hacer lo que ella manda, así nosotros tenemos los ojos puestos en ti!

La tercera razón para escoger bien a vuestras oficialas es lo que me acuerdo que ya os dije cuando os hablé de la uniformidad, que es una de vuestras reglas, que un alma que actúa en todas las cosas de manera uniforme con la comunidad es muy agradable a Dios. Os puse entonces una objeción, que ahora os repito: «¿A quién tengo que hacerme semejante?».  – Nos dijo usted que hay que estar de acuerdo con la superiora de la casa. Pero ¿en quién tengo que poner los ojos? ¿En tal hermana, en la hermana Francisca, en la hermana Juana, en la hermana María? – Entonces os respondí que había que tomar como modelo a una hermana, cuando obra bien. Y para formaros como buenas hijas de la Caridad, tenéis que aprenderlo en vuestras reglas, en las conferencias que os han dado y en los ejemplos que aquí veis. Pero, si esta casa que debe servir de regla a las demás y dar ejemplo a todas no estuviera compuesta por personas fieles a sus reglas, si se notara algún desorden entre ellas, ¿qué pasaría con las demás? Y como son las oficialas las que están obligadas a hacer observar las reglas y dar ejemplo a las demás, ya que están siempre en esta casa, es muy importante que las escojáis bien, para que velen por la ejecución de la intención de los superiores, para que formen bien a las jóvenes que se reciben, en una palabra para que todo vaya de tal forma que queden edificadas las que vuelvan de las aldeas o de la ciudad y, cuando vean lo que aquí se hace, puedan decírselo a las otras y hacer lo mismo en el sitio donde están. Pues tiene que ser así, hijas mías. Cuando una hermana dice: «Se hace tal cosa en nuestra casa; nos portamos de esta manera», hay que hacerlo. Y por eso precisamente se os dice que hay que poner los ojos en lo que aquí se hace.

Bien, padre, me diréis, vemos muy bien la necesidad que hay de escoger bien a las oficialas, pues según es el amo, así son los criados; según son el padre y la madre, así son los hijos; y por consiguiente según sean las oficialas de la Caridad, así serán también las otras. Por eso nos entregamos a Dios con todo el corazón pata obtener de su gracia ese favor. Pero ¿en qué las conoceremos?

Hijas mías, os voy a decir las señales por las que podréis conocerlas más o menos concretamente. Ya sabéis que hay tres oficialas: La primera se llama asistenta; su oficio consiste en recibir las órdenes de la superiora y en procurar que se observen. La segunda oficiala es la tesorera; se encarga de guardar el dinero. La asistente sirve de consejera a la superiora y la tesorera también. La tercera es la despensera; tiene que contribuir igualmente con sus consejos, cuando se los pidan.

Esto por lo que se refiere al cargo de cada oficiala. En cuanto a la manera de cumplirlo, la tesorera da cuentas de vez en cuando a la superiora y la despensera recibe el dinero para los gastos ordinarios de la tesorera, a la que tiene que dar igualmente cuentas. En Santa María se hace lo siguiente: la despensera da cuentas todos los días, y la superiora todos los años al superior. La visita se hace todos los años y el visitador pide cuentas y comprueba los gastos y los ingresos. Aquí se hace prácticamente lo mismo.

Veamos las señales para conocer cuáles son las que tienen las dotes requeridas para ser nombradas oficialas. La primera es que sería de desear que estuviesen bien, gozando de buena salud, ya que tienen que ser las primeras en todo. Pero puesto que Dios no quiere que tengan todas buena salud y que haya algunas enfermas con capacidad para estos oficios, no hay que rechazarlas por falta de salud. Por eso, si una enferme que es oficiala no está lo suficientemente bien para asistir a todos los ejercicios, in nomine Domini!

La segunda señal para conocer a una buena oficiala es que sea sana de mente: una hermana juiciosa, paciente, mansa, prudente, razonable, que no se deja llevar por la pasión. Hay algunas personas que no se dejan arrebatar por la pasión, pero que tienen un espíritu tan variable que nunca, o muy pocas veces, parecen discurrir con razón. A esas personas no conviene elegirlas.

En tercer lugar, importa que las que elijáis sean buenas cristianas, que tengan temor de Dios, que se muestren fieles en cumplir con todo lo que Dios ordena, pues sin eso no podrán ser buenas oficialas.

La cuarta señal para conocer a las hermanas aptas para ser oficialas es que no hayan demostrado tener ninguna ambición, que se advierta en ellas un espíritu de sencillez, un gran celo por el servicio del prójimo y sobre todo por la salvación de los pobres, nuestros amos y señores, puesto que somos servidores de los pobres, aunque indignos de ese honor. Hay que tener en cuenta que sean hermanas virtuosas, modestas en su tocado, en su forma de caminar por la calle, que no sean afectadas en sus vestidos, ni que sean aficionadas a singularizarse; en fin, que sean buenas hijas de la Caridad en todos los cargos que se les encomienden. Eso es una buena señal.

Además, una hermana que sea fiel a las reglas, que lamente las faltas de sus hermanas y procure ayudarles a corregirse, que tenga celo de la obediencia y que no falte a ninguna norma: todo eso indica que una tiene cualidades para ser una buena oficiala.

Pero una que no tenga humildad, que no sea amiga del desprecio y enemiga del honor, que por el contrario busque siempre el aplauso, la alabanza y que se hable de ella, todo eso, mis queridas hijas, está muy mal en una hermana. Las que tengan ese espíritu no valen para ser oficialas. Bien, habría otras señales que deciros, pero creo que será suficiente con las que os he dicho.

Pasemos al tercer punto, que es de la manera como hay que obrar en esta elección. ¿Qué hay que hacer para acertar en la elección? Hijas mías, es preciso que cada una se entregue a Dios desde ahora mismo para ver a las que son aptas, y dar su voto a aquellas en las que Dios os haya hecho ver las cualidades requeridas. Pero ante todo habéis de decidiros a no votar más que a las que creáis más aptas.

Y como hay dos cosas que impiden proceder bien en la elección, tenéis que procurar evitarlas.

En primer lugar es que, de ordinario, se sienten inclinaciones por una y no por otra; y así se la juzga más adecuada que aquella por la que no se siente especial afecto, quizás porque es de nuestro gusto y se muestra complaciente con lo que deseamos; por el contrario, hay otras que no nos van, que nos resultan antipáticas, por la diferencia que encontramos entre su manera de ser y la nuestra: esto nos hace pensar que no son aptas. Pues bien, no tenemos que mirar en esto a nuestras inclinaciones ni dejar de votar a las que no nos gustan, pues eso estaría mal hecho; ni tampoco hay que dar el voto a una hermana por el mero hecho de que nos resulta simpática. Hay que dejar aparte nuestras inclinaciones y caminar rectos hacia Dios, viendo delante de él a las que tengan mejores cualidades y votarlas.

En segundo lugar, estaría mal entretenerse en comentarios parecidos a estos: «Tal hermana es buena para ser oficiala; tal otra no lo es». No hay que pensar nunca de este modo, ni hablar de lo que se ha hecho antes ni después. Es menester que todo esto quede en secreto y que se mantenga el silencio.

Hemos pensado que la mejor manera de proceder en esta elección es hacerla como la hicieron los apóstoles cuando, después de la ascensión de Nuestro Señor y la bajada del Espíritu Santo, decidieron poner a algún otro en lugar de Judas. ¿Qué es lo que hicieron? Reunieron a los discípulos y les dijeron: «Todos sabéis cómo el desgraciado Judas perdió el apostolado vendiendo a nuestro buen Maestro y cómo se desesperó. Se necesita que otro ocupe su lugar» (1). y para proceder según les inspirara el Espíritu Santo, escogieron a dos de los discípulos que habían seguido a Nuestro Señor hasta la muerte, para hacer a uno de ellos apóstol en lugar de Judas. Pues bien, hemos pensado delante de Dios que nosotros teníamos que proceder del mismo modo: según este ejemplo de los apóstoles, hemos nombrado a dos para asistenta, a dos para tesorera y a dos para despensera. Iremos llamándoos a una tras otras y cada una nos dirá a cuál de las dos cree la mejor. Y como es costumbre de las comunidades que las novicias y las que lleven menos de cuatro años en la comunidad no tengan voz ni voto en las elecciones, las que no lleven aquí cuatro años se retirarán a un lado y las demás a otro. Y según os vayamos llamando, nos diréis en voz baja a quién votáis, sin hablar de ello con nadie después de la elección.

Bien, Salvador de nuestras almas, tú has escogido desde toda la eternidad a las hermanas que deben ser oficialas; concédenos la gracia de conocerlas. Ellas han sido oficialas en tu mente desde toda la eternidad. Acepta que te recordemos que son tus oficialas, a las que tú has escogido para el bien de esta pequeña Compañía. No contentaste con formar a esta Compañía para tener en ella a tus esposas; has inspirado además el que tuvieran oficialas que, con tu gracia, cooperasen en su mayor satisfacción. ¡Bendito seas por haber obrado de este modo! Acepta pues Señor, que nos dirijamos a ti como lo hizo san Pedro, a propósito de la elección que deseaba hacer de una persona para ser apóstol, suplicándote que le dieras a conocer tu voluntad de este modo: «¡Oh Señor! Muéstranos a quién has escogido para este ministerio» (2),

Hermanas mías, elevaos a Dios conmigo para pedirle esta misma gracia; entregaos por completo a él para no ver en esta acción más que su santa voluntad y para dar vuestro voto a aquellas a las que os hubiera gustado votar en la hora de vuestra muerte. Pues tenéis que saber que sería un pecado dar el voto a una a la que no creyerais apta. Es el concilio de Trento el que lo dice: «Es pecado mortal escoger al peor entre las que nos proponen y es un gran mérito dar el voto a una buena».

Hay otras distintas de aquellas en las que hemos puesto los ojos y que serían también aptas, pero se necesitan en otros sitios. Y me atrevo a decir, por la misericordia de Dios, que quizás tengan las cualidades requeridas para ser oficialas en un grado tan alto como las que han sido designadas para ello. Pero, para no defraudar a las personas que las han pedido desde hace tiempo, no las vamos a nombrar.

Entonces nuestro venerado padre dijo cuáles eran las hermanas nombradas para ser elegidas y a continuación su caridad empezó el Veni Creator Spiritus. Luego fue llamando a las hermanas, que fueron dando una tras otra su voto en voz baja.

Hermanas, dijo nuestro venerado padre, la mayor parte de los votos recae en la hermana Juana de la Cruz para asistente, en la hermana Genoveva Poisson para tesorera y en la hermana Magdalena Ménage para despensera. ¡Quiera la bondad de Dios aceptar esta elección y concederles la gracia de cumplir bien con sus obligaciones para su gloria y provecho del prójimo!

Una de las oficialas salientes se puso de rodillas y pidió perdón por las faltas que había cometido durante su cargo de oficiala y por el mal ejemplo que había dado a la comunidad. Nuestro venerado padre le dijo:

¡Que Dios le bendiga, hermana! La señorita Le Gras me acaba de dar muy buenas referencias de usted y de su conducta, así como de las demás. ¡Bendito sea Dios por ello! Pero tiene usted razón en pedir perdón a las hermanas por los malos ejemplos que haya podido darles en el desempeño de su cargo. Las hermanas de Santa María también acostumbran hacerlo así cuando dejan el cargo. Y hasta se les impone alguna penitencia. Creo que será conveniente que se haga aquí lo mismo. Dios le ha inspirado a esta hermana la idea de hacer este acto para que nos acordemos de ello, pues se me había olvidado. ¡Que Dios la bendiga, hermana!

Las otras dos oficialas hicieron lo mismo y nuestro venerado padre les puso a todas ellas como penitencia y para obtener de Dios la gracia que necesitan las hermanas recién elegidas para empezar bien su cargo, que dijeran las letanías del santísimo Nombre de Jesús y que oyesen la misa al día siguiente por estas mismas intenciones. Y así acabó la conferencia.

Sancta Maria, succurre miseris…

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