Vicente de Paúl, Conferencia 078: Sobre el jubileo

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(14.12.56)

Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es el jubileo. El primer punto es de las razones que tenemos para entregarnos a Nuestro Señor a fin de disponernos a ganar bien el jubileo; el segundo punto, de lo que hay que hacer para disponerse a ganarlo bien; el tercer punto, de los obstáculos que pueden impedirnos ganar el jubileo.

Mis queridas hermanas, antes de explicaros el primer punto, creo que será conveniente deciros lo que es el jubileo. Esa palabra de jubileo quiere decir gozo y júbilo; y año de jubileo quiere decir ano de regocijo. Pues bien, este jubileo, mis queridas hermanas, se entiende de dos clases, el de la antigua ley y el de la nueva. El jubileo de la antigua ley era un año de regocijo y de reposo para todo el mundo; en aquel año no se hacía nada; ni siquiera las bestias trabajaban; y la tierra tampoco; y así todo el mundo estaba en paz. Los que habían pedido prestado algún dinero quedaban en paz y los bienes que se habían vendido eran devueltos a las personas a quienes pertenecían, ya que Dios lo había ordenado así por su propia boca; los esclavos volvían a ser libres; en una palabra, todo quedaba en libertad. Ved entonces si no había motivo para regocijarse. Aquel año de jubileo era una ocasión de consuelo y alegría.

El jubileo de la nueva ley de Nuestro Señor Jesucristo tiene los mismos efectos que el primero, y es un gran motivo de consuelo para todos los cristianos, pero no de consuelo temporal, como era el de la antigua ley, que no se refería más que al cuerpo. El de ahora se refiere al alma. Los mismos consuelos que el jubileo proporcionaba materialmente, los recibimos en nuestro año de jubileo espiritualmente. ¿Cómo es posible? Porque los que estaban esclavizados por sus pasiones, los que estaban en deuda con el espíritu maligno por haber obedecido a sus tentaciones, si ganan bien el jubileo, se verán libres de todo eso. Y lo mismo que los esclavos recibían la libertad, también los que son esclavos del diablo quedarán libres por la gracia que recibirán y serán restablecidos en la libertad de los hijos de Dios. De esta forma, mis queridas hermanas, es un gran motivo de consuelo recobrar los bienes del alma que se habían perdido, volver a la gracia de Dios y verse reconocido como hijo suyo; porque el jubileo hace eso por los méritos de la sangre del Hijo de Dios que se nos aplican, por medio de los cuales volvemos a entrar en el derecho de los hijos de Dios, en la posesión de su reino, de manera que él nos mira con amor y nos trata como a sus hijos muy amados.

Pues bien, mis queridas hermanas, para entender mejor este primer punto, es menester que sepáis que hay dos penas del pecado: una eterna, que se sufre en el infierno, y otra temporal, relativa a la doble malicia que hay en el pecado; la primera que nos hace volver las espaldas a Dios, y la otra que nos hace dar el rostro a las criaturas. De hijos de Dios que éramos, nos hacemos esclavos del pecado. Por una pequeña satisfacción, por un plato de lentejas, por una pasión, se vuelve la espalda a Dios y se le da el rostro, esto es, el afecto, al mundo, a las riquezas y a las otras cosas de la tierra.

Ahora bien, como todo pecado mortal produce esos dos malos efectos, tiene que haber también dos castigos. Uno, por haber dejado a Dios. Ese acto de volver la espalda a Dios merece el castigo de no verlo jamás, y esa pena se llama condenación. Esto en cuanto al primer efecto: nos priva del cielo y de la visión bienaventurada de Dios.

Y como, al apartar nuestro rostro de Dios, lo volvemos hacia las criaturas, eso nos hace dignos de las penas eternas.

Así pues, el primer motivo para disponerse a ganar el jubileo es que el pecado nos pone en una situación de no ver jamás a Dios; y el segundo, que nos sujeta a las penas eternas, por haber vuelto el rostro a las criaturas, con desprecio del Creador. Entonces, cuando hemos consentido en el pecado, ¿qué hay que hacer para ponerse en gracia de Dios? Hay que volverse a su divina Majestad; y eso es lo que hacemos cuando nos confesamos. Volvemos nuestro rostro a Dios, que nos reconoce como hijos pródigos, cuando confesamos nuestros pecados con el espíritu de verdadera penitencia. Su divina bondad nos perdona la primera malicia del pecado, de forma que volvemos a entrar en su gracia por medio de la absolución del sacerdote. Pero esto no produce más que ese efecto de perdonarnos la culpa, sin impedir que nos veamos obligados a la pena que merece el pecado y que tengamos que satisfacer en este mundo o en el otro.

Pero, padre, ¿es que la absolución no nos libra de la pena debida por los pecados que hemos confesado? – No, hijas mías; todavía es preciso hacer penitencia en este mundo por medio de las enfermedades que Dios nos envía o por otras penas que permite que nos sobrevengan. Sea lo que fuere, es menester satisfacer a la divina justicia; y una persona que no lo hace mientras tiene los medios para ello y que muere sin haber satisfecho por los pecados cometidos, va al purgatorio; y en ese lugar sufre la pena del fuego, que es un tormento mayor que todas las penas que uno puede imaginarse e incluso que todo lo que Nuestro Señor Jesucristo padeció en su pasión.

Pero, padre, ¿hay que estar mucho tiempo en el purgatorio?  – Hijas mías, no lo sabemos. Se está allí hasta que Dios sea satisfecho. Por tanto el remedio para evitar ir allá es no verse obligado a padecer esas penas después de esta vida.

Mis queridas hijas, el medio para no ir al purgatorio es el jubileo y las indulgencias; y eso es solamente lo que nos puede librar de las penas debidas por nuestros pecados.

Pero es preciso que sea el papa el que nos lo conceda, ya que sólo a él pertenece disponer de los tesoros de la Iglesia.

Pues bien, los tesoros de la iglesia son los méritos de Jesucristo que nos son aplicados por el jubileo que nuestro Santo Padre nos concede; por él no sólo volvemos a la gracia de Dios, sino que se nos perdona la pena debida por nuestros pecados, de forma que una persona que ha hecho bien el jubileo, cuando muere, va derecha al paraíso. Sí, mis queridas hermanas, la fe nos lo enseña. ¡Mirad qué dicha para las que ganen bien el jubileo poder decir que, si una persona ha hecho lo que debía para ello, en el mismo momento de su muerte, se va su alma directamente al paraíso sin ir al purgatorio!

Ved, hermanas mías, el gran beneficio que nos proporciona el jubileo. Se dice que nada sucio entrará en la ciudad sagrada, y que no hay que tener ninguna mancha de pecado, ni de culpa ni de pena, para entrar en el cielo. Y si resulta que somos culpables de un solo pecado después de la muerte, será menester que lo purguemos, aun cuando nos lo hayamos confesado.

Tenemos el ejemplo de nuestro primer padre Adán, que nos demuestra con claridad que la pena del pecado no se perdona con la culpa, pues, aunque Dios le perdonó su pecado, no por eso se vio libre de hacer una larga penitencia.

Y también David (2), Después de reconocer y lamentar su falta, obtuvo el perdón y mereció que el profeta Natán le dijera, de parte de Dios, que había quedado perdonada su culpa. Pero después de que David dijo: «¡Señor, he pecado!», Natán le contestó: «Bien, tu pecado ha sido perdonado; pero no queda todo resuelto con ello. Es verdad que no irás al infierno, pero Dios no se contenta; te quitará a ese hijo que tanto amas, en castigo contra el pecado que has cometido». Mirad cómo quiere Dios que el adulterio de David sea castigado con la muerte del niño que había nacido; y efectivamente murió, tal como el profeta le había dicho.

No sólo se trata de quedar en paz en cuanto a nuestros pecados mortales, que nos obligan a padecer las penas del infierno; los pecados mortales y los veniales nos serán perdonados; y eso es una gran gracia. Pero, mirad, hermanas mías, un solo pecado venial nos retrasará la entrada en el cielo y nos obligara a hacer penitencia de él.

Pero, padre, me diréis, un pecado venial, una pequeña mentira, ¿nos obliga a hacer penitencia? – Sí, hijas mías, el pecado más pequeño, una distracción al oír la santa misa, si no ponemos interés en rechazarla, no se borrará sin alguna pena en este mundo o en el otro, a no ser por el jubileo que, como os he dicho, borra la pena y la culpa de todo pecado, incluso de los pecados mortales que hemos olvidado. Si en la confesión se olvidase uno de algún pecado mortal, la culpa y la pena de ese pecado se perdonarían por el jubileo.

Este es, por consiguiente, hijas mías, un gran motivo para dar gracias a Dios por la idea que ha inspirado a nuestro Santo Padre el papa, que no puede proceder más que de su bondad, la cual, deseando que todas las almas de los fieles vuelvan a su gracia, ha inspirado al Santo Padre el pensamiento de conceder este jubileo.

El motivo más importante para animarnos a hacer bien todo lo que se requiere para recibir esta gracia es ponernos en un estado tal que, si muriésemos, iríamos derechos al cielo; y si tuviéramos alguna mancha en el alma, que nos obligase a ir al purgatorio, quedaría borrada esa mancha. Pero, como para limpiar lo que está manchado se necesita realizar algún esfuerzo y hay que frotar y limpiar bien el lugar que está sucio, así también para quitar esa mancha que el pecado ha dejado en nuestras almas hay que hacer algo que nos cueste, como es justo. Pero he aquí que de repente, y sin ningún esfuerzo, todo queda borrado por medio del jubileo.

Otro motivo, mis queridas hermanas, para entregarnos a Dios a fin de que nos dé las disposiciones necesarias para ello es que el jubileo no es tanto para nosotros como para toda la iglesia. El papa, considerando que la iglesia está compuesta de muchos miembros, que forman todos ellos un solo cuerpo, y que entre los fieles hay malos sacerdotes que la deshonran y muchos malos cristianos que se portan mal, ha pensado que era menester que todo el pueblo se pusiera en oración para obtener de Dios que conceda la conversión de los pecadores, la santificación de la santa Iglesia y la purificación de tantas herejías como la afligen desde hace trescientos años. ¡Y quiera Dios que no sea un comienzo de otras nuevas herejías lo que estamos viendo en nuestros días! Eso es lo que hemos de pedirle a Dios: que cada uno cumpla bien con su deber en su condición que los sacerdotes se porten santamente, que los párrocos desempeñen bien su cargo y que todas las comunidades vivan con la perfección que Dios les pide.

Este es, mis queridas hermanas, uno de los fines del jubileo. Ved si las hijas de la Caridad no tienen motivos para guardar bien sus reglas, y las hermanas de la Magdalena, de la Visitación y todas las demás casas religiosas, para obtener de Nuestro Señor que escuche las plegarias que se le hacen, que dé buenos sacerdotes a su iglesia y que todos los cristianos vivan santamente, como están obligados a vivir los buenos cristianos. Esa es la intención del papa al conceder el jubileo.

El segundo motivo es que el jubileo no es sólo para la iglesia; es también por la paz y para que nos la quiera dar Dios, haciendo cesar la guerra que aflige al pobre pueblo desde hace tanto tiempo. En estos momentos la situación está más enconada que nunca. En las fronteras de Picardía, por San Quintín, hay una miseria que no se puede explicar, según me escribe el hermano Juan (3) que está por allí. He visto a un buen párroco de aquella parte, uno de estos días, que me decía: «Nuestro Santo Padre el papa, al saber estas noticias, ha querido poner a todos los cristianos en oración para obtener de la bondad de Dios alivio para su pueblo; y para eso ha querido este jubileo». Mirad, mis queridas hermanas, cuántos motivos tenemos para entregarnos a Dios a fin de hacerlo bien.

¡Qué dicha, hermanas mías, si Dios nos concede la gracia de hacer bien todas las cosas que manda la bula y de ponernos en situación de que Dios vea con agrado las oraciones que le dirijamos! ¡Qué dicha si esta pequeña Compañía puede arrancar de las manos de Dios este azote de la guerra y de la peste, que es tan grande que llegan a morir hasta doscientas treinta o doscientas cuarenta personas cada día! ¡Qué dicha si obtenéis de Nuestro Señor que las personas afligidas por esta enfermedad se vean libres de ella y todas las demás se vean preservadas! Hay muchos motivos para rezar a Dios por esto, ya que hay muchas personas expuestas al peligro, de forma que, si Dios no las protege, no podrán evitar este mal. Nosotros tenemos también a dos de los nuestros en Génova, a otros dos en Roma y a otros dos en Varsovia, expuestos al peligro. Los encomiendo a vuestras oraciones. De los dos de Polonia os puedo decir que ya la han pasado y están sanos, gracias a Dios.

Estos son los motivos muy poderosos para hacer lo que Nuestro Señor ha inspirado a nuestro Santo Padre. Primero se trata de obtener de Dios la paz, tanto para la iglesia como para el pueblo; se trata de poneros de tal forma en gracia de Dios que no quede en vosotras ninguna mancha de pecado, ni de culpa ni de pena. Mirad qué colmo de consuelo para un alma que, después de haber hecho de su parte todo lo que debe hacer, se encuentra en ese estado.

Bien, mis queridas hermanas, éstos son los motivos que nos deben inclinar a hacer bien el jubileo; pero ¿qué hemos de hacer para ello? Hay que hacer lo que se indica en la bula del papa y, después, lo que ha ordenado nuestro señor arzobispo, sin olvidarse de pedir a Dios por su conservación. Mirad, queridas hermanas, hemos de estarle muy agradecidos, tanto nosotros, los sacerdotes de la Misión, como vosotras, pues ha sido él el que ha aprobado vuestra Compañía. Por eso os ruego que os acordéis de él en vuestras oraciones, a fin de que quiera Dios conservarlo para el bien de su Iglesia.

¿Qué más hay que hacer, hijas mías? El Santo Padre ordena que se ayune un día solamente, y que sea un viernes como acto de penitencia. En segundo lugar ordena visitar una o varias iglesias, y rezar allí por las necesidades presentes, según se dice en la misma bula. En cuanto a las iglesias, podéis visitar las que podáis cómodamente. Nuestra Señora y el Hotel-Dieu son las destinadas a este efecto. Y el papa designa como juez de todo esto al padre Portail, ya que deja en manos de los confesores el hacer lo que juzguen más conveniente. Haréis lo que él ordene. Por tanto, habrá que ir a las iglesias que os digan. ¿Y qué hacer allí? Rezar por la paz, por nuestro Santo Padre, por el rey, por la reina y por todo el pueblo, y sobre todo pedir para que cese el azote de la peste. Cuando vayáis allá, que vuestros pensamientos sean de Nuestro Señor, recogiéndoos interiormente.

Además es preciso confesarse, pero no con una confesión general; al menos, no es necesario; si alguna quiere hacerla, muy bien; pero no es necesario. En la santa confesión conviene acusarse de dos o tres pecados de la vida pasada, sobre todo de los que estamos más arrepentidos. Esta es una de las cosas que trae la bula: la confesión, en la que hay que excitarse mucho para detestar y dolerse del pecado y tener un firme propósito de no cometerlo. Mirad que es preciso tener esta disposición de romper con el pecado.

Se dice que hay que dar limosna. Pero de eso no tenéis que preocuparos. La Compañía dará por todas en general, ya que sois pobres y la mayor parte habéis hecho voto de pobreza, lo cual os impide poseer. En nuestra casa lo hemos ordenado así. Así pues, la casa dará limosna por todas, y vosotras podéis ofrecer a Nuestro Señor lo que se dé por vosotras, uniendo vuestra intención a la de los superiores.

La confesión para el jubileo tiene que hacerse con espíritu muy contrito y humillado, pues esa confesión lleva consigo la resolución de desprenderse de todo pecado mortal y venial, pues si no, no se alcanza el efecto que esperamos. Los doctores mantienen que el mero afecto al pecado venial es un impedimento para ganar el jubileo.

¿Y cómo conocer si tenemos algún apego al pecado? Por ejemplo, murmurar contra una hermana, contra una persona de autoridad, contra la superiora o contra una oficiala, criticar sus disposiciones, tener afecto a todo esto, mis queridas hermanas, dicen los doctores que es un impedimento para ganar el jubileo.

Otra cosa es caer en estos defectos por debilidad o por costumbre, ya que esto puede hacerse algunas veces por sorpresa, por pasión, o de otra manera, sin sentir afecto alguno. Pero el que tenga una firme resolución de no volver nuca a ello y se confiese con esta resolución, ése está en disposición de ganar el jubileo.

Me preguntaréis: ¿es la murmuración un mal tan grande que nos impida ganar el jubileo?  – Sí, mis queridas hermanas, y una persona que tiene afecto a eso, que murmura contra los superiores, contra las autoridades públicas y critica su gobierno, mientras tenga afecto a esas cosas no podrá ganar el jubileo, ya que Dios prohíbe sobre todo la murmuración. Se dice en el libro de la Sabiduría (4) que Dios detesta seis cosas, pero que maldice la murmuración. Mirad si será pecado grande que Dios lo maldice por encima de todos los demás pecados; ni siquiera el asesinato es un pecado tan grande como la murmuración. Tenemos un ejemplo de ello en Datán y Abirón, que fueron castigados por Dios por haber murmurado contra Moisés; la tierra se los tragó vivos, para demostrar el horror de ese pecado.

Otro gran impedimento para ganar el jubileo es tener preferencia por ir a un lugar en vez de a otro, querer estar con tal hermana y no con tal otra, querer un empleo en vez de otro; tener afecto a todo eso es un impedimento para ganar el jubileo. ¡Salvador mío! ¿Cómo es posible que una hija de la Caridad, que no debe tener corazón ni amor más que para Dios, se deje llevar por el afecto a esas cosas tan ruines? Si es así, se trata de un apego capaz de impedir a una persona ganar el jubileo.

Otro impedimento es si se tuviera alguna animosidad contra el prójimo. No sé que exista esta animosidad entre vosotras; pero si hubiera alguna envidia entre vosotras – no quiero creerlo – , sería muy de temer. Tanto si le dieseis un mal consejo a una hermana llevadas por esa animosidad, como si dejaseis en el espíritu de las otras hermanas con las que habláis alguna mala impresión contra ella, eso sería un impedimento para ganar la gracia del jubileo. Por eso, hay que estar en la disposición de acabar con todos esos defectos y sobre todo no tener apego a ningún lugar; y desde ahora hacer el propósito de no apegarse ni a este lugar, ni a este empleo, ni a nada más que a lo que Dios quiera darnos. Por lo que a mí se refiere, así lo hago de todo corazón.

También sería un impedimento para ganar el jubileo el que en nuestras habitaciones no experimentemos la pobreza del Señor y de la Santísima Virgen. Por ejemplo, cuando uno está enfermo, querer estar bien asistido, que no le falte nada, va contra la pobreza; y si una hermana quiere tratar a la otra como a una dama, de forma que no le falte nada ni se sienta la pobreza que debe aparecer entre las hijas de la Caridad, eso es un impedimento muy grande, puesto que somos pobres y Nuestro Señor lo fue durante toda su vida. Debemos imitarle en el ejemplo que nos dio. ¿De qué se alimentaba? Ordinariamente de solo pan. Y es preciso que la manera de ser de las hijas de la Caridad se asemeje en todo a la de Nuestro Señor, sobre todo en la pobreza; si no es así, hemos de tener mucho miedo.

Cuando digo que hay que evitar lo superfluo y el cuidado excesivo de las hermanas, no quiero decir ni mucho menos que no haya que atenderla; todo lo contrario: lo recomiendo mucho, y así tiene que ser. Pero cuando una hermana, por tener un cariño excesivo a su compañera, anda preocupada por tratarla bien o quizás para hacerse estimar y apreciar y que digan de ella que es un modelo de caridad para con sus hermanas, hay que moderarse en ello y decir: *Quiero atender a mi hermana; pero como somos de condición pobre y siervas de los pobres, no haré nada en contra de eso+. Porque mirad, hijas mías, tenéis que apreciar tanto la manera de vivir del Hijo de Dios que es preciso que sus máximas se adviertan en vuestra conducta y que todos los que vean a una hija de la Caridad puedan decir: «Es una imagen de la modestia de Nuestro Señor».

Si alguna se pusiera a criticar las disposiciones de los superiores, sería un gran impedimento para la disposición que hay que tener. Tenéis una casa para los niños expósitos y se ha corrido entre vosotras un rumor, que debéis atribuir al espíritu del diablo, que cuando una hermana no vale para una parroquia ni para otro sitio, la ponen allí como en la cárcel. Sabed, hermanas mías, que nunca ha sido ése el pensamiento de la señorita Le Gras; al contrario, se quiere que sirváis a esos pobres niños y que seáis como su padre y su madre. Fijaos en la malicia del diablo que ha metido ese pensamiento en vuestra cabeza, y el mal tan grande que es hacer que corra ese bulo. ¡Cómo, hijas mías! ¿Tenemos hermanas mejores que las que hay allí, hermanas que se sacrifiquen tanto por el amor que tienen a Dios, a quien sirven en la persona de esos niños, a pesar de que no valen para otro sitio? No es verdad y no veo ninguna mejor en ningún otro sitio. Por eso, hijas mías, quitad esa idea de vuestra mente y sabed que murmurar de esto, tener afecto a seguir ese lenguaje y vivir con esos sentimientos es un pecado venial. Y el mero afecto al pecado venial os hace indignas de ganar el jubileo.

Elevad vuestros corazones, y yo con vosotras, y digámosle a Dios que no murmuraremos jamás. Señor, de todo corazón nos entregamos a ti para no murmurar jamás contra nuestros superiores, ni contra las oficialas, ni contra las hermanas antiguas, y para no criticar nunca lo que hagan las otras. Eso es, hermanas mías, lo que tenemos que hacer: no ver nunca nada malo en ellas, sino siempre en nosotros, y creer que no hay nadie en el mundo tan malo como nosotros.

Yo mismo lo pensaba esta mañana y me preguntaba a mí mismo: «¿Hay en el mundo algún hombre peor que tú? Más aún, ¿hay en el infierno algún demonio peor que tú?». Eso es lo que yo pensaba y efectivamente he encontrado motivos para convencerme de ello. Ese es el sentimiento que hemos de tener: creer que no hay nadie que no obre mejor que nosotros, que no hay ninguna persona que no sirva a Dios mejor que nosotros. Hay muchas jóvenes en París que, si estuvieran en la Compañía, lo harían mucho mejor que vosotras; y si ellas hubieran encontrado la perla del evangelio, le sacarían mucho más provecho.

Esto es, mis queridas hermanas, lo que hay que hacer para ganar el jubileo: no tener ningún apego al pecado, ni amar más que a Dios. ¡Ay, mis queridas hermanas! ¡Qué dicha para un alma que lo ha conseguido! Hoy he recibido una carta de uno de nuestros hermanos que me ha impresionado mucho, y me siento obligado a decíroslo. Me dice: «Padre, siento un amor a Dios tan grande en mi corazón que deseo que todo el mundo lo conozca, que todo el mundo lo ame, que todo el mundo experimente cuán bueno y digno es de ser servido». Eso es lo que me escribe ese pobre muchacho.

Si hacemos lo que acabo de deciros y nos entregamos a Dios para ello, estad seguras de que estaremos en las disposiciones que pide de nosotros para concedernos la gracia de ganar el jubileo. Tengamos confianza en Nuestro Señor, mis queridas hermanas. Si nos esforzamos por ponernos en situación de agradarle, él nos concederá lo que le pidamos.

Salvador de nuestras almas, se trata de ganar un jubileo por medio del cual nos veremos libres de todo pecado; se trata de obtener de tu bondad la santificación de la santa Iglesia, la conservación de nuestro Santo Padre y además la gracia de que todos los cristianos, de ahora en adelante, te sirvan con fidelidad, que todas las comunidades vivan en la perfección que tú quieres de ellas. Pero sobre todo, Señor, concede a esta pequeña Compañía la gracia de obtener de tu bondad que tus castigos no caigan sobre los que están amenazados por el azote de la peste y otras miserias, y que se vean libres de él los que ya están oprimidos bajo su peso. Concédenos esta gracia, Salvador nuestro. Y como te disgusta el pecado, aunque sea venial, nosotros renunciamos a él para siempre. Si por debilidad llegamos a caer en nuestras faltas pasadas, nos levantaremos y volveremos a agradarte. Santísima Virgen, tú que eres la madre de esta Compañía, alcánzanos esta gracia de tu Hijo y la paz en su iglesia.

Benedictio Dei Patris…

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