(20.08.56)
(Reglas comunes, art. 7)
Mis queridas hermanas, explicaremos hoy con la ayuda de Dios vuestra regla séptima, pero brevemente, ya que puedo estar con vosotras poco tiempo. Dice esta regla: «Honrarán la pobreza de Nuestro Señor, contentándose con tener las pocas cosas que necesitan sencillamente y según el uso ordinario», etcétera.
El padre Vicente volvió a leer el artículo y lo fue explicando palabra a palabra poco más o menos como sigue.
«Honrarán la pobreza de Nuestro Señor». ¡Salvador de mi alma! Es algo perfectamente razonable. ¿Quién querrá ser rico después de que el Hijo de Dios quiso ser pobre? Si se considera el peligro de su salvación en que están las personas ricas, nadie tendrá ganas de poseer en su vida bienes y comodidades. Esta regla dice que no tendrán nada propio, sino que lo pondrán todo en común. Hermanas mías, eso es lo que practicaban los primeros cristianos. Y san Agustín fundó ya en sus tiempos una comunidad de hermanas y de mujeres para hacer revivir en cierto modo el espíritu de la primitiva Iglesia. Esto es lo que hacían en esa comunidad: lo ponían todo en manos de la superiora; y si le traían alguna cosa a una de ellas, se ponía al servicio de todas; no podían disponer no sólo de los bienes de la comunidad, sino ni siquiera de los suyos propios. Pues bien, si se observaba esto en tiempos de san Agustín, ¿no es razonable que lo hagamos nosotros? Y puesto que es más fácil hacer pasar una maroma por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el cielo (1), ¿quién no evitará este peligro? Si el rey de los reyes se abrazó con la pobreza cuando vino a este mundo, fulminando por el contrario su maldición contra los que están apegados a las riquezas con estos términos: «¡Ay de vosotros los ricos que tenéis vuestro consuelo!» (2), pueden considerarse bienaventuradas las hijas de la Caridad por haber elegido una forma de vida que tiene como fin principal la imitación de la del Hijo de Dios, el cual, a pesar de que podía tener todos los tesoros de la tierra, los despreció y vivió tan pobremente que no tenía ni una piedra donde reposar su cabeza (3).
Mis queridas hermanas, le ruego a Nuestro Señor que os dé a entender perfectamente la felicidad de los que viven en la pobreza y la gran desgracia que caerá sobre las personas que están apegadas a las riquezas.
Esta regla sigue diciendo: «se contentarán con tener las pocas cosas que necesitan sencillamente y según el uso ordinario». Porque, mirad, vosotras no sois personas habituadas a tener más cosas que las necesarias y no tenéis por qué desear cosas superfluas. ¡Ay, cuántos religiosos y religiosas hay que no tienen nada y a quienes no se les permite reservarse nada! ¡A cuántos vemos ir por las aldeas alojándose donde pueden y tomando lo que se les da, sin llevar nunca dinero para atender a sus necesidades! Y así dependen por entero de la Providencia. Esto demuestra la mucha confianza que tienen en Dios.
Pues fijaos, hermanas mías, vosotras tenéis que aficionaros a la práctica de esta santa virtud a imitación de vuestro Esposo y de tantas personas como la han abrazado siguiendo su ejemplo, como los capuchinos, los carmelitas v otras muchas congregaciones, que no tienen nada propio y dependen por completo de la providencia de Dios, que de esta forma se ve muy honrado por cuantos han escogido esta forma de vida para imitar la de Nuestro Señor y la de los primeros cristianos.
Porque, mirad, hermanas mías, en aquellos tiempos los cristianos vivían así; lo ponían todo en común y llevaban el dinero de sus bienes a los pies de los apóstoles. Pues bien, hubo un Ananías y su mujer Safira que quisieron hacerse cristianos. Para ejecutar su proyecto, tenían que venderlo todo y llevar el dinero a los pies de los apóstoles. Tuvieron miedo de que, si se deshacían de todo lo que poseían, llegaran a pasar necesidad y se dijeron entre sí: «¿Quién sabe si llegará el tiempo en que echen a los cristianos y los maten? Guardemos la mitad de nuestro dinero para atender a nuestras necesidades, en caso de que se presenten». Así es como recurrieron a la prudencia humana. Llevaron una parte de su dinero a los apóstoles y se quedaron con la otra. San Pedro, que los presidía entonces, conoció su engaño y fulminó su maldición contra ellos, por haber disimulado la verdad, y murieron inmediatamente.
Pues bien, si los cristianos que decían serlo eran tratados de aquella forma al principio, ¿qué les pasará a los religiosos que no son tales más que en apariencia? ¡Quién sabe, hermanas mías, si no caerá la maldición de Dios sobre una hija de la Caridad que desea quedarse con algo de la casa o de lo suyo, cuando entra en ella! Es un Ananías que quiere engañar a sus superiores, faltando al mismo tiempo a la regla. Pero también se hace digna de la maldición que cayó sobre Ananías y sobre Safira. Y si se tratase solamente de la muerte corporal, sería poca cosa; pero se trata de la muerte del alma, como nos lo enseña san Pedro al decir de aquellas dos personas: «¿Cómo has querido engañar al Espíritu Santo? Le has mentido a Dios, y por eso morirás».
Así pues, no debéis tener nada propio, ni en casa, ni fuera; si no, la hermana que quiera tener algo propio es una Safira y más pronto o más tarde caerá sobre ella alguna desgracia. Para evitar ese mal, hay que ponerlo todo en común y no tener nada en particular. Se os advirtió de ello cuando entrasteis en la Compañía; prometisteis hacerlo así y no fuisteis admitidas sin haberlo prometido; de forma que no hay ninguna excusa que os pueda dispensar. Desde el comienzo de la Iglesia se ha observado así y nadie podía ser cristiano si no lo ponía todo en común, ni ser sacerdote sin abandonar sus bienes.
Se dice que no se podrá disponer de los bienes de la comunidad. La verdad es, hijas mías, que no puedo menos de admirar la disposición de la divina Providencia, que os ha inspirado la idea de contribuir al mantenimiento de esta casa. Es algo realmente admirable: hacer lo que tienen que hacer los buenos hijos, esto es, alimentar a su madre; porque la Compañía es vuestra madre y contribuís con ella a alimentar a vuestras hermanas menores que viven aquí y a las que vengan después de vosotras. Por tanto, no os está permitido disponer de los bienes de la comunidad ni de vuestros propios bienes, porque no tenéis nada y no debéis tener nada sin permiso de los superiores.
Podría pensarse que sólo están obligadas a practicar la pobreza las que han hecho los votos. Pero tenéis que saber, hijas mías, que estáis obligadas todas a ellos, tanto las que han hecho los votos como las que no los han hecho, porque todas las que vienen a la Compañía tienen o deben tener el propósito de servir a Dios; por eso, hermanas mías, es menester que todas las hijas de la Caridad estén despegadas de todas las cosas para ser semejantes a su Esposo.
Padre, no dudamos de que las que han hecho los votos están obligadas a guardar esta regla; pero ¿y las otras? ¿están también obligadas del mismo modo? – Sí, hijas mías, ya que se les ha propuesto este compromiso antes de recibirlas; así lo quisisteis y lo prometisteis hacer; porque no se habría recibido a una hermana que dijese que no puede resolverse a esta práctica, pues es menester que todas se revistan de la librea de su Esposo. ¿No es un gran honor para una esposa verse tratada como su esposo? ¿Un criado no se siente honrado de llevar los distintivos de su amo? Pues bien, mis queridas hermanas, como entre el esposo y la esposa todas las cosas son comunes, apenas un alma ha tomado a Nuestro Señor por esposo, tiene que compartirlo todo con él.
Hijas mías, lo escogisteis cuando entrasteis en la Compañía; le habéis dado vuestra palabra. Si él llevó una vida pobre, tenéis que imitarle en eso. ¿No era él soberano del cielo y de la tierra? ¿No podía tener toda clase de comodidades, si hubiera querido? Pero prefirió a todo la pobreza, que demostró en todas sus acciones: se alimentaba pobremente, dormía pobremente, hasta no tener siquiera una piedra donde reclinar la cabeza. ¿Y no querrá sujetarse una hermana a hacer lo que el Hijo de Dios nos enseñó con su ejemplo? ¿Creerá que no está obligada a ello, por no haber hecho los votos? Que no se os ocurra nunca pensar así. Tenéis que entregaros a Dios para vivir de la manera con que vivió vuestro Esposo y para vivir en el estado en que él vivió sobre la tierra, sin excusaros en que no habéis hecho los votos, puesto que habéis tenido que renunciar a los bienes y al deseo de poseer nada propio cuando quisisteis salir del mundo para servir a Dios perfectamente; al hacerlo así, tenéis que contentaros con no tener más que a él. ¿Es posible desear otra cosa cuando se posee al bien soberano y al que es fuente de todos los bienes? ¡Ay del que no se contenta con Dios! ¡Ay de los que prefieren una criatura o alguna otra cosa a su Creador!
Acordaos bien de esto, hijas mías: todas las que estáis en la Compañía y las que no han hecho aún los votos tenéis que guardar la pobreza. Para las que los han hecho, la cosa está clara, si conserváis alguna cosa en particular sin el consentimiento de los superiores, ofenderéis a Dios y faltaréis a la fe que le habéis prometido.
Pero, padre, ¡nosotras no se lo hemos prometido a Dios por voto! – No se lo habéis prometido a Dios por voto, pero le habéis dado a Dios vuestra palabra en la persona de los superiores, cuando os expusieron esta necesidad antes de ser admitidas en la Compañía y, a pesar de ello, seguisteis pidiendo la admisión. Al faltar contra esta regla, no sólo faltáis a la fe en los superiores, sino que retractáis la promesa que le hicisteis a Dios según aquello que le dijo san Pedro a Ananías: «¿Cómo has querido engañar a Dios? ¡Has mentido al Espíritu Santo!», para que veáis la importancia que tiene ser fieles a lo que se ha prometido. Hijas mías, guardaos mucho de caer en esta desgracia, porque desde el momento en que retengáis alguna cosa, bien de los pobres o bien de la casa, faltáis a la promesa que habéis hecho a Dios. Y si hubiera alguna que así lo hiciera, sería un Ananías v se le podría decir lo que dijo san Pedro: Hija desventurada, ¿por qué has faltado a la fe dada a tu Esposo?».
No solamente no podrán tener nada propio, sino que no podrán recibir tampoco nada de los que quisieran darles alguna cosa, ni de sus padres, ni de una dama, ni de otra persona, sin permiso de los superiores; de modo que, desde que os entregasteis a Dios en la Compañía, no os es lícito dar ni recibir, a no ser, como os he dicho, con el consentimiento de los superiores. Y basta para que tengáis la obligación de guardar las reglas el hecho de haber entrado en la Compañía.
Esto es lo que dice vuestra regla, explicada al pie de la letra; veamos ahora cómo puede faltarse a ella. Se puede romper esta regla de pensamiento, de palabra y de obra. ¿Cómo, me diréis, es posible faltar a la pobreza con el pensamiento? Mis queridas hermanas, he aquí cómo: deseando tener comodidades, que no nos falte nada, ni en la comida, ni en el traje ni en el alojamiento. Va contra la pobreza no solamente el deseo de las cosas que no se tienen, sino también el afecto excesivo de lo que estamos usando, por ejemplo, un hábito bien ajustado, una habitación, o cualquier otra cosa. Todo eso es faltar a la regla. Y conviene mucho que lo entendáis bien. Por eso os ruego que lo tengáis en cuenta.
Mis queridas hermanas, el deseo de tener lo que no nos está permitido es malo; pero, cuando nos induce a querer pedirlo, es todavía peor; porque la pobreza obliga a no desear más que a Dios, principalmente las que han hecho voto de ello. Pues bien, entre las hermanas que faltan contra este artículo, cometen una falta mayor las que piden lo que desean con prisas y exigencias. Hay algunas que no solamente desean algo, sino que en efecto lo piden y no descansan hasta que se les concede, y si no, se deja arrastrar a quejas y murmuraciones. ¡Qué malo es esto! Nunca hay que llegar a ese extremo, hijas mías, cuando no os conceden lo que deseáis. Si el padre Portail o la señorita Le Gras no os conceden algo tan pronto como lo pedís, tenéis que pensar que Dios lo permite así para que ejercitéis la virtud de la paciencia.
Estas son, mis queridas hermanas, las cosas que van contra la pobreza. Desear lo que a uno le gusta, desearlo ardientemente, exigirlo e impacientarse si no se le concede a uno enseguida, sentir mucho que se lo nieguen, mirad, todo eso va contra la santa pobreza; pues la pobreza pide que se deje todo y que no se tenga nada propio. La pobreza pide una renuncia de todos los bienes y comodidades. En fin, consiste en no desear nada más que a Dios.
Esto en cuanto al pensamiento. Veamos cómo puede faltarse de palabra. Se falta cuando, al no alcanzar lo que uno desea, no se tiene paciencia para esperar a que llegue la hora en que nos lo han prometido. Se habla de ello, se queja una de este retraso con una hermana, luego con otra y con otras, siempre que se encuentra con ellas, de modo que llegan a enterarse todas; esto puede hacer mucho daño a la Compañía, sobre todo porque las hermanas con las que os quejáis no conocen las razones que han obligado a los superiores a rechazar o a retrasar lo que les habéis pedido. Y entonces pueden quedar mal edificadas.
Todavía es peor quejarse a las personas externas. No se contenta una con decírselo a las otras hermanas, sino que tiene el atrevimiento de presentar sus quejas a las personas del mundo. Esto va directamente contra el espíritu de pobreza, que recibe lo que se le da y como se le da, sin quejarse nunca cuando le falta alguna cosa.
Los apóstoles recibían todo lo que se les daba y como se les daba, tal como Nuestro Señor se lo había enseñado. Hijas mías, así es como hay que hacerlo, y no desear más que lo que los superiores crean conveniente que tengáis. Si no, hijas mías no encontraréis descanso; unas se apegarán a una bagatela, otras a una estampa, otras a unos zapatos; y si se les quita, no podrán soportarlo. Eso va contra la santa pobreza, que no permite que se desee nada más que a Dios. Todos los santos han seguido esta práctica. Mirad su vida. Veréis primero en la de Nuestro Señor que no tenía bienes ni provisiones para él ni para sus apóstoles; hubo veces en que careció de todo; pero, cuando empezó a crecer su grupo, le indicaron que era necesario tener alguna cosa con que atender a sus necesidades, pues él no quería tener nada; le dijeron: «Señor, ¿qué vas a hacer? Las gentes te siguen y no tienen qué comer; permite que se queden con algo para impedir que mueran de hambre». Nuestro Señor, al oír aquello se llenó de compasión y tuvo piedad de aquellas pobres gentes; esto hizo que en adelante permitiera que algunas mujeres, que le querían mucho, dieran algo para él y para sus discípulos. Pero antes de aquello no tenía nada, para indicarnos cómo aprecia el estado de pobreza y desnudez de todas las cosas. Mis queridas hermanas, ¡qué dicha vivir de la misma manera que el Hijo de Dios!
También se puede faltar a esta regla de obra: cuando uno se queda satisfecho consiguiendo finalmente lo que desea. No se contenta uno con faltar a la regla de pensamiento y de palabra, sino que va más allá, peor todavía que de deseo y de palabra, ya que se obra expresamente mal. Por ejemplo, comprar unos zapatos hechos de fantasía, o una ropa más fina que la que utiliza la comunidad. ¡Salvador mío! ¡Qué mal está el llegar a conseguir la propia satisfacción en contra de la santa pobreza! De la misma forma también va contra la santa pobreza poseer alguna cosa sin el permiso de los superiores, aunque no sea más que una estampa. Y no sólo se falta contra la pobreza guardándose alguna cosa, sino también recibiendo algo sin permiso.
También va en contra de la pobreza quedarse con alguna cosa de la comunidad o de los pobres. ¡Salvador mío! ¡qué gran mal! Si hubiera alguna en la Compañía que fuera tan desdichada (no quiero creerlo), si la hubiera, sería peor que Ananías y Safira, pues aquellos se quedaron con lo suyo, pero quedarse con el bien de los pobres es hacer como Judas. Aquel desgraciado llegó hasta el horrible crimen de vender a su Maestro, por haberse quedado, sin que lo supiera Nuestro Señor, con las limosnas que le daban para socorrer a los pobres. Hermanas mías, ya os lo he dicho, si hubiera alguna…, pero no quiero creerlo, no; gracias a Dios no he oído nunca decir que se haya quedado alguna con algo, o al menos no me acuerdo pero si hubiera alguna, podríamos decir de ella que es un Ananías o un Judas, pues quiere engañar a los que confían en ella; mejor dicho, faltaría a la fe que ha prometido a su Dios, por el apetito de tener algo, aunque sólo fueran cinco céntimos, quitados de su casa o de casa de algún pobre; y por esa pequeña satisfacción faltaría a la fidelidad que debe tener en su vocación. ¿No es eso ser peor que Ananías y Safira? ¡Qué desgracia para esa persona! Pero también (qué dicha para todas las que aman la pobreza! ¡Cómo va embelleciendo la gracia sus almas a medida que crecen en esta virtud! ¡Qué hermoso es encontrarse en el estado que tanto quería Nuestro Señor! ¡Si pudierais comprender la alegría que siente al ver a un alma siguiendo el camino que él llevó en la tierra!
Pues bien, si hay personas en el mundo que deben distinguirse en la práctica de honrar la vida pobre del Hijo de Dios y que están obligadas a amar la pobreza, son las hijas de la Caridad, ya que todas manejáis los bienes de los pobres. Os lo confían todo, ya que Dios les concedió a nuestras queridas hermanas la gracia de cumplir muy bien con su deber en el pasado y esto ha creado tal estima de la Compañía entre las personas más piadosas que están seguras de vuestra fidelidad. De modo que dudo mucho que haya algún medio de mantener a la Compañía sin la observancia de esta regla. No, yo no veo ningún medio para conservar a la Compañía de la Caridad más que éste. Apenas se relaje en este punto, es muy de temer que decrezca en vez de adelantar.
Mis queridas hermanas, ¿qué es lo que hace una persona al emitir los votos? ¿A qué creéis que se obliga? A huir en adelante de todo lo que el mundo busca. ¿Qué dice una hija de la Caridad al hacer el voto de pobreza, castidad y obediencia? Dice que renuncia al mundo, que desprecia todas sus hermosas promesas y que se entrega a Dios sin reserva alguna. Para ella no hay ya placeres ni vanas satisfacciones de la carne… «Renuncio, dice, a todo eso por servir a mi Esposo en la vida que él llevó». Eso es lo que se hace con los votos y lo que hay que hacer para observarlos bien ¡Qué feliz estado en el que se sitúa un alma que observa sus votos, y principalmente el de pobreza, sin descuidar tampoco lo referente a los demás! Por eso, mis queridas hermanas, mientras guardéis esta regla, Dios os bendecirá; pero si faltáis a ella, no os quedaréis allí, sino que esta falta de observancia os hará caer en la desgracia de Judas. Y una hermana que tuviera la desdicha de coger alguna cosa del bien de los pobres, estad seguras, hijas mías, de que no podrá perseverar en su vocación. Resistirá todavía algún tiempo; pero Dios no permitirá que contamine a una Compañía tan santa ni que pisotee las gracias que continuamente derrama sobre ella. Pues ¿qué es lo que hace una hermana que no tiene en cuenta sus reglas, sino pisotear los medios que Dios ha dado para la santificación de tantas almas como ha llamado a esta casa? ¡Qué desgracia para los que no guardan esta regla! Podrían ser causa de la ruina de toda la Compañía.
Tengo miedo, hijas mías, de que se llegue a faltar en este punto, pues entonces habría que temer que pereciera esta obra. He pensado muchas veces en qué es lo que podría causar este mal y producir esta devastación, que no se viera ya en París a tantas vírgenes y viudas yendo de una parte para otra a visitar a los pobres, de dónde podría venir que no se viera ya en esta ciudad a esas personas llevando el puchero de los pobres enfermos. Y solamente se me ha ocurrido pensar como causa el que se empezara a retener algo del dinero de los pobres. No es que no haya otros crímenes que pudieran echar abajo esta obra; pero éste es de los principales. ¡Qué desgracia si se dieran motivos para decir que las hijas de la Caridad son ladronas del bien de los pobres, que son unas granujas, que han querido apropiarse del dinero de los pobres con el pretexto de servirles, que no hay que fiarse de ellas y que son unas malas personas! Mis queridas hermanas, si se llegara a eso, habría que decir adiós a la Caridad. ¡Qué pena que se dijese: «Le han encontrado diez escudos a esa desgraciada hermana, que es la culpa de todo eso»! Apenas se viera eso y que una o dos hermanas han hecho lo mismo en alguna parroquia, se notaría cómo la gente de otras partes se cuidaría mucho de que las hermanas de allí hicieran lo que habían hecho las hermanas de tal sitio con tal dama. Y así en una y otra parte, hasta no fiarse va de ninguna. Y entonces sería ésa la ruina de la Compañía.
Pero, padre, ¿qué nos dice usted? ¡Es muy duro eso de no desear nuestras satisfacciones, ni lo que nos agrada! ¿Qué medios habrá para mortificarse siempre y resistir continuamente a las inclinaciones que, de ordinario, nos llevan a obtener esas cosas de las que usted nos enseña que hay que huir? – Responderé a ello que es la concupiscencia de la carne la que nos obliga a tener ese lenguaje; y vivir según la carne es morir, pero morir a la vida de la gracia, que es muy distinta de la del cuerpo. Por tanto, los que quieran satisfacerse y vivir según la carne no tienen la vida del espíritu. Moriemini, dice san Pablo (5); moriréis, si queréis vivir según la carne. Acordaos de lo que os digo hoy, que no podéis guardar vuestras reglas y seguir los placeres de la carne. Es incompatible. Hermanas mías, si la Compañía perece por culpa de la falta de observancia de alguna regla, será sobre todo por no haber guardado ésta.
Padre, esto parece muy duro a una persona poco mortificada: morir a sí mismo, vivir en una perpetua renuncia a los placeres y comodidades de la vida, es algo muy difícil Es verdad, hijas mías; una persona que no busca a Dios, sino que se busca a sí misma, encuentra grandes dificultades en el camino de la virtud. Le resultan insoportables las cosas más pequeñas que van en contra de sus sentimientos, y cualquier pena que sufre le parece muy grande. Pero no pasa eso con los que aman a Dios, porque saben Muy bien que su felicidad consiste en seguir el ejemplo del Hijo de Dios y en vivir en la medida de lo posible de la misma forma como vivió él en la tierra. Por eso, m.is queridas hermanas, me parece que es maravilloso encontrarse con un hombre que no ama más que a Dios, que no busca más que a Dios y que no tiene otro deseo más que darle gusto a Dios. Esa persona no encontrará nada tan agradable como estar en el estado en que Nuestro Señor quiere que esté.
¿No habéis oído hablar nunca de lo que se cuenta de Taulero? Llevaban a un pobre hombre cubierto de úlceras. Aquel maestro, viéndolo en tan gran miseria, se llenó de compasión y le dijo: «Pido a Dios que le bendiga, amigo mío. Me da mucha pena verle tan afligido». – «¡Dios mío!, pero ¿qué dice? ¿de que me habla usted, señor?, le dijo aquel pobre. Siente pena de verme en el estado en que Dios me ha puesto. ¿Es que no soy feliz, si Dios quiere que esté de esta forma?» «¿Pero está usted contento?», le preguntó aquel maestro – «Sí que estoy contento, le replicó. Si este es el estado en que Dios quiere que esté, si es él el que me ha puesto así, ¿cómo no voy a estarlo? Estoy tan contento que no quiero otra cosa más que la voluntad de Dios» – «Pero, hermano, repuso el maestro, si alguno quisiera sacarle de ese estado, ¿no se sentiría usted más a gusto?» – «Le aseguro, respondió el pobre, que me siento más feliz en mi pobreza que usted que me habla en su abundancia y que todos los que viven en la vanidad». El maestro quedó tan edificado de ello que se convirtió.
Hermanas mías, decidámonos a obrar como aquel pobre, esto es, a no desear otra cosa más que lo que es conforme con el estado en que Dios quiere que estemos; pues debemos contentarnos con ello.
La regla prohíbe tener nada en contra de la voluntad de vuestros superiores. Si amáis este estado, debéis amar aquel en que quiso estar vuestro Esposo; si no lo hacéis, si concedéis a vuestro espíritu la libertad de buscar sus satisfacciones donde bien le parezca, jamás guardaréis la fidelidad que debéis a Dios. Y si alguna vez pasáis en silencio alguna falta sin corregiros, aunque no os abandonéis de pronto a todas las demás que se ha dicho, Dios permitirá que esto suceda para castigo de vuestra infidelidad y de ahí se seguirá vuestra perdición. ¡Si pudierais comprender, hijas mías, lo malo que es esto! ¡Salvador mío! De la que caiga en esta desgracia podría decirse que se hace culpable de la pérdida de la Compañía. ¡Cómo! ¡Ser causa de que perezca una obra tan santa! ¿Qué dirá esa persona cuando Dios le pida cuentas de la Compañía, por haber roto y desgarrado los vínculos que mantenían a sus sujetos unidos, al no guardar lo que había prometido cuando ingresó? ¿Qué excusa podrá presentar?
Acordaos de que jamás persevera una hermana si no observa esta regla. No, jamás seréis fieles a vuestra vocación si no cumplís lo que se os ha dicho. Hijas mías, manteneos firmes y estad seguras de que no observar esta regla de la santa pobreza es ponerse en peligro, no solamente de abandonar la vocación, sino de destruir a toda la Compañía y de veros a vosotras mismas abandonadas de Dios, ya que es ésa la base y el fundamento que la sostiene, y si llega a fallar, todo el edificio se vendrá abajo. Mis queridas hermanas, si hubiera algunas tan desgraciadas que se quedaran con alguna cosa, no merecerían estar entre las demás, y Dios no permitiría que estuvieran largo tiempo ocultas. No creo que las haya; pero si las hubiera, no habría que tolerarlas. ¡Cómo! ¡Saber que las hay y retenerlas! Habría que guardarse mucho de ello, pues nos haríamos culpables del mal que hiciesen; eso sería contribuir a la pérdida de esas personas, por tolerar su falta, y causar la de toda la Compañía, que no podría conservarse con tales sujetos.
Repito que, si actualmente hubiera en la Compañía una hermana de esa clase, Dios nos reprocharía esa falta, si no pusiéramos el remedio debido. En una casa sucede algo parecido a lo que ocurre con un rebaño: si el pastor tolera a una oveja sarnosa entre las demás, ¿qué le diría su amo? Y si el superior o la superiora supiese que hay alguna hermana contagiada de la sarna del pecado y que con su veneno puede contagiar a las demás, si no la apartase, sería culpable de todo el mal que habría de seguirse. ¡Señor mío! Hay que evitarlo y no tolerar este vicio. La experiencia demuestra que basta con una oveja sarnosa para estropear al resto del rebaño. Pues bien, el pecado es una sarna mucho más peligrosa que la que ataca a los rebaños; y querer apoderarse del bien de los pobres o de la comunidad es un pecado muy grande, que se irá comunicando de una a otra, si no se pone remedio, como hace el pastor separando del rebaño a las que están atacadas de sarna. Si los superiores no obrasen de ese modo, Dios permitiría que aquella hermana que tiene esa mala voluntad, se la contagie a otra, y ésta a otra, y poco a poco toda la Compañía se verá afectada de ella. Por consiguiente, hay que separar a esas personas de las otras, si las hay; no quiero creer que las haya. Pero si alguna vez cayera en ese mal una hija de la Caridad, habría que echarla como una ladrona indigna de vivir entre las demás.
¿Sabéis cómo se trataba antiguamente a esa clase de personas? Nos lo dice san Gregorio y nos refiere que, cuando se encontraba que un sacerdote se había quedado con algo, le quitaban la sotana; si era un laico, le prohibían la comunión. Si una religiosa moría con cinco céntimos, no la enterraban en tierra sagrada, sino con los animales, como indigna de estar entre las que habían sido fieles a Dios. Mis queridas hermanas, si una religiosa se viera privada de tan gran bien por haberse apropiado de cinco céntimos, ¿qué pasará con una hija de la Caridad si se queda con algo del bien de los pobres? Si se averigua que una se ha quedado con cinco céntimos y otra con otros cinco, los que lo sepan podrán decir:»No es oro todo lo que reluce. Esas hermanas de las que hablaban tan bien, resulta que se han quedado con tanto de una dama». Dirán: «¿Es posible que así sea? ¡Si antes servían a los pobres con tanto esmero y fidelidad! ¡Ay! ¡Ya no es como al principio; no buscan tanto el servicio de los pobres como su interés y su comodidad!».
Si se llega a esa situación, adiós las hijas de la Caridad. Pero mientras guardéis esta regla y améis la pobreza, Dios bendecirá a la Compañía; y si no la guardáis, os aseguro que es muy difícil, por no decir imposible, que se mantenga. Y mucho menos podréis guardar la fidelidad que debéis a vuestro Esposo. Hijas mías, cuando veáis las cosas con mayor claridad y quiera la bondad de Dios daros a conocer la felicidad que hay en practicar lo que acabamos de decir, que de todos los estados del Hijo de Dios no hay ninguno que haya amado tanto como el de la pobreza, os juzgaréis bienaventuradas cuando encontréis la manera de imitarle. Cuando os falte alguna cosa y se os ocurra el deseo de tenerla, poniendo vuestros ojos en el estado del Hijo de Dios, diréis: «Tengo todo lo que necesito y más de lo que merezco. ¿Querré acaso que me concedan todo lo que puede darme gusto, sin que me falte nada? No me corresponde eso a mí, que debo seguir a Nuestro Señor, que no estimaba nada tanto como la desnudez de todas aquellas cosas que sirven a la concupiscencia de la carne».
Si un alma ama la pobreza, huirá de todo lo que le es contrario: la propiedad, la superfluidad, la delicadeza, etcétera; huirá de todo eso. Si se le ocurre ponerse a buscar sus satisfacciones, dirá: «No las quiero; es la concupiscencia de la carne la que me sugiere que pida esas cosas. Pero, como la regla me lo prohíbe, no las quiero».
Hijas mías, cuando una hermana de la Caridad tiene este espíritu, decid que es agradable a Dios; cuanto más amor a la pobreza tenga una persona, tanto más podéis estar seguras de que crecerá en la virtud; pues es imposible amar el estado en que vivió Nuestro Señor, sin amar a Dios. El amor de Dios no desea otra cosa más que darle gusto; pero no podréis agradarle con tanta perfección como siendo fieles en la práctica de vuestras reglas.
Hijas mías, decidíos a obrar así. Pero, como ni vosotras ni yo podemos hacerlo sin la gracia de Dios, hemos de pedírsela, especialmente en la comunión. Si me hacéis caso, la primera que hagáis, que sea para obtener de Dios la gracia de observar bien esta regla. Si conserváis este espíritu, mis queridas hermanas, florecerá la caridad y daréis grandes frutos en la Iglesia. Pero tened cuidado con lo que acabo de deciros. Os piden de todas partes y me cuesta mucho deshacerme de las personas a las que no se puede contentar tan pronto como ellas desearían. Le he escrito al vicario general de una diócesis que desea conocer vuestra manera de vivir. Se lo he dicho sencillamente, sin cambiar nada; y eso le ha edificado tanto que me ha escrito en una de sus cartas: «Padre, me parece que el orden y el género de vida de esas hermanas es muy conforme con el del Hijo de Dios. Por eso no puede haber venido más que de Dios».
Hijas mías, ¡qué dicha encontraros en un estado tan parecido al de Nuestro Señor! ¿Quién podrá imaginarse la felicidad de las hijas de la Caridad? ¡Qué dicha, hermanas mías, saber que vuestras reglas son de Dios y han sido dadas por Dios para honrar la vida que su Hijo llevó en la tierra! ¡Qué dicha encontraros en ese camino, que lleva directamente hasta Dios!
¿Qué queda ahora más que tomar inmediatamente la resolución de caminar siempre por el camino que nuestras reglas nos enseñan? Nuestras buenas hermanas que están en el cielo saben muy bien lo necesario que es ser fieles en esto. Pero también lo comprendían bien mientras vivían entre nosotros, ya que siempre siguieron este camino, sin apartarse nunca de él. Cuando sintáis alguna dificultad, pensad que ellas os han precedido en la práctica de lo que os parece tan difícil y que Dios os concederá las mismas gracias que a ellas. ¡Animo, pues, hijas mías! ¡Sed firmes! Ellas observaron esta regla; vosotras también la observaréis. ¡Animo, que Dios no os fallará jamás! Pero tenéis que decidiros a ello, a pesar de todas las tentaciones, que nunca faltan a los siervos y siervas de Dios. Si el demonio no respetó a Nuestro Señor y tuvo el atrevimiento de decirle: «¡Adórame!»; ¿qué no hará para arruinarnos, si puede? Pero como el Hijo de Dios, al conseguir vencer al demonio, nos adquirió la gracia de superar todas las tentaciones que nos presentan nuestros enemigos, tenéis que acudir a la oración cuando os encontréis con alguna y decir: *Dios mío, tú me has ordenado por tus reglas que haga tal cosa, y yo siento la tentación de hacer lo contrario. Dios mío, ayúdame, dame la gracia de vencer esta tentación.
Puede decirse que, si el Hijo de Dios fue tentado, él era omnipotente para resistir; pero ¿qué podrá hacer una pobre hija de la Caridad para no dejarse arrastrar por la tentación? ¡Animo! ¡Venceréis! El venció el primero. Estad seguras de que no hay un estado tan bienaventurado como el que nos hace conformes a Nuestro Señor y que solamente el diablo y la carne son los que nos lo pueden presentar como duro y difícil. Nuestras queridas hermanas bienaventuradas gozan en el cielo del mérito que adquirieron con su fidelidad en todo lo que les ordenaron. Ruego a Nuestro Señor que nos conceda la gracia de seguirlas en la práctica de las reglas, para que gocemos después de esta vida de su felicidad en la gloria.