(23.07.56)
(Reglas comunes, art. 6)
Mis queridas hermanas, la charla de hoy es sobre la explicación de las reglas. Como ya hemos tratado de los artículos primero, segundo, tercero, cuarto y quinto, vamos a ver el sexto: «Sufrirán de buena gana y por amor de Dios las incomodidades, contradicciones, burlas, calumnias y otras mortificaciones que hasta del bien obrar podrán sobrevenirles, a ejemplo de Nuestro Señor, que después de haber padecido por culpa de los mismos que habían recibido de él tantos beneficios, hasta ser crucificado, rezó por ellos». Hermanas mías, ya veis cómo este artículo de las reglas se refiere a las incomodidades, los disgustos, los sufrimientos, las calumnias y las contrariedades que podrían sobrevenir sirviendo a los enfermos. Y veis por él cómo quiere Nuestro Señor que sufráis todo esto de buena gana y por amor a él.
Pero, padre, me diréis, ¿quién hará daño a unas hermanas que sólo desean hacer bien, que trabajan con todas sus fuerzas por socorrer a los pobres en sus enfermedades y por su propia perfección? ¿Quién podrá hacerles daño alguno? Hermanas mías, por eso precisamente hay que estar dispuestos a sufrir, pues por eso mismo es por lo que Dios se vio afligido. Sí, hijas mías, las aflicciones nos vienen por servir a Dios; como él nos ama, nos trata como fue tratado él mismo. Permite que unas veces suframos frío, que otras veces estemos mal vestidos. Otras veces, habrá que ir a las aldeas, donde se pasan muchas fatigas; otras veces habrá que sufrir una maledicencia o una injuria. Esto es, mis queridas hermanas, lo que la Providencia permite que les ocurra a los siervos de Dios. Los sufrimientos son un regalo para las personas de bien, que se han hecho dignas por su virtud y su fidelidad de hacer buen uso de ellos. Ya conocéis el ejemplo de Tobías, que era tan caritativo que se levantaba de la mesa y dejaba de comer para ir a enterrar los cuerpos de los que habían matado. La sagrada Escritura nos dice que, por eso, Dios lo encontró digno de que perdiera la vista. ¡Cómo! ¡Un hombre que se ocupa en acciones de caridad, en sepultar a los muertos, y Dios le priva de la luz, que es tan agradable! Sí, y son sus obras de caridad las que lo hicieron digno de esa privación. Por tanto, es preciso que una hija de la Caridad esté dispuesta a sufrir y que se entregue a Dios para recibir con agrado todo lo que le ocurra en contra de sus deseos.
Lo que va contra esta regla es murmurar contra quienes se cree que son la causa de nuestras penas o si, cuando una siente cierto descontento en su vocación, va a quejarse a otra hermana y le dice: «¡Dios mío!¡Lo duro que es estar en esta Compañía! Hay que hacer esto y aquello; estoy en una parroquia donde hay tanto que hacer; tengo una compañera tan molesta…». Obrar de esta manera es faltar a la regla. Murmurar de que vuestra habitación no es cómoda, de que cuando vais a alguna parte os rechazan, de que sois mal recibidas cuando venís aquí, todo eso es un gran mal. Porque, hijas mías, si sois hijas de Nuestro Señor, como debéis serlo, ya que una hija de la Caridad se llama hija de Nuestro Señor, no murmuréis jamás. El no criticaba nunca las órdenes de su Padre, ¿y os quejaréis vosotras de estar mal alimentadas, mal alojadas?; y si estáis enfermas, ¿os quejaréis de estar mal atendidas?
Las hermanas que viven lejos de las prácticas de Nuestro Señor y faltan a esta regla, por la que los cristianos y especialmente las hijas de la Caridad son exhortadas a no murmurar nunca de lo que Dios envía y a recibir todas las cosas como viniendo de él, no se dan cuenta de que nada ocurre sin su orden y sin su permiso. ¿Cómo no va a venirnos una pena de parte de Dios, si no cae ni un solo cabello de nuestra cabeza sin su permiso? (2), Por eso, cuando una hermana aflige a otra hermana, cuando una superiora u oficiala no concede lo que se le pide, no hay que recibir estas cosas como si vinieran de ellas, sino como enviadas por Dios para hacernos merecer o ponernos en un estado más perfecto por la paciencia en soportarlas.
La paciencia es la virtud de los perfectos. Hijas mías, ¡cuánto consuelo se siente al sufrir alguna cosa por amor de Dios y al aceptar las humillaciones, cuando uno se encuentra en ese estado de perfección que consiste en sufrir de buena gana los pequeños disgustos, porque se sabe que son enviados por Dios!. ¡Qué consuelo! Por tanto, hay que mirar todo lo que nos sucede de molesto como enviado por Dios para hacernos merecer; pues ése es el motivo de que permita que nos veamos afligidos. Hijas mías, Dios no es un tirano; no se complace en hacer sufrir a los que le sirven; no es posible que una hermana se vea colmada de penas y enfermedades y afligida por sus enemigos, a no ser porque esto sirve para hacerla más agradable a los ojos de su divina Majestad.
En aquellos momentos, todas las hermanas se pusieron de rodillas para adorar a Nuestro Señor, que era llevado a un enfermo; lo mismo hizo el padre Vicente y, al levantarse, les dijo:
Cuando se predica en las iglesias y pasa Nuestro Señor, no hay que arrodillarse, porque se está hablando de él, y entonces eso es también honrarle, de modo que en otra ocasión como ésta no es necesario que os arrodilléis. Bastará con que yo me descubra.
Y reanudando su plática, dijo:
Por eso permite Dios que sus servidores tengan que sufrir. Pero, padre, me diréis, ¿cómo es posible esto? Hijas mías, nos pasa como a una piedra de la que se quiere sacar una hermosa imagen de Nuestra Señora, de san Juan o de algún otro santo. ¿Qué tiene que hacer el escultor para lograr su propósito? Tiene que tomar el martillo e ir quitando de esa piedra todo lo superfluo. Para ello golpea la piedra a martillazos, de forma que al verlo diríais que la quiere hacer añicos; luego, después de haber quitado lo más grueso, toma otro martillo más pequeño, y luego el cincel, para empezar a diseñar la figura con todas sus partes, y finalmente otros utensilios más delicados para ultimar los detalles y dar la perfección deseada a esa imagen.
Mirad, hijas mías, Dios obra también de esa forma con nosotros. Por ejemplo, una pobre hija de la Caridad o un misionero: antes de que Dios los saque del mundo, son como unos bloques de piedra, bastos y sin labrar; pero Dios quiere hacer de ellos una hermosa imagen, y por eso pone su mano encima y golpea encima con grandes martillazos. ¿Cómo lo hace? Unas veces les hace sufrir calor, otras frío, luego cuando van a ver a los enfermos de las aldeas, sopla el viento de invierno. No hay que dejar de ir por el mal tiempo. Esos son los martillazos que Dios descarga sobre una pobre hija de la Caridad. A los que sólo miran las apariencias, esa hermana les parecería desgraciada; pero si ponemos los ojos en los designios de Dios, veremos que todos esos golpes no son más que para formar esa hermosa imagen. Y cuando al principio Dios ha enviado grandes penas, tanto del cuerpo como del espíritu, y ve que lo que había en aquel alma de más basto ha desaparecido por medio de la paciencia que ha practicado, entonces toma el cincel para perfeccionarla, esto es, permite a veces que tenga algunas penas pequeñas, por ejemplo, cierta antipatía contra una hermana, que no deja de mortificarla; sí, hijas mías, esto puede suceder, incluso en contra de la superiora.
Cuando Dios ha decidido perfeccionar a un alma, permite que se vea tentada contra su vocación y que a veces esté dispuesta a dejarlo todo. Luego, como el escultor, toma el cincel y empieza a hacer los rasgos de aquel rostro; la pule y embellece, se complace en enriquecerla con sus gracias y no ceja hasta que la ha hecho totalmente agradable a sus ojos. Pero, lo mismo que ningún hombre del mundo es capaz de hacer una hermosa imagen de una piedra si no es a golpes de martillo, también para hacer de una hija de la Caridad una hermosa imagen con rostro bello que dé gusto a Dios, es necesario usar el martillo. Cuando hablo de un rostro bello no me refiero al aspecto exterior, pues no lo necesita para nada y Dios se fija poco en esas cosas, sino que hablo del rostro del alma, que agrada inmensamente a Dios y a los bienaventurados. ¡Quién podría imaginarse el placer que experimenta en una hija de la Caridad, después de que la ha puesto en ese estado!
Las que se quejan a sus hermanas, como ya he dicho, faltan a esta regla. Una hermana irá a buscar a otra y se quejará de que anda mal vestida, de que tiene demasiado trabajo en su parroquia y está enfadada con su compañera; quejarse de estas cosas es ir contra la regla. Además, si alguna se queja de que le cuesta ir a las aldeas, estar mal alojada, el obrar de este modo es hacer lo que prohíbe la regla. Y todas las hermanas que se quejan del trato de la comunidad obran en contra de los designios de Dios, que envía todo eso para hacer una hermosa imagen; y así ellas se oponen a la voluntad de Dios. Es preciso entregarse a él para sufrir todo lo que pueda venirnos de molesto y trabajoso.
¿Creéis acaso que nadie sufre en la tierra? ¿Los príncipes? ¡Muchas veces son ellos los que tienen mayores aflicciones! ¿Los ricos? ¿los papas? No, no, no están libres de penas. El papa tiene también sus sufrimientos, e incluso mayores que los nuestros. Esto tiene que animarnos a recibir de la mano de Dios todo lo que nos salga mal, a imitación de Nuestro Señor, que nos dio ejemplo sufriendo toda su vida en su alma, en su cuerpo, en su morada no teniendo nunca casa propia, en su comida viviendo de limosna, en su honor; en una palabra, en todas las cosas que se pueden imaginar.
Pues bien, mis queridas hermanas, si el Hijo de Dios vivió en el sufrimiento, ¿quién querrá verse libre de él? Cuando, al ir a visitar a los pobres, pasaba delante de las tabernas, se reían de él, se burlaban, y tenía que escuchar las canciones indecentes y las palabras groseras que se decían en aquellos lugares. Por tanto, hijas mías, no os extrañéis de que a vosotras os digan cosas semejantes y, si al ir por la calle o incluso en las casas os encontráis con personas insolentes que os dicen palabras injuriosas, pensad en que también se las dijeron al Hijo de Dios; cuando os digan alguna frase deshonesta que apenas se puede tolerar, no tenéis que responder, sino elevar el corazón a Dios para pedirle la gracia de sufrir aquello por su amor e ir delante del Santísimo Sacramento para contarle vuestras penas al Señor, sin quejarse a las otras hermanas, puesto que, al indicarles vuestros disgustos, no recibiréis ningún alivio y las molestaréis. Por eso no tenéis que contar nunca vuestras penas a las hermanas. Tenéis una puñalada en el pecho y sois tan crueles que queréis asestársela también a las demás; pues, al decirles vuestra pena, ponéis en el corazón de vuestra hermana la misma herida que lleváis en el vuestro. Si se lo decís a varias, habréis causado mil tentaciones y disgustos, que quizás les hagan perder la vocación. Es muy importante que no os quejéis con nadie, a no ser con los superiores. Cuando tengáis alguna dificultad, decídsela a la superiora si estáis aquí; y si no, escribid a la señorita Le Gras o a mí; pero sobre todo, acudid a Dios, pues de él es de quien tenéis que esperar vuestro consuelo.
También van contra esta regla las que dicen sus penas, no solamente a las hermanas, sino incluso a personas seglares. Les cuentan imprudentemente sus descontentos a una dama oficiala o a alguna buena amiga; si se encuentran con una religiosa, harán lo mismo. Es curioso cómo hay personas tan débiles que no pueden sufrir la cosa más pequeña sin quejarse y murmurar; cualquier tontería les da pena. Hermanas mías, hay que evitar estas faltas y, en vez de dejarse llevar por la pasión cuando nos han hecho alguna cosa, recurrir a Nuestro Señor, si estáis cerca de la iglesia, y decirle: «Señor, ten piedad de mí; tu hija está sufriendo tal cosa; ten piedad de mí». Así hay que hacerlo, hermanas mías. Y escuchad lo que él os diga. Os hablará con su lenguaje y os dirá lo que tenéis que hacer; estoy seguro de que, si escucháis bien lo que él os dice, sentiréis fuerzas suficientes para soportar vuestras pequeñas penas.
Después de todo, tenéis que estas resueltas a sufrir. ¿Y quién no sufre en la tierra? Pensad en las mejores almas que hayáis conocido y mirad a ver si no tuvieron todas ellas sufrimientos, unas de una clase y otras de otra. Quizás creáis que sois vosotras las únicas. Pero es una regla general que todas las personas buenas serán perseguidas: esto debe obligaros a no quejaros nunca ni a decir vuestras penas a las hermanas o a los seglares. Hermanas mías, ¡cuántas han perdido su vocación por no haber tomado de la mano de Dios las mortificaciones que les llegaban y se arrepentían cuando ya no era tiempo! Las hemos visto volver después de haber salido: se quejaban y murmuraban, exagerando las cosas y mintiendo a veces, ya que la pasión las cegaba tanto que a veces decían lo que no era. Por tanto, no hay que descargar nunca el corazón con las otras hermanas; si tenéis alguna cosa que decir, acudid a la señorita Le Gras o al padre Portail y no os extrañéis de tener penas; pues no hay nadie que no sea tentado. Somos como esas veletas que ponen encima de las torres; las veréis unas veces hacia oriente y otras hacia occidente, unas veces hacia el norte y otras hacia el sur. Así es también la vida del hombre en la tierra: hoy le gusta una cosa, mañana le disgusta; y así tiene siempre alguna pena. Pero si sabe hacer buen uso de ello, da grandes motivos de alegría a los ángeles y adquiere muchas gracias. Cuando una hermana ha conseguido eso, se guarda mucho de quejarse y, por el contrario, recibe las penas con alegría y como un testimonio del amor que Dios le tiene; dice, como la esposa del Cantar de los cantares: «Mi secreto es para mí (esto es, mis penas, mis pequeñas aflicciones); por eso no las manifestaré, a no ser a los que Dios ha ordenado para ello».
Además, una hermana poco mortificada no se contentará con murmurar cuando no le gusta alguna cosa y decírsela a un seglar; buscará también en eso su satisfacción. Si tiene unos zapatos que no le gustan, procurará hacerse con otros; si un hábito no está hecho como a ella le gusta, querrá tener otro de mejor tela. La que no quiere padecer nada intenta buscar su satisfacción buscando lo que no tiene. Una hermana no encontrará el cuello tal como a ella le agrada, y lo devolverá. ¡Qué cosa tan mala es ésta, si sucede entre vosotras! ¡Cómo! ¡Para tener la satisfacción de ir como le gusta, pasará por encima de todas las cosas! ¡Qué desgracia la de esa hermana! Otra arreglará su cabeza, sacará un poco los cabellos para que los demás los vean. Hermanas mías, no se ven aquí estas cosas, gracias a Dios, pero si ocurriera con alguna de las que están en otros lugares, ¡qué gran mal que sería! Otra tendrá una camisa con las mangas un poco desgastadas; no sólo murmurará de ello, sino que querrá hacerse otra y quizás con tela más fina que la de la comunidad. ¡Qué malo es eso! Nunca podéis compraros nada para vestir; la casa os lo proporciona todo; por eso no tenéis que buscar esas satisfacciones, que no os están permitidas mientras estéis cerca de esta casa. Las que viven lejos y no pueden sacar su ropa de aquí, tienen que pedírsela a los que tienen que mantenerlas y decirles cómo tiene que ser la tela, ni más blanca ni más fina que la que se usa en esta casa. Pero aquí no hay que hacer eso. Del mismo modo, las que quieren tener ropa más fina que las demás, las que están tan apegadas a sus satisfacciones que, si no les gusta la carne o el pan, procuran cambiar y comprar otros géneros, van en contra de la regla.
Así es, hermanas mías, como habéis de vivir en conformidad con el estilo de esta casa y privaros de las satisfacciones que uno se imagina encontrar en esas cosas. Pero, para hacerlo como es debido, tenéis que estar dispuestas a sufrir. ¡Dichosos los que sufren (4), puesto que Nuestro Señor ha dicho que son bienaventurados los que padecen aflicciones! Por eso tenéis que ver de buena gana que se os presente alguna ocasión. ¿De dónde creéis que nacen las murmuraciones y las quejas cuando no tenemos lo que queremos? Todos los pecados, grandes y pequeños, provienen de algún pecado mortal; por ejemplo, el orgullo produce la estima de sí mismo, convencido de que uno tiene más talento que los demás y que lo hace mejor; inclina a presumir de lo que se hace, impide someterse a los demás y le hace a uno esclavo de su propio juicio. Un alma orgullosa hace todo esto. Los avariciosos que aman el dinero roban y son usureros para vivir a su gusto, y esto procede del pecado de avaricia. Por ahora no hay motivos para creer que ocurra esto en la Compañía, ya que gracias a Dios hay muchas de vosotras que aman la pobreza. Todos nuestros defectos, por pequeños que parezcan, proceden de alguna mala fuente. Así pues ¿de dónde creéis que vienen las críticas y las quejas contra las aflicciones, el frío y otras incomodidades? Provienen únicamente del pecado de pereza, que es un mal muy grande y el mayor de los pecados mortales.
Pero me diréis: «¿Por qué dice usted, padre, que es el mayor de los pecados mortales, si lo ponen el último de todos?». – Sí, es verdad que lo ponen el último; pero no es menor que los demás. ¿Qué es la pereza, hermanas mías? La pereza es un aburrimiento de las cosas de Dios, un cansancio de la virtud, que hace que uno no aproveche las ocasiones de practicarla. Y así, en vez de sentirse llevado uno hacia Dios por los motivos de sufrimiento que sobrevienen, para hacer de ellos el buen uso que él desea, se hace todo lo contrario: se murmura, se queja uno. ¿Y de dónde procede todo esto? De una pereza de espíritu que le quita al alma el gusto para todo. Si va a la oración, tiene el espíritu distraído y sin atención; en la comunión, lo mismo. ¿Por qué creéis que no tenemos ningún gusto en la comunión ni en los demás ejercicios de piedad? Porque nos hemos hecho indignos de los consuelos de Dios. Y al no sentir gusto por las cosas buenas, no hay que extrañarse de que se tengan dificultades, pues se las encuentra en donde no deberían existir. Veréis a algunas que, si se les manda ir a tal parroquia, dirán: «Me cuesta mucho ir allá; no puedo sufrir esa cosa». Y no contenta con ello, se lo dirá a las otras hermanas y se quejará delante de ellas. Hermanas mías, un alma perezosa se queja y murmura siempre; no hay nada que le pueda dar satisfacción; es que no ha calado en el amor de las virtudes y no encuentra en su corazón ningún consuelo en practicarlas.
Entonces, padre, dice usted que la pereza es la fuente de las quejas y murmuraciones en las que caemos. Y por consiguiente, una hermana, cuando cae en estos defectos, hace ver que no tiene la virtud de la paciencia, que podía proporcionarle una corona en el cielo, si sufriera de buena gana y por amor de Dios las pequeñas penas que le sobrevienen. – Sí, hijas mías, ella misma es la causa de sus desgracias; una persona que no es paciente se hace un problema de la cosa más pequeña. Si no la saludan, se imagina que no la estiman como es debido; si siente alguna incomodidad o tiene el pulso unos días más acelerado que otros, piensa que está enferma; si no la miman, se hunde en la tristeza; acusa a las demás de dureza y de faltas contra la caridad y no se da cuenta de que ella no busca más que su propia satisfacción.
Pero, padre, ¿es eso un pecado? ¿y un pecado tan grave? – Hermanas mías, tengo que deciros dos cosas para que lo comprendáis.
La primera es que los que hacen las cosas de Dios con tristeza y negligencia son maldecidos por él. – ¡Cómo, padre! ¿qué dice usted? ¡Qué desgracia verse maldecido por Dios! ¡Eso sí que nos parece extraño! – Pues está en la Sagrada Escritura, hijas mías – Padre, díganos las palabras en las que Dios maldice a los perezosos – Helas aquí: Maledictus homo qui facit, etcétera; esto es, maldito sea el hombre que hace la obra de Dios con negligencia y que se comporta perezosamente en el servicio de Dios. De hecho, ya veis cómo de ordinario esas personas carecen de firmeza en el bien y tienen el espíritu abatido, de forma que todo les resulta penoso. Mis queridas hermanas, no os extrañéis si veis a algunas que parecían fervorosas al principio y eran muy edificantes y fieles en la observancia de las reglas, y que incluso continuaron durante algún tiempo en su fervor, pero al cabo de varios años no muestran más que tibieza y negligencia, resultando tan perezosas como antes parecían fervorosas. Eran buenas muchachas cuando entraron en la Compañía, pero fueron aflojando poco a poco en el servicio de Dios. No hay que extrañarse de ello, porque se dejaron llevar por ese pecado de pereza, dejando de ejercitarse en las buenas obras y de producir actos de fe, de esperanza y de caridad. Cuando están en la misa, lo hacen sólo por cumplir; en la oración lo mismo, con el espíritu disipado. ¿Y por qué esto? Porque la pereza se ha apoderado de ellas, de forma que no han podido soportar las penas que Dios les enviaba. Esa hermana se dejó llevar por su propia satisfacción. Luego, estando en ese miserable estado, rara vez la veréis contenta, ni en esta parroquia, ni con esta hermana, ni en este cargo. Siempre tendrá el espíritu perturbado. ¡Salvador mío! ¿Qué dirán los que antes la veían hacer tantas cosas buenas?: «¡Cómo! ¡Cuánto ha decaído esta hermana, que antes era tan decidida, que no se asustaba ante las dificultades, que era tan fervorosa que no perdía una sola ocasión de practicar la virtud!». ¿Y de dónde procede este cambio? Es que se encuentra en el número de esos que han sido maldecidos por Dios. ¿Y qué puede hacer una persona sobre la que ha caído la maldición de Dios? Mirad, hermanas mías, cómo es preciso tener mucho cuidado. Y no os imaginéis que es un juego de niños lo que os estoy diciendo, pues es verdad que el hombre que se encuentra en el estado que hemos dicho está maldito de Dios.
Pues bien, la clave del edificio espiritual de las hijas de la Caridad consiste en hacer bien todo lo que están obligadas a hacer, a fin de que no sean de las que hacen la obra de Dios con negligencia siendo ellas mismas la causa de su desgracia; pues, aunque la maldición de Dios caiga sobre ellas, no es ése su designio, sino que esto les pasa por su culpa. Un arcabucero que tira al blanco no tiene más intención que la de acertar y hacer que su tiro vaya derecho a su objetivo. Si se interpone una persona sin darse cuenta, la bala lo mata. No es ése ni mucho menos lo que intenta el que dispara, pero como el otro se pone en medio, el golpe cae sobre él. Lo mismo pasa con Dios: él maldice la pereza, envía sus tiros contra ese vicio. Vosotras o yo nos encontramos en lugar del blanco, y esa maldición cae sobre vosotras o sobre mí. Ese tiro no iba disparado contra vosotras; pero os pusisteis en este estado de pereza y de negligencia, contra el que se lanzó la maldición. No os extrañéis entonces de que sea eso lo que ocurre: Dios no quiere hacerlo, pero vosotras os habéis colocado en ese estado. Por tanto, hay que temer y evitar las cosas que pueden poner a una persona en esa desgraciada situación.
La pereza inclina todo a la falta de observancia de las reglas. Una hermana negligente falta hoy a una regla; mañana faltará a otra, porque, apenas se relaja uno en el bien, una falta atrae a otra. Si mañana os preocupáis de guardar esta regla, pasado mañana faltaréis a otra, si no ponéis cuidado. Hermanas mías, habéis de saber que la hermana que no guarda sus reglas, se pone bajo los disparos de Dios; y entre las reglas, la prontitud en la obediencia es la principal. Pero no querer obedecer o hacerlo tan mal que más valdría no hacerlo, es un efecto del pecado de pereza. Podéis conocerlo en esto: por ejemplo, si estoy en un sitio en que no observo mis reglas, en que no puedo soportar la más pequeña dificultad, me costará mucho obedecer cuando me ordenen alguna cosa y me resultará muy difícil. Mis queridas hermanas, es el pecado de pereza el que causa todo esto: es ese pecado el que ha sido maldecido por Dios. Pensad un poco para ver si estáis en ese estado; y si es así, ¿en dónde estáis? En la pereza. ¿Y dónde está el pecado de pereza? En el sitio adonde Dios envía sus tiros y sus maldiciones. Mirad entonces si no debe tener miedo una hermana de encontrarse allí.
Pero hay más todavía, mis queridas hermanas: es que Dios detesta y odia tanto a los perezosos que amenaza con vomitarlos. Pues bien, una persona que hace todo lo que acabo de decir está en la pereza, y Dios no puede soportarla en su estómago, porque odia tanto a esas personas que obran con diligencia que amenaza con vomitarlas. Pues bien, cuando se dice que Dios no puede soportar a un alma tibia en su estómago, es según nuestro modo de hablar, para que lo entendamos mejor. ¡Qué espantoso! «Yo os vomitaré» (6). ¿Y de qué sirve lo que uno vomita? De nada, a no ser para repugnar a los que lo ven. Una persona que ha llegado a esa situación sólo sirve para seguir sus pasiones y correr tras los efectos desordenados. Para eso es para lo que sirve. Tened cuidado, hermanas mías; es un asunto de importancia, pues a veces no le ocurre solamente a una persona, sino que puede caer sobre toda una comunidad. ¡Salvador mío! ¡Qué motivos para temer por esta pobre Compañía! ¡Pero también qué consuelo para una hermana que observa fielmente sus reglas y que se complace en hacer todo lo que hace, por Dios! Dios entonces no tiene ojos más que para ver aquello. Todo lo que hace le agrada a su divina Majestad; le agrada no sólo en las acciones que son de suyo buenas, como oír la santa misa, comulgar y hacer oración, sino incluso en todo lo que hace, hasta durmiendo. Pero las que no tienen esta disposición, hijas mías, ¡cuánto miedo deben tener!
¿No habéis oído lo que se decía en el evangelio de hoy? Cuando los que no hayan cumplido la voluntad de Dios le digan en la hora de la muerte: «¡Señor, Señor!», él les dirá: «No os conozco; puede ser que me hayáis rezado, puede ser que me hayáis alabado, pero no os conozco» (7). Y eso no hay que temerlo sólo en la hora de la muerte, sino durante toda la vida; pues si nos hacemos indignos de ser escuchados por Dios en nuestras oraciones y las acciones que realizamos no nos dan a conocer como siervos suyos, ¿qué haremos? ¿Por qué creéis que Nuestro Señor no quiere reconocer a esas personas? Porque no conoce más que a las almas virtuosas; no admite a las que son infieles a sus gracias, y por eso dice: «No os conozco». Cuando una Compañía cae en ese estado de tibieza y de negligencia, mirad, hijas mías, está en peligro de perecer, porque se ha quedado por debajo de donde Dios la había puesto. Al principio, los sujetos de esa hermosa Compañía, que dieron tantas satisfacciones a Dios mientras perseveraron, le disgustaron luego tanto por caer en el estado de pereza que ya no puede verlos y no tiene más remedio que vomitarlos. ¡Ay de aquella desventurada que fuera la causa de ese mal!
Pues bien, veamos en cuál de esos dos estados nos encontramos nosotros: ¿en el primero o en el segundo? Estáis en el primero si observáis bien la regla, si sufrís de buena gana las penas que os sobrevienen y no murmuráis en vuestros sufrimientos. Si es así, ¡qué agradable será a Dios la Compañía! ¡Salvador mío! ¿hay algo que te agrade tanto como las almas que te sirven como tú deseas? Pero, si alguna se relaja en particular o más bien si toda la Compañía se enfría en la observancia de las reglas, ¡qué gran daño, Salvador mío! Hemos de esperar que no ocurra esto en general, pero si alguna en particular está relajada, que tenga mucho cuidado, que ponga la mano en su conciencia y vea cómo recibe las penas que le sobrevienen. Esa dificultad que se presenta, ¿la recibimos como si viniera de parte de Dios para aumentar nuestros méritos? Si así lo hacemos, hemos de alabar a Dios; pero si vemos lo contrario, temamos su maldición. Y para evitarla, levantémonos de ese estado.
En cuanto a la Compañía en general, hemos de decir que trabaja, gracias a Dios. Si así no fuera, ¿cómo iban a desear teneros en tantos sitios? Si se advirtiera algún relajamiento entre las hijas de la Caridad, no las buscarían como las buscan; pues apenas pasa un día sin que os pidan. ¿Y quiénes son los que nos hacen este favor? Son los obispos. Mirad, hijas mías, cuántos motivos tenéis para humillaros. ¡Cómo! ¡Que se tenga tal aprecio de unas pobres y miserables criaturas, que las pidan de tantos sitios! ¿No es esto un motivo de confusión, cuando se piensa en lo imperfecto que es uno? Os digo esto para haceros ver la obligación que tenéis de ser agradecidas a las gracias que Dios concede a la Compañía, que goza de tan buena fama que, en un solo día, han venido a pediros de tres lugares. Esto hace creer que, si las hijas de la Caridad, estuvieran disipadas en general, si la compañía como tal viviera en el desorden, Dios no permitiría que tuvieran tan santas ocupaciones. ¿Y sabéis cuánto peso tiene el ver a una hermana entregarse con afecto al servicio de los pobres? ¡Si lo supierais, hijas mías! Jamás he oído que pidieran a unas religiosas carmelitas a ningún lugar. Pero a vosotras os desean hasta los obispos, porque hacéis profesión de servicio al prójimo. ¡Cuántos motivos de consuelo para los que observan sus reglas! Pero tened cuidado no sea que haya entre vosotras alguna que se encuentre en el estado que hemos descrito. Haced mañana la oración sobre este tema y examinad a ver si habéis caído en alguna de estas faltas, sobre todo, tomad el propósito de no quejaros nunca con las otras hermanas; y si advertís que estáis en el estado de pereza, pedidle a Dios que os conceda la gracia de salir de él para poneros en el que más le agrada. Haced lo que dice san Pedro: si no estáis en el estado de los predestinados, haced de manera que estéis en él cuanto antes. Esforzaos por salir de esa situación y en todas vuestras oraciones pedidle a Dios esa gracia de que todas le sean fieles, que no haya ninguna que abuse de sus gracias y se sienta apegada a una tontería, pueda atraerle las maldiciones de Dios.
¡Bendito sea Dios! ¡Animo, hijas mías! Esforzaos en serle fieles en todas las cosas, en no quejaros de nada, aun cuando estéis enfermas. Recibámoslo todo de la mano de Dios y digámosle: «Señor, cuando te pido la gracia de sufrir las penas que tu bondad me envíe, me propongo al mismo tiempo recibirlas de tu mano. Señor, puesto que es imposible estar sin penas en este mundo, me propongo recibir por amor tuyo todas las que vengan sobre mí, así como también librarme del espíritu de pereza, hacer las cosas que se me ordenen y mantenerme con firmeza en el bien empezado, para que todo esto te resulte agradable».
Hijas mías, una regla bien observada, un pequeño sufrimiento que se acepte por amor de Dios y para demostrarle que lo amamos, ¡qué gran dicha encierran para Dios! Pero también ¡qué desventura aprovechar mal todas las gracias que Dios concede a ese alma! Le ruego a Nuestro Señor que nos conceda la gracia de salir de este estado de pereza, si es que estamos en él.
Entonces una hermana interrumpió al padre Vicente y le pidió que pidiera a Dios perdón por las muchas faltas de las que se reconocía culpable en este aspecto.
– Bien, hermana mía, le dijo. Cae usted porque es débil, pero se levantará por lo que acaba de hacer. Tenga confianza en Dios, que le dará fuerzas para soportar sus penas. Así se lo pido con todo el corazón para usted y para todos nosotros.







