(06.06.56)
(Reglas comunes. art. 5)
Hijas mías, el tema de esta conferencia es sobre el artículo quinto de las reglas, que se refiere a los apegos.
Primer punto: las razones que tenemos para guardar bien esta regla; segundo punto, las faltas que se pueden cometer contra esta regla; tercer punto, los medios que hay que emplear para romper con esos apegos y evitarlos.
Este es el tema de nuestra charla, hijas mías. Y como se trata de una regla que hay que explicar y se ha hecho tarde, no mandaré hablar a ninguna. Creo que será más conveniente hacerlo así.
Esto es lo que dice vuestra regla, que lleva el título de indiferencia: «No tendrán apego a cosa alguna, y particularmente a los lugares, empleos o personas, ni aun a sus mismos parientes y confesores; estarán siempre dispuestas a dejarlo todo de buena gana cuando se les ordene, acordándose de que Nuestro Señor dice que no somos dignos de él si no renunciamos a nosotros mismos y si no dejamos a nuestro padre, madre, hermanos y hermanas para seguirle».
Esto es lo que dice la regla, que es tan importante para las hijas de la Caridad que no sé de ninguna casa religiosa que tenga tanta necesidad como vosotras de practicar lo que contiene; y esto es más necesario todavía para las personas de vuestro sexo. El despego de los parientes, de los lugares y en general de todas las cosas os es tan necesario que sin él no podéis cumplir con el deber de vuestra vocación. No es que las religiosas y los religiosos no estén obligados a este desprendimiento, pero las hijas de la Caridad están más obligadas que ellos porque su vida es semejante a la de los apóstoles, que no tenían nada propio, ni hogar, ni residencia, ni lugar preferente, sino que iban a todos los lugares adonde les llevaba el espíritu de Dios, y vemos que san Pedro les ordenaba ir por todo el mundo, a Europa, al Asia, al Africa y en general a todas las naciones. Mis queridas hermanas, vuestra regla os dice que, para ser buenas hijas de la Caridad y yo un buen misionero, tenemos que estar en esta indiferencia general. Hemos de esforzarnos en no estar apegados más que a Dios, para que desprendidos de las criaturas nuestro corazón tienda solamente a él y seamos dóciles para hacer lo que Dios pide de nosotros, para ir a todas partes adonde nos envíen los superiores. No hay nada a lo que tengamos que apegarnos, ya que Nuestro Señor nos dice por esta regla, sacada de su evangelio, que si no renunciamos al padre, a la madre, a los hermanos y hermanas, no somos dignos de él. Mirad la importancia que tiene esta renuncia, ya que sin ella no somos dignos de Nuestro Señor.
Para que lo entendáis mejor, mis queridas hermanas, este artículo contiene tres cosas. Primero, que Nuestro Señor Dios recomienda esto, según el contenido de esta regla, que prohíbe expresamente que nos apeguemos a las criaturas. Segundo, hay que desprenderse de ellas para guardar bien esta regla. Sí, hermanas mías, apenas una de vosotras se sienta arrastrada por el afecto a alguna cosa, tiene que romper con él cuanto antes, o por sí misma o por los superiores, descubriéndoles lo que ella sabe que es el motivo de ese apego. Así pues, lo primero es no tener ningún apego, y lo segundo despegarnos de algo, con la ayuda de los superiores y de una misma. Porque fijaos, hermanas mías, Dios nos habla muchas veces al corazón; basta con que estemos atentos a su voz, que nos advierte y que nos dará a conocer a qué cosas estamos apegados. ¿No es verdad que necesitamos oírlo bien? Apenas una hermana sienta que tiene demasiado afecto a sus padres, o a una hermana, o a alguna otra cosa, tiene que descubrirse cuanto antes y sin demora alguna a los superiores; y si no tiene la oportunidad de poder venir aquel mismo día, que lo haga al día siguiente. Y como nuestra miseria es tan grande y el amor propio nos ciega muchas veces, juzgando que nos bastamos a nosotros mismos para conocer si estamos apegados a algo, es conveniente preguntarle al director si ha observado en nosotros algún apego, o bien a la superiora, o incluso a alguna hermana que juzguemos muy virtuosa: ¿Hermana, le ruego que me diga si me ve usted apegada a alguna cosa?. Eso es lo que hay que hacer para romper con los apegos que pudierais tener.
El tercer punto que contiene esta regla es la autoridad de Nuestro Señor, que nos manda estar despegados de las criaturas y nos enseña que hay que dejar al padre, a la madre, a los hermanos y hermanas para ser dignos de él. Y como quizás no entendáis lo que significa estar despegados, os lo vamos a explicar con la ayuda de Nuestro Señor y haceros ver las razones que tenemos para ello.
El apego, hijas mías, no es más que el afecto desordenado a alguna cosa que no es Dios; pues propiamente hablando apego quiere decir un afecto continuo del corazón hacia alguna criatura, que hace que le neguemos a Dios el amor que le debemos y que apartemos de él lo que le habíamos prometido voluntariamente. ¿No somos realmente unos miserables al dar nuestro afecto a una criatura, después de habernos dado a Dios? Al entrar en la Compañía, él os concedió al mismo tiempo la gracia de separaros del mundo, de esa masa corrompida. ¿Para qué? Para que fuerais sus esposas y para poneros en una Compañía que cuida con tanto cariño. Después de esto, ¿no os parece una gran infidelidad apegarnos a alguna cosa que ni siquiera vale la pena que la miremos?
Hay dos clases de apegos: uno a lo que tenemos y otro a lo que deseamos. El primero es cuando una hermana siente apego por un hábito hecho de esta manera, por un cuello o unos zapatos que tiene, porque están hechos a la moda; le gusta tener el cabello bonito y que se lo vean. Todo esto es estar apegada a algo en contra de lo que Nuestro Señor quiere de nosotros. Hijas mías, ¿tener apego a unas tonterías, a unas bagatelas, a un libro, a una estampa, ¿no os parece todo esto digno de pena?
La otra clase de apego es el deseo de tener lo que no se tiene, como el deseo de ir a tal sitio, de tener tal cosa, el deseo de ir con tal hermana, porque tiene un carácter parecido al nuestro, ir a tal parroquia, tener tal confesor. Eso es estar apegada a todas esas cosas. No se tiene, pero se las quiere tener; y lo que es peor, se hace todo lo posible por llegar a ellas. Pues bien, ese afán por tener lo que no se tiene es un apego. Podéis mirar en vuestro interior y deciros: «¿No tengo yo algún apego, bien sea en lo que uso, o bien en lo que no tengo? ¿No estoy apegada a tal hermana, a este libro, a esta estampa, o a alguna otra cosa?». Mirad, preguntaos si no tenéis algún afecto desordenado hacia alguna de las cosas que acabamos de decir. Si es así, reconoced que es un apego y detestadlo: «¡Dios mío!¡Ya estoy cogida en esta trampa! ¡Salvador mío, ayúdame a salir de aquí!». Advertidlo bien, mis queridas hermanas, que el apego es un afecto a algo que se tiene o un deseo de poseer algo que no se tiene.
Hemos dicho que el apego es un afecto a alguna criatura que no se ama por amor de Dios, sino por algún otro motivo. Pues bien, no debemos amar nunca nada a no ser por amor de Dios; si sentimos ese amor, tiene que ser por amor de Dios; pues no es lícito amar ninguna cosa más que a Dios, o por Dios. Si una hermana quiere a otra hermana, es preciso que sea por causa de su virtud y por las gracias de Dios que hay en ella. De la misma forma, si un padre ama a sus hijos, si les procura algún bien, es menester que lo haga por amor de Dios, que se los ha dado y que quiere que los ame. Pero que yo quiera más a ésta porque es mi paisana, o a aquélla porque sigue mis inclinaciones, ¡qué apego tan dañino! Es un apego peligroso que tenéis que evitar, bien sea en la actualidad, bien en los que pudieran presentarse, a fin de no amar jamás ninguna cosa más que a Dios o por amor de Dios.
Mis queridas hermanas, ¡qué hermoso es esto: no tener afecto más que a Dios, ser libres y desprendidas de las criaturas! Hijas mías, si Nuestro Señor os concede la gracia de adquirir esta costumbre, el cielo os mirará complacido. ¡Cuánto agradaréis a Dios, que se complace en ver a un alma que no ama otra cosa más que a él. ¿Cómo no va a mirar a una Compañía que ha hecho él mismo, viéndola toda llena del deseo de hacerse agradable a los ojos de su divina Majestad que se desprende de todo por amor suyo? Esto hace que se complazca en derramar sus gracias sobre todas las que se encuentran en estado y que ponga en ellas todas sus complacencias.
Hemos dicho, hermanas mías, que este afecto por las criaturas es desordenado; es este desorden en lo que consiste la falta contra esta regla, pues es una falta contra esta regla tener afecto a alguna cosa que no está permitido tener ni desear, sobre todo cuando este afecto impide el que se debe tener a las reglas y hace que no se obedezca a lo que ordenan los superiores o que se vaya contra su intención; pues es sobre todo la intención lo que hemos de tener en cuenta. Eso es el apego.
¡Cómo! ¡Estar apegado a una criatura, que puede ser viciosa y que nos impedirá seguir la voluntad de Dios, que nos señalan los superiores! ¡Cómo, hermanas mías! ¡Preferir una miserable satisfacción a la voluntad de Dios! Por ejemplo, se trata de una hermana a la que la superiora le dice que haga algo o que sabe que es su intención que lo haga; como esa hermana está apegada a su propia satisfacción o juicio, no lo hace; o si lo hace, lo hace a regañadientes. Ved que malo es estar apegado a una cosa.
También se ha dicho que, para que se trate de un verdadero apego, tiene que ser continuo; es menester que se trate de un afecto continuo; pues hay gran diferencia entre un afecto que pasa pronto y otro que dura. Por ejemplo, una hermana tiene cierta dificultad en dejar una cosa; ve entonces que está apegada a ella. Si hace todo lo que puede por superarlo y se dice en su interior: «¿Qué haré? ¿Me dejaré arrastrar por ese afecto desordenado? ¡Es menester que lo deje!», entonces, si así lo hace, no es apego; pues es preciso que continúe para que sea verdadero apego; además, es menester que esa hermana advierta lo que está haciendo, que sepa que está apegada a tal cosa, y que a pesar de ello siga estando apegada a pesar de los avisos que ha recibido para corregirse. Entonces es cuando puede decirse que se trata de apego. Y cuando una hija de la Caridad siente que está apegada, tiene que decírselo a su confesor; si es como debe ser, tiene que hacerlo sin tardanza; si no puede aquel mismo día, que tome la resolución de venir aquí en la primera ocasión para decírselo a la señorita o al padre Portail o bien a alguna hermana que sepa que es virtuosa; o bien, si me encuentra a mí, puede decirme: «Padre, creo que tengo la obligación de decirle que me parece que tengo apego a tal hermana, a tal lugar, a tal cosa; le ruego que me diga qué tengo que hacer en este caso». Si la persona a quien se ha dirigido le pregunta desde cuánto tiempo siente ese afecto, le dirá ingenuamente: «Hace tanto tiempo». Si le sigue preguntando qué es lo que ha hecho por superarlo, responderá: «He hecho tal y tal cosa, pero sigo estando preocupada por ello». Entonces, al darse cuenta de que es un apego, le dirá qué es lo que hay que remediar; y de este modo, mis queridas hermanas, le indicará los medios para librarse de él.
Por eso, apenas alguna hermana advierta algún apego, tiene -que decirlo enseguida; y las que están lejos, se lo pueden decir a su hermana sirviente. Hijas mías, me gustaría que hubiera entre vosotras cierta práctica que vi en una persona del mundo. Conocí a una señora que, al sentir demasiado afecto a su marido o a sus hijos, le decía a su confesor: «Padre, me siento demasiado apegada a mi familia; me inquieto demasiado por las ausencias de mi marido; ¿qué tengo que hacer?». Hermanas mías, ¿es posible que unas personas, cuyo estado no requiere tanta perfección como el vuestro, tengan esa fidelidad y que una hermana de la Caridad sienta un afecto desordenado a sus padres, o a su confesor, o a cualquier otra cosa, sin decírselo a sus superiores? ¡Es necesario que os abráis para pedir consejo sobre lo que tenéis que hacer! Hay que pedírselo a Dios para vosotras y para aquellos que os dirigen.
Pero, padre – me diréis -, usted nos habla de apego; ¿por qué llama usted apego al afecto que se tiene a una cosa? – ¿Cómo os lo explicaré, hijas mías? La Sagrada Escritura lo compara a una trampa, a unas redes. Pues bien, como el Espíritu Santo compara en la Escritura el apego a una cosa con una trampa, con unas redes, con un lazo, debemos entender por ello que se trata de un mal apego. Ese apego es entonces un lazo que destruye a los que se dejan cazar por él, de forma que el pecador se ve atado por el pecado y se convierte en esclavo del pecado. Sí, el pecado es un lazo; y lo que se dice del pecado, se puede decir de un afecto desordenado, ya que ata a los que se dejan atrapar y los hace esclavos y miserables.
Padre, me diréis también, ¿cómo entiende usted esto? Dice que el apego es un lazo que atrapa a uno y no le deja escapar; díganos cómo es posible esto.
Mis queridas hermanas, para comprender mejor lo que es el apego, imaginaos a un hombre atado a un árbol con una cuerda, ligado de pies y manos con cadenas, las sogas bien anudadas y las cadenas bien apretadas. ¿Qué puede hacer? Se encuentra esclavizado; porque, primero, ese pobre hombre no puede soltarse por sí mismo, si otro no rompe sus cadenas y le ayuda a salir de allí. Segundo, no puede ir a ganarse la vida ni a buscar con qué sustentarse, de modo que morirá de hambre. Y esa es su tercera desgracia. Cuarto, si se le deja allí durante la noche, corre el peligro de ser devorado por las bestias, ya que no podrá defenderse de ellas. Esas son las cuatro cosas que le ocurren a aquel pobre hombre encadenado, y que le hacen muy digno de lástima.
Del mismo modo imaginaos, mis queridas hijas, que una hermana está apegada a alguna cosa; está como aquel pobre hombre. No puede desatarse por sí misma, pues está bien sujeta y anudada; esto es, si se encuentra muy apegada, le es imposible desatarse, a no ser que otro la ayude. ¿Qué podrá hacer una hermana en ese estado? ¿A quién recurrirá? Esta allí presa. El afecto a un vestido, a un tocado, a tener unos puños que sobresalgan un poco para que se vean…; está tan atada a eso que no puede deshacerse por sí sola. Comprende muy bien que esto le cuesta; no tiene en su mente nada más que ese apego y piensa en ello día y noche. ¿No es verdad lo que os digo? ¿No sentís dentro de vosotras mismas la experiencia de esta verdad? Creo que sabéis muy bien lo difícil que es deshacerse del apego a una cosa. Os confesaréis con el deseo de dejarlo, pero es muy de temer que después de la confesión las cosas sigan lo mismo que antes.
Hemos dicho que aquel pobre hombre encadenado no puede ir a buscar con qué vivir y que tendrá que morir de hambre, si no se le lleva algo de comer. Tampoco una hermana que está apegada a algo puede buscar lo que podría ponerla en libertad y dar la vida a su alma, pues se cuida mucho de decir que tiene ese afecto desordenado. Ya sabéis entonces muy bien qué es poco más o menos tener apegos; por ejemplo, tener apego a dejar la vocación. Esa pobre hermana está totalmente embebida en esa idea, rumiándola continuamente en su espíritu; no tiene reposo alguno; se muestra siempre inquieta y vacilante. «¿Lo haré o no lo haré?». Es una gran preocupación para esa pobre criatura, pero no quiere librarse de ella. Y si no interviene su director o su superiora, se verá atada y trabada para siempre.
En fin, aquel pobre hombre del que hemos hablado corre el peligro de que se lo coman las bestias. Si uno no lo saca de allí, al llegar la noche, lo devorarán los lobos y las otras bestias feroces. Eso es precisamente lo que le ocurre a una pobre hermana separada del rebaño. Se separa de sus superiores, despreciando sus advertencias; su corazón se apega a sus propias satisfacciones. Está ya fuera de la comunidad, puesto que no sigue sus prácticas. Esa hermana está en peligro de que el espíritu maligno la haga salir de la Compañía. ¿Por qué? Es que el lobo la ha encontrado apartada de su rebaño; estaba con él solamente en el cuerpo pero no en el espíritu; y apenas se presentó la ocasión que esperaba, el demonio le obligó a dar el último paso; y así está en peligro de verse devorada en el mundo. ¡A cuántas hemos visto que, después de haber salido, no sabían lo que hacer, por la gran dificultad que se encuentra en conseguir la salvación en el mundo! Hijas mías, ¿podrá decirse que un apego hace salir a una hermana de una Compañía que hasta ahora ha servido de gran consuelo y edificación a todo el mundo? Pues así podemos decirlo hasta el presente por la misericordia de Dios.
Tenéis que saber que hay tres clases de apegos al mal. Están primero los que se apegan a la vanidad, a la afectación, a su propia estima. Cuando una hermana ha llegado a ese extremo, cuando se complace en verse estimada por el mundo, eso es vanidad. Estar apegada a que le hagan un vestido de tal forma, con un cuello bien puesto, bien planchado, querer que los cabellos se vean un poco, eso es un apego peligroso.
Está también el apego al propio juicio. ¿Qué malo es! Cuando uno hace solamente aquello que se imagina ser bueno según su propio juicio y desprecia el consejo de los demás, mal asunto.
Además, resulta que una hermana quiere guardar alguna cosa para el futuro. Podrá pensar poco más o menos de este modo: «¿Qué sé yo lo que puede pasar dentro de diez años? Tengo que ir recogiendo algún dinero». Si hubiera algunas que fueran tan desgraciadas, eso sería robar a los pobres, aunque fuera del dinero que se os da para poder vivir. Sí, hijas mías, reservarse alguna cosa es robar a los pobres, pues quienes lo dieron lo hicieron con la intención de que fuera empleado en el mantenimiento de las siervas de los pobres, de forma que tomar alguna cosa de ello es robar a los pobres. Pues bien, esos apegos de los que acabamos de hablar son apegos viciosos de los que hay que guardarse mucho. Pero creo que no se da esta última especie en vuestra Compañía; si hubiera alguna culpable, es señal de que no tiene confianza en la Providencia de Dios, que ha dirigido siempre a la Compañía hasta ahora.
Sí, hijas mías, la Providencia divina que ha guiado siempre a la Compañía hasta ahora es admirable sobre las hijas de la Caridad. ¿Quién creéis que da los medios para manteneros y ha inspirado a la reina que os haga los beneficios que os hace, sino esa misma Providencia? ¿No sería entonces una gran infidelidad si una hermana, por su gusto y para su propia satisfacción, se reservase alguna cosa y le tuviera apego? Espero de la bondad de Dios que no haya ninguna entre vosotras.
Si, por desgracia, hubiera alguna con esos apegos viciosos, no llegaría muy lejos, lo mismo que Judas, que por ese afecto pernicioso que sentía por el dinero, llegó hasta el extremo de vender a su Dios. ¡Qué desgracia estar apegado al mal! No puede uno deshacerse de él. Aquel miserable administraba la bolsa de Nuestro Señor y de los apóstoles, que se la habían confiado. Y como estaba apegado al dinero, aquello le llevó a entregar a su buen maestro y a cometer aquel deicidio. ¡Salvador mío! Aquel fue el último crimen adonde le precipitó su apego. Pues bien, cuando se ve a una hermana tener esta clase de apegos, es una mala señal y un signo de la reprobación de Judas.
Hay otros apegos que no son pecado mortal, como por ejemplo desear tener ese vestido, ese cuello, ir con esta hermana mejor que con aquella. Esto no es un mal tan grande como los demás que hemos dicho; sin embargo, tenéis que huir del apego a esas cosas indiferentes, aunque no sea pecado mortal, si queréis llegar a la santidad que requiere vuestra vocación. Si hubiera algunas apegadas a algún cargo, a querer ser hermana sirviente, es la tentación más horrible que puede tener una hermana y que no puede venir más que del demonio que, de ángel que era, se convirtió en lo que es, por haber querido elevarse. ¡Qué peligroso es el deseo de ser oficiala! El apego a estas cosas, mis queridas hermanas, es más horrible que el infierno; pues, lo mismo que en aquel lugar hay un continuo desorden, también las personas apegadas a alguna cosa son causa de un gran desorden en la Compañía.
Veis entonces cómo, por una tontería en la que han puesto su afecto, si llegan a perderla o a tener que dejarla, casi llegan a perder el espíritu. Conozco a una mujer tan apegada a su perro, que casi llegó a desesperarse por haberlo perdido. Yo iba entonces de viaje con ella y la veía tan triste y abatida, que no dejó de suspirar durante ocho o diez días. Finalmente, al preguntarle la causa de su pesar, resultó que era por habérsele muerto el perro. ¿No os parece una extraña locura? ¿No os parece que el estar apegado a esa tontada es haber perdido el sano juicio?
Veréis a algunas personas tan apegadas a tener un vestido hecho de tal forma y con esta tela, que alborotarán a toda la Compañía por satisfacer su pasión. Hay algunas tan propensas a aficionarse desordenadamente que se apegan a todo lo que les proporciona alguna satisfacción, como a un gato, a tener llaves y a otras muchas cosas que no valen la pena que ocupemos en ellas razonablemente nuestro espíritu. Cuando se les dice a esas personas que vayan a algún sitio, les veis tristes, melancólicas, obedeciendo de mala gana. ¿Por qué creéis que les falta alegría y prontitud en hacer lo que se les ordena? Porque tienen algún apego que las tiene sujetas y atadas. Tales son, mis queridas hermanas, los efectos de un apego desordenado.
Hay otra clase de apegos que se refiere a las cosas espirituales: por ejemplo, tener afecto al ayuno es una obra buena, pero puede haber en ello algún apego.
Me diréis: «¿Qué dice usted, padre? ¿Es un apego querer obrar bien? ¡No es el ayuno una buena acción? ¡Y dice usted que es un vicio!». – Sí, hijas mías, es un vicio cuando ese ayuno se hace sin permiso de los superiores y por propia voluntad. Tener ganas de ayunar y el mismo ayuno es virtud en cuanto al objeto; pero, si lo hacéis sin las condiciones requeridas, Dios no lo acepta. Os digo lo mismo que él puso en boca del profeta hablando a los fariseos: «No quiero vuestros ayunos, porque en ellos está vuestra propia voluntad, y por eso no me agradan». Si lo hicierais por obediencia, Dios lo aceptaría. Pero como él odia la propia voluntad, le disgusta todo lo que se hace por ella, y no lo recibe, lo mismo que los sacrificios, por muy santos que sean. Una hermana tiene la devoción de confesarse o comulgar más veces que las demás; irá al padre Portail o a la señorita Le Gras para pedirles permiso. No se lo conceden, pero ella no deja de seguir su inclinación: es un apego, a pesar de que os parezca que lo hacéis por amor de Dios. Mirad, hermanas mías, el mayor sacrificio que le podéis ofrecer a Dios es el de vuestra propia voluntad.
¡Pero, padre, a mí me gustaría usar más veces la disciplina! ¡Siento un gran consuelo cuando la uso! – Si la obediencia te lo permite, estará bien hecho.
¡Pero, padre!, ¿No es agradable a Dios ir de peregrinación a Nuestra Señora de las Virtudes, pasar cada ocho días por Nuestra Señora? – No, esas devociones no valen nada si no se hacen por obediencia; no es que las peregrinaciones no sean buenas de suyo, pero cuando salís expresamente de vuestra habitación o de vuestra casa para ir a Nuestra Señora o a otros lugares de devoción sin permiso de los superiores, es algo que no debéis hacer nunca, hijas mías.
Comprendedlo bien, el apego a las cosas buenas y santas es malo, si no está en conformidad con lo mandado por vuestros superiores. Mirad si son ordenadas vuestras reglas y si no conviene que sepáis la obligación de no tener apegos, al ver los grandes males que de aquí se derivan. ¡Salvador mío! ¿no es razonable que procuremos romper con esas ataduras, si nos vemos enredados en ellas? Hermanas mías, un pajarillo caído en la trampa pelea noche y día para salir de allí, sin cansarse jamás; mientras viva, no dejará de intentar escaparse. ¡Y nosotros nos veremos enredados en un mal afecto, sin esforzarnos por salir de él! Esto nos condenará delante de Dios y nos hará inexcusables, si no seguimos ese ejemplo. ¡Cómo, hermanas mías! ¿No es digno de lástima ver cómo un pajarillo hace todo lo que puede por salir de su trampa y una hija de la Caridad que se ve apegada a algo, no hace nada por desprenderse de ello?
¿Qué le dirá Dios en el día del juicio, si la muerte le sorprende en ese estado? Aquello será su juicio. ¡Qué dolor para aquel alma! Dios le dirá: «¿Tú eres hija de la Caridad y no has querido hacer nada por desprenderte de tal cosa? Vete, no te conozco». Eso es lo que tiene que esperar una hermana que quiera vivir en sus afectos desordenados; eso es lo que se merece. ¡Oh! ¡Cuánto miedo tenéis que tener de esos apegos y cómo habéis de proponer desde ahora desprenderos de todos los que podáis tener y evitar todos los que puedan venir!
En fin, mis queridas hermanas, el fin de esta regla es que nos apeguemos solamente a Dios y que no amemos más que a Dios sólo o por Dios.
Pero, padre – me diréis – , ¿tan grave es estar apegada a un cuello, a los cabellos, a una camisa o a alguna devoción? ¿Cómo es posible que sea tan malo? – Yo a eso lo llamo idolatría. Sí, hermanas mías, hemos de compararlo con la idolatría. Y ésta es la razón: Dios quiere que lo amemos por encima de todas las cosas, y nosotros preferimos a esa criatura, a la que estamos apegados. Somos idólatras apenas preferimos alguna cosa a Dios. Ved qué desgracia es caer en la idolatría. Pues eso es lo que hacéis cuando os apegáis a las criaturas.
Más aún, es un adulterio. Fijaos bien, hijas mías. Al entrar en la Compañía, escogisteis a Nuestro Señor por esposo y él os recibió como esposas, o mejor dicho, os prometisteis con él; luego, al cabo de cuatro años, poco más o menos, os entregasteis a él por completo por medio de los votos, de forma que sois sus esposas y él es vuestro esposo. Y como el matrimonio no es sino una donación que la mujer hace de sí misma a su marido, también el matrimonio espiritual que habéis contraído con Nuestro Señor no es más que la entrega que le habéis hecho de vosotras mismas; igualmente él se ha entregado a vosotras, ya que se entrega a las almas que se dan a él por un contrato irrevocable, que nunca jamás romperá; de modo que, por la gracia de Dios, podéis decir que vuestro Esposo está en el cielo. Pues bien, lo mismo que una mujer prudente no mira a ningún otro hombre más que a su marido, o se convierte en adúltera, así también una hija de la Caridad que tiene la dicha de ser esposa del Hijo de Dios, pero que se apega a alguna cosa, es una adúltera por preferir una criatura a Dios. ¡Qué pena para un esposo ver a su esposa faltar a la fidelidad que le debe! Hijas mías, no hay dolor semejante a ese. Y también ¡qué motivo de aflicción para una miserable criatura que, de esposa de Nuestro Señor que era, pasa a un estado de adulterio, cuando se apega a las criaturas!
Esta es una razón muy poderosa para romper con todo apego a las criaturas. ¡Salvador mío, qué disgusto recibes siempre que una hija de la Caridad ama alguna cosa en perjuicio del amor que te debe! Hijas mías, si una esposa de Nuestro Señor, o una prometida, llega a poner su afecto en algo distinto de su Esposo, comete contra él una grave afrenta. Su mayor pena es ver a ese alma tan querida con el corazón apegado a otra cosa, prefiriendo, como dice san Pablo, la criatura al Creador (3).
Otra razón para romper con todos los apegos es aquel dicho de Nuestro Señor: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (4). Según esto, ese hábito y esos zapatos a los que está apegado vuestro corazón forman vuestro tesoro. Podéis decir: «¡Pero si es solamente un tocado, un hábito o una parroquia a lo que yo siento afecto!». No importa; la que está apegada de la manera que acabamos de decir tiene allí su tesoro. Piensa en él con frecuencia; se deleita en estar en aquel sitio; no desea más que conservar lo que posee: entonces está allí su tesoro, y su corazón está con ese tesoro, del que no es capaz de despegarse sin una gracia muy especial. ¡Qué gran necesidad de ayuda tiene esa pobre hermana y cómo debe gritar pidiendo ayuda como cuando se toca a rebato por el fuego! Sí, hay que recurrir a Dios para pedirle su ayuda; hay que acudir a los superiores y decirles: «Ayudadme a romper con este mal afecto». Pero lo ordinario es que no se atreva a decirlo y que piense en su interior: «Si les digo que quiero más a una hermana que a otra, nos separarán y ya no tendré esa satisfacción que siento con ella; si les digo que me gusta llevar este hábito, me lo quitarán enseguida». Si se ve tentada contra la vocación, sentirá miedo de declararse. La pobre criatura vendrá a casa; el Espíritu Santo le dirá por el camino: «Díselo a la señorita Le Gras, al padre Portail o a esa hermana que es tan virtuosa». Llega aquí, pero no se atreve a decirlo; a veces se sentirá dispuesta a hablar, pero luego no acabará de decidirse. Para demostraros cuán difícil es romper con ese apego, se confesará con el director, quizás le diga algo relacionado con esto, pero como no se lo dirá todo y no hará más que disfrazar el asunto, no quedará satisfecha de su confesión ni de su confesor. Al contrario, se sentirá más inquieta que antes.
¿Y de dónde viene que, después de recibir el sacramento de la penitencia, no goce de la paz y de la tranquilidad que este sacramento suele proporcionar a quienes lo reciben como es debido? No hay que extrañarse de ello, ya que Dios no se comunica a las personas que están apegadas a algo; se retira de ellas, lo mismo que se aparta uno de un cuerpo muerto. ¿Habéis oído decir alguna vez que una persona viva haya querido juntarse con un cadáver? Nunca lo habréis oído. ¿Y esperáis que Nuestro Señor, que es la vida misma y que quiere unirse por amor con nosotros! llenando de consuelo a las almas que desean recibirle en las debidas disposiciones, querrá unirse con unas personas apegadas de ese modo? ¿Qué unión puede haber entre la vida v la muerte? ¿Y cómo queréis que Dios se os comunique a vosotras, si estáis muertas, si estáis apegadas a unas miserables criaturas, que ocupan de tal forma vuestro espíritu que las preferís a la misma fuente de la bondad? Hijas mías, no os extrañéis de ver a esa hermana llena de inquietudes y con su conciencia perturbada. Necesariamente tiene que estar inundada de sufrimientos y tienen que saberle mal todas las cosas. Verá a otra hermana hablar con la señorita Le Gras con abertura de corazón, contándole sus faltas, incluso en presencia de las demás – pues las almas buenas no se preocupan de que los otros conozcan sus imperfecciones – , y le preguntará la señorita: «¿Y usted, hermana? ¿cómo sigue?». Esa hermana le responderá: «Estaría bien si me viera libre de ese apego». Si una hermana que no quiere romper con sus apegos o que se siente tan ligada por el afecto a alguna cosa que no tiene la fuerza para decirlo oye todo esto, ¡qué pena sentirá de no poder obrar del mismo modo! No quiero decir que se exaspere, pero sentirá mucha pena, porque la acción de su hermana constituye para ella un reproche contra su mala conducta; su conciencia le remorderá y le dirá: «¿Por qué no haces tú lo mismo que ella?». Y se llenará de tristeza y de una extraña melancolía. No hay que extrañarse de ello, ya que no podrá estar nunca satisfecha, y Dios permite que así sea.
Acudirá a una conferencia en la que se hable de una hermana difunta. Oirá decir que aquella hermana no estaba apegada a ninguna cosa o que había roto con los apegos que tenía. Y eso redoblará su pena. Cuando una pobre hermana oye decir de otra lo contrario de lo que ella siente, es para ella un tormento. Le gustaría romper sus ataduras; pero la pobre miserable no puede hacerlo, porque ya es tarde. Se resiste a las inspiraciones que Dios le da tantas veces, desprecia los consejos de sus confesores y superiores, no atiende al ejemplo de las demás; en fin, no quiso desprenderse de sus apegos cuando Dios quería, no puede hacerlo ahora cuando ella quiere.
¿Habéis leído el evangelio de las vírgenes? (5). A esa hermana le ocurre lo mismo que les ocurrió a las vírgenes necias. No pensaron en abastecerse de aceite más que cuando ya era tarde. Así, cuando uno se ha endurecido en el mal, hermanas mías, no puede uno imaginarse lo difícil que le resulta apartarse de él. Y como de ordinario uno está ciego en lo que a él se refiere, esa pobre hermana no pensará que eso es la causa de todo el mal que está sufriendo. Sabe muy bien que no tiene descanso ni satisfacción alguna, pro no atribuye esto a sus apegos.
En fin, hermanas mías, si esa pobre hermana no pierde entonces su vocación, la perderá en la primera ocasión, pues al sentirse asaltada por la tentación caerá en la desconfianza de poder salir de aquel estado. Dirá en su interior: «¡Estoy perdida! ¡No hay salvación para mí! Aquí será más fácil condenarme que salvarme; es preciso que me salga y que vuelva al mundo». Para escapar de sus redes, la pobre criatura creerá que podrá encontrar descanso donde todo es confusión. El mundo está lleno de peligros y de trampas para su salvación. ¡Qué engañada está! Cree que estará más tranquila cuando se salga. ¡Qué estado tan desgraciado y tan digno de compasión! Quiero creer que las que están apegadas de ese modo disimularán que están contentas con las demás y resistirán algún tiempo, pero no podrán permanecer mucho en la Compañía, que no puede soportar miembros estropeados y corrompidos. Pasa como en el mar: ya sabéis que el mar suele rechazar los cuerpos muertos y todo cuanto lo puede infectar.
Fijaos por otra parte en la felicidad de las que no tienen ningún apego: siempre están contentas, no tienen miedo de nada y van siempre con la cabeza bien alta por el camino de la virtud; si encuentran alguna dificultad, no pierden los ánimos, puesto que confían en Dios y dicen: «Dios es mi todo; Dios es mi creador y toda mi esperanza; no permitirá que venga sobre mí un mal mayor del que puedo soportar». Esta es una gran felicidad para el alma que no tiene más apego que a Dios.
Padre, dirá alguna, sí que es grande ese mal que usted nos acaba de señalar. Si hay alguna hija de la Caridad que tenga apegos a alguna cosa, realmente la ha pintado usted con colores que da miedo. Pero ¿qué medios para no caer en ese estado, o para salir de él si una ha caído?
El primer medio es pensar muchas veces en la fealdad y horror del estado miserable en el que los apegos ponen a una persona; pensar muchas veces lo deplorable que es preferir la criatura al Creador, hacer la oración sobre esto desde mañana mismo, a fin de concebir debidamente el terror que hay que sentir de cualquier apego.
Otro medio es escrutar ahora mismo nuestro interior y ver si tenemos algún afecto desordenado. ¡Dios mío! ¿No tengo yo algún apego a mis padres, a esta hermana? ¿No lo tengo a la parroquia en donde estoy, o a tal y tal cosa? Y si os dais cuenta de que estáis apegadas a alguna de esas cosas, corred enseguida al remedio y decid: «¡Salvador mío, ayúdame a salir de este miserable estado!». Eso es lo que hay que decir, hermanas mías; tomar desde ahora la resolución de esforzarse en esto y ya veréis cómo, con los consejos que os den, lograréis acabar con esos apegos. Pero sobre todo escudriñaos bien para ver si tenéis algún apego y haced como un buen gentilhombre, que llevaba una vida tan santa que el señor arzobispo de Lión le permitió tener en su casa el santísimo sacramento (6).
Un día, viajando a caballo y meditando en su interior, empezó a examinarse para ver si estaba apegado a alguna cosa. Haciendo oración sobre ello, como él mismo me contaba, se preguntaba: «¿Estoy apegado a Dios o a alguna otra cosa? (porque, hijas mías, también hay apegos espirituales) ¿No siento apego a mi castillo? No. ¿Y si se prendiera fuego y ardiera por completo, sentiría pena? Creo que no. Si Dios lo permitiese, me conformaría con su voluntad, pensando en que Nuestro Señor no tenía ni castillo ni casa propia. ¿Y a mi sombrero, que me preserva del sol y de la lluvia, no tengo demasiado afecto? ¿No siento gran amistad con la señora condesa o con alguna otra criatura? ¿No tengo afecto a mis rentas y posesiones?».
Tras estas preguntas, se dio cuenta de que todas esas cosas no le afectaban en lo más mínimo. Y cayó al fin en su espada; pensando en el servicio que le había prestado en varias ocasiones peligrosas, sintió cierto afecto por ella y se dio cuenta de que le costaría mucho dejarla, porque la naturaleza le decía: «¡Cómo! ¡Una espada que me ha salvado tantas veces la vida! ¡Es menester que la guarde!». Eso es lo que le sugería su apego: «No te deshagas de ella. ¿Qué harías si te sorprendieran y te atacaran sin tener con qué defenderte?». Su ángel de la guardia le dijo en su corazón mientras rumiaba estos pensamientos en su espíritu: «¡Cómo! ¿Te fías más de tu espada que de Dios? ¿Tienes más confianza en un pedazo de hierro que en la providencia de Dios? ¿Quién te ha sacado de esos peligros en que estuviste metido? ¿No fue acaso el cuidado que Dios tuvo de ti? ¿Y se lo atribuyes tú a tu espada?».
Hijas mías, esos remordimientos de conciencia le obligaron a entrar dentro de sí mismo y a decir: «¡Eres un miserable! ¿En qué piensas tú, que tantas veces has experimentado el cuidado que tu creador tiene de ti? ¡Dios mío, perdóname mi infidelidad!». E inmediatamente se bajó del caballo y rompió aquella espada contra una piedra, para no tener ya más apego a aquel trozo de hierro. Y enseguida experimentó las ventajas que siente un alma generosa en romper con lo que desagrada a Dios, pues sintió en su alma tan gran consuelo en el mismo momento de romper su espada que jamás experimentó nada igual.
Así es como Dios se porta con las personas que son fieles en seguir sus inspiraciones, como aquel gentilhombre, que no tenía más apego que a su espada, de la que se desprendió apenas vio su peligro. Mis queridas hermanas, si deseáis participar de los consuelos de vuestro Esposo, tenéis que romper la espada enseguida, esto es, tomar la decisión de acabar con todo aquello a lo que sintáis algún apego, y decírselo a vuestros superiores; esta misma tarde id a ver a la señorita Le Gras y decirle: «Señorita, me parece que tengo demasiado afecto a tal y tal cosa; ¿qué he de hacer para acabar con este apego?». Sí, hermanas mías, todas tenéis que hacer el propósito de no apegaros a otra cosa fuera de Dios, como también yo lo hago en lo que a mí se refiere. ¡Miserable de mí, que tengo tantos motivos para temer que estoy en el estado que acabamos de decir!
El otro medio ya lo hemos dicho. Siento apego a un confesor, a una dama o a cualquier otra cosa; apenas os deis cuenta de ello, id a los superiores, descubridles sencillamente vuestro interior y decidles: «Siento un gran afecto por tal persona y esa persona lo siente por mí; sé muy bien que me disgustaría mucho que me separaran de ella; sin embargo, haga usted lo que mejor le parezca; corte, saje, haga lo que crea conveniente por mi bien». Eso es lo que tienen que hacer todas las hijas de la Caridad: ser fieles en manifestar las penas y las tentaciones a los superiores. La verdad es que resulta muy difícil gobernar una compañía sin eso. Por eso, si queréis que perdure la vuestra, tenéis que contribuir con este medio. ¿Creéis que es posible darle a una hermana los consejos necesarios para romper con su apego, si ella no dice nada y está tan empeñada que no quiere hacer nada por salir de esa situación? No es posible sacarla de ese desgraciado estado, si ella no se manifiesta ni quiere salir de él. Más aún, ni siquiera Dios puede librarla, si ella no coopera con su gracia, a no ser que Dios la derribe como hizo con san Pablo (7); pues se necesita nada menos que eso.
Por tanto, se necesita fidelidad en manifestarse, propósito de salir de ese estado a cualquier precio que sea. Si derramáis lágrimas, hijas mías, tienen que ser por ese motivo. ¿No es razonable que un alma que se encuentra apegada a las criaturas se llene de dolor? ¡Qué motivos para humillarse al pensar que se ha cometido un adulterio y una idolatría siempre que se ha preferido la criatura al Creador! Por tanto, hay que servirse de estos medios, mis queridas hermanas; y si lo hacéis, podéis esperar de Dios la gracia de superar todos los apegos. Pero fijaos bien: no podemos nada si Dios no nos ayuda. Una pobre hermana que está atada de manos y pies, como aquel pobre hombre del que hablábamos, jamás podrá desatarse por sí misma; es menester que intervenga Dios. Dejó que la arrastraran su afecto y su imaginación, representándole cosas ilusorias, y su voluntad se apego a ello. ¡Salvador mío! ¡Allí está atada, sin poder librarse si tú no rompes las cuerdas que la sujetan! Hijas mías, apenas os deis cuenta de que tenéis algún afecto desordenado, recurrid a Dios y decidle: «Señor, si quieres que yo ame alguna cosa, concédeme la gracia que sea puramente por ti». El no dejará de ayudarnos, pero hay que estar vigilantes para no dejarse llevar por los apegos desde el principio, ya que es difícil salir de ellos.
Pongámonos en manos de Dios, hermanas mías, para no tener ningún apego a las criaturas, ni a lo que poseemos, ni a lo que no tenemos ni nos está permitido tener, para no apegarnos más que sólo a él.
¿Creéis que os he hablado de los apegos por casualidad? No, hermanas mías. Es vuestra regla la que os obliga a huir de ellos. Pero mirad, tenéis que entregaros a Dios desde ahora y decir: «¡Lejos de mí todo apego! ¡Lejos de mí todo afecto desordenado! Renuncio a él, sí, renuncio para siempre, puesto que esas cosas me ponen entre los adúlteros e idólatras. ¡Lejos de mí todo amor a las criaturas! Quiero desprenderme de ellas para unirme más libremente a mi Esposo, con gran confianza en Dios que nos ayudará para ello».
Cuando todavía estaba hablando el padre Vicente, una hermana pidió perdón y dijo que reconocía que había estado en aquel miserable estado que él había descrito y devolvió dos libros que tenía y a los que sentía cierto apego.
¡Dios le bendiga, hija mía!, dijo el padre Vicente, ¡Eso está bien! ¡Así es como hay que hacer! No solamente entrar en el espíritu de penitencia, sino practicar en efecto lo que se ha dicho. ¡Dios la bendiga! Ruego a Nuestro Señor que le despegue de todo eso, de forma que ni usted ni yo tengamos en adelante ningún apego más que a él. Y de su parte, pronunciando las palabras de la bendición, le pediré a su bondad que nos apegue a él con un afecto inviolable y tan fuerte que no haya ninguna cosa capaz de romperlo. Esta es, mis queridas hermanas, la gracia que le pido a Nuestro Señor, que le amemos sólo a él y a las demás cosas por él.







