(24.06.54)
Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es el de la envidia o los celos. La dividiremos en tres puntos: el primero, sobre los grandes males que vendrían sobre la Compañía en general y sobre cada hermana en particular si llegasen a reinar la envidia o los celos; el segundo, sobre las diversas maneras de pecar por envidia o por celos; y el tercero, sobre los medios que hay que emplear para no caer en ese pecado.
Hermana, por favor, ¿quiere indicarnos sus ideas sobre este tema?
– Padre, me parece que la envidia resulta peligrosa y es causa de grandes males porque es la que hizo morir a nuestro Señor; pero que, si en lugar de esos malos deseos, tenemos deseos del bien y de la perfección, entonces se trataría de una buena envidia.
– Entonces, hija mía, pone usted dos clases de envidia, una buena y otra mala. La que tiende al mal es para las personas del mundo y no para los que sirven a Dios. La otra es la que nos recomienda san Pablo cuando dice: «Sed celosos, pero de la virtud; no para impedirle que produzca los buenos efectos que suele producir, sino más bien para adquirirla» (1).
Nuestra hermana ha hablado de otra envidia. La que hace que una hermana se ponga triste y esté quejosa del bien de sus hermanas, de que la otra esté mejor alimentada, mejor mantenida, mejor vestida que ella, de que goce de mayor estima y esté mejor vista por los superiores. Esos son los efectos de esa maldita envidia, que es causa de grandes desórdenes en las almas que la albergan.
Pues bien, hermana, esa es la envidia que hemos de detestar, porque fue la que d;o muerte a nuestro Señor.
Los fariseos, al ver que el pueblo le seguía y a ellos les abandonaba, se llenaron de envidia y buscaron la manera de quitarle la vida. ¡Cuánto poder tuvo que tener la envidia para hacer morir a un Dios encarnado! ¡Dios mío! Hermanas mías, fue la envidia la que impulsó a Judas a vender a nuestro Señor. Podemos decir que tiene un poder muy grande cuando se aloja en el alma de alguien, ya que llevó a la muerte al autor de la misma vida.
¿Y usted, hermana? ¿qué daño cree que acarrea la envidia una hermana?
– Padre, en primer lugar le quita la paz de la conciencia; y esto es un gran mal; tanto que, cuando una no está tranquila en su interior, no tiene más que pena y tristeza.
Además, la envidia puede ser la causa de la pérdida de la vocación, ya que cuando la tristeza nos ataca, sólo queda en nosotras el sinsabor, todo nos cansa, y esto podría acabar arrastrándonos fuera de la Compañía.
Un medio para impedir esta envidia creo que es el de rechazar estos pensamientos, apenas nos damos cuenta de ellos.
– ¡Dios le bendiga, hija mía! ¿Y usted, hermana? ¿qué males acarrearía la envidia y los celos en la Compañía?
– Padre, puede causar graves desórdenes e incluso hacer que se pierda la vocación, ya que apenas nos imaginamos que son preferidas las demás, nos ponemos tristes y nos desalentamos, y de esta forma nos quedamos hundidas.
– Tiene razón, hija mía, al decir que estamos hundidos cuando llegamos a ese punto. ¿De forma que la envidia tiene el poder de hacer que perdamos la vocación?
– Sí, padre, porque ocurre que los celos nos hacen ver que la otra hermana es más apreciada, más querida y estimada, más virtuosa; y acabamos desalentándonos y lo queremos dejar todo.
El remedio para ello, según creo, consiste en pensar que las demás tienen más méritos que nosotras; si la otra es más estimada y le dan cargos más importantes, es que tiene mejores cualidades que yo.
– Fijaos, hijas mías; cuando una hermana está más con los superiores, cuando les habla más veces y creéis que es más apreciada que las demás, estáis equivocadas. ¡Pero si está siempre hablando con la señorita Le Gras, con la hermana sirviente! No, no, no es que se la estime más. El padre que tiene dos hijos, uno mayor y otro pequeño, casi nunca habla al mayor, sino que acaricia al más joven, le habla y juega con él. ¿Creéis acaso que ese padre quiere más al pequeño que al mayor, porque habla más veces con él? Ni mucho menos; quiere más al otro; y cuando haga su testamento, dejará más al mayor que al pequeño. Por tanto, el que la superiora hable más frecuentemente con una hermana no es señal de que la quiera más que a las otras. Si le demuestra más cariño y afecto, quizás es porque se trata de una hermana abatida, desolada y afligida de pesares, que necesita por eso mismo más mansedumbre y afabilidad que de ordinario. Es preciso compadecerse de ella Y es lo que pide nuestro Señor.
¿Os acordáis, mis queridas hermanas, de lo que se dice del hijo pródigo? (2) El pródigo exige a su padre los bienes que le pertenecen, abandona su casa y se marcha a malgastarlos. Después de haberlo perdido todo hasta verse obligado a compartir con los cerdos su comida, se decidió a volver. Y entonces el padre exclamó: «¡Ah! ¡Ahí está mi hijo! ¡Que me lo cuiden, que preparen un banquete, que maten el ternero cebado, que le traigan vestidos y que todo el mundo se alegre de la vuelta de mi hijo!». Pues bien, hermanas, ved cómo acaricia aquel padre al pobre desdichado; lo abraza, le ofrece un gran banquete y toda su casa se llena de alegría. ¿Es que acaso lo quiere más que al mayor, que solamente le ha dado motivos de satisfacción? No; lo que pasa es que es más digno de compasión por su miseria.
El mayor, que venía del campo, al oír los violines y los preparativos que se hacían en casa de su padre, se llenó de tristeza. «Ved, dijo, cómo mi padre trata de ese modo a mi hermano, que no le ha dado más que disgustos, mientras que a mí no me ha demostrado nunca tanto afecto, a pesar de que he procurado obedecerle en todo. ¡Esa es la recompensa que le da! Parece como si lo quisiera casar».
Es la envidia la que le hace decir esas cosas al hermano mayor; cree que es su hermano el preferido. Pero aunque el padre parece amar más al hijo pródigo que al otro, la verdad es que quiere mucho más al mayor, y con razón.
Por este ejemplo podéis ver, hermanas mías, que, si se muestra mayor afecto a unas que a otras, no es porque se las quiera más. Por tanto, no os engañéis, y creed, por favor, que no es ese el motivo.
Cuando veáis a alguna hermana más veces con la superiora, habéis de creer que es por algún motivo: se trata de una oficial que necesita un consejo sobre lo que tiene que hacer, de una hermana que tiene algún pesar y ha de ser consolada.
No os engañéis, pues, hijas mías, y no os dejéis llevar por esos pensamientos, pues sería un abuso creer que los superiores quieren más a una que a otra; es la red que os tiende el espíritu maligno para que tropecéis en ella.
Hermana, ¿hay motivos para temer que la envidia infecte a la Compañía? ¿qué daño puede acarrear a las hermanas?
– Padre, me parece que la envidia es fuente de celos; esto hace que una sienta envidia de lo que las demás tienen y que se moleste de que las otras sean mejor que una.
– Bien dicho: la envidia es fuente de celos; bien dicho, hija mía. ¡Que Dios la bendiga! Fijaos, hermanas mías, en lo que ha dicho: si la envidia se mete en el espíritu de una hermana, engendra celos, y los celos engendran división, y entonces está todo perdido, pues de ahí nacen todos los males que caen sobre una casa. Me parece que no he visto nunca algún desorden en ninguna casa religiosa, a no ser por la envidia y por los celos. Pues bien, si en algún sitio hemos de temer la envidia, es entre nosotros, ya que podría ser como la corrupción de la Compañía. Cuando hay un fruto podrido y corrompido, no sirve para nada; lo mismo pasaría si la envidia se colase entre vosotras: vuestra Compañía se vendría bien pronto abajo. Hermanas mías, ¿podría caer sobre las Hijas de la Caridad una desgracia mayor que los celos, que son la causa de tanta desunión? ¿Qué bien puede haber donde hay división? Estad seguras de que, si la envidia entrase en vuestra Compañía, se derrumbaría esa Compañía, no seríais Hijas de la Caridad más que de nombre, pero no tendríais las señales interiores. Por eso podéis decir, hijas mías, que apenas se vea a ese vicio alojado en esta pobre casa, habría que hacer las exequias de nuestra pobre Compañía; no habría nada que hacer; estaría muerta. ¿Y por qué? Porque sois Hijas de la Caridad, hijas del amor de Dios, del amor al prójimo; y lo contrario de la caridad es la envidia. Una religiosa que tuviera ese espíritu, de hija de Dios que era se convertiría en hija del diablo, en hija de la perdición. ¡Qué desgracia ser hija del diablo! Fijaos bien, el verdugo de las Hijas de la Caridad es la envidia, que hace que una se sienta molesta al ver a su hermana mejor asistida cuando está enferma, cuando es más deseada en una parroquia porque lo hace bien, cuando va mejor vestida que ella. Eso es lo que hace la envidia. Cuando una hermana ha caído en ella, podéis decir: «Esa hermana ya no es Hija de la Caridad, se ha despojado de su fuerza interior, que es el amor de Dios y del prójimo». ¡Pero si sigue llevando los vestidos! ¡Pobre hija mía, no es el vestido el que la hace Hija de la Caridad, sino la fuerza interior del alma!
La envidia, pues, se refiere a los bienes exteriores. Mira también a la reputación. Se siente resquemor en el corazón de que la otra sea más estimada, de que se fijen en ella para los cargos, de que tenga fama de caminar en la presencia de Dios, de que dé buen ejemplo a todos con los que trata. El demonio es el que hace que se sienta envidia de todo esto.
Hay que confesar que hasta ahora tenemos motivos para alabar a Dios. No he visto más que a muy pocas que me hayan desedificado por la ciudad. Sólo me acuerdo de una, que iba agitando algo que tenía en la mano. Lo diré esto solamente aquí. Quizás es que se lo quería ofrecer a alguien. Si está aquí esa hermana, que pida perdón a Dios por esa falta y por el mal ejemplo que dio con su ligereza.
Hermanas, tened cuidado de esto; esos malditos pensamientos son como un gusano que roe el corazón, quita la paz y hace que sintamos pesar, no sólo de ver que los demás tienen buena reputación, sino también de los bienes interiores del alma, de que la otra hermana sea más humilde y la tengan por una santa. El diablo es el que da la envidia de todo esto.
Por eso, mis queridas hermanas, hay que detestar la envidia, n.o sólo porque la Sagrada Escritura nos hace ver que tuvo el poder de hacer morir a nuestro Señor, sino porque ella ha puesto el pecado en el mundo. Según esto, podemos decir, sin duda alguna, que todos los males que caen sobre una Compañía, vienen por la envidia lo mismo que todos los pecados que hay en el mundo comenzaron también por la envidia.
Hermana, ¿cree que la envidia puede echar abajo a la Compañía?
– Sí, padre, porque desune a las personas que se dejan llevar por ella, y si no hubiera unión entre nosotras, la Compañía se vendría abajo enseguida.
– Sí hermanas mías, porque vosotras sois hijas del amor; y la envidia es todo lo contrario de la caridad. Es como el fuego y el agua, que se oponen entre sí. Y lo mismo que entre esos dos elementos hay tanta falta de proporción, lo mismo pasa con la envidia y la caridad. Como el agua apaga al fuego, también la envidia apaga y hace que muera la caridad. Si llegara a notarse la envidia en la Compañía, se os despreciaría con razón y diría la gente: «¿Son esas las hermanas de las que tanto se habla? ¡Qué va! Esas no son las indicadas para distribuir las limosnas de la gente rica; para eso se necesitarían personas caritativas».
Así es como la envidia puede arruinar a la Compañía de Hijas de la Caridad. ¡Y a cuántas otras ha derribado! Muchas se han hundido y se han disuelto por causa de la envidia; desde hace poco tiempo han sido abolidas en París dos Compañías, porque la envidia se había metido entre ellas. Toda una Orden que se llamaba Scolapia (3) ha quedado disuelta, excepto una sola casa, que todavía se ha conservado en algún reino.
He aquí, mis queridas hermanas, unos poderosos motivos para hacer que sintáis horror a ese maldito pecado. Veamos a continuación en qué se puede pecar por envidia.
Una hermana respondió que es el amor propio el que nos hace pecar por envidia, pues el amor excesivo que nos tenemos hace que nos sintamos molestas de que las demás sean preferidas a nosotras; que se puede pecar así por pensamiento, creyendo que merecemos ser empleadas en un cargo determinado tan bien como la que lo ocupa, que la otra no tiene mucho conocimiento ni experiencia; también se puede pecar de palabra, diciendo que unas son preferidas a las otras, que les toleran demasiadas cosas, etcétera.
– ¡Dios la bendiga, hija mía! Dice usted que la envidia se presenta en las palabras y que se puede ofender a Dios de esa manera; tiene razón. Así pues, si se ve a una hermana que habla con frecuencia con la hermana sirviente y se le tiene envidia, se pensará: «¿Qué le habrá dicho?». Si tiene una ropa distinta de las demás, aunque sea por necesidad, se pensará que tienen con ella más consideración, pues el diablo se sirve de todo esto.
Una hermana me decía llorando en cierta ocasión: «Padre, una de las cosas que más temo es ser hermana sirviente». Fijaos, hermanas mías, en las palabras de esta buena hermana. ¡Que lejos están de estos sentimientos las que tienen ambición de cargos! ¡Ay! ¡En qué mala situación se encuentran! Es el diablo el que las incita. Buscad en vuestra memoria si habéis tenido antes estos deseos alguna vez Si todavía los tenéis, ¡pobres hijas mías, en qué situación estáis! Si alguna vez tenéis que tener miedo de algo, es de esto. Si os sentís atacadas por este vicio, pedid a Dios con insistencia que os libre de él; y si tenéis lágrimas, derramadlas ante su bondad para obtenerlo. No descanséis hasta que os hayáis librado de él, y decid: «¡Dios mío! ¿Cómo podéis sufrir que una Hermana de la Caridad sea hija del diablo, que es el orgullo?». Pues el diablo y el orgullo son la misma cosa; si tenéis envidia, que es su hija, sois hijas del diablo. ¿Es posible que una Hermana de la Caridad no sufra al verse en tal estado? Entonces es que no tiene ningún sentimiento de Dios. La que se siente culpable de esto no tiene que descansar hasta no haber obtenido de Dios la gracia de verse libre. Que se encomiende a las oraciones de las demás, que suplique a su hermana le alcance esa gracia de Dios; si se encuentra con algún buen religioso, que le diga: «Padre, le suplico que ruegue a Dios me libre de un maldito pensamiento de orgullo que me atormenta: tengo ganas de ser hermana sirviente. Alcánceme de su bondad que me libre de esta tentación».
Hace poco se celebraba una reunión de prelados para elegir a un superior. Dos de esos buenos prelados me escribieron, y yo les contesté sobre este tema. Cuando se llegó al momento de nombrar al superior, esos buenos padres pertenecientes a aquella Orden se pusieron a llorar con abundantes lágrimas, por miedo a verse elevados a un cargo, que ellos consideraban demasiado pesado para sus hombros. El arzobispo de Narbona y el obispo de Alet me escribieron entonces que habían quedado tan edificados de la humildad de aquellos padres, como es imposible decir. En efecto, hermanas mías, ¿no es verdad que los cargos son pesados y peligrosos para los que los buscan? ¡Cuán lejos hemos de estar de la envidia!
Así pues, el medio para poner remedio a la envidia es no desear los cargos, ni buscarlos. Que a una la envíen a una nueva fundación como cuando se envió a Polonia; no sentirse capaz de ello.
Aquí tenéis, hermanas mías, unas cuantas razones para que deseéis veros libres de la envidia, si la tenéis. Ya conocéis la desgracia que tiene un alma invadida por los celos. Es una situación diabólica. Hay que librarse de la envidia cuanto antes, si se quiere perseverar y si queremos que Dios no nos abandone, ya que da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios (4).
Hermana, ¿qué medios hay que emplear para combatir la envidia?
– Padre, el mejor medio creo que es pedir a nuestro Señor la humildad.
– Bien, sí que es un medio; es un pensamiento que Dios le ha dado. Otro es que nos pongamos delante el ejemplo de los santos para no tener ambición de nada. Otro medio es pensar que esto disgusta a Dios. ¿Cree usted, hija mía, que es un buen medio para no pecar de envidia el preferir las ropas remendadas?
– Sí, padre.
– Ciertamente, es un medio muy bueno: sentirse a gusto con el vestido malo, disgustarse cuando le dan un vestido nuevo, sin querer tener nada mejor que los demás, y decir a la señorita Le Gras: «Señorita, esa es una ropa demasiado buena para mí. Me hace usted demasiado honor. ¿No sabe que soy muy orgullosa y que de ese modo me enorgulleceré más todavía? Soy muy vanidosa y estoy llena de envidia. Por eso no merezco que me vistan de ese modo». Así es, hijas mías, como hay que portarse.
Usted, hermana ¿qué medios hay para no caer en el pecado de envidia?
– Padre, me parece que hay que buscar siempre las cosas más bajas.
– Dice usted bien, hija mía. Y cuando nos dan algo mejor que a los demás, hay que enrojecer de vergüenza. Cuando uno se ve mejor vestido que los pobres, hermanas mías, hay que llenarse de vergüenza y confusión, pues los pobres son vuestros amos y vosotras sois sus criadas; por eso, tenéis que tener menos que ellos.
Padre, me parece que también es un buen medio rechazar enseguida todo pensamiento que tienda a la envidia, sin querer detenerse mucho en él.
– ¡Muy bien dicho! Dice que, apenas se sienta una un pensamiento de envidia, no hay que aguardar hasta mañana; hay que rechazarlo inmediatamente, como si se tratara de un veneno. ¡Pero volverá de nuevo! Si vuelve, hay que empezar otra vez y pedir a las buenas personas que uno conoce que rueguen a Dios os libre de un maldito pensamiento que quiere echaros a perder, y a vuestra hermana, que os diga alguna cosa para ayudaros a superar esa envidia que os atormenta y que pida a nuestro Señor os libre de ella. «Dios mío, concédeme la gracia de no desear nunca ser hermana sirviente. Se la concediste a mi hermana aquella que lloraba ante el miedo de serlo y que pedía a la señorita Le Gras que no la nombrara jamás». Luego, acudid enseguida a vuestro confesor, venid acá junto a la señorita y junto al padre Portail, descubrid vuestro interior abiertamente y confesaos así: «Me acuso de tener un maldito pensamiento de envidia contra mi hermana; y además, me he dejado llevar hasta pronunciar palabras de desprecio y de arrogancia tantas veces». Así es como hay que confesarse, porque lo ordinario es que la envidia haga caer en esos defectos.
– Si se oye hablar bien de una hermana contra la que se tienen celos, se dirá que no es tanto: «Sí, sí; no es tan buena como decís; es que no la conocéis bien; ¡buena beata está hecha!», y palabras por el estilo. Pero eso es obra del diablo; él es el que pone los celos del bien y de la virtud que se practica; y cuando no se puede acusar la acción, hace que uno ataque la intención y que se piense que no es tan pura, sino que lo hace así por humor. Hermanas mías, ¡qué desorden cuando esto pasa!
Uno de los mayores males que puede venir sobre la Compañía, es que las hermanas – hablo de algunas, y no de todas, pues sé muy bien que hay entre vosotras algunas que viven muy santamente; ¡Dios mío! ¡qué almas tan santas ha habido y hay todavía en esta Compañía! – que las hermanas, digo, se pusiesen a hablar de los defectos de unas y de otras. Cuando venís por aquí, os ponéis a preguntaros: «¿Con quién está usted? ¿Qué es lo que hacéis? ¿Qué tal se porta tal hermana? ¿Verdad que tiene un poco de mal humor? ¿Y aquélla, la de tal parroquia, qué tal va? ¿Os entendéis bien?».
Ante estas preguntas, las otras manifestarán sus quejas: «¡Ay, hermana! ¡qué mal estoy con aquella hermana! ¡Se porta tan mal conmigo! Está siempre refunfuñando; hace esto y aquello»; y muchas otras cosas que se dicen en esas ocasiones.
Mis queridas hermanas, que nunca jamás se abran vuestras bocas para hablar así de vuestras hermanas. Hablad más bien de cosas buenas, de vuestras reglas, del servicio que hacéis a los pobres, de su número, para que no deis lugar a conversaciones malas. Y cuando veáis que os preguntan: «¿Qué tal os va en la parroquia en donde estáis?», haced el favor de responder: «Acordémonos que está prohibido hablar de estas cosas y de nuestras hermanas».
Así es, hijas mías, como tenéis que obrar. Si ella sigue con su conversación, dejadla y no la escuchéis, ya que dando oídos a semejantes conversaciones le dais motivos para que continúe. Por eso dicen los teólogos que los que escuchan a los que hablan mal, se portan tan mal como ellos; y es verdad, porque está en nuestras manos el evitarlo, y no lo hacemos. Por eso mismo pecamos tanto como ellos.
Cuando vengáis por aquí, no refiráis nunca lo que hacéis, ni los disgustos que hayáis podido tener unas con otras, sino hablad de cosas buenas, de los medios de perfeccionaros y de adquirir las virtudes que necesitáis, para animaros mutuamente a la perseverancia. Si lo hacéis así, evitaréis muchas de las tentaciones que provienen de semejantes conversaciones.
Señorita, ¿quiere usted decirnos sus pensamientos sobre este tema?
– Padre, su caridad y los pensamientos de nuestras hermanas, nos han advertido ya muy bien de los peligros que hay de que este malaventurado espíritu de envidia y de celos infecte a la Compañía en general y a cada una en particular. Pensando hoy en todo ello, me ha parecido que podía muy bien ser la envidia, tanto como el orgullo, lo que hizo que Lucifer se convirtiera, de ángel que era, en habitante del infierno, ya que ese maldito pecado es como un gusano que va royendo continuamente hasta que lo destruye todo o se destruye a sí mismo.
El espíritu envidioso o celoso de los demás no se concede jamás reposo alguno y persigue incesantemente desde cerca o desde lejos a la persona envidiosa, que de esta forma se ve imposibilitada para llegar a ninguna perfección y está siempre en peligro de perderse.
La envidia y los celos son pasiones que, como el aceite, se van extendiendo, lo mismo que la inclinación, sin motivo alguno y su consecuencia más ordinaria es producir cierta aversión, dar cierto disgusto por el bien temporal o espiritual que se advierte en la persona envidiada, no poder soportar que se hable bien de ella; y finalmente es una fuente que produce continuamente ocasiones de ofender a Dios y de obrar contra la caridad que hemos de tener con el prójimo.
Los medios para impedir que nos habituemos a ese mal vicio son considerar que esto es directamente contrario a la voluntad de Dios y que es uno de los obstáculos más notables para la perfección; repetir muchas veces con atención los mandamientos de Dios, a fin de recordar a nuestro espíritu la obligación que tenemos de hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hiciesen a nosotros.
– ¡Bendito sea Dios, señorita! Bien, hermanas mías, no diré más que dos palabras sobre esto. En primer lugar, se dice que todos los que cometen algún pecado reciben algún contento del mismo: por ejemplo, el ladrón con el dinero que ha robado y que utiliza, el goloso con la satisfacción de comer bocados exquisitos. En una palabra, en todos los pecados uno se figura que recibe alguna satisfacción, pero en la envidia no es posible pretender ningún contento; por el contrario, es un verdugo que castiga en el acto a sus propias víctimas. Fijaos en una persona envidiosa: todo le causa pesar: oye hablar bien de una hermana contra la que siente envidia, y esto le hace morir y pasar un mal rato. Unas veces se imagina que no la conocen bien, otras cree que la desprecian prefiriendo a la otra.
El envidioso se puede comparar con un hombre que tiene una serpiente en el cuerpo. Ya sabéis cuánto daño sufren los que tienen una serpiente en el cuerpo: les va royendo el corazón y no les da descanso alguno. Pues bien, todos los que tienen envidia en el alma es como si tuvieran una serpiente.
El Espíritu Santo dice: «La envidia seca los huesos de aquel en donde entra» (5). ¡Qué desgracia para las personas envidiosas! ¡Ser peores que los que tienen serpientes en el cuerpo! ¡Ay, hermanas mías! ¿Quién de vosotras no tendrá miedo de caer en ese vicio? Entreguémonos a Dios desde ahora para no envidiar jamás el bien de las demás, sino para querer el cargo peor y más molesto, para desear los peores vestidos, para creernos los últimos de todos y contentarnos siempre con lo que tenemos.
También os ayudará mucho confesaros de las faltas que hayáis cometido por envidia, proponiendo resueltamente corregiros de ellas; de esta forma, hijas mías, estad seguras de que Dios bendecirá a la Compañía y que, en todos los lugares en que pidan Hijas de la Caridad, servirán de edificación, y toda la Compañía derramará buen olor. Dios os colmará de gracias en este mundo y os dará la gloria en el otro.
¡Que nuestro Señor nos conceda la gracia de darnos a conocer y detestar este vicio maldito, tan contrario a la caridad! Ruego a la bondad de Dios que las palabras de bendición que voy a pronunciar de parte suya actúen en vuestros corazones y en el mío, para que expulse de ellos para siempre el maldito pecado de la envidia y podamos vivir en adelante de forma que jamás penetre en nosotros.
Benedictio Dei Patris…







