(25.05.54)
Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es sobre la conservación de la Compañía. Se divide en tres puntos. El primer punto es sobre las razones que tienen las hermanas para entregarse a Dios y vivir de tal manera que su Compañía pueda durar muchos años o, por mejor decir, que perdure felizmente y que pueda conservarse para siempre; en el segundo punto trataremos de lo que puede causar su ruina; y en el tercero, de los medios para impedir que se arruine.
Hermana, ¿qué razones tienen las Hijas de la Caridad para entregarse a Dios y vivir de tal forma que la obra del Señor no perezca en vuestras manos?
– Padre, no he pensado aún en eso, pero me parece que es muy necesario entregarse a Dios, para que él haga de nosotras y por nosotras su santísima voluntad, sin la cual no podemos nada.
– ¿Y usted, hermana? ¿qué razón tenemos para ello?
– La primera es que tenemos que abandonarnos y confiarnos plenamente en la Providencia de Dios. La segunda razón es que Dios es el autor de esta Compañía, que por sí mismo ha formado. Me parece, padre, que no hay necesidad de más razones para obligarnos a desear la conservación de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
– ¡Dios la bendiga, hija mía! Dice esta hermana que una razón es confiar en la providencia de Dios; y es muy cierto. Como segunda razón propone que la Compañía ha sido instituida por Dios. En efecto, es una regla, dada por san Agustín que lo que los hombres no han hecho, viene de Dios. Pues bien, no hay ningún hombre en la tierra que pueda decir: «Yo he hecho esto». No lo puede decir la señorita, ni el padre Portail, ni ningún otro. No, hermanas mías, nadie puede decir: «Soy yo el que he hecho esta obra».
Me podríais objetar: «¿Cómo es esto, padre? Si es verdad lo que usted dice, ¿quién es el obrero? ¿Se ha hecho sola?». No, esto no se hace solo; pero tampoco es obra de los hombres ya que no había pensado antes nadie en la Caridad. De ahí podéis concluir, con san Agustín, que lo que los hombres no han hecho, tiene a Dios como autor.
¡Salvador mío! Entonces has sido tú el que has hecho esta gran obra, de la que sacas tantos bienes; ¡sé bendito para siempre! Hijas mías, ¡qué felicidad la vuestra por haber sido llamadas a una ocupación tan santa!
He aquí un gran motivo para vivir tan perfectamente que no decaiga nunca esta Compañía.
Otra razón son las grandes bendiciones que Dios ha concedido a la Compañía, porque hemos de confesar que la ha bendecido a la vista de todo el mundo. ¿No es una bendición que haya traído acá a tantas buenas almas, que están ahora en el cielo, que vivieron como ángeles y que pueden llamarse realmente santas después de la vida que llevaron? ¡Ah, Dios mío! Mis queridas hermanas, ¡qué gran bendición nos ha dejado su ejemplo!
Hace poco tiempo hablaba en una reunión de damas muy piadosas y muy virtuosas de lo mismo que estamos hablando ahora, de nuestra sor Andrea y de las palabras que pronunció antes de morir. Era en una conferencia parecida a esta. Les contaba que a una pregunta que hice a sor Andrea, había respondido: «No tengo ninguna pena y ningún remordimiento, más que el de haberme deleitado mucho en el servicio de los pobres». Y como yo le preguntase: «Entonces, hermana, ¿no hay nada en el pasado que le cause temor?», ella me respondió: «No, padre, no hay nada, a no ser que sentía mucha satisfacción al ir por esos pueblos a ver a esas buenas gentes; volaba de gozo por poder servirles». Tras este relato, una de aquellas buenas damas no pudo menos de exclamar, aplaudiendo con las manos delante de todas, que nunca había oído decir nada parecido de ninguna persona. Era preciso que tuviese grandes sentimientos de admiración para no poder contenerse y dar estos signos exteriores. ¿Se ha visto alguna vez algo semejante? No es menester una gran pureza para estar en esta disposición? ¿No es preciso haber llevado una vida santa para no tener remordimientos de conciencia en ese momento en que los mismos santos se han visto atacados por el enemigo? ¿Podría encontrarse en una religión un estado tan perfecto? No es que yo quiera comparar a las pobres Hijas de la Caridad con las religiosas, que están muy por encima de ellas; no, ¡Dios me libre!; pero la verdad es que no h. visto jamás un estado tan perfecto. De ahí hay que concluir que la Compañía, donde se han encontrado almas tan excelentes, y donde todavía se encuentran algunas, pues hay algunas muy perfectas, según creo, tiene que ser una obra de Dios. Conozco a algunas que querrían morir antes de faltar a la fidelidad a Dios; de ese número es la que (1) la reina de Polonia 2 quería tener a su lado. Os lo he contado ya alguna vez, pero no puedo menos de repetirlo de nuevo; quizás no estabais todas entonces. Sea lo que fuere, esa hermana no aceptó el ofrecimiento que le hizo la reina y tenía el corazón sobrecogido. Su majestad le dijo: «Hermana, yo la quiero mucho; por eso quiero tenerla a mi lado; ¿no me quiere usted servir?». Como la hermana se callase, la reina añadió: «¿Qué? Hermana, ¿no me responde usted?; le ofrezco estar a mi lado, ¡y no me contesta usted!». «¡Ay, señora!; yo soy de los pobres, me he entregado a Dios para eso; hay muchas personas ilustres que pueden servir a su majestad; permítame hacer aquello para lo que me ha llamado Dios».
¡Oh, Salvador de nuestras almas! ¡qué gracia habrá sido necesaria para inducir a esa hermana a dar semejante respuesta, y qué bendición has dado a una Compañía donde hay almas tan aficionadas a tu servicio! Hijas mías, ¿no os parece esto hermoso? ¿Es acaso obra humana? Ni mucho menos; no lo es. Por consiguiente, hay que decir que Dios concede muchas gracias a las que ha llamado a esta casa. Y no es ella sola; hay también otras muchas. ¡Qué! Preferir los pobres a la reina, el vestido pobre de Hija de la Caridad a los brocados, porque lo uno no va sin lo otro, el trato con las pobres Hijas de la Caridad al de las damas, la vida pobre a la abundancia de la corte, todo eso no es propio de criaturas, sino de Dios. El mismo es el que hace estas obras, se sirve de vosotras como instrumento para demostrar cómo se quiere servir de vosotras. Añadid a esto el servicio que hacéis a los pobres en todas partes donde hay hermanas, tantas almas como han llegado a Dios y a las que habéis ayudado con vuestras instrucciones y vuestros socorros, tanto en lo espiritual como en lo corporal, tantos pobres enfermos a los que asistís y servís al presente y que, sólo en las parroquias de París, sin hablar de los de los pueblos y hospitales, son tan numerosos como en el Gran Hospital. ¿Quién podría creer esto de unas pobres criaturas como vosotras, si no supiese la bendición que nuestro Señor ha derramado sobre toda la Compañía? Nuestra hermana tiene razón al decir que Dios es su autor.
No se necesita ningún otro motivo para animaros a la perfección y robustecer vuestra vocación. Es una obra que Dios ha puesto en vuestras manos. Y os pedirá cuentas de ella. ¿No es esto justo, hermanas mías? Es un tesoro que se os ha confiado y cuya pérdida tenéis que impedir. Decid: «¡Ay! Dios me ha llamado a su servicio para esta obra; la ha puesto como un depósito en mis manos; quiero conservarlo bien. Si tuviese a un niño expósito a mi cargo, no me gustaría dejar que se muriese en mis manos. Si tengo tanto cuidado de una cosa que sólo se refiere a la vida del cuerpo, ¡qué no he de hacer por la conservación de la Compañía, en relación con la vida corporal y espiritual al mismo tiempo!». Aun cuando tuviéramos mil vidas, mis queridas hermanas, deberíamos emplearlas todas en trabajar por el crecimiento de esta obra. ¡Qué desgracia si la Compañía decayese por culpa nuestra! Nuestro Señor, dirigiéndose a la ciudad de Jerusalén, lloraba y se lamentaba de pena, al ver su ruina. Mis queridas hermanas, ¿quién podría ver la destrucción de esta Compañía sin derramar lágrimas? ¡Ay! ¡Habría que morir de pena si aconteciese tamaña desgracia!
Ese es el objeto del segundo punto: lo que puede arruinar a la Compañía de la Caridad, o sea, obligar a Dios a que nos retire sus gracias, a causa del mal uso que habríamos hecho de ellas, y a mirarnos como a personas excomulgadas e indignas de ocupar este lugar.
Hermana, ¿qué es lo que podría arruinar, a juicio suyo, la Compañía de la Caridad?
– Padre, me parece que eso ocurriría si escuchásemos las tentaciones contra la vocación.
– Tiene usted razón. La tentación no abandona jamás a las almas que quieren servir a Dios; ni siquiera faltó a los apóstoles ni a nuestro Señor (4); todos los que desean vivir santamente, padecerán persecución, esto es, se verán tentados y afligidos. Pues bien, si una Hija de la Caridad no resiste a la tentación, si, por ejemplo, siente ganas de poder gozar de libertad en alguna cosa, o algo parecido, y se deleita en ello y dice a las demás: «¡Oh, si tuviésemos esto o aquello! ¡Ya tenemos demasiadas preocupaciones!» Si las demás escuchan esa tentación, ¿qué pasará? Se pondrán a murmurar, se quejarán de los superiores y de que no tienen lo que desean. Ese es el mal que caerá sobre las que no resistan desde el principio.
Hermanas mías, sabed que no tiene importancia que nos veamos atacados de una, de dos, e incluso de varias tentaciones; no, no importa si, desde el principio, las rechazamos, después de haber reconocido que es el diablo el que nos pone esos malos pensamientos en el espíritu. Hay que decir: «Señor, yo sé que no habrá nunca una Hija de la Caridad que no se vea tentada». No, mis queridas hermanas, no la ha habido ni la habrá jamás. Todas las personas de bien tienen que enfrentarse con las tentaciones. No hay ningún árbol que se vea libre de gusanos; de la misma forma, no hay Hija de la Caridad que no tenga tentaciones contra su vocación; pero hay que resistirlas con coraje y no escucharlas nunca, por muy buenas apariencias que tengan; porque, hermanas mías, aunque os presenten algunos bienes, son como esos basiliscos que ponen buena cara para seduciros.
Hermana, díganos qué es lo que podría echar a perder y arruinar a la Compañía.
– Padre, creo que sería el menosprecio de las gracias que Dios nos ha dado; todas las que nos han dejado, han salido porque no supieron conocer el valor de la llamada a la Compañía y no estimaron bastante su vocación.
– Está en lo cierto, hija mía; ¡Dios la bendiga! ¡Ay, Señor! Hermanas mías, esa es la causa de todas nuestras desdichas, de los pecados que cometemos, del desprecio a las reglas, en fin de todo el mal que cometemos: que no apreciamos los dones de Dios. Nuestro Señor decía a la samaritana: «¡O mulier!, ¡oh mujer!, si conocieses el don de Dios!». ¡Si conocieses la virtud del agua que te doy de beber! Hermanas mías, ¡si conociésemos el precio de esta gracia! Hija, ¡si conocieses tu felicidad! ¡Si pudieses imaginarte la grandeza de su ocupación! Como esa hermana que rechazó el honor de servir a la reina de Polonia; ¡qué bien lo entendió! Sí, comprendió perfectamente la felicidad que hay en servir a los miembros de Jesucristo; y todas las demás demostraron en ocasiones parecidas que estimaban mucho su vocación.
¿Y quién no estimará esta vocación? ¡Hacer lo que hizo Dios en la tierra! Sería menester ser insensible. Pidamos a Dios esta gracia, a fin de que, conociendo nuestra felicidad, no la despreciemos. Creo que todas aman su vocación; pero podría ser que algunas no gustasen esta gracia como es debido y que no se mantuviesen con firmeza en la empresa que Dios les ha concedido la gracia de abrazar. Que cada una diga dentro de sí misma: «¿Me canso de mis reglas, de las instrucciones de mis superiores? ¿Llegará mi cobardía a tanto que tenga que fracasar mi vocación por unas cuantas esperanzas necias que me presenta la tentación?» Y si una se encuentra en la resolución de ser fiel a Dios, despreciando todos los honores y satisfacciones que se puedan presentar, hay que dar gracias a Dios y atribuirlo todo a su gloria. Por el contrario, si somos cobardes en estas disposiciones, hemos de pedir perdón a su divina bondad y decirle: «¡Ay, Salvador mío! ¡Perdóname los pecados que me han puesto en tan lamentable estado; perdóname, Señor, las infidelidades que son la causa de mis desgracias!».
Hermanas mías, si yo os preguntase: «Si queréis abandonar a la Compañía, tendréis un poco de descanso y de libertad; no tendréis que estar obligadas a esta sujeción; estaréis mejor alimentadas», vosotras me responderíais: «Pero, padre, ¿qué es lo que nos dice? ¿Nos propone que abandonemos a nuestro Dios, que ha concedido tantas gracias, por un placer momentáneo? Pues podemos llamar momentáneo a lo que pasa con el tiempo. ¡No lo haremos!». Creo, hijas mías, que muchas me darían esta respuesta. Pues responded lo mismo a las tentaciones.
Hermana, ¿cómo podría venirse abajo la Compañía de las Hijas de la Caridad?
– Padre, creo que lo que puede arruinarla y hacer que las hermanas la dejen, es no descubrir a los superiores nuestras tentaciones; y el medio para impedirlo me parece que es tener mucha libertad para decir nuestras penas. Por lo que a mí se refiere, cuando Dios me ha concedido esta gracia, me he encontrado sumamente bien.
– ¡Dios la bendiga, hija mía! Tiene razón. De ahí es de donde viene la ruina de la Compañía: guardar las tentaciones en el corazón, no querer decírselas a los superiores, sino contárselas unas a otras. Una hermana que tenga enfermo el espíritu irá a descargárselo con otra que tenga esa misma enfermedad y, en vez de ayudarse mutuamente, de consolarse, de animarse entre sí, se harán daño. De esas dos el contagio se extenderá bien pronto a otras. Y así es como vendrá la ruina de la Compañía. Por eso, hermanas mías, tened por muy seguro que no podréis perseverar sin decir vuestras penas a los que os pueden consolar.
Hermana, díganos, por favor, qué es lo que puede trastornar a las Hijas de la Caridad y, por consiguiente, arruinar a la Compañía.
– Padre, creo que es el trato con los seglares, porque aprendemos sus maneras de proceder, y luego insensiblemente empezamos a obrar como ellos.
– ¡Ay, hija mía! ¡Qué cierto es lo que usted dice y cuánta importancia tiene! Hermanas mías, todos los que se mezclan con los mundanos se convierten también en mundanos; es cierto. Por el contrario, los que se encuentran en compañía de los buenos, se aprovechan de ellos. Cuando se ve a una Hija de la Caridad que se complace en el mundo, no es una buena señal. Cuando una hermana de una parroquia se complace en la estima que le tienen las damas y cuando dicen: «Es una buena hermana; cuida muy bien de los pobres», se va aficionando a esas personas, que la alaban y la aplauden. ¡Ay, hermanas mías! Tened cuidado para que el apego que el mundo os tiene no sea efecto del apego que vosotras tenéis al mundo.
«Si yo fuese del mundo, dice el Salvador del mundo, el mundo me amaría; pero, como no soy del mundo, me tiene odio, porque no encuentra en mí nada suyo» (6). De esta forma, mis queridas hermanas, cuando veáis que el mundo os quiere, concluid que sois del mundo, ya que el mundo sólo ama lo suyo. Entonces, tan pronto como sintáis alguna satisfacción en recibir las alabanzas que os tributan, decid: «No tengo el espíritu que nuestro Señor quiere que tenga».
¿Qué creéis vosotras que es el espíritu del mundo? Es amar la estima, el honor, las alabanzas; es menospreciar a las hermanas que son puntuales y obedientes. Apenas una hermana empiece a amar a los que tienen el espíritu del mundo y a complacerse en su trato, decid: «Esa hermana está en peligro de su vocación». No es que haya que desdeñar a las damas, no; hay que respetarlas y honrarlas por los medios que os proporcionan para servir a los pobres, así como también por el poder que tienen sobre vosotras, ya que ellas ocupan el lugar de una madre en lo que se refiere a los pobres; pero no tenéis que complaceros en permanecer mucho tiempo con ellas, a no ser que la necesidad os obligue, y sobre todo que no se os ocurra nunca ir a decirles vuestras penas, vuestras antipatías, vuestras quejas contra vuestras hermanas. Veis, pues, cómo el trato con las personas extrañas puede resultar peligroso para vuestro bien, y por consiguiente tenéis que evitarlas todo lo que podáis; pues pueden ser la ocasión para que os enfriéis en vuestra vocación. Esta hermana tiene razón al decir que eso sería muy peligroso para la Compañía.
¿Y usted, hermana? ¿qué es lo que podría arruinar a la Compañía?
– Padre, la Compañía se arruinaría si las hermanas no fuesen fieles en la observancia de sus reglas.
– Bien dicho, hija mía; es que la falta de fidelidad en la observancia de las reglas es un desprecio de las cosas santas, ya que vuestras reglas son santas, y aquello a lo que tienden es santo; os ayudan no sólo a servir bien a los pobres, sino también a perfeccionaros a vosotras mismas. Entonces, cuando las descuidáis o las menospreciáis, se puede decir adiós a la Compañía; y aunque no llegara a aniquilarse, al parecer, no sería más que una corteza y nada más; se parecerá a esos árboles que están muertos, pero que a pesar de ello no dejan de mostrar su corteza verde. Hermanas mías, ¡qué gran mal es la falta de observancia de las reglas! Descuidarlas, no hacer caso de ellas y abandonar esos medios de los que Dios se sirve para salvarnos, merecería un gran castigo. ¡Despreciar esos medios de salvación, no estimar las gracias que Dios nos concede! ¿Hay acaso alguna gracia mayor que poder conocer por nuestras reglas su santísima voluntad?
Dios dio su ley al pueblo de Israel y le dijo: «Guardad bien esta ley y no dejéis pasar ningún artículo de ella; si la traspasáis, esperad toda clase de males y de miserias» (7) De esta forma, hijas mías, estad seguras de que Dios os bendecirá en la medida en que seáis fieles a la práctica de vuestras reglas y que, si las rompéis, os veréis llenas de miserias espirituales, de tentaciones, de repugnancias, de disgustos.
Pero me diréis: «Pero padre, me vienen a buscar en el preciso momento en que hay que ir a la oración; ¿cómo podré entonces ser fiel a mis reglas?». Hermanas mías, no tenéis ninguna obligación tan importante como el servicio a los enfermos, y no traspasaréis nunca vuestras reglas por ir a socorrer a los enfermos. Pero, apenas hayáis acabado lo que teníais que hacer con ellos, volved a vuestra oración; porque fijaos, hermanas mías, tenéis que ser celosas en la observancia de todas vuestras reglas, hasta de las más pequeñas; y cuando el servicio a los enfermos os obliguen a cambiar las horas, tenéis que procurar compensar ese tiempo. Señorita, creo que será conveniente leer las reglas para que nuestras hermanas vean y aprendan lo que hay que hacer.
– Padre, lo hacemos todos los meses con las que están en casa; pero, si le parece bien, creo que sería conveniente hacer que vinieran las de las parroquias todos los meses; y como pudiera ser que se molestasen con ello las damas o se les diese motivo para quejarse de que las hermanas vienen muy a menudo, ya que vuestra caridad nos hace esperar la conferencia todos los meses, sería conveniente, si lo cree usted oportuno, que vengan una parte un día y otra parte otro día.
– Me parece bien, señorita. Padre Portail, ¿es usted de la misma opinión?
Sí, padre, me parece que es muy necesario.
– Sí, hermanas mías, esto resultará muy útil. Los capuchinos leen sus reglas cada ocho días, no para aprenderlas, porque las saben muy bien, sino para renovarse en su espíritu y animarse a practicarlas. Así pues, acudiréis acá para oír la lectura de vuestras reglas, con el deseo de observarlas. Pero antes de concretar cuándo y cómo habrá de hacerse, pensaremos en ello delante de Dios; pues así es como se hicieron esas reglas, después de haber pedido sus luces.
Señorita, haga el favor de indicarnos sus pensamientos.
– Padre, la primera razón que tenemos para entregarnos a Dios para alcanzar de su bondad que la Compañía pueda durar largos años y, a ser posible, siempre, es el convencimiento que hemos de tener de que Dios mismo ha querido su fundación y la ha querido de la manera que es. Pues bien, Dios no quiere que las criaturas destruyan lo que él ha hecho. Otra razón es que las que vayan en contra de los designios de Dios por la destrucción de la Compañía, serían causa de la pérdida de muchas almas e impedirían que fueran asistidos muchos pobres, y esa infidelidad pondría en peligro su salvación eterna.
Lo que también podría contribuir a la ruina de al Compañía sería, en primer lugar, querer cambiar sus costumbres, ya que eso sería en cierto modo estimar más nuestro propio juicio que la dirección de Dios, que conoce muy bien las necesidades venideras.
– Señorita, le pido que se detenga un momento en ese punto; ese pensamiento necesita alguna explicación. Una cosa muy importante que ha dicho usted es que no hay que cambiar nada. Lo que antes se ha dicho era muy bueno, pero lo que se acaba de decir es todavía mejor; es como la piedra de toque. Algún espíritu malo podría decir: «Sí, está muy bien no cambiar nada; pero ¿qué medios hay para ello?». Una hermana pensará: «Si tuviésemos la cara más cubierta, seríamos más modestas. ¡Pero eso de ser vista al descubierto!». Otra creerá que sería conveniente recibir a personas de condición; esto daría más lustre a la Compañía. Y si esas personas de condición fueran de la Compañía, habría que cambiar la forma de vivir rústica y sencilla que ahora se observa; habría que estar un poco más arregladas. Se verá que la Compañía es demasiado rústica; habrá que aparentar un poco más, para dar gusto a las señoras, que no quieren tanta sencillez. ¡Ah! ¡maldito estado! ¡desdichada complacencia! ¡qué perdición! Hermanas, si se llega a eso, si empezáis a vestiros con más elegancia, se acabará diciendo: «Hemos de arreglarnos un poco más; cuando se trata con el mundo, resulta mortificante poner ante sus ojos cosas tan ruines».
Otras dirán: «¡Ay! (es demasiado duro obligarnos a no retener nada!». ¡Tentación diabólica, perdición, si se llega a ese extremo! Fijaos, hermanas mías, tenéis que huir como de personas enviadas por Satanás de todas las que quieran induciros a cambiar algo, pues por ese medio no pretenden más que la ruina de la Compañía. Hermanas mías, tened mucho miedo cuando alguna hermana diga: «Hay que hacer esto de esta otra manera; sería mejor y más cómodo». Una hermana que ama a su vocación y que escucha esas palabras, tiene que huir de ellas; puede estar segura de que es un tizón del infierno la que quiera cambiar lo que Dios ha hecho.
Cuando son los superiores los que creen conveniente que se cambie alguna cosa, hay que creer que es Dios; Dios, tras haberse servido de ellos para establecer el orden, se sigue sirviendo también de ellos para los cambios. Por eso no hay que decir nada en contra. Lo que no se puede tolerar es que una particular quiera mezclarse en esos cambios.
La desgracia de Judas empezó por ahí: quería cambiar las máximas de nuestro Señor a propósito del destino de las limosnas que se le habían confiado. No es necesario ninguna otra señal para convenceros de que habéis de tomar la resolución de no cambiar nunca nada. Si alguien os sugiere algún cambio, no lo escuchéis; decid: «Ese hombre no ha sido llamado por Dios para la dirección de la Compañía, y por consiguiente no estoy obligada a seguir su consejo».
Me acuerdo a este propósito de la historia de Recab. Era un buen hombre. Se dice de él que, como creía que el uso del vino era perjudicial para la vida del hombre, no quería beber. Sus hijos tampoco querían probarlo. Cuando los demás les hablaban de ello, decían: «Mi padre no bebía; tampoco nosotros queremos beber». Los hijos de sus hijos observaron esta costumbre de padres a hijos durante trescientos años. Ved cómo ese buen ejemplo del fiel Recab fue seguido mucho tiempo por los hijos de sus hijos. Decían: «Nuestros padres no han bebido vino y no han dejado de vivir; ¿por qué no vamos a portarnos como ellos?». Ved por este ejemplo, hermanas mías, lo que vosotras tenéis que hacer.
Cuando se os hable de introducir algún cambio, es preciso que respondáis: «Hermana, ¿qué es lo que usted dice? Hemos sido educadas de esa manera; siempre hemos observado esa forma de vivir. ¡Dios mío! Yo no quiero cambiar nada». Si resulta que son dos las que así piensan, encontrarán luego a otras dos para cambiar. ¿Y qué es lo que pasará? Que las dos primeras conquistarán a otras dos, que se empeñarán en mantener sus ideas; otras dos se pondrán enfrente de ellas, y entonces vendrá la división. Cuando se llegue a ese punto, todo empezará a ir en desorden, todo se echará a perder y estará cercana la ruina de la Compañía.
Mis queridas hermanas, tomad desde ahora la resolución de no cambiar nada, ni en vida de la señorita, ni después de su muerte, ni después de la mía, sino que habéis de guardar inviolablemente las buenas costumbres que se han establecido y que aquí perduran, y manteneos firmes en ellas. ¿Por qué querer otra forma de vivir distinta de la que Dios les ha inspirado a los superiores y que es conforme con la de Jesucristo? Si las Hijas de la Caridad observan debidamente su reglamento, imitarán a las que la bondad divina quiso escoger al comienzo de esta Compañía; ¡ah! ¡qué almas tan excelentes! ¡qué bien supieron usar de estas prácticas y de estas buenas costumbres!
Este es, mis queridas hermanas, uno de los estados más excelentes que he conocido; no es posible encontrar ninguno que sea más perfecto. Si queréis llegar a ser grandes santas, aquí encontraréis los medios para ello en vuestros ejercicios. ¡Oh! ¡qué almas tan santas hemos tenido en la Compañía! Ahora están ya en el cielo, aunque también quedan algunas de ellas en la tierra, por la misericordia de Dios.
Bien, se está haciendo ya tarde. Creo que será conveniente ir poniendo punto final. ¿qué piensa usted, señorita? ¿Convendrá que lo dejemos para otra ocasión?
– Padre, me parece que será necesario, si su caridad lo cree oportuno.
– Dejémoslo, pues, ya que se trata de algo importante; cuando se trata de conservar una Compañía, no hay que regatear esfuerzos ni tiempo. ¿Sabéis cuánto tiempo empleó Noé en construir el arca y ponerla en debidas condiciones? Cien años. ¡Oh Salvador de nuestras almas! Si para hacer el arca, hermanas mías, en la que sólo se salvaron del diluvio ocho personas, se necesitó tanto tiempo, ¿cuánto creéis que se necesita para robustecer y conservar esta Compañía, en donde se refugiarán tantas almas y se salvarán del diluvio del mundo?
Cuando una ciudad se encuentra sitiada, el gobernador y los que están encargados de defenderla ponen centinelas, examinan dónde está el peligro, refuerzan los lugares más débiles. Si alguna puerta no está muy segura, y aunque lo esté, no dejan de poner guardias. Ved, mis queridas hermanas, cuánta diligencia se emplea en lo que se refiere al cuerpo, cuando se sabe por dónde puede venir el peligro. Señorita, seguramente le ha inspirado Dios el pensamiento de una cosa tan importante; ¡que él la bendiga!
Veamos, pues, por dónde podría abrir brecha el enemigo; preguntémonos por dónde podría entrar, hagamos allí una muralla, pongamos un cañón, busquemos finalmente los medios para impedirlo, pues si este enemigo de nuestras almas llegara a penetrar en la Compañía, ¡qué no haría por arruinarla y echarla por tierra!
Nuestro veneradísimo padre dijo entonces por tres veces, deteniéndose tras cada exclamación y con los ojos elevados al cielo: «¡Ay, hijas mías! ¡Ay hijas mías! ¡Ay, hijas mías!». Y luego añadió:
Bien, Señor; ya es bastante. Que nuestro Señor Jesucristo nos dé a conocer bien la importancia de lo que se ha dicho para que así lo practiquemos, para que no seamos causa, por nuestras infidelidades y pecados, de la ruina de esta hermosa Compañía, que él mismo ha formado como ha querido. Te pedimos, Señor, esta gracia, por los méritos de tu santísima Madre y por el servicio que has querido obtener de esta Compañía. Concédenos, Salvador mío, tú que eres la luz del mundo, concédenos la gracia que tanto necesitamos para conocer las astucias por las que el enemigo quiere seducir las almas de aquellos que se entregan a ti, para impedir que entre en ellos y derribe la obra de tus manos.
Benedictio Dei Patris…







