SOBRE EL METODO QUE HAY QUE SEGUIR EN LAS PREDICACIONES
El padre Vicente indica las razones que tienen los misioneros para predicar según el pequeño método.
Euntes in mundum universum, praedicate evangelium omni creaturae. Id por el mundo, por todo el mundo, in mundum universum, y predicad el evangelio a toda criatura.
Son palabras de nuestro señor Jesucristo, sacadas de san Marcos, capítulo 16.
Me parece, padres, que estas palabras que, después de su resurrección, antes de subir a los cielos, dijo nuestro Señor a los apóstoles, se dirigen también a toda la compañía, y especialmente a los que están destinados a la predicación. Muchas veces he sentido un gran consuelo, y sigue consolándome también ahora, al ver cómo Dios nos ha concedido la gracia de enviarnos a predicar, lo mismo que a sus apóstoles, por todo el mundo. ¡Oh Salvador! ¡Nosotros tenemos las mismas cartas credenciales que los apóstoles! Por eso vemos, por la misericordia de Dios, cómo un hombre va lleno de gozo a llevar hasta el cabo del mundo la palabra divina. No hay más que decirle: «Padre, ¿cuándo se va usted a Italia, a Polonia?»; y siempre está dispuesto, por la gracia de Dios; va por todas partes, como los apóstoles, y predica la palabra de Dios de la misma forma que la predicaron los apóstoles.
¿Y cómo predicaban los apóstoles? Con toda llaneza, familiaridad y sencillez. Esa es también nuestra forma de predicar: con un discurso común, llanamente, con toda sencillez y familiaridad. Padres, para predicar como apóstol, esto es, para predicar bien y con utilidad, hay que hacerlo con sencillez, con un discurso familiar, de manera que todos puedan entender y sacar provecho. Así es como predicaban los discípulos y los apóstoles; así es como predicaba Jesucristo; es un gran favor el que Dios ha hecho a esta pobre y miserable compañía, al concedernos la dicha de imitarle en esto.
Hay que confesar que en ninguna otra parte se sigue este método; la gran perversidad del mundo ha obligado a los predicadores a tener que mezclar lo útil con lo agradable, sirviéndose de hermosas palabras y de conceptos sutiles, utilizando todo lo que puede sugerir la elocuencia, a fin de contentar de algún modo y de detener en cuanto puedan la malicia del mundo. Pero, oh Salvador, ¿para qué esa ostentación de retórica? ¿Qué se consigue con ella? Es fácil de ver: que muchas veces uno quiere predicarse a sí mismo. Pero Dios, por su misericordia, ha querido dirigirse a esta pequeña compañía, con preferencia sobre las demás, para enseñarle este método. Así pues, tendremos la charla sobre este método, y luego continuaremos uno tras otro, hasta llegar a los seminaristas, para que todos podamos aprenderlo.
Así pues, mi predicación va a ser sobre el método de predicar bien; y para que, tratando del método, pueda seguirlo yo mismo, dividiré mi sermón en tres puntos: en el primero veremos los motivos que tenemos para apreciar mucho este método; en el segundo, diré en qué consiste, para que lo conozcamos y podamos practicarlo en el futuro; y en el tercero, señalaré algunos medios que podrán servir para la adquisición de este método.
Para ello necesitamos la gracia de Dios. ¡Oh Salvador! Te suplicamos humildemente que la derrames sobre nosotros; acudimos a ti, Espíritu Santo, por intercesión de la santísima Virgen. Y como aquí estamos en una charla familiar, la saludaremos solamente de corazón; y así os pido que lo hagáis.
El primer punto, mis queridos padres, es sobre las razones que tenemos para abrazar el método familiar de predicar que Dios ha querido dar a esta pequeña compañía. La primera razón es su eficacia. Es que este método es sumamente eficaz, sumamente eficaz para iluminar los entendimientos y mover las voluntades, para hacer ver con claridad el esplendor y la belleza de las virtudes y la horrible fealdad de los vicios, y para dar al mundo todo lo que necesita para salir del atolladero del pecado y ponerse en el buen camino de la gracia y la práctica de buenas obras. Esta eficacia tan grande se manifiesta fácilmente en la consideración de lo que se consigue por medio de este método. Veamos, pues, sus efectos; veamos lo que produce.
Afirmo que este método contiene todo lo que se necesita alegar para convencer plenamente al mundo; no deja nada de cuanto se puede aportar para convencer y ganarse a las almas. Me atrevo a asegurar que no hay ninguna forma de predicar tan eficaz, al menos que yo sepa. No, lo repito, no hay manera de predicar, actualmente en uso, tan indicada para ganar los corazones y producir grandes efectos. Y os ruego que no me creáis: vedlo vosotros mismos; considerad bien todos los métodos que se siguen en la predicación, consideradlo bien y juzgad con toda verdad, según lo que el corazón os diga, según vuestra conciencia. Poneos delante de Dios y decidme si hay un método más poderoso que el nuestro para conseguir la finalidad y llegar a la meta.
Según este método, en primer lugar, se hacen ver las razones y motivos que pueden mover y llevar al espíritu a detestar los pecados y los vicios, y a buscar las virtudes. Pero no es suficiente reconocer las grandes obligaciones que tengo de adquirir una virtud, si no sé lo que es esa virtud ni en qué consiste. Veo bien que tengo mucha necesidad de ella y que esa virtud me es muy necesaria; pero, padre, no sé lo que es, ni dónde la puedo encontrar. ¡Ay, yo no la conozco, pobre de mí! ¿cómo podré ponerla en práctica, si no me hace usted el favor de mostrármela, enseñándome en qué consiste principalmente, cuáles son sus obras y sus funciones?
Y he ahí el segundo punto, que realiza todo eso; porque, según nuestro método, tras los motivos que deben inducir nuestros corazones a la virtud, hay que ver en segundo lugar en qué consiste esa virtud, cuál es su esencia y su naturaleza, cuáles sus propiedades, cuáles sus funciones, sus actos y los actos contrarios a ella, las señales y la práctica de esa virtud. Levantáis el vuelo y descubrís plenamente el esplendor y la belleza de esa virtud, haciendo ver con familiaridad y sencillez lo que es, qué actos hay que practicar sobre todo, bajando siempre a los detalles.
Bien, ya veo lo que es y en qué consiste esa virtud, las acciones en que se realiza, cuáles son sus actos; me parece que ya lo tengo bien comprendido; sé que es una cosa buena y necesaria; pero, padre, ¡qué difícil resulta! ¿Cuáles son los medios para llegar a ella, los medios de practicar esa virtud tan hermosa y deseable? No sé lo que estoy obligado a hacer para ello, ni qué camino seguir. ¿Qué voy a hacer? De verdad, padres,.sinceramente, ¿creéis que basta con decirle a esa persona los motivos, señalarle en qué consiste la virtud, si la pasáis ahí y la dejáis ir sin más? No sé, pero a mí me parece que no es bastante; más aún, si la dejáis ahí sin indicarle ningún medio de practicar lo que le habéis enseñado, creo que no habréis conseguido mucho; eso es burlarse de ella; nada se ha hecho, quedándose allí; es burlarse de ella. Y podéis verlo mejor que yo: ¿cómo queréis que yo haga una cosa, aun cuando sepa que me es muy necesaria y aunque tenga muchas ganas de hacerla, si no tengo medios para ello? ¿Cómo queréis que la haga? Es una burla; no se puede hacer eso. Pero indicad a ese hombre los medios que es el tercer punto del método; dadle los medios para poner en obra esa virtud, y entonces se quedará contento.
¿Qué es lo que ahora le falta? ¿No tiene ya ese hombre lo que necesita para trabajar en la virtud? ¿Queda aún algo por decirle? No, creo que no. Primero le habéis hecho ver las grandes ventajas de esa virtud, los grandes daños que acarrea su pérdida y todos los males del vicio contrario; le habéis hecho ver su importancia y su necesidad; luego le habéis indicado y le habéis hecho palpar lo que es, en qué consiste esa virtud, los medios y su práctica; finalmente, le habéis puesto en la mano los medios de conseguirla. Después de esto, ¿queda algo por hacer para llevar y poner a un hombre en el ejercicio de la virtud? ¿Queda algo, padres? Decidme, por favor, ¿sabéis si se necesita algo más? ¿por qué no hacéis el favor de indicármelo?
Por lo que a mí respecta, no he sabido nunca, ni sé actual-mente, que se necesite nada más. Pues ¿qué es lo que se hace cuando se quiere convencer a un hombre del amor y de la práctica de alguna cosa? Nada más que esto: se le señalan las gran-des ventajas que sacará de ello, las desventajas que obtendrá si no lo hace; se le hace ver lo que es eso y se le manifiesta su belleza; y en fin, si le ponemos en la mano los medios para conseguirlo, ya no queda nada que hacer. No es posible hacer nada más para convencer y conquistar a un hombre, sea quien fuere. Y en eso consiste nuestro método; eso es lo que hace el pequeño método. No hay que divagar en nada más. Os aseguro sinceramente que, con todo lo viejo que soy, no sé ni he oído decir que haya que añadir nada más para persuadir a un hombre. Todos los días vemos por experiencia que, cuando se alegan los motivos tan poderosos que tenemos para hacer alguna cosa, nuestra alma se abraza inmediatamente a ella, la voluntad la acoge, no precisa nada más, la quiere, la desea tener; sólo, anhelamos la ocasión de hacernos con ella y tener los medios para entrar en su posesión. ¿No lo veis? ¿No es verdad que es así, y nada más que así? ¿Se necesita algo más? ¡Dios mío! ¡Yo creo que no!
¿Veis, pues, la gran eficacia del pequeño método? Pero, para que esta eficacia aparezca con mayor claridad y distinción, si es posible, pongamos un ejemplo común y ordinario. Cuando se quiere convencer a un hombre de que acepte algún empleo, un cargo, de que se case, ¿qué se hace sino señalarle el placer, el provecho y el honor que le vendrá de todo eso, las ventajas tan grandes que allí encontrará?
Se quiere convencer a uno para que acepte una presidencia ¿qué es lo que se hace para ello? No hay más que señalarle las ventajas y el gran honor que acompañan a ese cargo: «Un presidente, señor, es el primero de la ciudad; todo el mundo le cede el puesto y le deja la acera; no hay nadie que no le honre; su autoridad le da un gran crédito en el mundo, en la justicia; lo puede todo. ¡Un presidente, señor! Se codea con un obispo; los mismos soberanos le respetan y le honran. ¡Un presidente! Puede obligar y hacer favores a quien quiera, adquirir muchos amigos, hacerse respetar por todos. ¡Señor! ¡Un presidente! ¡Vaya cosa tan importante!». Y así se le dicen las demás ventajas que tiene el ser presidente.
Y al principio veréis cómo empieza a quemarle el deseo de tener esa dignidad. ¿Qué es lo que se ha hecho para que nazca en él ese deseo? Se le han mostrado las ventajas que hay en ese cargo, como habéis visto, las razones y los motivos que tiene para aceptarlo. ¿Pero nos contentamos con ello? Ni mucho menos; hay que decirle en qué consiste el oficio de presidente. ¿Qué es lo que hay que hacer en ese cargo? ¿En qué consiste? «Será usted el primer magistrado, miembro de ese cuerpo tan honorable; usted será el jefe de ellos; no tendrá que informar a nadie; distribuirá los asuntos; recogerá el parecer de los demás y será usted el que pronuncie el veredicto». Eso es lo que se le explica más o menos, junto con las demás funciones de ese cargo.
Y ya tenemos a un individuo con deseos de ocupar el cargo de presidente y que ya sabe en qué consiste. Pero con todo esto no tiene todavía nada, si no se le sugieren los medios para conseguir ese oficio; tendría motivos para enfadarse y quejarse de aquel consejero impertinente, que ha venido a fomentar en él el deseo de ese cargo, sin sugerirle ningún medio para conseguirlo.
Pero si el que le da ese consejo le indica también los medios: «Señor, usted tiene tantas rentas por una parte, tanto dinero por otra; tome de allí esa cantidad, de aquí esta otra; además, yo conozco al señor tal, que es el que vende ese cargo; también el señor tal íntimo mío y amigo de él; haré que trate con él; allí tenemos un buen apoyo; haremos esto y esto, conseguiremos aquello»; eso sí que es servir bien a un individuo y ponerle en el camino más seguro para llegar a la dignidad de presidente; si se le hubiese dejado sin decirle los medios para conseguir ese cargo, después de haberle mostrado sus grandes ventajas y habérselo dado a conocer, no habría adelantado más que molestar a ese hombre y haberle quitado el sueño. No hay nada en el mundo, de lo que se quiera persuadir a alguien, en que no se usen estos mismos medios; es ésta la forma más eficaz y a la cual es imposible no rendirse si se tiene sano el juicio.
Padres, lo mismo ocurre con las cosas espirituales; y para llevar a ellas al espíritu humano, no sé que haya más solución que la de hacerle ver las ventajas que allí hay, decirle en qué consisten y lo que hay que hacer para obtenerlas; y no habrá nadie de sano juicio que no se rinda a tan poderosos motivos. ¿Quién puede decir algo contra este método, si contiene en sí todo lo que puede inducir a los hombres a trabajar en la adquisición de alguna cosa: las ventajas y desventajas que hay en ella, en qué consiste y los medios para alcanzarla? Yo no veo ningún método mejor, y estoy totalmente convencido de esta verdad. ¿Y quién no lo ve? Es tan evidente que habría que cegarse los ojos para no verlo. ¡Oh Salvador! Y éste es, padres, el primer motivo que tenemos para aceptar con gusto esta práctica: su eficacia, su gran eficacia.
La segunda razón que tengo para ello es que se trata del método que quiso utilizar nuestro señor Jesucristo para convencernos él mismo de su doctrina; fue también éste el método que siguieron los apóstoles para publicar la palabra de Dios por todo el mundo. ¡Oh Salvador, ése es tu método! ¡Oh Salvador! Sí, padres, es el método del que se sirvió el Hijo de Dios para anunciar a los hombres su evangelio. ¡Oh Salvador! El Hijo de Dios, que era la palabra y la eterna sabiduría, quiso exponer la altura de sus misterios con formas de hablar aparentemente bajas, comunes y familiares. ¿Y tendremos nosotros vergüenza de hacerlo así? Tendremos miedo de perder nuestro honor, si hacemos como el Hijo de Dios? ¡Oh, Salvador!
Pero ¿en dónde vemos que el Hijo de Dios utilizó este método? En el evangelio; sí, en el evangelio. He aquí los tres puntos del método observados en sus sermones. Veámoslo. Cuando Jesucristo predica…, la pobreza, por ejemplo, en san Mateo, la pone como la primera de las bienaventuranzas y empieza así todos sus sermones: Beati pauperes spiritu, quoniam ipsorum est regnum caelorum; bienaventurados los pobres de corazón y de afecto, porque su herencia es el reino de los cielos. Esa es la primera razón que el Salvador del mundo alega para llevar a los hombres al amor de la pobreza: Beati pauperes; los pobres son bienaventurados. ¡Qué gran razón para amar la pobreza, pues es ella la que nos da la felicidad! Pero ¿en qué consiste esa bienaventuranza? Hela aquí, como una segunda razón para confirmar la primera: Quoniam ipsorum est regnum caelorum: porque de ellos es el reino de los cielos. Y después de estas razones, nos enseña lo que es la pobreza. Cuando aquel joven fue a buscar a nuestro Señor para que le dijera lo que tenía que hacer para asegurar su salvación, Jesús le dijo: Vende omnia; véndelo todo, no te reserves nada. Así dice y explica perfectamente en qué consiste la pobreza: en una perfecta renuncia a todas las cosas de la tierra; una renuncia completa: vende omnia… Indica también los medios para conseguirlo, cuando les dice un poco más tarde a los discípulos: es más difícil…, perdón, es más fácil que pase un camello por el agujero de una aguja que hacer entrar a un rico en el cielo; la puerta es muy estrecha, y esas gentes inflamadas y cargadas de bienes no podrán pasar. ¡Poderoso medio, poderoso medio, que arrastra detrás de sí a los espíritus! El fuerza, arrastra la necesidad de la salvación; no hay medio, si se tiene el corazón apegado a las riquezas. ¡Qué medio tan poderoso para hacer que se abrace la pobreza!
Y éste es, padres, todo el método de los sermones de nuestro Señor; como acabamos de ver, presenta las razones, los actos y lo que es, e indica medios poderosos para ello.
Vengamos a los apóstoles: ¿cómo convencieron a sus oyentes de las verdades del evangelio? Predicándolas en un estilo familiar, sencillo y popular. Podemos verlo en todos sus escritos: non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis: no empleamos las sutilezas de la elocuencia para atraerlos a nuestra causa; no queremos halagaros con bellas y agradables palabras; no utilizamos los sofismas de la prudencia humana; non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis; no hemos aportado más que lo que era necesario para daros un sencillo conocimiento de la virtud, que hay en la fe que os predicamos, tratando con vosotros con toda sencillez, sin intentar sorprenderos, amablemente para que vieseis la verdad de los misterios que hemos venido a predicaros, no ya por las artes y mañas de nuestros razonamientos, sino por la virtud de Dios, que reluce en la humildad y en la sencillez: non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et virtutis.
Después de los apóstoles, todos los hombres apostólicos que les siguieron practicaron este mismo método, predicando familiarmente, sin esa ostentación de elocuencia llena de vanidad. Padres, el que dice misionero dice apóstol; por tanto, es preciso que hagamos como los apóstoles, ya que hemos sido enviados, como ellos, a instruir a los pueblos; es preciso que vayamos allá con toda bondad y sencillez, si queremos ser misioneros e imitar a los apóstoles y a Jesucristo.
La tercera razón en favor del pequeño método, es la consideración de los grandes frutos que se han seguido de las predicaciones hechas con este método. No acabaría nunca si tuviese que referir tan sólo una pequeña parte de lo que Dios ha querido realizar con este método. Tenemos tantos ejemplos, que habría para estar aquí toda la noche. Recordemos solamente uno o dos, para poder descubrir mejor las grandes ventajas del pequeño método. Recuerdo un caso, que no tiene semejante, de una cosa que nunca ha pasado entre nosotros; nunca he oído yo decir, yo que ya sólo tengo canas, que ningún predicador haya llegado hasta aquel extremo. ¡Oh Salvador, oh Salvador! Los bandidos, como vosotros sabéis, son esos ladrones que hay en Italia; dominan por toda la campiña, y roban y asaltan por todas partes; son criminales y asesinos; en aquel país hay muchos asesinos, por culpa de las venganzas, que allí llegan a los mayores extremos; se comen unos a otros, sin perdonarse jamás, por la rabia que se tienen. Esa clase de gentes, tras haberse deshecho de sus enemigos, para huir de la justicia y de otros tan malvados como ellos, se van a los caminos, viven en el bosque, robando y despojando a los pobres campesinos. Les llaman bandidos. Son tantos que Italia está llena de ellos; casi no hay ninguna aldea donde no haya bandidos. Pues bien, habiéndose tenido una misión en alguna de esas aldeas, los bandidos que allí había dejaron ese maldito género de vida y se convirtieron por la gracia de Dios, que quiso en este caso servirse del pequeño método. ¡Es algo inaudito hasta ahora! Nunca se había visto, por lo que yo sé, que los bandidos dejasen sus latrocinios. Y esto es, padres, lo que Dios ha querido realizar por medio de esta pobre y mala compañía, predicando según el pequeño método.
¡Oh Salvador! ¿No es verdad, padre Martín, que en Italia se han convertido los bandidos en nuestras misiones? Ha estado usted allí, ¿no es verdad? Estamos aquí en una charla familiar haga usted el favor de decirnos cómo se consiguió todo esto.
Padre Martín: «Sí, padre; así es. En las aldeas donde se ha tenido la misión, los bandidos han venido como todos los demás a confesarse; sucede esto ordinariamente».
¡Oh Salvador! ¡Qué cosa tan prodigiosa! ¡Los bandidos convertidos por las predicaciones hechas según el pequeño método! ¡Ay, padres! ¡Hasta los bandidos convertidos!
Y he aquí el otro ejemplo, no menos admirable. Hace algún tiempo me escribían desde Autun, que habían tenido una misión en… Es una aldea junto al mar; todavía hay por aquí algunos seminaristas, sí, seminaristas, que estuvieron en aquella misión; quizás haya alguno más; pero ciertamente hay dos seminaristas, y quizás alguno más. Había naufragado un barco en aquella costa; las mercancías y toda la demás carga de aquel barco fue tirada por la borda; toda aquella aldea de que os hablo y de sus alrededores corrieron como al pillaje y se llevaron todo lo que pudieron atrapar: fardos, telas, paquetes, todo lo que pudieron agarrar, sin conciencia alguna; eso era robar a aquellos pobres y desventurados comerciantes que habían naufragado. Pero cuando se dio la misión en aquella aldea según el pequeño método, se les hizo devolver lo que habían cogido a aquellos pobres comerciantes; después de exhortarles y predicarles según este método, se decidieron a restituirlo todo. Unos devolvían los fardos, otros las telas, otros el dinero, otros firmaban un pagaré, al no poder ya devolver lo que habían robado.
Esos son, padres, los efectos del pequeño método. Id a buscar algo semejante entre esas formas rebuscadas, en esa elocuencia ampulosa, en esas pompas oratorias; buscad algo parecido. Difícil resulta encontrar a uno solo que se haya convertido con muchas de esas predicaciones de adviento y de cuaresma. Lo vemos en París. ¿Qué restituciones se han visto después de todas esas predicaciones tan elocuentes? ¿No veis, padres, qué grande es el número de los que se convierten? ¡Ay, trabajo os costará encontrar uno solo! Sin embargo, por la gracia que Dios ha querido darle a esta humilde compañía con este pequeño método, una misión obtiene tan grandes frutos y conversiones tan admirables, que jamás se han visto ni oído cosas semejantes.
En fin, padres, apelo a la experiencia, a vuestra propia experiencia. ¿No habéis conseguido grandes provechos dondequiera que habéis predicado según este método? ¿Qué conversiones no se han visto? Aquel hombre y aquella mujer que vivían mal acudían a vosotros: «¡Ay, padre! ¡Renunciamos a nuestra mala vida! ¡Ay, padre! Desde este momento nos separaremos para siempre. ¡Ay, padre! Le prometo que no volveré a verla jamás». ¿Qué es esto? ¿qué significa todo esto? Los rencores, aquellas enemistades inveteradas que parecía imposible pudieran remediarse, aquellas divisiones, ¿no se han reconciliado gracias a la fuerza que Dios daba a vuestras predicaciones, hechas según este método? En una palabra, no hay pecadores que no se hayan visto tocados por la gracia, por medio del pequeño método, y que no hayan acudido a postrarse a vuestros pies, pidiendo misericordia. Lo sabéis mejor que yo; no os digo nada que no hayáis visto y hayáis hecho mucho más.
¡Dios mío! ¡Qué frutos ha producido este método en todos los sitios en que se ha usado! ¡Qué progresos! ¡Y cuántos mayores serían, si yo, miserable de mí, no los hubiera impedido con mis pecados! ¡Ay, miserable de mí! ¡Le pido humildemente perdón a Dios! ¡Oh Salvador! Perdona a este miserable pecador, que estropea todos tus planes, que se opone y va siempre en contra de ellos; perdóname por tu infinita misericordia, todos los impedimentos que he puesto a los frutos del método que tú has inspirado y a la gloria que tú habrías conseguido sin mí miserable. Perdóname el escándalo que doy en esto, y en todo. lo que atañe a tu servicio. Y vosotros, padres, perdonadme el mal ejemplo que siempre os doy; os pido perdón por ello.
La última razón, que diré en dos palabras, está sacada de nuestra salvación, para la que estamos aquí y en el mundo. ¡Ay, padres, cuánto miedo tengo! Corren mucho peligro esos pobres predicadores que se detienen en hermosos conceptos, en arreglar sus pensamientos y en emplear las palabras que inspira la moda, sin tener en tanta cuenta lo más provechoso. ¡Cuánto temo por esas personas! Y lo que más me asusta en esto es la sagrada escritura; todos sabéis las palabras exactas, yo no las recuerdo, pero sé el sentido: un profeta maldice a aquel que, estando en un lugar elevado, desde donde ve cómo el lobo rapaz entra en el aprisco, a la vista de aquel enemigo no se pone a gritar con todas sus fuerzas: «¡Salvaos, salvaos, que viene el enemigo! ¡Poneos a salvo!». ¡Ay de él si no grita con todos sus pulmones: «Salvaos»!. Y eso es precisamente lo que hacen esos predicadores que no atienden sobre todo al provecho de sus oyentes; aunque ven al enemigo, no dicen palabra; se ponen a cantar aires lisonjeros, en vez de hacer resonar la trompeta: «Vamos a perdernos; allí, ahí está el enemigo; ¡pongámonos a salvo!».
¡Ay, padres, cuán felices podemos considerarnos de que nuestro método nos aparte de esos peligros! ¡Cuidaremos mucho de despreciarlo! Tengamos cuidado no sea que, para contentar en este punto nuestra vanidad, nos veamos expuestos a la maldición del profeta: vae, vae, ¡ay de aquel! ¿para qué subir al púlpito y ponerse a predicar, si no es para hacer que el mundo se salve y para gritar: «Ahí está el enemigo, ahí está; tened cuidado; poneos a salvo». Si se pervierte el uso de la palabra de Dios, si uno se sirve de ella para presumir, para hacerse estimar, para que digan: «¡Qué hombre tan elocuente! ¡Qué capacidad la suya! ¡Qué fondo, qué talento!», ¡ay!, ¿no incurrimos entonces en la maldición a los falsos profetas? ¿No acabará abandonándonos Dios, ya que no hacemos más que abusar de las cosas más santas para contentar un poco nuestra vanidad, y emplear el medio más eficaz para la conversión de las almas en satisfacer nuestra ambición? ¡Ay, padres, cuántos motivos hay para temer y desesperar en cierto modo de la salvación de esas personas que convierten el remedio en veneno, que para tratar la palabra de Dios no usan más método que el que les proporciona la prudencia de la carne, su humor, la moda y el capricho! ¡Y quiera Dios que no lo hagan por vanidad y orgullo! ¡Dios quiera que no sea orgullo! ¡Oh Salvador! ¡No permitas que ninguno de esta pequeña compañía, que está consagrada a tu servicio, caiga en un peligro tan grande, abusando así de tu sagrada palabra; No, Señor; así lo esperamos de tu bondad; no lo permitas, por tu misericordia.
Acabamos de ver cuatro razones por las que tenemos que aficionarnos mucho a este pequeño método de predicar que Dios ha querido darle a la compañía. El primer motivo es su gran eficacia, ya que toca todos los recursos necesarios para convencer; lo cual no ocurre con los otros métodos, al menos tan eficazmente. El segundo, es la manera de predicar de nuestro Señor, que siguieron los apóstoles. El tercero, que sus efectos son maravillosos; ha producido grandes frutos, según la experiencia que todos tenéis. Y finalmente, el peligro tan grande de condenarse en que se incurre actuando de otro modo y viniendo a aprovechar menos a los oyentes. No nos detendremos más en esto; todo esto lo sabéis mejor que yo, y lo diríais mejor que yo y con más fuerza y eficacia. Las palabras de Dios, en boca de un profano como soy yo, pobre de mí, no tiene efecto. Por tanto, no hay nada, tras estos poderosos motivos que acabamos de ver, no hay nada, a no ser mis enormes defectos, que pueda impedir que os aficionéis al pequeño método. ¿Hay acaso alguno más indicado, más cómodo y mejor? Si lo sabéis, haced el favor de indicármelo; decidme, padres, ¿hay otro mejor? Yo, desde luego, no lo conozco; y estoy seguro de que también vosotros estaréis convencidos de ello, más por vuestra propia experiencia que por lo que acabo de deciros. Lo que pasa únicamente es que yo, miserable de mí, que lo estropeo todo, no soy capaz de adoptar esta santa práctica; pero, con la ayuda de Dios, procuraré aprenderla e imitar a algunos de la compañía, a quienes Dios les ha concedido especialmente este don, y que observan maravillosamente este santo método.
Vayamos al segundo punto. ¿En qué consiste el método de que hablamos? Se trata de una virtud que, en nuestras predicaciones, nos hace guardar cierta disposición y un estilo adecuado al alcance y al mayor provecho de los oyentes. Eso es; esa es su esencia y su naturaleza.
Es una virtud; nuestro método es una virtud, una virtud, un orden; pero me parece que esa palabra de orden es demasiado amplia, poco precisa; latius patet; digamos, pues, que es una virtud, por el mero hecho de ser un orden, pues la virtud está en el orden, aunque no todo orden es virtud. Por eso digo que nuestro método es una virtud, ya que la virtud nos dispone para obrar bien, y este método también nos dispone para el bien, ya que, al observarlo, predicamos de forma útil para todo el mundo y nos ajustamos a la capacidad y al alcance de nuestro auditorio. Nuestro método es también una virtud, ya que es hijo de la caridad, que es la reina de las virtudes. La caridad nos hace adaptarnos a todos, para que podamos ser útiles a todos; y el método, que aprende esta lección de la caridad, hace lo mismo.
Por lo demás, yo tampoco sé muy bien en qué consiste este método; pero creo que todos vosotros lo sabéis, gracias a Dios, y cuáles son sus propiedades. Hace que hablemos llanamente en nuestro discurso, lo más sencillamente que podamos, con toda familiaridad, de forma que nos pueda entender hasta el más pequeño de todos, aunque sin utilizar un lenguaje corrompido, ni demasiado bajo, sino el lenguaje usual, limpio, puro y sencillo; nada de afectación; buscando sólo la utilidad y el provecho de los oyentes; este método excita, instruye, calienta, aparta fácilmente del vicio y convence del amor a la virtud, produciendo mejores efectos dondequiera que se emplea bien.
Pero, padre, ¿en esto consiste este método? Sí, padres; los efectos, las propiedades y la definición, la naturaleza; eso es en lo que consiste precisamente este método. Pero como no tenemos tiempo para decir las cosas con todo detalle y en particular, y como yo tampoco sabría hacerlo, pobre de mí, que he llegado a esta edad sin haberlo aprendido por culpa de mi pereza, de mi estupidez, de mi torpeza, pues soy un tonto y un estúpido, un bestia, una bestia pesada; ¡pobre bestia!, por eso el padre Portail, que deberá hablarnos mañana, nos lo enseñará en concreto y nos dirá qué es lo que hay que hacer para practicarlo bien. Y así lo hará, según espero. Su conferencia será sobre este método; él lo conoce bien y hará el favor de enseñárnoslo.
Pero ¿qué veo? Han pasado tres cuartos de hora; padres, sopórtenme un poco más, por favor; sopórtenme, miserable. Digamos algo del tercer punto; veamos qué medios hay para ponernos en posesión de este método tan útil. Esto es bien fácil para un hombre que sólo busca la gloria de Dios y la salvación de las almas. Cuando se quiere orientar todo a esos fines, es fácil seguir este método, que está hecho expresamente para ello. Pero se trata de brillar un poco, de buscar la estima de los demás; si sigo este método, se dirá: «Mira un pobre hombre; lo que hay que hacer es decir cosas bonitas, hay que ir con una actitud completamente distinta. ¡Oh, cierto!; ¡cierto! hay que predicar de otro modo». ¿Sí, eh? ¿qué es toda esa fanfarria? ¿Quiere demostrar que es un gran retórico, un maravilloso teólogo? ¡Cosa extraña! Con todo eso, va por un mal camino. Quizás logre que le estimen algunas personas que apenas lo entienden; pero, para adquirir el aprecio de los sensatos, no es ése el mejor camino
Para pasar por un hombre a quien se entiende y tener fama de persona muy elocuente, hay que saber persuadir al auditorio de lo que uno quiere que abrace y apartarlo de lo que uno quiere que evite; pero esos señores hacen todo lo contrario. ¿Y los tendrán por buenos oradores la gente prudente? Indudablemente, si le preguntáis a uno de ellos: «¿Por qué predica usted? ¿Con qué fin anuncia usted la palabra de Dios?», os contestará: «Ante todo, para convertir; luego, para apartar a los hombres del vicio y llevarlos a la virtud». Eso es lo que anhelan, según dicen: convertir al mundo; esa es su finalidad; eso es lo que de-ben, no digo ya obtener puesto que no depende de ellos pero sí buscar en todos sus discursos: decir y proponer por su parte lo que es más educado, a su juicio, para conseguir su finalidad. Y una vez que haya dicho todo lo que es más indicado para convencer, entonces será un predicador, un buen predicador: ha alcanzado su fin, lo ha hecho debidamente. Pero esto no consiste en rebuscar bien las palabras, en arreglar bien los períodos, en expresar de una forma poco común la facilidad de sus conceptos y pronunciar su discurso en un tono elevado, como un declamador que pasa por encima de todo lo que dice. Esta gente, ¿logra su fin? ¿Convencen de veras del amor a la virtud? ¿Se sentirá el pueblo conmovido y correrá luego a hacer penitencia? ¿Se logran grandes conversiones? ¡Ni mucho menos! Sin embargo, ésas son las pretensiones de esos grandes oradores. ¿No querrán quizás solamente adquirir fama y que todo el mundo diga: «Realmente este hombre habla bien; es elocuente; tiene hermosas ideas; se expresa de una forma agradable»? A eso se reduce todo el fruto de sus sermones. ¡Oh, Salvador! ¿Es eso lo que vosotros pretendéis? ¿Subís al púlpito, no ya para predicar a Dios, sino a vosotros mismos, y para serviros (¡qué crimen!) de una cosa tan santa como la palabra de Dios para alimentar y fomentar vuestra vanidad? ¡Oh divino Salvador! Padres, lo primero que se necesita es tener rectitud de intención, no querer ni pretender nada en esta tarea más que lo que Dios pide de nosotros, buscar sólo la conversión de los oyentes y el aumento de la gloria de Dios. Después de haber purificado nuestra intención, nos será fácil utilizar el método más útil que tenemos para ello, tal como vemos y experimentamos cada día.
Otro medio: attende tibi, ten cuidado contigo, no vayas a deshacer con tu conducta lo que edificaste con tu predicación; no destruyas por un lado lo que levantaste por otro; hay que predicar sobre todo con el buen ejemplo, siendo fiel al reglamento, viviendo como buen misionero, porque sin eso, padres, nada se consigue, nada se consigue. A una persona desordenada, este método le será más perjudicial que ventajoso; aparte de que no podría practicarlo, al menos por mucho tiempo, ya que este método está totalmente en contra del espíritu de libertinaje. Hay que ser sinceros en los buenos sentimientos de devoción y practicarlo para hacer nacer buenos sentimientos en los demás. Si un hombre no siente mucho aprecio de la virtud ni mucho amor a sus obligaciones, no podrá observar este método, eso es seguro. El que está hundido en el desorden, sin reglamento alguno, viviendo en el libertinaje, ¿cómo podrá sacar de él a los demás?
Sería una burla. Le dirán: Medice, cura teipsum. Está claro; no hay nada tan evidente. Así pues, attende tibi pon primero los ojos en ti mismo, practica fielmente los reglamentos y costumbres de nuestra vocación, ya que de este modo cumpliremos la voluntad de Dios. Attende tibi es otro medio para obtener pronto este método tan excelente de predicar.
Un tercer medio muy eficaz es aficionarse a este santo método, apreciarlo mucho. ¿Por qué no lo hemos aceptado? Porque no lo amamos, porque preferimos seguir nuestros gustos, nuestras fantasías y las reglas de no sé quién, de un profano; nos resulta antipático este método, no lo estimamos. Tengo miedo padres, de que hablemos bien de él sólo de labios afuera; pero en el corazón, en el corazón… ¡Ay! No sé… Tengo miedo de que este método no nos vaya, que nos resulte importuno e incómodo, que nos sea molesto. Pero este método nos lo ha dado Dios, viene de Dios; él mismo lo practicó; los apóstoles lo siguieron; es el método de los apóstoles y del propio Hijo de Dios, el método del Hijo de Dios, el método de la eterna Sabiduría; ¡y nosotros lo rechazamos, no lo queremos, no lo amamos! Nosotros, que hacemos profesión especial de seguir a nuestro Señor y nos llamamos sus servidores, despreciamos y rechazamos su método, que él mismo nos enseñó y nos dio. ¡Oh Salvador! ¿Qué dirán de nosotros? Que amamos lo que Dios odia, y que odiamos lo que Dios ama. ¡Oh Salvador! ¡Ay, padres! Sintámonos esta tarde unidos todos juntos en esto, en aficionarnos cada vez más y estimularnos mutuamente en este método. ¡Quiera Dios que, por su gracia, yo alcance esta tarde este favor, que os pido por todo el amor que sentís a la gloria del Hijo de Dios, por las entrañas de su misericordia!
Pero ¡ay!, soy un miserable, que no sé ser breve. Soportadme todavía un poco más. ¡Quiera Dios que tengamos todos un mismo corazón, que nos sintamos íntimamente unidos en la observancia de este método divino! Padre Portail, me uno a usted para conseguirlo, a usted que lo ha recibido de Dios, y al padre Alméras, que también lo tiene; me uno a ustedes con todo mi corazón y prometo hacer en el futuro todo lo posible para entrar por este método divino.
Pero, padre, ¿me permite usted indicarle las objeciones que tengo contra él? ¿querrá usted escuchar mis razones? ¡Ay! ¡Ojalá tuviese tiempo para ello! Le escucharía de buena gana. Bien, veamos un poco, lo que el tiempo nos permita; resolvamos las dificultades que el espíritu humano puede poner contra lo que acabamos de decir.
¿Es posible utilizar este método y observar sus tres puntos en toda clase de materias? Aparte de que esto sería muy aburrido y fastidioso, no es fácil, e incluso es imposible usarlo siempre sin exponerse. Así es; sí, señor. A la larga aburre hablar siempre del mismo modo; el espíritu del hombre es tan tornadizo que pronto se cansa hasta de las mejores cosas. Pero, aparte de que nuestras misiones son cortas, las podréis adobar un poco, de forma que no se llegue a ver vuestro artificio ni se descubra vuestro método, cambiando unas veces el orden de los puntos poniendo uno delante de otro, o bien proponiendo sólo dos. Hay también otras formas que ahora no se me ocurren. Además, el método es diferente para los distintos temas: está el método para tratar de la fiesta de un santo, el método para tratar de un misterio, el método para tratar de una parábola, el método para tratar de una sentencia, el método para tratar del evangelio corriente y de las demás materias de la predicación. El padre Portail, que conoce bien todas estas maneras de predicar, os explicará esos distintos métodos, ya que yo no los conozco, aunque con ]a ayuda de Dios quiero aprenderlos de él y de los demás que han recibido de Dios este don.
Pero, padre, ¿es que los demás métodos no son tan buenos como éste? Vemos a muchos predicadores, muy doctos y excelentes, que no saben lo que es este método y no por ello dejan de producir grandes frutos y de predicar muy bien. Sí; todos los métodos pueden ser buenos y santos; no pretendo aquí condenar ninguno de ellos, ¡Dios me guarde! Por lo demás, Dios se sirve de quien quiere y de quien bien le parece para procurar su gloria: Potens est de lapidibus istis suscitare filios Abrahae; puede hacer de estas piedras hijos de Abraham. Dios es omnipotente y, si así lo desea, puede servirse de la dureza de esta piedra para ablandar los corazones más duros y llevarlos a una santa conversión y penitencia. Pero, oh Salvador, a pesar de todo, ¿cuántos vemos que se convierten con todos esos métodos? Nosotros tenemos la experiencia del nuestro; padres, todos vosotros la tenéis; pero de los del tiempo, de los de moda tenéis la experiencia contraria: no hacen más que resbalar por encima, rasgar superficialmente, sin tocar más que la superficie. Un poco de ruido, ¡y allí acaba todo! Todos los días se tienen grandes predicaciones en esta ciudad, muchos advientos, muchas cuaresmas; encontradme un hombre, de esos mismos que llevan escuchando esas predicaciones desde hace treinta o cuarenta años, que se haya hecho mejor. ¡Oh Salvador! Trabajo os costaría encontrar uno solo, uno solo que se haya convertido después de oír todas esas predicaciones; ¿y qué es esto en comparación de los frutos que vemos que produce el pequeño método? Eso es lo que me convence de que, puesto que ninguno produce tales frutos, no hay ninguno que sea tan bueno, ninguno que le sea preferible, al menos entre nosotros, que sólo buscamos la salvación de las almas.
Sabemos que es el método del Hijo de Dios y de los apóstoles, del que se sirvieron y se sirven todavía grandes personajes, y no solamente nosotros, pobres miserables; es el método de los predicadores que hacen milagros, de nuestros señores obispos, de los doctores. El señor obispo de… me decía que, aunque predicase cien mil veces, no tendría nunca otro método. EL señor de Sales, ese gran hombre de Dios, me decía lo mismo; y tantos otros, ¡oh Señor!, que me da vergüenza nombrarlos.
Y no creáis, padres, que este método sirve sólo para el campo, para la gente menuda, para los aldeanos. Es verdad que es excelente para el pueblo, pero también es muy eficaz para los oyentes más capaces, para las ciudades, incluso para París, para el mismo París. En la misión que se hizo en San Germán, venía gente de todas partes, de todos los barrios de esta gran ciudad; se veía gente de todas las parroquias, personas distinguidas, doctores, sí, hasta doctores. A todo ese gran mundo se le predicó siguiendo el pequeño método. El señor obispo de Boulogne, que dirigía la palabra, no utilizó otro. ¡Y qué fruto se consiguió! ¡Dios mío! ¡qué fruto! Se hicieron confesiones generales, lo mismo que en las aldeas, con mucha bendición de Dios. Ahora bien, oh Dios, ¿se ha visto alguna vez que se eonvirtiera tanta gente en las predicaciones refinadas? Caeli caelorum! Todo queda por los aires. La única conversión que allí se eonsigue es que la gente diga: «¡Cuánto sabe este hombre! ¡Qué cosas tan bonitas!».
Pero afirmo más todavía: el pequeño método es para la corte, incluso para la corte. En la corte ha aparecido ya por dos veces el pequeño método: y, me atrevo a decirlo, ha sido bien recibido. Es verdad que la primera vez surgieron muchas contrariedades y hubo muchas oposiciones; sin embargo, se obtuvieron grandes frutos, grandes frutos. Hablaba el señor obispo de Alet. Se acabaron entonces, gracias a Dios, todas las objeciones contra el pequeño método. La segunda vez el encargado de hablar era uno de los nuestros, el padre Louistre. Gracias a Dios no hubo ninguna oposición; el pequeño método, me atrevo a decirlo a pesar de mi miseria, el pequeño método triunfó; se vieron frutos maravillosos. ¡El pequeño método en la corte! ¡Y luego diréis que es para la gente vulgar y para las aldeas! ¡En París, en París, y en la corte, en la corte, en todas partes, no hay otro método mejor ni más eficaz! Porque el mejor método es el que da todo lo necesario para ganar a los oyentes; y el nuestro tiene todo lo necesario para ese fin. La conclusión es clara. Aceptemos todos este pequeño, pero poderoso método.
He aquí el cuarto medio, y acabo. Consiste en pedírselo a Dios, pedírselo muchas veces a Dios; se trata de un don de Dios, hay que pedírselo…
Este es el cuarto medio, ¡oh Salvador! ¡Y ya termino! Esos son los cuatro medios para entrar por este método: pureza de intención, mucho cuidado con uno mismo attende tibi ; aficionarse a este método, aficionarse, aficionarse; y pedirle a Dios muchas veces que se lo dé a los que él ha escogido para aumentar su gloria por este medio, tal como, por su misericordia, hay muchos en esta compañía. ¡Bendito sea Dios!
¡Divino Salvador, que viniste a la tierra para predicarnos con toda sencillez y enseñarnos con tu ejemplo este santo método, te suplicamos humildemente que nos hagas entrar a todos en tu espíritu de sencillez, y que nos des, por tu gracia, este santo método, para que por este medio podamos anunciar con provecho tu santa palabra y llevarla por todo el mundo, lo mismo que tus discípulos, a quienes se lo diste! ¡Oh dulce Salvador, derrama sobre nosotros este espíritu de método! Esperamos que, cooperando por nuestra parte, Dios nos dará esta gracia. El padre Portail nos hablará mejor mañana de este santo método.
¡Y ya está! ¡Bendito sea Dios! Habría mucho que decir, pero es demasiado tarde. Siempre me alargo demasiado, me entretengo mucho en las cosas; soy un pesado, como un animal bien gordo.
No creo que haya nada que nos impida ahora adoptar este método de predicar. ¿Acaso el gusto? ¡Dios mío! ¡Si es este método el que nos ha hecho predicar con más satisfacción que todos los demás! No creo que todos los gustos del mundo puedan igualar al que se saca de este método. ¿Qué mayor satisfacción puede tener un predicador que ver cómo sus oyentes acuden a él, verlos llorar, como os ha pasado muchas veces a vosotros mismos? ¿No es verdad que veis con frecuencia a vuestro auditorio derramar lágrimas? Y cuando queréis marcharos, hay que escaparse violentamente: corren detrás de vosotros, ¿no es verdad? Dígame usted, por favor, sinceramente, díganos si es verdad todo esto. Sí, padre, no sabe uno qué hacer para que le dejen marchar. ¡Oh Salvador! ¿hay en el mundo mayor alegría que esta? ¡Ver a todo el mundo impresionado por lo que predicáis! ¿Qué mayor satisfacción puede tener un orador, que la de obtener lo que busca? ¿Qué mayor alegría? Y esto es, padres, lo que según vuestra propia experiencia se obtiene todos los días con el pequeño método.
¿Qué es lo que pretendéis? ¿La conversión del pueblo? Pues he aquí que, después de vuestros sermones según este método acuden todos a vosotros, tan convencidos que están dispuestos a hacer todo cuanto les ordenáis. ¿Qué mayor alegría, oh Salvador, qué mayor alegría?
¿Os sentís celosos de conquistar honor? ¿Hay acaso algún método en el mundo en que se alcance más? No se trata de que os sirváis de él para alcanzar honor: eso sería una intención diabólica. Pero, padres, ¿puede haber para nosotros mayor honor que vernos tratados como los apóstoles, como el Hijo de Dios?
Pues bien, nos dicen las mismas alabanzas que le dijeron a Cristo: «Bienaventurados, se les dice a los misioneros, los vientres que os llevaron». Cuando se marchan, gritan detrás de ellos: «¡Bienaventurados los pechos que os dieron de mamar! ¡Benditas sean vuestras madres!». ¡Oh Salvador! ¿Qué más se ha dicho del Hijo de Dios? Pues se dicen estas alabanzas a los misioneros y otras muchas, que seguramente os molestan, cuando utilizan sólo este pequeño método. Por consiguiente, hay mucho honor y mucha satisfacción en seguirlo; aunque no será por ello por lo que lo abracemos, sino por amor a Dios, que nos lo ha dado.
¡Pero es un método tan vulgar! ¿Qué dirán de mí, si predico siempre así? ¿Por quién me tomarán? Acabarán despreciándome y perderé todo mi honor. ¡Perderéis vuestro honor! ¡Oh Salvador! Predicando como predicó el mismo Jesucristo, ¡perderéis vuestro honor! Tratar la palabra de Jesucristo como la quiso tratar el propio Jesucristo, ¡es carecer de honor! ¡Es perder el honor hablar de Dios como habla su hijo! ¡Oh, Salvador! ¡Entonces Jesucristo, el Verbo del Padre, no tenía honor! Hacer los sermones como es debido, con sencillez, hablando familiarmente, de forma ordinaria, como lo hizo nuestro Señor, ¡es carecer de honor y obrar de otro modo es ser hombre de honor! Disfrazar y falsificar la palabra de Dios, ¡es tener honor! ¡Es tener honor cubrir de afectación, enmascarar y presentar la palabra de Dios, la sagrada palabra de Dios como frase bonita llena de vanidad! ¡Oh divino Salvador! ¿qué es esto? ¿Qué es esto, padres? ¡Decir que es perder el honor predicar el evangelio como lo hizo Jesucristo! Yo preferiría decir que Jesucristo, la eterna Sabiduría, no supo cómo había que tratar su palabra, que no la entendía bien, que habría que portarse de una manera distinta de como él lo hizo. ¡Oh Salvador! ¡Qué blasfemia! Pues eso es lo que se dice, si no claramente, al menos tácitamente y en el corazón; si no por fuera, delante de los hombres, al menos delante de Dios, que ve los corazones. ¡Y se osa pronunciar esas horribles blasfemias delante de Dios, a su cara!, ¡y se siente vergüenza de los hombres! ¡Delante de Dios! ¡Delante de Dios! ¡Misericordioso Salvador! ¡Ay, padres! Ya veis que es una blasfemia decir y pensar que se pierde el honor predicando como predicó el Hijo.de Dios, como él vino a enseñarnos, como el Espíritu Santo instruyó a los apóstoles.
Un día le preguntaba al padre… «Dígame, padre, por favor; ¿qué hacía san Vicente Ferrer para convertir a tantas personas y atraer al mundo de todas partes, de forma que le seguían en caravana?». Y él me respondió: «Así es; aquel gran hombre predicaba con sencillez, familiarmente, procurando que todos lo entendieran». ¡Oh Salvador! ¡Oh sencillez, qué persuasiva eres! La sencillez convierte a todo el mundo. La verdad es que, para convencer y conquistar el espíritu del hombre, hay que obrar con sencillez; ordinariamente no se consigue esto con hermosos discursos de artificio, que gritan alto, hacen mucho ruido, y queda todo en eso. Todos esos hermosos discursos, tan estudiados, de ordinario no hacen más que conmover la parte inferior. Quizás logren asustar a fuerza de gritar en no sé qué tono; calentarán la sangre, excitarán el deseo, pero todo esto en la parte inferior, no en la parte superior; ni la razón ni el espíritu quedarán convencidos. Y todos esos movimientos de la parte inferior no sirven para nada, si no queda convencido el entendimiento; si la razón no lo palpa, todo lo demás pasará pronto, demasiado pronto, y aquel discurso será inútil. Por tanto, ¡viva la sencillez, el pequeño método, que es el más excelente y el que puede producir más honor, convenciendo al espíritu sin todos esos gritos que no hacen más que molestar a los oyentes! Oh, Padres. Esto es tan cierto que, si un hombre quiere ahora pasar por buen predicador en todas las iglesias de París y en la corte, tiene que predicar de este modo, sin afectación alguna. Y del que predica así dice la gente: «Este hombre hace maravillas, predica como un misionero, predica ‘a lo misionero’, como un apóstol». ¡Oh Salvador! Y el señor… me decía que al final todos acabarían predicando así. Lo cierto es que predicar de otra manera es hacer comedia, es querer predicar a sí mismo, no a Jesucristo.
¡Predicar como misionero! ¡Oh Salvador! Tú has sido el que has hecho a esta pequeña y humilde compañía la gracia de inspirarle un método que todo el mundo desea seguir; te lo agradecemos con todas nuestras fuerzas. ¡Ay, padres! ¡No nos hagamos indignos de esta gracia, que todo el mundo aprecia tanto que se dice de un excelente predicador: «Predica a lo misionero». ¿Qué sería si fuéramos los únicos en despreciarlo? ¿No tendría Dios motivos para quejarse de que hagamos tan poco caso de ese gran don que nos ha hecho, para comunicarnos sus luces, y por medio de nosotros a todo el mundo?
Bien, ¡bendito sea Dios! Les ruego que mañana los sacerdotes ofrezcan por ello la misa, y a los hermanos que comulguen por esta intención la próxima vez.







