(01.01.54)
Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia se divide en tres puntos. El primero es sobre las razones que tienen las Hijas de la Caridad para saber bien cómo han de comportarse fuera de la Casa, tanto con las personas que las emplean, como en sus relaciones recíprocas, tanto en los hospitales como en las aldeas y parroquias de París. El segundo punto es sobre las faltas que las Hijas de la Caridad pueden cometer en sus ocupaciones fuera de la Casa. El tercero es sobre los medios que pueden utilizar para portarse como verdaderas Hijas de la Caridad cuando están ocupadas en el servicio de los pobres, tanto en los hospitales como en las aldeas y parroquias de París.
En fin, queridas hermanas, en una palabra, se trata de saber cómo tienen que portarse las Hijas de la Caridad fuera de la Casa, en los Niños Expósitos, en el Nombre de Jesús, con los galeotes etc. La verdad es que se trata de un tema muy amplio. Es imposible tocarlo todo, porque habría que decir cómo hay que portarse con los señores párrocos, con las damas y con las demás personas que os dan ocupación. Hoy vamos a hablar en general de algunos de los puntos más importantes.
Hermana, ¿es importante saber bien cómo hay que portarse fuera de la Casa?
– Sí, padre, porque, si no se sabe, pueden ocurrir graves desórdenes; podemos decir y hacer cosas que no deberían ocurrir, contrarias todas ellas al espíritu de la Compañía. También puede suceder que, por culpa nuestra, por no saber bien a qué estamos obligadas, los pobres no tengan todo lo que necesitan.
– ¿Y usted, hermana? ¿Qué ha pensado sobre el tema de esta conferencia?
– Padre, no se puede tener el espíritu de la Compañía, ni llevar a cabo las acciones que son conformes con el mismo, s; no se saben.
– Usted, hermana. Díganos qué es lo que piensa.
– Padre, me parece que para cumplir con nuestras obligaciones, hay que tener mucho cuidado de acordarnos de las instrucciones que nos dan en la Casa, y ser fieles en su cumplimiento; si se faltase, creo que se ofendería a Dios.
A otra hermana preguntó el padre Vicente si era necesario saber cómo hay que portarse, en los Niños, en el Nombre de Jesús y en otros lugares.
– Sí, padre, respondió ella, porque no se puede tener el espíritu de la Compañía si no se sabe lo que enseñan nuestras reglas; y para seguirlas hay que seguir exactamente los consejos que nos dan nuestros superiores.
– ¡Dios la bendiga, hija mía! Fijaos, hermanas mías; todas sabéis ya, estoy seguro de ello, qué importante es que una hermana esté bien informada de lo que tiene que hacer cuando se la mandan a algún sitio. Las damas la piden; se sienten muy consoladas cuando ven a una hermana que está bien preparada en todo; los pobres también se sienten felices cuando se les instruye y se les sirve mejor. Por eso, hermanas mías, habéis de tener mucho cuidado en esto, pues, es muy importante que vayáis informándoos bien, mientras estáis aquí, de todo lo que hay que saber, y tener mucho cuidado de recordar bien lo que se os diga. Y como no podéis quedaros aquí mucho tiempo, tenéis que poner más atención en el poco tiempo que estáis.
En Santa María, las hermanas están durante siete años en el noviciado, aunque sean perfectas, para que se vayan instruyendo bien en lo que Dios les pide. Pero vosotras sois como los frutos maduros porque no tenéis el tiempo que sería menester para instruiros. ¿De dónde viene que en tan poco tiempo de experiencia logréis tan buenos resultados, a no ser porque las gracias de Dios son grandes y porque la Compañía está en sus comienzos, y por consiguiente tiene y debe tener más fervor que en los demás tiempos? Lograréis más sin comparación en estos momentos que dentro de cincuenta años, porque al comienzo hay mayor abundancia de gracias. Al comienzo de la iglesia, los primeros cristianos tenían un fervor y una caridad admirables; no tenían más que un solo corazón y una sola voluntad; y con aquel fervor hacían maravillas, convertían las almas, se animaban entre sí, a sufrir toda clase de tormentos, y hasta el martirio. Ese es el fervor de los principiantes que quieren servir a Dios con toda decisión. Son valientes y animosos para hacer lo que a Dios le agrada. El vino, al meterse en la tinaja, está bullendo y casi ardiendo y tiene tal vigor que rompería la vasija si no se le diera aire. De la misma forma, al comienzo de la Compañía, con esa abundancia de gracias que ahora hay, haréis más en tres meses que lo que en otro tiempo se hará durante seis años.
Mis queridas hermanas voy a seguir hablándoos. Sé muy bien que, si me pusiera a preguntaros, me diríais cosas muy hermosas; pero el tiempo urge; por eso, voy a deciros brevemente lo que es menester que hagáis.
Una de las cosas principales es que conozcáis bien vuestras reglas. Esto en general. En especial, las hermanas sirvientes tienen que tener mucho cuidado en saber bien lo que se refiere a su oficio; la hermana que tenéis aquí para instruiros se encargará de explicároslo; porque, sin eso, caeríais en no pocas faltas.
El segundo medio es que sirváis de edificación a todo el mundo, que demostréis mucha cordialidad entre vosotras, de forma que, aunque separadas, unas por los pueblos, otras en las parroquias, se vea que no hay más que un solo corazón entre vosotras. Nada de diferencias, sino un mismo afecto, un mismo aprecio de la virtud, un mismo horror al mal. Fijaos, hermanas mías, tenéis que ejercitaros en esto sobre todo; de lo contrario, habría que estar siempre comenzando de nuevo, y no tendríais nunca descanso ni paz entre vosotras.
¿De dónde proviene todo esto? Os lo voy a decir. Es que todos los días estamos cambiando, y nuestra mala naturaleza no está nunca en el mismo estado. «El hombre, dice Job (1), no está nunca en el mismo estado». Es como una rueda que está siempre dando vueltas sin detenerse jamás. Por eso veis qué conveniente es que os ejercitéis en la mortificación. En todas vuestras prácticas tenéis que tenerla muy en cuenta, debido a la inconstancia de la naturaleza, que unas veces quiere una cosa y otras otra, que se muestra mortificada en una ocasión y poco después no quiere mortificarse. No hemos de fiarnos de nosotros mismos, ya que estamos siempre cambiando; por eso tenemos necesidad de reflexionar muchas veces con nosotros mismos, para reparar los defectos que nuestra naturaleza corrompida nos hace cometer. Así como hay que levantar todos los días las pesas de un reloj para que siga funcionando, así también tenemos que estar siempre comenzando de nuevo en la práctica de la mortificación de nuestras pasiones, porque a cada momento tenemos necesidad de trabajar en nosotros mismos. Resulta que estáis con una hermana; por mucho fervor que tenga, ni el diablo ni su naturaleza dejarán de tentarla; esto hará que a veces os parezca que tiene mal humor. Pero no creáis que por esto es imperfecta y no la dejéis de apreciar, porque esto proviene de la naturaleza corrompida de nuestro primer padre. No, hermanas mías, no permitáis que entre en vuestro espíritu ningún mal pensamiento sobre esta hermana. Si ocurriese que concibieseis cierto desdén o antipatía contra ella, desechad inmediatamente ese pensamiento y decid dentro de vosotras mismas: «¡Maldito pensamiento! ¿Contra quién estás murmurando? ¡Contra tu hermana, contra una esposa de Jesucristo, contra la vida de tu vida! He de hacer lo contrario que este malvado pensamiento me sugiere, yendo a abrazar a esa hermana y demostrándole cordialidad; y si le he dirigido una palabra desabrida, le pediré perdón y le diré: perdóneme, hermana, por favor; espero, con la gracia de Dios, que no volveré a caer; le ruego que me soporte usted». No hemos de extrañarnos de que a la naturaleza le repugne todo esto, debido al esfuerzo que supone el humillarse y a que el demonio anda metido allí dentro, poniendo todo su empeño en disuadirnos.
Hermanas mías, hay que ser animosas y hacer como esos hijos de Israel que construían el templo del Señor. Con una mano movían las piedras y con la otra tenían la espada para defenderse de sus enemigos. Fijaos, hermanas mías, vosotras tenéis que hacer lo mismo, porque, al propio tiempo que trabajamos en el edificio de nuestra perfección, el diablo y la naturaleza se oponen a ello y nos hacen una guerra sin cuartel. Hay que tomar la espada de la mortificación, la disciplina, el ayuno y, si estáis lejos, escribir a los superiores. Si obráis de esta manera, mis hermanas, ¿qué pasará? Pasará que viviréis en todas partes como en un paraíso, porque estaréis en Dios y tendréis el paraíso en la tierra. Por el contrario, si no obráis de esta manera, viviréis, si no en un infierno, al menos en un purgatorio. Así pues, hermanas mías, tenéis estos dos medios: el primero, saber bien vuestras reglas; el segundo soportaros debidamente las unas a las otras.
El tercer medio consiste en haceros amar por todos, gracias al ejemplo de vuestra vida buena. El buen olor que habéis dado hace que os pidan de muchos lugares. ¿Y por qué? Porque han visto algunos frutos de vuestra caridad. He recibido otra carta más de un obispo que os pide. ¡Ay, hermanas mías! Si así ocurre en estos momentos, ¿qué será en adelante? ¡Dios mío! Humillémonos mucho en esto; y si os buscan tanto, a pesar de que sois imperfectas, ¿qué será cuando Dios os haya concedido la gracia de llegar a una perfección mayor?
El cuarto medio consiste en entregaros a Dios para no tener nunca que decir nada de la dirección general de la Compañía ni de la dirección particular de la hermana sirviente, sino que os portéis siempre lo mismo que un niño que aprecia todo lo que su padre hace y dice. El hijo de un labrador cree que su padre y su madre son los más capaces que la naturaleza puede producir. Si la sirviente hace o dice alguna cosa que no os gusta, no penséis que obra mal. No os toca a vosotras hablar en contra de lo que ha hecho; tenéis que creer que lo que hace está bien; porque fijaos, hijas mías, hay una gracia para esto y hay un ángel particular para este caso. Dios da las gracias suficientes a las que llama a ese cargo. No creáis que se dan siempre los cargos a las más capaces o a las más virtuosas. Hemos de creer que la hermana sirviente ha sido dada por Dios, ya que durante noches enteras se ha estado pensando delante de Dios para ver a quién se pondrá en ese lugar. Y si se cambia y se pone unas veces a una y otras a otra, es, mis queridas hermanas, para ejercitaros a unas en la dirección y a otras en la obediencia. Creed, pues, que es Dios el que así lo hace, ya que todo orden viene de él, y el que resiste a ese orden resiste a Dios.
¡Pero me parece que esto estaría mejor de otra manera! ¡Ah! ¡lo cree usted así! ¿Y quién es usted? ¿Le toca a usted criticar lo que hacen los superiores, a usted que no tiene gracia de Dios para ello? Mis queridas hermanas, estad seguras de que Dios os bendecirá si utilizáis los medios que acabo de daros.
Otro mal que podría ocurrir entre vosotras es que os apegaseis a los confesores; por eso es necesario el cambio, porque si no, podría producirse cierta amistad espiritual, que proviene de la estima que la penitente siente por el confesor, y el confesor por la penitente, sintiéndose los dos muy contentos con este afecto recíproco; y de este modo es muy difícil que el confesor, al ver que su penitente va progresando y hace caso de sus consejos, no reciba por ello alguna satisfacción. ¿Y qué pasa entonces? El confesor podrá decir: «Me siento muy consolado al ver los progresos que hace usted en la virtud». Y la hermana contestará: «Padre, no he encontrado ningún confesor en quien tenga tanta confianza como usted. Me siento tan animada con sus palabras, que no me cuesta nada seguirlas». Y estas palabras tan suaves llevan al corazón un dardo, que abre en él una extraña brecha. Cuando se han dicho, todo está perdido. En fin, de esas familiaridades se deriva un gran daño. ¡Ay, mis queridas hermanas, y sucede muchas veces, incluso en las religiones!
Por tanto, tenéis que manifestar vuestros pecados a los confesores sin poneros a hablar con ellos después de la confesión. No les digáis: «Padre, le veré y le diré luego algo en particular».
Si él va a veros y os pregunta qué es lo que hacéis, hay que cortar por lo sano y demostrarle que no os gusta eso. Si os dais cuenta de que os costaría acudir a otro y seguís un poco turbadas por cierto afecto al primero, entonces, hermanas mías, tened miedo, advertidlo a la señorita, al padre Portail o a mí, y exponed con toda sencillez vuestra situación: «Le ruego que me cambie de confesor, porque me parece que estoy demasiado apegada a él». Si estáis lejos, escribid; y aunque estéis en Toulouse o donde os hayan enviado, deberíais escribir. El motivo por el que os cambian, es para que no os apeguéis a nada. Cuando no se hace así, ¿qué es lo que pasa? Una quiere acudir a un confesor y otra a otro. La paz de Dios las abandona y caen en la más miserable y peligrosa división que podría acontecerles. ¿Sabéis, hermanas mías, cuáles son las roturas más difíciles de curar? Las que son de las junturas. Pues bien, la juntura de las Hijas de la Caridad, lo que tiene que unirlas entre sí y a todas con Dios, es el confesor. Si rompen ese vínculo y quieren cambiar, si, siguiendo sus fantasías, una quiere acudir a éste y otra a aquél, vendría una continua división. Todo se ha roto. Cuando una hermana, para su satisfacción, quiere tener a un hombre que le caiga bien y que le satisfaga, entonces, hermanas mías, ¡qué desorden llega a causar! Por eso ruego a la señorita que, cuando observe esto, la cambie y que haga como nuestro Señor hoy, día de la circuncisión, que corte y separe.
El quinto medio, mis queridas hermanas, para manteneros siempre bien unidas y concordes es que, cuando estéis en las parroquias o en los pueblos, no os aconsejéis más que de aquellos que se os han dado para esto. No está permitido nunca declarar las antipatías que se tienen contra las hermanas o contra la hermana sirviente, ni ir a contar las tentaciones, más que a esos. No, no tenéis que hacerlo. No, mis queridas hermanas, no les digáis vuestras penas más que a los que tenéis que decírselas.
¿Y no estará permitido decírselas a alguna buena dama? Hermanas mías, tenéis que guardaros mucho de ello; porque, al no tener el espíritu de vuestra Compañía, ¿cómo podría daros los consejos que necesitáis? Lo que ella os diga, no os convendrá. No se lo digáis jamás a las damas; si se lo decís, aunque seáis fuertes como Sansón, caerán sobre vosotras dos males: uno, que perderéis vuestra vocación; otro, que escandalizaréis a los demás. Pues esa dama se lo dirá a otra. Y no os extrañéis de ello, pues, si no habéis sabido vosotras mismas guardar vuestro secreto, ¿cómo queréis que otro lo guarde? Esa es la mirra que podréis ofrecer a Dios, mortificaros en no contar vuestras penas más que a aquellos a los que se las tenéis que decir.
Pero, si me ponen en Toulouse, en Polonia o en otros lugares apartados, ¿cómo vamos a escribir? Si escribimos, nos quedaremos mucho tiempo sin respuesta. ¿Qué hacer entonces? Hermanas mías, debéis tener siempre a alguien que os aconseje; en todas partes habrá alguno, pero nunca habéis de dirigiros más que a ése.
Todavía tendríamos que hablar de cómo hay que portarse para edificar debidamente al prójimo, y de otras muchas cosas, de las que ya hablaremos, Dios mediante, en alguna otra ocasión.
¡Que nuestro Señor nos conceda la gracia de poner en práctica todo lo que acabamos de decir!
La señorita se arrodilló y dijo:
– Padre, le suplico muy humildemente, por amor de Dios, en nombre de todas nuestras hermanas, que pida a su bondad nos perdone todas nuestras faltas y el mal uso que hemos hecho de las advertencias que nos ha dado su caridad, y especialmente yo que debería dar buen ejemplo a nuestras hermanas, poniéndolas en práctica, por lo que les pido humildemente perdón.
– ¡Bien, señorita! Pido a nuestro Señor Jesucristo, aunque indigno, que perdone a nuestras hermanas el mal uso que han hecho de las instrucciones que han recibido y todas sus infidelidades en la práctica de las mismas.
Y porque yo también me he descuidado en daros las advertencias necesarias, o no os las he dado como es debido ni con el espíritu que debo, y como quizás también la señorita se siente culpable, os pedimos perdón, hermanas mías, de las faltas que hemos cometido con vosotras. Ruego a nuestro Señor que nos perdone, por su misericordia, a todos en general, y que mientras pronuncio las palabras de la bendición sobre vosotras, os conceda la gracia de practicar debidamente todo lo que se ha dicho.
Benedictio Dei Patris…







