SOBRE LA POBREZA
Motivos para practicar la pobreza: se lo hemos prometido al superior y a Dios y es necesaria para la vida de comunidad. Sin la pobreza no hay cumplimiento de la regla, ni hay piedad. La codicia perdió a Judas. Naturaleza de la pobreza en la compañía. Medio de practicarla pedírsela a Dios, amarla, hacer frecuentes actos.
Es difícil, queridos padres, comprender debidamente la importancia de la virtud de la santa pobreza. Es el apoyo de las comunidades; los santos padres dicen que es el muro de sostén de todas las religiones; es su muralla; es lo que las defiende y las conserva.
¡Quiera Dios que podamos comprender hoy debidamente cuánto nos conviene y qué necesario es que sintamos mucho afecto a la santa pobreza! ¡Oh Salvador, te pedimos que nos hagas participes de tus luces, para que conozcamos esta virtud y le tengamos mucho amor! ¡Ah, si pudiéramos descubrir su belleza; si Dios nos hiciera la gracia de mostrárnosla! ¿Quién de nosotros no sentiría entonces el corazón abrasado del deseo de tenerla? ¿a quién no le gustaría ser pobre?
Bien, padres, terminaremos esta tarde la charla sobre la pobreza, en cuanto que la profesamos con un voto simple; en otra ocasión podremos tratar más especialmente de ella, cuando podamos, como de una virtud singular. Porque esta virtud comprende otras muchas, y también hay varios vicios que le hacen la guerra; pero esta tarde, cuando pensaba en lo que tiene que inclinarnos a una exacta práctica de la pobreza, se me ocurrió este pensamiento: porque hemos dado palabra de ello al superior. Le hemos prometido guardarla muy estrechamente. Por esta intención hemos venido aquí y se nos ha recibido con esta condición; en esto hemos empeñado nuestra palabra al superior, hemos aceptado esta obligación y hemos hecho esta promesa. ¿No es verdad, padres y hermanos míos, que cuando vinisteis se os indicó esto y se os dijo: «Ved si podéis aceptar esta práctica y si podéis guardar con exactitud esta pobreza; vedlo y pensad en ello»? Os tomasteis tiempo para reflexionar; pensasteis en ello delante de Dios; tomasteis esta resolución en su presencia; no digo todavía que se lo prometisteis a Dios: ya hablaremos luego de ello. Así pues, tras pensar bien y seriamente en ello, creísteis que podíais y dijisteis: «Sí, padre, así lo quiero con la gracia de Dios, y le prometo observar en todo y por todo la santa pobreza». A eso es a lo que os comprometisteis voluntariamente después de una santa y seria reflexión. ¿No es verdad, padres y hermanos míos, que esto sucedió de este modo y que el superior, al ver vuestra decisión, os admitió luego?
¿Querríais ahora romper vuestra promesa, faltar a vuestra palabra, a esa palabra que los hombres del mundo guardan con tanta fidelidad, y sin la cual un hombre no es hombre? Si, un hombre que no tiene palabra no es hombre: sólo tiene las apariencias, sino que es un animal, un animal feroz, que merece ser echado de la sociedad humana. ¡Oh Salvador! ¿Qué es un hombre sin palabra? Es el peor, si, el peor y el más detestable de los hombres. Por eso ni siquiera el mundo, que soporta toda clase de maldades, puede soportar ésta. El hombre que no guarda la palabra dada, resulta odioso a Dios y a los hombres. Dios los trata como a enemigos, como si fueran almas impías; sí, Dios trata de ese modo a los que faltan a su palabra en las cosas del mundo: Declinantes in obligationes adducet Dominus cum operantibus iniquitatem: adducet cum operantibus iniquitatem. Pondrá a esa clase de gentes que no mantienen sus promesas entre los pecadores; castigará como un pecado la falta a la palabra dada. Adducet cum operantibus iniquitatem. ¡Oh Salvador! Si los que no guardan su palabra en las cosas del mundo son tratados con tanto rigor, ¿cómo serán castigados los que faltan a su palabra en una cosa tan santa? Los que faltan a la obligación que han asumido de observar la santa pobreza, ¿cómo serán tratados? ¡Oh Salvador! Si tú castigas como un pecador el faltar a la palabra en las cosas de la tierra, en los bienes de este mundo, que tan poco aprecias y que nada valen ante ti, ¿cuál será tu rigor contra los que faltan a su palabra en la virtud que tanto te interesa, que te pertenece, que te es propia, como la santa pobreza? ¿En qué lugar los pondrás? ¡Oh Salvador! ¡Sin duda en el último de todos, en el más vergonzoso que se pueda imaginar.
Tengamos miedo, padres, tengamos miedo de faltar a la palabra que le hemos dado al superior en lo que se refiere a la santa pobreza. Como muy bien sabéis, cuando un hombre falta a su palabra en el mundo, queda deshonrado para siempre; es para él una infamia que no podrá borrar. ¡Qué motivo de confusión! Va siempre cargado con su reproche; lleva siempre consigo su vergüenza; todos lo miran con desprecio; le señalan con el dedo: mirad, allá va, ¡el mentiroso! ¡el embustero! ¡el impostor que, después de darme su palabra, no la ha guardado! ¡ése es el mentiroso que ha venido a hacerme una promesa en mi casa, para burlarse luego y faltar a su palabra! ¡ése no es un hombre! ¡no es posible fiarse de él! ¡no tiene vergüenza!
Pues bien, si se dice todo esto, y con razón, de aquel que no se ha preocupado de cumplir sus promesas, ¿qué habrá que decir, cuando entre nosotros falte alguno a la palabra que ha dado al superior en cosas tan santas, y para la gloria de Dios y de su salvación eterna? ¿Qué habrá que decir? ¿Qué no se deberá decir? ¡Qué confusión ha de tener un hombre sin fe que ha traicionado a la compañía! ¡Qué mayor infamia que no haber cumplido su palabra! No creo que haya entre nosotros esa clase de gentes, indignas de toda sociedad; no, por la gracia de Dios, no conozco a ninguno. Esta es la primera razón que nos debe hacer amar la santa pobreza: la palabra que hemos dado de ella al superior; si faltamos a ella, quedaremos deshonrados para siempre y seremos los más infames del mundo. Uno que no es hombre de palabra es un…
Y digo más todavía: hemos hecho voto de pobreza. Como primera razón he alegado que se lo hemos prometido al superior. Pues bien, en segundo lugar digo que se lo hemos prometido también a Dios; le hemos dado nuestra palabra a Dios mismo y hemos protestado delante de él que seríamos fieles en la observancia de la santa pobreza. ¡Prometérselo a Dios, oh Salvador! Si estamos tan estrechamente obligados a cumplir lo que hemos prometido a un hombre, al superior, ¡cuál será la obligación de cumplir lo que hemos prometido a Dios! ¿Cuál es, padres, esta obligación? ¡Quién podrá comprenderlo! ¡Haberle dado la palabra a Dios, a un Dios! ¡Haber dado fe ante un Dios de majestad infinita! ¿Quién, entre los ángeles y los hombres, puede concebir hasta dónde llega esta obligación? ¡Y romperla, faltar a ella, burlarse de ella! ¡Oh Salvador! ¿de qué suplicios se hará merecedor un hombre así?
Si es insoportable ser llamado embustero por un hombre del mundo, ¿qué será cuando todos los hombres, todos los ángeles, todas las criaturas, reprochen nuestra perfidia? ¿Qué será cuando Dios mismo nos diga: «¡Mírate, mírate mentiroso, villano, cobarde, desvergonzado, que has venido a mi casa, junto a mi altar, a darme tu palabra, para faltar luego a ella! Eres un pérfido que me has hecho voto, que ante mi altar has hecho una promesa para engañarme, traidor, que te has alistado bajo mis banderas para abandonarlas y seguir el partido de mi enemigo y servir al diablo. ¡Eres un traidor, traidor, traidor!»?
Padres y hermanos míos, ¿qué será de nosotros? ¿quién podrá soportar esas terribles palabras? ¿quién no se sentirá anonadado? ¡Qué horribles truenos! ¡Faltar a la palabra a un Dios,y a un Dios fulminante! ¡Ay, padres! ¿Qué haremos? Hemos de echarnos a temblar y recurrir a su infinita misericordia.
Estas son, padres, las dos razones que nos obligan a observar el voto de la santa pobreza: que le hemos dado palabra al superior y a Dios. La tercera razón que se me ha ocurrido es que sin esa virtud es imposible vivir en paz en una comunidad como la nuestra; y no sólo es imposible vivir bien, sino también perseverar en ella mucho tiempo, es imposible. Digo, pues, padres, en tercer lugar, que es sumamente difícil, y hasta imposible, que una persona a quien se le haya metido en la cabeza el deseo de tener, pueda cumplir con su deber entre nosotros y vivir según el reglamento que ha abrazado, siguiendo la marcha ordinaria de la compañía. Una persona que sólo se preocupa de sus gustos, de buscar sus propias satisfacciones, de comer bien, de pasar alegremente el tiempo ¡pues eso es lo que pretenden quienes tienen ese deseo insaciable de riquezas), ¿podrá acaso desempeñar debidamente sus ocupaciones en la Misión? Es imposible. Las prácticas de virtud, los reglamentos y el buen orden de la casa son incompatibles con ese afecto a las riquezas y a la propia satisfacción. Es muy difícil preocuparse al mismo tiempo de dos cosas tan opuestas: es imposible practicar las dos cosas a la vez. Vamos a verlo, padres, vamos a verlo.
El espíritu del misionero consiste en preocuparse ante todo de su propia perfección. Es lo que nos recomienda la primera de nuestras reglas, según el principio de la verdadera caridad, que ha de comenzar por nosotros mismos, por deshacernos de nuestros defectos y adquirir las virtudes que corresponden a nuestro estado y vocación.
¿Y cómo ese hombre, que sólo piensa en las riquezas, podrá cumplir con este mandamiento? El que quiera poseer, el que no esté contento con su situación, estará pensando noche y día solamente en los medios que le sirvan para poseer más cosas; las necesita, según él piensa, y necesita encontrar los medios para ello. Allí estará toda su ocupación; cuando esté solo en su cuarto, se pondrá a pensar: «¿Tendré que seguir siempre así? No, no puede ser; cuando haya hecho esto, cuando haya obtenido aquello, cuando estemos allí, haremos esto y esto y esto». Y otros mil pensamientos, en los que se enredará ese pobre espíritu.
De noche seguirá pensando en ello. Y cuando se despierte, éste será el primer pensamiento: ¿hay que levantarse a las cuatro? Ya suena la campana: ¿tendré que estar siempre con esa campana importuna sonando a mis oídos? Todavía es muy temprano; este reloj se adelanta demasiado; ¡a quién se le ocurre levantarse tan pronto! No he dormido bien esta noche; tendré que descansar una hora más. Pero vendrán a despertarme. Vendrá el padre Vicente que está siempre gritando, gritará a mi lado (¡un importuno despertador!): «Padre, ¿qué hace usted? Ya están todos en la oración; sólo se ha quedado usted en la cama. ¿Le pasa algo, padre? ¡Hay que levantarse!». Y en la oración dirán: «¿Dónde está el padre fulano? No ha venido todavía; ya no viene a la oración; le pasa algo». Y todavía se imaginarán cosas peores.
¿Qué decir a todo esto? Quizás se levante. Se levantará mohino, dando vueltas en la cabeza a ideas por el estilo. ¿Se levantará quizás por amor de Dios? Ni mucho menos. Lo hará por vergüenza de los demás. Lo que teme es el qué dirán; eso es lo que le hace levantarse y venir a la oración.
Y en la oración, juzgad vosotros mismos qué podrá hacer un hombre con tales disposiciones. ¡Pobre oración! ¡qué mal hecha estarás! Y tú, oh Salvador, oh Dios mío, ¡qué mal te verás tratado por esa persona! o se dormirá o pensará en algo muy distinto de lo que hay que pensar delante de Dios, en presencia de su divina Majestad, ante quien tiemblan los ángeles. Estará pensando, pobre de él, en los medios para poseer más; y ese tiempo sagrado, destinado a entretenerse con Dios, lo empleará él entreteniendo sus pasiones, pensando en tonterías y quizás en cosas peores.
¿Y el divino sacrificio? Volverán esos mismos pensamientos, y ocurrirá lo mismo. ¿Y cómo rezará su oficio? Cómo lo demás, con mil distracciones.
Si los que tienen el espíritu tan lejos de las pretensiones del mundo como lo está el cielo de la tierra, y sólo piensan cada día en librarse lo más posible de ellas, no pueden sin embargo verse libres, ¿cómo, oh paciencia de Dios, queréis que los que tienen todo su espíritu y todo su afecto apegado a la tierra, queden exentos de todo ello? ¿Cómo se logrará eso? Es imposible, padres; lo veis vosotros mejor que yo.
¿Y cómo va la puntualidad? ¡Dios lo sabe! ¿Y la humildad? No hay nada tan contrario a ella. ¿Y cómo la caridad con los demás? El deseo de poseer sólo se preocupa de si. ¿Cómo la paciencia, la mansedumbre, la afabilidad, la condescendencia? ¿Cómo ese candor tan recomendado? Dios lo sabe. ¿Y La castidad? Dios lo sabe. ¿Cómo queréis que un hombre que sólo piensa en sus placeres, en su propia satisfacción, en divertirse y pasarlo bien, pueda practicar las virtudes? ¿Cómo? Todo va en contra de esos deseos en una comunidad; todo le resulta gravoso; hace las cosas a medias y a la fuerza, a no ser cuando se trata de contentar su vanidad y su pasión.
¿Hay que ir a una misión? ¡Es un poblacho donde no hay más que pobres campesinos y pobres mujeres! ¡Oh Padre, no vale la pena ir allá! Si se le pide que vaya, tiene un buen acopio de excusas; no le faltan nunca; y el pobre superior no tiene más remedio que aceptarlas gimiendo; ¿qué otra cosa puede hacer? Pero, si es una misión de importancia, donde puede satisfacer su vanidad, allá está mi hombre. Se ofrece a ella, la pide, hace todo lo que puede de forma directa o indirecta para que le envíen. Irán a escucharme tales y tales personas; estará también fulano y mengano; vendrán muchas personas distinguidas e importantes a mis sermones; haré maravillas; hablarán luego de mi; dirán: «¡Ese es un buen misionero, un excelente predicador, un hombre de valía!». Eso es precisamente lo que faltaba; ése es el alimento que puede saciar a ese pobre espíritu. «Hablarán de mi el padre fulano y el padre mengano; y ese buen olor que yo dejaré de mi capacidad servirá para que pueda obtener en esa ocasión aquel cargo».
¡Oh Salvador! ¿Es eso ser misionero? Eso es un diablo, no un misionero. Su espíritu es el espíritu del mundo. Está ya de corazón y afecto en el mundo; solamente está en la misión su esqueleto. Buscar la comodidad, seguir sus gustos, vivir bien, hacerse estimar, todo eso es espíritu mundano: y eso es lo que pide, allí está su espíritu.
Acordaos, padres, de que las riquezas no son más que medios, esto es, algo que se quiere para obtener otra cosa; ningún hombre quiere poseer bienes, a no ser para utilizarlos en adquirir honores o placeres. Por eso los quiere. Pues bien, ¿cómo queréis que un hombre que pretende eso, que no puede ni quiere aceptar ninguna de nuestras prácticas, que pertenece al mundo de corazón y de afecto y que sólo está aquí en su esqueleto, que apetece y ansía todo lo que los hombres del siglo apetecen y ansían, pueda permanecer constante en su vocación? Es imposible; lo veis bien Padres; ya no está aquí: sólo está aquí corporalmente; después de haber faltado a la palabra dada al superior, después de conculcar la promesa hecha a Dios, sólo se preocupa de contentar su pasión y gozar de los placeres, a cualquier costa.
¿Qué concluiremos, padres, de todo esto? ¿Qué vamos a concluir, sino lo que el apóstol y el Espíritu Santo concluyen, que cupiditas est radix omnium malorum? (3). No hay ningún mal en el mundo que no provenga de esta maldita pasión de poseer. La ambición, la avaricia, el amor a las riquezas, es la fuente de toda clase de males. Cupiditas, radix omnium malorum. El que está sometido a esta avaricia tiene dentro de si el principio, el origen y la fuente de todo mal, radix omnium malorum. No hay nada de lo que no sea capaz un hombre excitado aguijoneado de este deseo; tiene dentro de si todo lo que se necesita para poder hacer cualquier cosa descaradamente; no hay un crimen tan enorme, tan extraño, tan horrendo, que no sea capaz de cometer fácilmente un hombre apegado a sus intereses. Radix, radix omnium malorum: ahí está la semilla y la raíz de todo; radix, no busquéis otra causa: esta es.
Si digo estas cosas, no es porque yo sepa, gracias a Dios, que haya aquí alguien atacado de ese mal; pero puede ocurrir esto; lo digo ad praeventionem. Mucho antes de que el mal llegase les decía el Hijo de Dios a sus discípulos: «Tened cuidado; ahí está; lo veo venir; está ya a la puerta; permaneced vigilantes». Me gustaría deciros lo mismo, para que evitemos este horrible monstruo, el más espantoso que el infierno puede producir. Si ahora, gracias a Dios, no está en la compañía, pronto puede venir. Venient ad vos in vestimentis ovium, intrinsecus autem sunt lupi rapaces. Bajo mansas apariencias, bajo esa piel de oveja, puede ocultarse el corazón de un lobo rapaz. Tened cuidado; que cada uno cuide de si mismo; porque puede estar allí. La compañía de nuestro Señor, aquella santa compañía, constaba sólo de doce, y sin embargo entre ellos había uno atacado de este mal. Tenemos un ejemplo espantoso en aquel desgraciado Judas, en quien se palpa claramente esta verdad: cupiditas, radix omnium malorum; no hay ningún crimen tan extraño que no pueda cometer un hombre que desea poseer riquezas. San Gregorio y los demás santos consideran aterrados esta espantosa caída del maldito Judas. Veamos un poco con ellos por qué caminos lo condujo este pecado infame, hasta hacerle caer en el peor de todos. Judas disponía de la bolsa común; todo estaba en sus manos y entregado a su discreción; él gobernaba y hacia lo que le parecía bien. Pero este deseo de poseer le hacia murmurar de sus compañeros; se quejaba de todo; se molestaba incluso contra las personas que, derramando sus perfumes, deseaban honrar al Maestro, ya que esto no iba a parar a su bolsa, él metía la mano, robando el dinero de la comunidad y el de los pobres. ¿Qué más? Le disgustaban los gastos que se hacían por el Hijo de Dios. Más tarde llegó a presentarse a los enemigos de su Maestro; vivía y trataba con ellos. Y en esas compañías, ¿cómo despedazaría a su Señor? ¡Dios mío! Lo hizo pasar por un impostor, por un seductor, por un mago. De hecho, Jesús fue luego tratado de esas cosas. En una palabra, lo vendió como si fuera un animal y el más indigno y criminal de todos los hombres, lo entregó él mismo en manos de sus enemigos, so pretexto de amistad; luego se marchó y atormentado por los remordimientos de su crimen, creyó, miserable de él, que su Maestro no era lo bastante bueno para perdonarle. ¡Dulce Salvador! ¡Dios de las misericordias! Eso es la desesperación. Se colgó con sus propias manos. Después de colgado, reventó y vomitó sus malditas entrañas, en las que el deseo de riquezas le había hecho concebir tanto crímenes. Y finalmente, se hundió en el infierno. Así se condenó Judas; allí es donde le precipitó el deseo de poseer, después de haberlo llevado de crimen en crimen hasta cometer un deicidio, ¡un deicidio! Después de esto, ¿no tenemos también nosotros motivos para tener miedo, si un hombre escogido por el Hijo de Dios, que vivió siempre a su lado, a su mesa, llegó por este vicio al colmo de la abominación?
Este vicio, como los demás, se insinúa insensiblemente. Al comienzo, se trata de poca cosa; sólo unas pequeñas satisfacciones; luego, más libertad. El leoncillo va creciendo. Vienen los pequeños placeres; luego, otros mayores; luego pasa como con Judas; se emplean toda clase de maquinaciones justa e injustamente, como Judas que vendió a su Maestro; y al final aquella víbora se pone tan furiosa que destroza las entrañas del que la alimentó y calentó en su seno.
Hay algunos, dos concretamente, que ya han salido de aquí; fue ese deseo de poseer para poder disfrutar lo que les incitó a salir; no penséis que fue otro el motivo. Pero después de salir, tras haber vivido no sé cómo, Dios lo sabe, han muerto de la forma que voy a deciros, para que veáis mejor la fealdad de este monstruo. Uno, después de haber llevado, ¡Dios mío! ¡qué vida!, ha muerto, pero con una muerte, ¿lo diré? No, vale más que me calle. El otro, al caer enfermo y verse en peligro de muerte, mandó buscar a un sacerdote de la casa. Fue a verlo. Habiéndose confesado antes de morir, le dijo: «Padre, entre tantos pecados como he cometido, y de los que ahora me siento culpable, me siento sumamente atormentado, aparte del remordimiento de haber dejado mi vocación, por haberme llevado al salir 500 libras de la Misión; esto me causa grandes temores. ¡Ay, padre! Ahora me es imposible devolverlas. Tenga piedad de mí. Pídale, por favor, al padre Vicente y conjúrele, en nombre de Dios, indicándole el estado deplorable en que me encuentro, que se compadezca de mi alma y me perdone esa suma, si muero, para que vuelva a verse libre mi alma; si me pongo bien, haré todo lo posible por devolvérsela».
¿Qué es esto? ¡Llevarse una cantidad tan notable, robarla, conservarla por un tiempo tan largo! ¡Mirad cuánta avaricia! ¡Qué monstruo tan espantoso! Yo se las perdoné, lleno de compasión, si es que se las puedo perdonar. Digo esto para que veáis mejor el horror de este crimen y de ese deseo insaciable de riqueza, que lo arruina todo, lo trastorna todo y no perdona ni a las cosas más santas.
A veces discurro dentro de mí mismo si es verdad que la pobreza es tan hermosa, y cuál debe ser la belleza de esa virtud a la que san Francisco llama su esposa. ¡Cómo arrebata su hermosura! Me parece que está dotada de tanta excelencia que, si pudiéramos tener la dicha de verla un poco solamente, nos veríamos prendados de su amor y nunca querríamos separarnos de ella; no la abandonaríamos jamás y la amaríamos por encima de todos los bienes del mundo. ¡Oh, si Dios nos concediese la gracia de correr el velo que nos impide ver tanta belleza! ¡Oh, si retirase, por su gracia todos los velos que el mundo y nuestro amor propio nos ponen ante los ojos! Entonces, padres, quedaríamos embobados ante los encantos de esta virtud, que robó el corazón y los afectos del Hijo de Dios; ésta ha sido la virtud del hijo; él quiso tenerla como suya; fue el primero en enseñarla, quiso ser el maestro de la pobreza. Antes de él nadie sabía lo que era; era desconocida. Dios no quiso enseñárnosla por los profetas; se la reservó para venir él mismo a enseñarla. En la ley antigua, no se la conocía; sólo se estimaban las riquezas; nadie hacia caso de la pobreza, pues no conocían sus méritos.
Ved el Eclesiastés, que era de la ley antigua, en la que no se reconoce la pobreza; su excelencia la hacia reservar para el Hijo de Dios, que tenía que predicárnosla con palabras y ejemplos. ¡Oh Salvador, misericordioso Salvador! Descúbrenos tú mismo con tu gracia la belleza de esta virtud, tan importante que viniste tú mismo a enseñárnosla. Por ella empieza todos sus sermones. En san Mateo la pone como la primera de las bienaventuranzas. Hace de ella como la base de su doctrina y la perfección. A un hombre que había guardado todos los mandamientos de Dios, le dijo: «Si vis perfectus esse, vende omnia quae habes et da pauperibus». Vende todos tus bienes; déjalo todo; no te reserves nada; ahí está la puerta y la entrada de la perfección; la pobreza nos coloca en un estado perfecto, no porque sea ella nuestra perfección, sino porque es una disposición necesaria para llegar a ella, y una condición, un estado, por donde hay que pasar y donde hay que estar para ser perfecto; por el contrario, el deseo de poseer riquezas es un estado que nos abre el camino ancho y espacioso para toda clase de males. Así pues, la pobreza nos coloca en un estado de perfección. Pero veamos cuál es ese estado de pobreza, cuál es esa virtud y en qué consiste: tal es el punto segundo.
¡Ay! Me he detenido demasiado en el primero. El tiempo pasa. Terminaré pronto. Por favor, padres y hermanos míos, soportadme. San Pablo decía: Supportate me, supportate me. Soportadme también a mi un poco esta tarde; un poco de paciencia y enseguida acabo.
Bien, la pobreza es una renuncia voluntaria a todos los bienes de la tierra, por amor a Dios y para servirle mejor y cuidar de nuestra salvación; es una renuncia, un desprendimiento, un abandono, una abnegación. Esa renuncia es exterior e interiorr no solamente exterior. No sólo hay que renunciar externamente a todos los bienes; es preciso que esa renuncia sea interior, que parta del corazón. Junto con los bienes hay que dejar también el apego y el afecto a esos bienes, no tener el más mínimo amor a los bienes perecederos de este mundo. Renunciar externamente a los bienes, conservando el deseo de tenerlos, es no hacer nada, es burlarse y quedarse con lo mejor. Dios pide principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal. ¿De dónde viene que uno que carezca de bienes merezca más que el que teniendo grandes posesiones, renuncia a ellas? De que el que no tiene nada, va con más afecto; y eso es lo que Dios quiere especialmente, como vemos en los apóstoles.
Los actos de esta virtud son innumerables; además de los que acaba de decir nuestro hermano, yo voy a considerar sobre todo tres clases, en relación con la vivienda, el alimento y el vestido. Se puede practicar la santa pobreza en todas estas cosas, contentándose con lo que Dios nos da, así como también se puede pecar en contra de ella, mostrándose descontento, quejándose, murmurando, gruñendo. Pero ¡oh Salvador! ¿qué motivos podemos tener para quejarnos? ¿qué nos falta? ¿quién hay en el mundo que tenga todo lo que aquí tenemos? No sólo tenemos con qué guarecernos del calor y del frío, sino, gracias a Dios, hasta de las menores incomodidades.
Esta casa es bastante amplia y cómoda. Tenemos patios hermosos y un cercado. ¡Dios mío! Los apóstoles, los discípulos de nuestro Señor no tenían todas estas comodidades. ¿Y no careció de ellas el Hijo de Dios? El sufrió, como todos cuantos le han seguido, la desnudez, el frío y el calor, el hambre y la sed. Y nosotros ¿qué sufrimos? Nada; no queremos sufrir, no estamos contentos con esta casa, con estos muebles; queremos habitaciones y sillas tapizadas; queremos hermosos libros y muebles espléndidos. Ese maldito espíritu de tener todo lo que pueda dar contento a la sensualidad no se siente nunca satisfecho.
En lo que toca al alimento, ¿dónde hay mejor pan y mejor vino? ¿dónde una carne mejor? ¿dónde frutas mejores? ¿Qué es lo que falta? ¿Qué hombres del mundo tienen todo esto? ¡Ay! ¡Cuántos hay, y de gente distinguida, que no tienen lo que nosotros! Un consejero del parlamento se sentiría satisfecho. Los gentileshombres no tienen más de ordinario, a no ser los que tienen montería o los que cazan. Sé de obispos que viven y se contentan con una porción como nosotros. ¡Y son obispos! ¡Oh Salvador! ¿qué dirán de nosotros, si no estamos contentos con lo que tenemos? Que queremos vivir aquí más a gusto, más espléndidamente, con más lujo, comiendo mejor que las gentes del mundo. ¡Y sin embargo hemos renunciado a él! ¡Oh Salvador! No sé, gracias a Dios, de nadie que se queje; pero prevengamos el mal, porque puede pasar todo esto; prevengamos el mal; ad praeventionem.
También va contra la santa pobreza no estar contentos con los libros que tenemos; gracias a Dios, tenemos muchos y de muchas clases. También se peca contra esta virtud atribuyéndonos la propiedad, como si tuvieran que servir para nosotros solos; y esto ocurre con frecuencia. Algunos toman y cogen libros, se los apropian. Y este vicio se pega a todos, incluso a los que se creen más virtuosos. Hace solamente dos días que uno de la compañía, ¿lo diré?, el superior de una casa, me lo decía: el padre tal, al marcharse de aquí, se llevó…, ¿lo diré?; no, no conviene que lo diga: el espíritu humano podría empezar a pensar: «¿Quién es el que se marchó? ¿A quién se ha destinado?»; y si refiero todo esto, lo hago solamente para que podáis ver la fealdad de esta maldita avaricia y la hermosura de esta bella virtud, la santa pobreza.
Hay además otros actos, los que nuestro hermano acaba de decir, y otros muchos que vamos a dejar.
Bien, padres y hermanos míos, examinémonos ahora; que cada uno se enfrente con su conciencia. Veamos: ¿siento yo apego a esto o a aquello? Si así es, si nos sentimos culpables, quitemos, quitemos ese maligno espíritu, este diablo, de entre nosotros. Si nuestra conciencia no nos remuerde en esto, bien, in nomine Domini! ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios! Y termino. Un poco de paciencia para ver algunos medios.
Nuestro hermano ha indicado el medio principal: pedírselo muchas veces a Dios, rogarle que nos dé ese espíritu, que es propio suyo y que comunica a sus hijos; hacer frecuentemente la oración sobre esto, ya que la pobreza es un don de Dios, un gran regalo de Dios.
Otro medio es tomar afecto a la pobreza por todos los caminos imaginables. Hemos dado palabra de ello al superior; se lo hemos prometido a Dios; no podemos hacer nada sin la pobreza. No, padres; no, hermanos; un misionero no será nunca misionero sin la virtud de la pobreza. Nadie puede durar aquí sin esta virtud. Considerad frecuentemente su belleza: es la predilecta de Dios, la virtud propia de su Hijo, de su madre y de sus amigos. Este horror, este espíritu de libertinaje y este deseo de tener riquezas, opuesto a ella, que nos hace abandonar el lugar en donde Dios nos ha colocado, nos hace salir de nuestra vocación; pues, esas personas que nos dejan, ¿qué es lo que pretenden? Sin duda, situarse en un estado más perfecto: quieren tener riquezas para servir mejor a Dios en el mundo. Estarán en una condición más santa; vivirán más perfectamente en el mundo, porque el mundo es un estado más perfecto. Como veis, ésta es su pretensión. O lo que quieren más bien es buscar su satisfacción, darse gusto, vivir la buena vida, comer bien. Necesariamente tiene que tratarse de una de las dos cosas; no hay punto medio; si salen, es porque estarán en un estado más perfecto en el mundo, o porque gozarán allí de más libertad.
El mundo es un estado más perfecto: es la santidad misma; se vive allí mejor que en el retiro… ¡Ay, padres! ¿verdad que es una broma? La verdad es que lo único que buscan es el libertinaje y vivir su vida; por eso, sin duda alguna, por eso se salen. Acordaos de ello. Por eso han salido algunos. En esto podemos ver cuán detestable es este deseo de tener riquezas y cuán amable es la santa pobreza, que nos pone y nos conserva en un estado de perfección al que no podríamos llegar sin su ayuda. El que quiera seguir al Hijo de Dios necesita ser perfecto: necesita abandonarlo todo. Vade, vende omnia quae habes et da pauperibus. Esa es la primera de las bienaventuranzas; es toda la herencia que el Hijo de Dios ha dejado en este mundo a sus queridos hijos.
El tercer medio, que es excelente y de gran provecho, es hacer con frecuencia actos de esta virtud, como ha dicho nuestro hermano. Siempre y en cualquier ocasión podremos hacerlos. Esos actos deben ser tanto exteriores como interiores, al menos uno cada día, un acto cada día. Si, Dios mío, yo renuncio de buena gana a todos los bienes del mundo; no quiero tener nada; veo bien que esto me falte, ya que es esa tu voluntad. Por eso renuncio de todo corazón a todos los bienes que hubiera podido tener en el mundo, por amor hacia ti, Salvador mío, no ya por amor a mis parientes; pues dejarlos por amor a los parientes es amar a los parientes, no a Dios; pero hacerlo por amor a Dios es amar a Dios. Y hay que renunciar a lo que se posee por amor a Dios, por Dios, por Dios, no por enriquecer a los parientes. Los que sientan más devoción y tengan el espíritu más fuerte, podrán hacer dos actos de pobreza cada día, y hasta tres, para empaparse el alma en ese espíritu de la santa pobreza, del que nos vienen toda clase de bienes, y por el que subimos a la más alta perfección.
Bien, ¡bendito sea Dios! Bastará con estos medios, junto con los que habéis pensado vosotros, ya que no hay tiempo para que habléis todos y nos hemos alargado demasiado. Padres y hermanos míos, le pediremos todos juntos a Dios este espíritu de pobreza; os ruego, padres y hermanos míos, y os conjuro por la pobreza del Hijo de Dios, por las entrañas misericordiosas de Jesucristo, por todo lo que os es querido, que no dejéis pasar ningún día sin hacer algún acto de santa pobreza, de no murmurar y estar contentos con lo que Dios nos ha dado. ¡Qué felicidad sufrir algo por la santa pobreza, teniendo una vivienda pobre, padeciendo alguna molestia en la misión, aquí o en otras partes! ¡Cuántos hombres en el mundo no tienen donde cobijarse! ¡Ni siquiera el Hijo de Dios! Vulpes foveas habent et volucres caeli nidos, Filius autem hominis non habet ubi caput reclinet. También les ruego y recomiendo todo cuanto puedo a los que cuidan de la pobreza, que atiendan a las necesidades de los demás y no dejen que les falte nada, preguntándole a cada uno todas las semanas una vez y mejor dos que una, con todo interés, si necesitan algo y atenderlos; y os ruego a todos que se lo digáis. El encargado de atender a los padres, que ponga mucho interés; a los encargados de los hermanos y de los seminaristas, en una palabra, a todos los que tienen esta ocupación, les recomiendo que sean muy diligentes y cumplidores en esto. Pero sin preocuparnos ninguno demasiado, como las gentes del mundo, de qué tendremos o dejaremos de tener; vivamos sin preocupaciones, pensando sólo en nuestra salvación y en servir a Dios. ¡Qué dicha vernos libres de esos cuidados importunos, viviendo en la santa pobreza en la que Dios es nuestro proveedor! Amemos esta hermosa virtud y pidámosela muchas veces a Dios.
Sí, Señor mío, Salvador misericordioso, te suplicamos humildemente que nos des la gracia de practicar durante toda nuestra vida esa santa virtud, tan propia tuya, que has venido a enseñárnosla tú mismo; te rogamos, por tus entrañas misericordiosas, que nos des ese espíritu y nos hagas participar del gran amor que tú tienes a esta virtud.
Ruego a los sacerdotes que celebren por esta intención, y a los hermanos que ofrezcan su comunión la próxima vez, para que Dios, por su santa misericordia, derrame este espíritu sobre nosotros y sobre todas las órdenes que tienen necesidad de ella. Esperemos esta gracia de su bondad. ¡Bendito sea Dios!