Vicente de Paúl, Conferencia 054: Sobre la fidelidad a Dios

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(03.06.53)

Mis queridas hermanas, el tema de esta conferencia es sobre la fidelidad que debemos a Dios durante toda nuestra vida. Este tema lo vamos a dividir en tres puntos: las razones que tenemos para ser fieles a Dios; lo que significa ser fiel a Dios durante toda la vida; los medios para adquirir y conservar siempre esta fidelidad a Dios. Sin esa fidelidad, no somos más que unos pobres miserables, malvados e ingratos para con Dios.

Así pues, el primer punto es sobre las razones que tenemos para ser fieles a Dios. ¿Está aquí sor Genoveva (1)? Hermana, ¿qué razones tenemos para ser fieles a Dios?

He encontrado varias, padre; la primera es que Dios, que nos ha concedido la gracia de ser cristianas, de llamarnos a su servicio y de conservarnos en él, nos reservaría un gran castigo, si le fuésemos infieles. Otra razón es que, por esta fidelidad a Dios, le damos gloria.

– ¡Dios la bendiga, hija mía! ¡Dios la bendiga!

Sor Juana, ¿qué razones tenemos para ser fieles a Dios?

– Me parece, padre, que, como Dios es tan bueno, hemos de serle fieles, para agradecerle las gracias que nos ha concedido, al llamarnos a su servicio. Podemos demostrarle esta fidelidad guardando con toda exactitud nuestras reglas.

– ¿Oís lo que dice esta hermana, hermanas mías? Creo que será bueno empezar desde hoy a hablar alto. Os advierto de una cosa en la que con frecuencia falto yo mismo. ¿No es verdad, hijas mías, que a veces no me oís bien lo que os digo?

Una hermana respondió:

Perdone, padre, pero le oímos bien.

– Si tenemos deseos de que nuestras hermanas oigan lo que decimos, tenemos que hablar alto; si tenemos caridad con nuestras hermanas, nos gustará que oigan nuestros pensamientos; hablando bajo, les privaríamos de los bienes que Dios nos ha concedido.

Usted, hermana, díganos qué razones nos obligan a ser fieles a Dios.

– Padre; la razón es que Dios es bueno y es nuestro padre y sigue siempre haciéndonos el bien, lo mismo que hace un buen padre con el hijo al que quiere con tanto cariño. Por su parte, ese hijo está obligado a amar a un padre que es tan bueno, y sería un desgraciado si no lo hiciese.

– ¡Dios la bendiga, hija mía! Nuestra hermana dice que hay que ser fieles a Dios, un Dios que es tan bueno y que sigue siempre haciéndonos bien. Hermanas mías, seríamos muy desgraciados, verdaderamente, si no le fuéramos fieles.

Otra razón es que Dios es nuestro padre, pero de una manera especialísima; sí, Dios es el padre de las Hijas de la Caridad de una manera especial, de forma que ellas no tienen que aspirar ni respirar más que para darle gusto. Una Hija de la Caridad es un árbol que él ha plantado y que no tiene que producir frutos más que para Dios.

¡Qué hermoso es todo esto, hermanas mías! Una esposa se preocupa mucho de dar gusto a su marido. Todo lo que hace, busca este fin. Si trabaja por ganar alguna cosa, es para su marido. De esta forma, hijas mías, todo lo que habéis de pretender en cuanto hagáis es agradar a vuestro Esposo. Fijaos en una pobre muchacha que está sirviendo en una aldea y en todo el trabajo y el esfuerzo que realiza por servir a su amo. No pretende más recompensa que su sueldo; y para ello procura ganarse la confianza de su amo o de su ama. Una Hija de la Caridad no es lo mismo: no tiene que desear más recompensa por todos sus trabajos, tanto exteriores como interiores, que agradar solamente a Dios, que es como el fin por el que sufre todas sus penas.

Bien, hija mía; siéntese usted; ¡que Dios la bendiga! Usted, hija mía levántese. ¿Qué es la fidelidad?

– Es la perseverancia.

– Bien dicho, hija mía. Esta hermana ha dicho una cosa muy cierta: ser fiel es perseverar en el servicio de Dios hasta el fin; porque, sin la perseverancia, todo está perdido. Podéis verlo, hermanas mías, en una persona que ha servido a Dios durante uno o dos anos; si no persevera ¿de qué le sirve? Para nada; lo mismo que tampoco le serviría a una Hija de la Caridad haber pasado diez anos, o quince, o veinte, si queréis, si luego se cansa y no persevera. ¿De qué le aprovecha todo lo que ha hecho sino para una mayor condenación? No soy yo quien lo digo, sino san Jerónimo: Nosotros, los cristianos, hacemos poco caso de una persona que se entrega a Dios al principio, si luego no continúa+. La razón es que se encuentra uno con muchos que empezaron bien y acabaron mal, como pasó con Judas, que tuvo tan buenos comienzos al principio de su apostolado y luego un final tan desastroso. Mereció ser escogido entre los demás apóstoles para dirigir los gastos de la familia de su Maestro; perseveró algún tiempo, e incluso se cree que realizó milagros; y después de todo esto, unos días antes de morir nuestro Señor, fue tan desgraciado que vendió a su buen Maestro por unas cuantas monedas. Por ese motivo, en castigo de su infidelidad, Dios permitió que se ahorcase y que reventase (2). Sin embargo, había comenzado bien. San Pablo, sin embargo, empezó mal, porque no era solamente malo en su interior, sino que iba como un león rugiente, persiguiendo a los siervos de Dios, y les tenía tanto odio que quería exterminarlos a todos, si hubiera podido, como se nos refiere en los Hechos de los apóstoles. Creía que hacía un servicio a Dios al cometer tales acciones. Pero a pesar de todo, fue un gran siervo de Dios. Aunque empezó mal, terminó bien. Por consiguiente, nuestra hermana ha tenido razón al decir que hay que perseverar y que, sin eso, nada nos aprovecharía el haber comenzado.

Pues bien, hermanas mías, me parece que no conviene preguntar más, por miedo a molestar a la señorita Le Gras, que se encuentra algo indispuesta. Os diré unos cuantos pensamientos que se me han ocurrido sobre este tema, y luego, si queda tiempo, preguntaré a otras.

Señorita, ¿quiere decirnos sus pensamientos?

– Padre, entre las diversas razones que tenemos para ser fieles a Dios durante todas nuestras vida, la primera es el ejemplo que su bondad nos ha dado en muchas ocasiones. Lo más importante fue la ejecución de la promesa que hizo al hombre, después del pecado, de darle a su Hijo para redimirlo. No faltó a su palabra, aunque luego la multiplicación de los pecados de los hombres hubiera debido provocar su cólera para retirarles su misericordia. Así pues, para agradecer esta gracia, tenemos que ser fieles a Dios durante toda nuestra vida.

La segunda razón es el aviso que nos dio por su boca el mismo Dios en la tierra, cuando nos prometió recompensa abundante a los que sean fieles en lo poco (4).

La tercera razón es que, si no somos fieles a Dios durante toda nuestra vida, llevaremos eternamente el sello de la ingratitud, que hemos de temer mucho, ya que esta ingratitud es el colmo de todas las infidelidades a Dios, y los hombres son muy merecedores del oprobio cuando alguno de ellos lleva esta señal.

La cuarta razón que tenemos para ser fieles a Dios durante toda nuestra vida es el amor que su bondad nos demuestra continuamente en la dirección de su divina Providencia.

Podemos ser fieles a Dios en muchas ocasiones. En primer lugar, estando atentas para reconocer las gracias que su bondad nos concede casi a cada momento, y para estimarlas, recibiéndolas con gratitud por su grandeza y con el pensamiento o sentimiento de nuestra bajeza e indignidad. En segundo lugar, pensar en el motivo de por qué nos concede Dios esas gracias. No puede ser más que para manifestar su gloria y que nos unamos a él, que es nuestro último fin; esto tiene que elevarnos el corazón hasta su amor por encima de cualquier otra cosa. Y la perfecta fidelidad a Dios consiste en utilizar bien las gracias que nos concede, y amar su santísima voluntad, aunque a veces la nuestra sienta alguna repugnancia en lo que se trata de ejecutar.

Como medios para adquirir la fidelidad que debemos a Dios, he pensado que tenía que acordarme muchas veces de la necesidad que tengo de ella, y en la impotencia para adquirirla por mí misma, y pedírselo muchas veces a Dios, rogando a mi ángel de la guarda que me ayude a reconocer todas las ocasiones que Dios me dé para serle fiel, grandes y pequeñas, estimándolas de la misma forma, ya que todas se refieren al deseo que Dios tiene de salvarme para que le pueda glorificar.

Otro medio consiste en utilizar bien todo lo que venga, sea agradable o desagradable, pensando que los buenos negociantes del siglo se aprovechan de todo lo que puede aumentar sus riquezas temporales, y que el cristiano debe tener ese mismo cuidado de aprovechar todas las ocasiones que pueda para aumentar las gracias del amor de Dios por toda la eternidad. Estos pensamientos me llenan de confusión, ya que durante toda mi vida he resistido a la práctica de estos verdaderos deberes y he hecho, por mi mal ejemplo, que las demás actúen quizás del mismo modo.

– Muy bien, ¡Que Dios la bendiga, señorita! Voy a leeros lo que dice una nota de una hermana, que ha puesto por escrito sus ideas:

Padre, la primera razón que se me ocurre es que la infidelidad, es un pecado muy grande delante de Dios. La segunda es que, por nuestra infidelidad nos hacemos indignas de las demás gracias que Dios querría concedernos después de haber abusado de las primeras. La tercera razón es que la fidelidad corona la obra de nuestras acciones, lo mismo que la perseverancia (5).

La fidelidad consiste en ser exactas en cumplir lo que le hemos prometido a Dios y aceptar todo lo que él desea de nosotras en nuestra vocación, especialmente en nuestro cargo.

Los medios para adquirir esta fidelidad son: apreciar mucho las gracias de Dios, darle gracias muchas veces, pedirle insistentemente todos los días la gracia de ser fieles hasta la muerte, creer que es importante serlo incluso en las cosas más pequeñas, a fin de disponerse de este modo a serlo en las mayores. Es lo que he pedido a Dios, reconociendo que tengo mucha necesidad de ello.

– Padre, dijo otra hermana, la primera razón que nos obliga a ser fieles a Dios es su gran bondad con nosotras. La segunda es nuestro propio interés, ya que, si pretendemos participar de los méritos de Jesucristo, es necesario, con necesidad absoluta, ser fieles a Dios hasta morir.

He pensado que ser fiel a Dios es mantener las promesas que le hemos hecho. Su bondad nos excita mansamente a esa fidelidad tanto en la práctica de nuestras reglas como en las ocasiones que se presentan, a pesar de todos los sinsabores y sequedades que con frecuencia acaecen en su servicio.

Me parece que el medio de adquirir y de conservar siempre la fidelidad a Dios es esperarla solamente de él y pedírsela muchas veces. Otro medio es no buscar nunca las propias satisfacciones en las cosas que nos manda hacer la divina Providencia, ya que, si llegasen a faltar esos consuelos, cambiaríamos también de ánimos y de fidelidad.

– ¡Dios os bendiga, queridas hermanas! A todos vuestros pensamientos voy a añadir los que Dios me ha dado, a pesar de mi ruindad y de mi miseria.

La primera razón que tenemos para entregarnos a Dios, de verdad, para serle fieles, es que os habéis entregado vosotras mismas a él en la Compañía con la intención de vivir y morir en ella; y cuando entrasteis, así lo habéis prometido; algunas de vosotras incluso lo han prometido solemnemente.

La segunda razón es que las personas que son fieles en lo poco reciben de Dios la recompensa debida a su fidelidad. No hablo ya de las acciones grandes y heroicas; no, no quiero hablar de ésas, hermanas mías; no hablo de la fidelidad en esas cosas grandes, sino que me refiero a las que son fieles en las cosas pequeñas y en las acciones más vulgares que pertenecen a la observancia de su regla. A esas personas nuestro Señor les ha hecho grandes promesas: «A los que sean rieles en lo poco los pondré sobre lo mucho» (6); «Tú me has sido fiel en las cosas pequeñas, yo te pondré sobre las grandes» (7). ¡Qué felicidad, mis queridas hermanas, para la Hija de la Caridad que escuche estas palabras! ¡Oh Señor! ¿Qué haréis con una hermana que no deja pasar la regla más pequeña y que no quiere omitir nada de lo que se le ordena? Oíd lo que se les ha dicho a esas personas: «Habéis sido exactas en lo poco; os voy a dar la recompensa de lo mucho». Entonces, mis queridas hermanas, ser fiel en lo poco es decirlo todo. A las hermanas que obran así ¿qué es lo que les promete el Señor ya en este mundo? Les dice: no os quedaréis allí. No, hermanas mías, no las dejará en ese estado, sino que las hará subir más arriba, yendo de virtud en virtud. Si estáis a seis grados de mérito, os dará mucho más. ¡Dios mío! ¡Aumentaréis así vuestras gracias tan abundantemente por un poco de fidelidad en vuestro servicio! Es el Espíritu Santo el que dice, en la Sagrada Escritura, que no dejará a esas hermanas en ese estado, sino que las hará subir más arriba, esto es, las haré adquirir una gran perfección. ¡Jesús! Hermanas mías, esto nos tiene que entusiasmar y animar a una gran fidelidad en todos nuestros ejercicios. Una hermana es fiel en levantarse al sonido de la campana para acudir a la capilla; llega allí solamente un poco antes que las demás, pero a Dios le agrada esto. ¿Por qué? Porque ha sido fiel en una cosa pequeña. No es nada, me diréis. No importa: ha sido fiel en lo poco. ¡Qué gran consuelo esto para vosotras, mis queridas hermanas!

Nuestras bienaventuradas hermanas que ya han muerto reciben ahora la recompensa de su fidelidad. Hermanas mías, cuando oigo leer en nuestra casa la vida de los santos, me digo a mí mismo: ¡eso es lo que nuestras hermanas han hecho! Creo que, si hicieron tanto bien, fue por la fidelidad que guardaron con Dios en las cosas más pequeñas.

Después de todas estas razones, lo último que voy a deciros, aunque podríamos seguir mucho tiempo, es, queridas hermanas, que se les ha prometido la corona de gloria en los cielos a todos los que sean fieles a Dios. Sí, hermanas mías, se os ha prometido a todas vosotras; hermanas mías, se le ha prometido al padre Portail, a la señorita Le Gras, a mí, y finalmente a todos los que sean fieles. ¡Qué consuelo para todas, hermanas mías! Pero si hubiese alguna de vosotras que volviese la espalda a Dios y no tuviese esta fidelidad, esa corona no sería para ella. Tened miedo, por consiguiente, hijas mías, de perder este tesoro y esforzaos en haceros fieles a Dios en todas las cosas sin excepción, desde las más pequeñas hasta las más grandes.

Pero, padre, me diréis, yo he perseverado ya diez años en el servicio de Dios; hace ya mucho tiempo que trabajo por él; ¿es preciso que sea fiel hasta el final para obtener la recompensa? Sí, hermanas mías, hay que perseverar, y si no, lo perderéis todo por vuestra culpa. Si os encontráis con un solo pecado mortal en la hora de vuestra muerte, todo se ha perdido, todas las buenas obras que habéis hecho sirviendo a los enfermos, las virtudes que habéis practicado durante toda vuestra vida, todo se ha perdido para vosotras, mis queridas hermanas.

Decidme; suponeos una mujer que hubiera sido fiel a su esposo durante muchos años y que al final se abandonase y diese al traste con su honor; ¿se dirá de ella que es fiel? Ni mucho menos. ¿Y cómo la tratará su marido? La repudiará como infiel.

Pues bien, mis queridas hermanas, tenéis la dicha de ser esposas de nuestro Señor; si os aconteciese la desdicha de fallarle, no ya en vuestro cuerpo – no es eso lo que quiero decir -, sino en vuestras voluntades, ¿qué diría a sus siervas, él que es tan bueno y que desea que lo quieran como esposo? «Yo soy un Dios celoso», dice por boca del profeta. Sí, hijas mías, Dios tiene celos del amor de sus criaturas, a las que ha creado para que lo amen. «Yo soy un Dios celoso, dice (8), y castigo hasta la cuarta generación a los que me ofenden, negándome el amor que me deben; por el contrario, bendigo a los que me son fieles hasta la centésima generación». Una hermana que no piensa en la fidelidad que debe a Dios, empieza por descuidar unas veces una cosa, otras otra, luego se deja llevar un poco más abajo; piensa que otra vez lo hará, que no tiene importancia, y finalmente poco a poco cae en la negligencia.

Pero, padre, me diréis, si resulta que al cabo de cinco o seis años cometo una falta, entonces soy infiel, y no tengo amor a mi vocación ni fervor en mis ejercicios, no me impresiona nada, no me enmiendo de mis faltas y vuelvo a caer siempre en las mismas; entonces estoy perdida, porque no tengo fidelidad. No, mis queridas hermanas: mientras una hermana tiene ganas de corregirse y trabaja con todo su esfuerzo por conseguirlo, aunque a veces caiga herida, no por eso es infiel. Pero hablo de las que sólo caen por debilidad; porque, las que caen por malicia o por mala voluntad, ya es otra cosa.

Pero, dirá esa hermana, yo había observado la regla durante mucho tiempo, me esmeraba en los ejercicios más pequeños, y actualmente todo se ha enfriado. ¿Es fiel esa hermana? Sí, hermanas mías; cuando se levanta después de haber caído, es fiel, a pesar de estas caídas.

Pero, padre, me dirá otra, le confieso que durante un año entero, o durante seis meses por lo menos, yo iba de buen grado a servir a los pobres, y les decía cosas muy bonitas, y sentía mucha satisfacción al escuchar las lecturas espirituales, hablando y oyendo hablar de Dios, y todo me parecía fácil. Pero las cosas han cambiado mucho, pues todo esto me falta ahora; ya no tengo fervor; las cosas las hago solamente por costumbre; no me impresionan las lecturas ni las conferencias; si voy a servir a los pobres, es solamente porque hay que ir; si me mandan alguna cosa, lo hago solamente por obedecer; si hay que comulgar, comulgo porque lo manda la regla, pero sin sentir gusto alguno. Hace tiempo daba buen ejemplo; pero desde hace un año lo hago todo con desgana y me cuesta tanto la obediencia y los demás ejercicios, que da pena verme. Cuando me mandan hacer alguna cosa, me gustaría más irme de paseo. Por consiguiente, soy infiel. Ya no sirvo a Dios de buena gana en mi vocación. Más vale que me vaya antes de engañar de este modo a Dios y al mundo.

Todo eso es lo que sugiere la tentación. Pero no; no, mis queridas hermanas; no por eso sois infieles. Es preciso que sepáis que a nuestro Señor le gusta llevarnos por esos caminos, después de habernos robustecido en su servicio. Al comienzo Dios les da ordinariamente a las almas que él llama, grandes gustos y consolaciones, y luego permite que quedemos privados de ellos e incluso que caigamos a veces en un desánimo tan grande que nos disgusta todo lo que nos dicen o nos hacen; y no sentimos satisfacción en nada, ni en la oración, ni en la comunión, ni en nada del mundo, ni siquiera en la conversación. Así pues, al comienzo Dios nos da grandes consuelos, pero luego, todo lo contrario. Advertidlo bien, hermanas mías. Se trata de una hermana que siente gran sequedad; no tiene gusto en nada; todo le hastía. ¿Acaso en ella es menos buena la obra porque la hace sin consuelo y con repugnancia? No, hermanas mías, todo lo contrario; es mucho mejor, porque la hace puramente por Dios. Dios os ha dado leche, al principio, como se da a los niños, porque se dice en san Pablo: «Os di antes leche, pero ahora os daré comida más sólida» (9). Dios os la ha dado otras veces, mis queridas hermanas, mientras que erais niñas, esto es, débiles en su amor; porque a los niños se les da leche y otros alimentos según la debilidad de su edad; pero, cuando se hacen mayores, se les da pan duro. San Pablo, al comienzo de su conversión, tenía grandes consuelos, y luego tentaciones. ¿Y acaso por eso lo abandonaba todo y dejaba sus afanes? No. ¿Acaso tenía menos fidelidad por causa de esas tentaciones? No. Mis queridas hermanas, aunque estéis continuamente en sequedad y tentación, con tal que no dejéis de hacer aquello a lo que estáis obligadas, sabed que sois fieles; sí, aunque lo hagáis sin sentimiento alguno, como un animal, si así lo queréis, aunque todo le repugne a vuestra naturaleza y caiga en faltas continua pesar de todo lo hacéis y os levantáis, es que sois fieles.

Y nuestro Señor, cuando estaba en la cruz, ¿no se encontraba en medio de una gran desolación? ¿No sufría su naturaleza muchas penas por la repugnancia que sentía ante la muerte? Aunque supiese perfectamente que era por la salvación de los hombres y por la gloria de Dios su Padre, sin embargo, estaba lleno de dolores y trabajado por penas interiores, hasta exclamar: «¡Padre mío, Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?» (10). Pues bien, hermanas mías, ¿no veis por este ejemplo que esta disposición tan penosa no impide que uno sea agradable a Dios, ya que nuestro Señor no dejó de ser fiel a Dios su Padre? ¿No realizó en esos momentos tan dolorosos la obra admirable de la redención de los hombres? Consolaos, pues, mis queridas hermanas, cuando sintáis esas penas, ya que así, por ser Hijas de la Caridad, tenéis la manera de imitar a nuestro Señor, vuestro Esposo, que ha sufrido tanto, y no creáis que sois infieles por tener tentaciones. Consolaos incluso aunque caigáis con frecuencia. Si os humilláis en vuestras caídas, no sois infieles. Con tal que os esforcéis en corregiros y perseveréis y no abandonéis vuestra vocación, no tenéis nada que temer. Pero una hermana que abandona su vocación, que desprecia sus reglas y quiere seguir sus caprichos y darse gusto, ¡esa sí que es infiel! Pero, la que, a pesar de todos sus sinsabores, hace lo que puede, esa es fiel. Y aunque os parezca hijas mías, que sois malas Hijas de la Caridad, y que no hacéis nada que valga la pena, no os vayáis, aunque a veces se os ocurra pensar que deberíais marchar a otra parte, porque durante esos disgustos y tentaciones podría veniros el deseo de ir a alguna otra casa; pero eso sería un engaño del diablo y una tentación muy clara.

Un día fui a ver a un gran señor que se había entregado a Dios en el sacerdocio. Lo encontré rezando su oficio y le pregunté: «Señor, ¿empezáis a saborear un poco la felicidad que hay en el servicio de Dios?». El me respondió: «Le aseguro, padre, que no siento ningún consuelo. Rezo el oficio todos los días, hago oración y cumplo con todos mis ejercicios sin satisfacción alguna. Pero no querría otra cosa, si Dios lo quiere. No importa que tenga que ir hacia Dios con sequedad o con entusiasmo, con tal que vaya siempre con fidelidad».

Fijaos, hermanas mías, acordaos siempre de este ejemplo, que es tan hermoso y de un gran señor, que todavía vive. Ved en él, mis queridas hijas, cómo trata Dios a sus servidores de diversas maneras. Al comienzo, les da muchos consuelos, por lo menos a algunos; pero luego permite, para su mayor bien, que se vean combatidos por graves tentaciones. Otras veces los hace caminar sobre espinas. Así pues, hermanas mías seréis fieles mientras tengáis voluntad y decisión para levantaros de vuestras caídas.

Estas son las razones que tenéis para ser fieles a Dios, y estas son las respuestas a las objeciones que podría presentar la naturaleza. Pues bien, entregémonos a Dios de forma que sigamos siendo fieles a él durante toda nuestra vida.

Pasemos ahora al segundo punto de nuestra conferencia, que es en qué consiste esta fidelidad. Lo veréis en la comparación con un amo que tiene un criado. Un día le dice: «Vete a hacer tal cosa; pero, fíjate, hazlo de este modo». Y aquel criado no sólo hace lo que se le ha mandado, sino que lo hace de la manera como le dijo el amo, aunque él no lo vea y aunque no sepa si se lo va a pagar. De ese criado podemos decir que es fiel. Si hace lo que le ha mandado su amo, pero no de la forma que le indicó, obra según su gusto y fantasía; ese criado no es fiel. Recibe una reprimenda de su amo; pero si no le parece bien, si la mosca le pica en la oreja y deja a su amo, entonces es un criado malo e infiel, y nadie debe extrañarse de que el amo no le dé ninguna recompensa, porque lo ha abandonado.

Por esta comparación podéis ver que el que no persevera hasta el final no recibe la recompensa. Hermanas mías, tenéis la dicha de ser siervas de Dios, habéis dejado a vuestros padres, vuestros bienes, y todo esto por Dios, para ser buenas servidoras de Dios; porque si hay alguna servidora suya en la iglesia sois vosotras. Os ha llamado a una forma de vivir en la que os ha ordenado estas cosas y éstas, y quiere que las hagáis de la forma que os ha mandado. Las hacéis con la dulzura del consuelo; pero llega la tentación, y lo dejáis todo. ¡Qué infidelidad! Pues bien, aquellas de vosotras que hacen lo que está en las reglas y no se contentan con hacer lo que el amo ordena, sino que lo hacen como Dios se lo manda y con el espíritu debido, esas hermanas son fieles, no lo dudéis. Pero hay otras que lo dejan todo con la tentación y creen que lo harán mejor en otro sitio. Si a alguna se le ocurren pensamientos de religión o de matrimonio y se detiene allí, pase por una vez; si, al volver estos mismos pensamientos, se entretiene en ellos como antes, entonces mis queridas hermanas, tened miedo por ella. Luego se marchará a contar a otras sus penas; ¿a quién?, no a su superiora, ni mucho menos al director, sino a la que sepa que está descontenta y que tiene su mismo espíritu; a esa se dirigirá para indicarle sus sentimientos, para quejarse, si ha recibido algún disgusto, de su superiora o de sus hermanas, y la otra, que ya tiene el espíritu mal dispuesto le dirá: «¿Pero es posible, hermana mía, que la traten de ese modo? ¡No es posible que lo pueda usted soportar! Es preferible que se salga antes de que la maltraten de esa forma. En otra parte podríamos salvarnos, pero aquí nos condenamos». Eso es lo que le dirá la hermana a la que se ha confiado; porque estad seguras de que no dirá sus penas a la superiora o a las demás hermanas que sabe que son virtuosas; no, ¡se guardará muy bien de ello! No veréis nunca a una hermana cansada de su vocación acudir a una compañera constante y firme; no podrían entenderse las dos.

Una hermana que sufre todas sus penas sin quejarse y sin hablar de ellas, a no ser con la superiora, y que no deja de hacer todo lo que debe, aunque no sienta ningún gusto en ello y la tiente el diablo, esa es fiel. He aquí en qué consiste la fidelidad: en hacer lo que Dios manda y en hacerlo de la manera que lo manda, sin comunicar las penas ni a las hermanas, ni a las personas de fuera; porque no debéis hacerlo. De forma, hijas mías, que, mientras observéis las reglas de la casa, podéis estar bien seguras de que sois fieles.

Las que actúan de manera muy distinta de como se ordena en las reglas y de como les manda la superiora, ésas no son fieles; están en la Compañía sólo corporalmente, pero no en espíritu. Por tanto, no se trata únicamente de obrar bien; además, hay que hacer las cosas como se ha ordenado. Las que perseveren hasta el fin con esta fidelidad, ¡qué felices serán!

Esas pobres hermanas que están en Polonia tienen mucha necesidad de esta fidelidad y de pensar que ha sido Dios el que las ha llamado. Allí están, en un país extranjero, llevadas por la Providencia. ¿Qué es lo que Dios espera de ellas, sino que sean apóstoles de Polonia? ¿Y qué gracias les habrá concedido Dios a esas hermanas, a las que ha destinado al servicio de los pobre de todo un reino? Lo vais a ver.

A una de ellas (11) le ha dado la fuerza de resistir a una tentación que le vino, y eso por haber sido fiel. Le propusieron que se fuera con la reina, que quería emplearla en cargo que no la apartaría del servicio a los pobres, pero que le permitiría tratar con Su Majestad más de lo que ellas hacen de ordinario. Y Dios quiso en esa ocasión dar a una Hija de la Caridad la fuerza de negarse a los gustos de una reina (12). ¿Sabéis cómo? Por sus lágrimas, hermanas mías, por sus lágrimas. Cuando la reina vio que lloraba, le dijo: «Pero, hermana, ¿es que no me quiere servir?». «Perdonadme, Majestad, pero nos hemos entregado a los pobres», demostrando con esas pocas palabras que no había nada que amasen tanto como la pobreza de una Hija de la Caridad; y de ese modo esta hermana dio a conocer la grandeza del servicio a los pobres. Hijas mías, ¡qué gracia les ha concedido Dios a todas al haber visto este ejemplo, que no se ve todos los días! Y conozco otras muchas gracias, más de ]as que os podríais imaginar. ¡Bendito sea Dios por todas ellas!

Pasemos al tercer punto, que es sobre los medios para adquirir y conservar siempre la fidelidad que debemos a Dios. En primer lugar es menester, como ha indicado la señorita, pedir a Dios muchas veces esa gracia y agradecerle sus beneficios. Job, al hablar de esta fidelidad, dice que hemos de agradecer a Dios el habernos hecho criaturas racionales. Y no solamente esto, sino que nos conserva cada momento en nuestro ser, después de que nos lo ha dado. Y podéis decir, hermanas mías: «Dios es el que me ha hecho y el que, en cada momento, me conserva. Hubiera podido hacer de mi una bestia, una loca o con alguna deformidad; sin embargo, por su bondad, me ha hecho lo que soy, capaz de merecer poseerle algún día en el paraíso, como espero hacerlo por su gracia. Precisamente por eso, cuando menos lo pensaba, vino a buscarme y a llevarme a él para ser su esposa y para servirle en la Compañía de Hijas de la Caridad».

Además, Dios ha muerto por nosotros, y por su muerte nos ha dado su sangre, que ha derramado por amor, y su gloria, que nos ha prometido para la eternidad. ¡Ay, hermanas mías! Aunque no hubiera más razón que la de pensar: «Dios ha muerto por nosotros», esto bastaría para obligarnos a ser fieles. Pero hay más, ya que Dios nos va tejiendo más coronas cada día; sí, mis queridas hermanas, podemos esperar más coronas.

El segundo medio consiste en hacer todo lo contrario de las que se malean mutuamente con sus charlas y son tan cobardes que hacen caso de sus tentaciones. Pues, ¿qué es lo que hace una hermana que no debe perseverar? Ya os lo dije. Apenas se presenta la tentación, se pone a escucharla y a pensar: «Quizás estaría mejor en tal religión o en tal situación; tendría el espíritu más tranquilo». Da vueltas en su espíritu a estos pensamientos; y luego, si sabe que hay alguna hermana mal dispuesta y con su mismo humor, se acerca a ella para contarle la causa de su descontento. La otra le contestará: «Hermana, tiene razón. ¡Que tenga usted que hacer eso! Es imposible seguir siempre así; será mejor que nos vayamos a otro sitio, a alguna religión o al matrimonio; probablemente nos salvaremos allí mejor que estando siempre aquí con el espíritu intranquilo. El matrimonio es una cosa santa: la Virgen también se casó; ¿qué mal hay en ello?» Si le horroriza el pensamiento de casarse y vuelve el de la religión, irá a buscar a un religioso conocido y le dirá: «Padre, soy Hija de la Caridad, hace tiempo que tengo esta pena y esta; me maltratan continuamente; ya no puedo resistir; le ruego que me aconseje si me puedo retirar para entrar en alguna religión». Aquel padre, que no os conoce, ni sabe lo que es vuestra vocación ni el bien que hacéis sirviendo a los miembros de Jesucristo en la Compañía, os preguntará: «¿Has hecho votos perpetuos?». Y como le diréis que no, añadirá: «Vete, hija mía; puedes hacerlo, ya que no has hecho ningún voto que te retenga. Como ya has sufrido mucho tiempo y no se te pasa esa pena, sal de allí». Ese es el consejo que os dará; ¿y cómo queréis que os dé otro? No conoce a la Compañía más que por lo que le habéis dicho vosotras mismas, que es falso, y no podría hablaros más que según su espíritu, que es propio de un religioso; pero ese espíritu no es apropiado para vosotras, aunque sea muy bueno para los que han sido llamados por Dios a él.

Acordaos, pues, hermanas mías, de lo que os he dicho tantas veces: no tenéis que tomar ningún consejo de vuestros confesores para vuestra dirección; tenéis que decirles vuestros pecados, pero no tienen que tomar vuestra dirección. Un laico que va a confesarse, se contenta con decir sus pecados al sacerdote, y nada más. ¿Creéis que va a pedirle consejo en lo que se refiere a sus ventas y mercancías? No, ni mucho menos. Si tiene necesidad de algún consejo de esta índole, busca a las personas que entienden de negocios, pero no a su confesor.

Entonces, hermanas mías, ¿qué hay que hacer cuando tenéis alguna tentación? Hay que acudir cuanto antes a vuestros superiores. A ellos es a los que Dios les ha dado el don del consejo para vosotras. Decid vuestros pecados al confesor; pero manifestad vuestras tentaciones a la señorita, al padre Portail o a mí; dad a conocer las cosas tal como son, sin excusaros. Veis muchas veces lo que se hace por la curación de las enfermedades corporales: no se oculta nada; el enfermo se lo dice todo al médico para recibir algún alivio; no se contenta con decir que se encuentra mal, sino que detalla: «Señor, me duele esto y esto, y me encuentro mal de esto otro».

Haced lo mismo con vuestras enfermedades espirituales, y ya veréis cómo recibiréis algún alivio. Lo que os aconsejen, escuchadlo como si viniera de Dios mismo; y si vuelve una vez más vuestra tentación, volved de nuevo a descubriros al director o a la directora de la casa. Dios permitirá quizás que os den alguna advertencia para vuestro consuelo; o bien, si os deja en la tentación, es sin duda porque quiere hacerlo así para vuestro mayor bien. Consolaos, mis queridas hermanas; espero que, mientras actuéis de esa manera, seréis fieles a Dios y os haréis agradables a nuestro Señor.

Lo mismo que, para recibir las influencias de la cabeza, es preciso que los miembros estén unidos al cuerpo, también, hermanas mías, mientras permanezcáis unidas a vuestra cabeza, participaréis de las influencias que Dios le comunica a todo el cuerpo; pero, si os vais a otra parte, os haréis indignas de este bien. Si yo tuviese cortado un brazo, no podría participar ya de las influencias de mi cuerpo; de la misma forma, una hermana separada del cuerpo, ya no participa de lo que éste hace. Mis queridas hermanas, mientras sigáis unidas a la cabeza, seréis fieles a vuestra vocación; pero, si os vais a otra parte y acudís a algún religioso, ya no tendréis la vida de vuestro espíritu. Consolaos, pues, mis queridas hermanas, y sed fieles en el seguimiento de vuestras cabezas, que son vuestros superiores, y estad seguras de que entonces alcanzaréis la corona. Es lo que os deseo a todas vosotras.

Y mientras me dispongo a daros la bendición y a rezar a Dios para que os dé a vosotras y a mí, miserable pecador, la gracia de serle fieles, recordad todos los actos que habéis hecho mientras hablábamos. Le doy las gracias por haberos llamado al estado de Hijas de la Caridad; se lo agradezco por la señorita, por el padre Portail y por mí, por habernos llamado a vuestro servicio. Y mientras pronuncio las palabras de la bendición, humillaos delante de Dios y pedidle la gracia de hacer buen uso de todo lo que acabamos de decir.

Benedictio Dei Patris

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