Vicente de Paúl, Conferencia 052: Sobre el espíritu de la Compañía

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(24.02.53)

Después de rezar el Veni Sancte Spiritus, nuestro muy venerado padre empezó de este modo:

Bien, mis queridas hermanas, vamos a tratar de nuevo en qué consiste el espíritu de la Compañía de las Hijas de la Caridad y cuántas son las virtudes que lo acompañan.

Hermana, haga el favor de decirnos en qué consiste el espíritu de vuestra Compañía.

– Padre, ha dicho usted que consiste en la caridad, la humildad y la sencillez, y que la caridad comprende dos clases de amores: uno afectivo y otro efectivo.

– Dice usted que la caridad consiste en dos clases de amores. ¿Qué es lo que entiende, hija mía, por amor afectivo y amor efectivo?

– El amor afectivo hace que amemos a Dios con cariño y con alegría; el amor efectivo hace que practiquemos las buenas obras que se nos presentan para que hagamos algo por él.

– ¿Entiende bien todo esto, hermana?

– Sí, padre.

– ¿He puesto ya algún ejemplo para distinguir estos amores?

Lo podríamos explicar, mis queridas hermanas, por un padre que tiene dos hijos: uno es un pequeño benjamín de 4 ó de 5 años; el otro es mayor. Este padre tiene dos clases de amor para con sus hijos. Ama al pequeño con ternura, lo quiere, juega con el, se complace en todo lo que hace y lo que dice e incluso le permite algunas veces que le pegue. Por lo que se refiere al otro hijo, no habla tantas veces con él; y cuando habla, lo hace con mayor seriedad. Al pequeño se lo permite todo. Pues bien, si alguno preguntase a ese padre a cuál de los dos hijos ama más, al pequeño, a quien demuestra tanto cariño, o al mayor, al que no se lo demuestra, diría sin duda alguna que ama más al mayor. Efectivamente, quiere darle un cargo importante y hacerle su heredero, pero no se lo demuestra. El primer amor es afectivo y el segundo efectivo. Pues bien, mis queridas hermanas, hay que tener esos dos amores. El espíritu de la Compañía de las pobres Hijas de la Caridad consiste en esas dos clases de amor para con Dios y también para con el prójimo, empezando por sus hermanas; consiste también en la humildad y en la sencillez; de forma que una hermana de la Caridad es verdaderamente Hija de la Caridad cuando tiene esas virtudes. Por el contrario, si veis a una hermana que no tiene caridad, aunque sea una hermana educada, fina, cautelosa, no es una Hija de la Caridad.

Hija mía, ¿cuántas son las virtudes que componen el espíritu de las Hijas de la Caridad?

– Son tres, padre.

– ¿Cuáles son?

– La caridad, la humildad y la sencillez.

Después de haber preguntado a otras hermanas, que respondieron lo mismo, nuestro muy venerado padre añadió:

Hemos hablado en la primera conferencia sobre la caridad, que es la primera virtud necesaria a vuestro espíritu; hoy vamos a hablar de las otras dos virtudes, que son la humildad y la sencillez. Veremos en primer lugar cuáles son las razones que hay para tener este espíritu, luego las señales que le caracterizan, y en tercer lugar los medios para adquirirlo, o para conservarlo, si ya se tiene.

La primera razón es que vuestro espíritu es para vosotras lo que el alma para el cuerpo. Pues bien, cuando un cuerpo se queda sin alma, está muerto. Lo mismo, una Hija de la Caridad está muerta cuando se queda sin su espíritu, o sea, cuando se queda sin humildad, sin caridad y sin sencillez. ¡Que Dios tenga misericordia de ella! Ya no es Hija de la Caridad más que por el vestido que lleva. Más valdría que no lo llevara. ¿Habéis visto alguna vez a un enfermo que tiene gangrena o algún miembro podrido? Se le aplican todos los remedios posibles; si no hacen nada, se corta el miembro enfermo. Por eso más valdría que una Hija de la Caridad que no tiene su espíritu saliese de la Compañía, por su salvación, por la gloria de Dios y por el bien de la Compañía, porque lo estropea todo. Hay Compañías en las que una sola persona ha estropeado a todas las demás. Esa es por tanto, hermanas, la primera razón: una Hija de la Caridad está muerta cuando le falta su espíritu.

La segunda razón para pedir a Dios ese espíritu y para esforzarse en adquirirlo es que Dios mismo se lo ha dado a vuestra Compañía. Ya os lo he dicho otras veces; pero, como no estabais todas, lo diré de nuevo. No ha sido la señorita Le Gras, ni he sido yo, ni ha sido el padre Portail, sino que ha sido Dios el que ha dado este espíritu a unas santas muy grandes, que están ahora en el cielo, puesto que así podemos creerlo. Si la señorita Le Gras ha puesto algo, si el padre Portail o yo hemos hecho alguna cosa, lo que hemos hecho más bien es poner estorbos. Dios es el autor de las obras que aparecen sin autor. Yo nunca había pensado en ello; por consiguiente, ha sido Dios el que ]o ha hecho por sí mismo.

La primera Caridad de damas fundadas en París, por inspiración de Dios, fue la de San Salvador. En aquel tiempo, una pobre joven de Suresnes sentía devoción de instruir a los pobres. Había aprendido a leer mientras guardaba las vacas. Se había buscado un abecedario y, cuando veía a alguien, le rogaba que le enseñase las letras; luego empezó a deletrear; y cuando pasaban otras personas, les pedía que le ayudasen a juntar las palabras, y cuando las volvía a ver, les preguntaba si era así como le habían enseñado que hiciese. Cuando aprendió a leer, vino a vivir a cinco o seis leguas de París. Fuimos allá a tener una misión; se confesó conmigo y me expuso sus ideas. Cuando fundamos allí la Caridad, se aficionó tanto a ella que me dijo: «Me gustaría servir a los pobres de esta forma».

Por aquel tiempo, las damas de la Caridad de San Salvador, como eran de elevada posición, buscaban a una joven que quisiese llevar el puchero a los enfermos. Entonces vino aquella pobre muchacha a ver a la señorita Le Gras; le preguntó qué es lo que sabía, de dónde era, y si quería servir a los pobres. Ella aceptó de buena gana.

Vino, pues, a San Salvador. Le enseñaron a utilizar remedios y a hacer todos los servicios necesarios, y lo aprendió todo muy bien.

Ved, hermanas mías, cómo empezó todo. Nadie había pensado en ello. Así es como empiezan las obras de Dios: se hacen sin pensarlo nadie. Aquella pobre mujer se había visto conducida por este camino desde su más tierna infancia.

La llamaron luego para la fundación de la Caridad en la parroquia de San Nicolás de Chardonnet; allí se acostó con una mujer apestada, se contagió también ella y la llevaron a San Luis, donde murió.

Resultó tan bien la experiencia de esta pobre joven, que pidieron otras que vinieran a presentarse e hicieron lo mismo.

Y así es, mis queridas hermanas, como Dios llevó a cabo esta obra. La señorita no pensaba en ella; el padre Portail y yo no teníamos la menor idea; aquella pobre joven, tampoco. Y es preciso confesar entonces, según la regla que propone san Agustín, que, cuando no se ve al autor de una obra, es que la ha hecho el mismo Dios. ¿Quién fue el que dio el espíritu a las pobres Hijas de la Caridad, me refiero a las buenas? Dios mismo. Las Hijas de la Caridad que tienen su espíritu tienen el espíritu de Dios. Dios fue el que comenzó esta obra; por tanto, esta obra es de Dios. Acordaos siempre de que Dios hizo lo que los hombres no hicieron.

En segundo lugar, como Dios se dirigió a una pobre joven aldeana, quiere que la Compañía esté formada por pobres jóvenes de aldea. Si hay algunas de la ciudad, muy bien: tenéis que creer que Dios es el que las ha traído; pero, si pusiese entre vosotras a personas de elevada condición, deberíais tener miedo de que la Compañía se viniese abajo, si no tuviese el espíritu de las pobres aldeanas, pero podría suceder que Dios les diese este espíritu. Si viniesen señoritas o damas, habría que tener miedo y probarlas bien para ver si es el espíritu de Dios el que las quiere traer aquí. Bien, mis queridas hermanas, esa es la segunda razón: de Dios es de quien tenéis recibido vuestro espíritu.

La tercera razón es que sería una cosa espantosa que una Hija de la Caridad no tuviese caridad, sino que estuviese llena de un espíritu de soberbia, que quisiera presumir y controlarlo todo, que se vistiese con vanidad, que mostrase sus cabellos para que todos supiesen que los tiene, que careciese de sencillez y tuviese un espíritu de dobles intenciones, que quisiese esconder sus pensamientos a su superiora, a su director, a sus hermanas. Esa no sería una Hija de la Caridad, sino más bien una hija de la malignidad. Esto es muy importante, hermanas mías; os ruego que lo practiquéis.

El segundo punto es sobre las condiciones o señales que permiten conocer si una Hija de la Caridad tiene realmente su espíritu. Hay tres señales. Ante todo, que sea verdaderamente caritativa. Una mujer caritativa es la que ama a Dios, la que se complace en hablar con él, la que hace todo cuanto puede por darle gusto y contentarle, la que sufre todas las contrariedades por su amor. Esas buenas hermanas nuestras que ya están con Dios, ¡qué bien daban a conocer que tenían ese espíritu!

La segunda señal se relaciona con el prójimo. Se puede apreciar en la hermana que deja todas sus satisfacciones por amor al prójimo, la que deja a sus compañeras o los lugares que le gustan, cuando vienen a decirle que un enfermo la necesita, la que no hace acepción de personas ni prefiere las agradables a las contrahechas.

La tercera señal es la indiferencia. La que tiene el espíritu de una verdadera Hija de la Caridad está dispuesta a marchar a cualquier sitio; está pronta a dejarlo por el servicio del prójimo. Si se ama a nuestro Señor, se le encuentra en todas partes.

Estas son, mis queridas hermanas, las tres señales de la caridad: amar a Dios y a los pobres no hacer acepción de personas y ser indiferente ante todos los lugares.

Veamos ahora las señales de la humildad. Es humilde el que quiere su propia humillación. Si hubiera entre vosotras una hermana deforme, coja, y estimase su propia debilidad, amaría su humillación. He conocido a una persona (2), que estaba mal de una pierna, y que le gustaba hablar de su cojera, de su bendita cojera. Allí estaba su humillación. Por ese motivo no pudo casarse. Lo mismo si una de vosotras tuviese una cicatriz en el rostro y aceptase esa cicatriz, tendría humildad. Querer creer que no tenemos muchas disposiciones para hacer el bien, es querer la propia humillación. Una hermana que se ve criticada en la Compañía, en las parroquias, con razón o sin ella, si acepta esas críticas es que quiere su humillación. Si le preguntan a una, como aquí hacemos, y no sabe contestar ninguna cosa importante, es preciso que acepte esta humillación.

Hay que tener un sentimiento humilde de sí mismo, creerse indigno no sólo de hablar bien, sino incluso de estar en la Compañía, y, decir a propósito de todo: «¡Dios mío! ¿qué habéis hecho? ¡Que yo, una joven miserable, pueda continuar lo que tú hiciste en la tierra! ¡Si soy tan miserable! ¡Si lo estropeo todo y soy incapaz de hacer algo bueno!».

Por el contrario, las que se creen cualquier cosa, se imaginan que tienen ese espíritu y dicen: «Yo ya me sé ganar la vida; sé hacer un montón de cosas»; se jactan de que las necesitan en todas partes. ¡Ay! ¡ese maldito espíritu de orgullo!

Así pues, mis queridas hermanas, esa es la primera señal de la humildad: tener un bajo sentimiento de sí mismo, creer que uno lo echa todo a perder como Job, que decía: «Tengo miedo de que en todas mis acciones haya algún pecado» (3). De una Hija de la Caridad que tiene este mismo miedo se puede decir que tiene la verdadera humildad.

Es igualmente humilde una hermana que siempre toma lo peor para ella, la que desea ser siempre la última, la que dice todo el bien posible de su hermana para lograr que la hagan hermana sirviente y la que se rebaja a sí misma para no serlo. Esa es, hermanas mías, una señal verdadera de humildad.

La tercera señal se puede observar en aquellas que no quieren ser alabadas, las que se turban cuando escuchan algún elogio. Es una mala señal el que una Hija de la Caridad se complazca en las alabanzas y haga todo lo que pueda por alcanzarlas. Uno es humilde cuando se complace en su propia humillación.

He aquí ahora las señales de la virtud de la sencillez. Una Hija de la Caridad es sencilla cuando cumple las órdenes de sus superiores sin preguntarse por qué le habrán dado esas órdenes. La que se pone a decir: «¿Por qué querrán que haga yo esto?», y se pone a dar vueltas a esta idea, es que tiene un espíritu complicado y está muy lejos de la sencillez que hace que, sin discutir, se obedezca a la regla.

Una Hija de la Caridad verdaderamente humilde no se preocupa por el qué dirán, ni por lo que le pueda pasar obedeciendo; no se pone a cavilar sobre lo que pensarán de ella, ni si los otros la tienen en buena o mala opinión, ni si la creen virtuosa o no; le importa poco lo que digan cuando sirve a los pobres, cuando practica la virtud o cuando hace algún acto de caridad. Una hermana que tiene la virtud de la sencillez no se preocupa para nada de esas cosas.

He aquí otra nueva señal, mis queridas hermanas: decir las cosas como uno las piensa. La señorita pregunta algo a alguna; es preciso que ésta se lo diga como lo piensa; pero luego viene otra hermana a preguntaros qué es lo que os ha dicho la señorita: hay que callarse, si existe algún inconveniente en darlo a conocer.

Lo repito una vez más: si hay que dar cuenta de algo a los superiores, decir las cosas como son, sin ocultar nada; tenéis obligación de ser sencillas con ellos, y las que no obran de esa manera es porque son dobles.

Hay cosas que es preciso callar, como por ejemplo, cuando los superiores os han recomendado secreto, o cuando hay peligro de perjudicar al prójimo. Entonces la prudencia nos manda callar. Pero cuando hay que hablar, hermanas mías, hablad con toda sencillez. Por lo que a mí se refiere, no sé, pero me parece que Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez, que la llamo mi Evangelio. Siento una especial devoción y consuelo al decir las cosas como son.

Todavía nos queda por hablar de la prudencia, pero sería demasiado largo; lo haremos en otra ocasión, si Dios quiere.

Veamos ahora, hermanas mías, los medios para adquirir este espíritu y, para las que ya lo tienen, la forma de conservarlo.

Primer medio: pedírselo a Dios. Si hay algo que hemos de pedir a Dios, es nuestro espíritu, como os decía últimamente, ya que ese espíritu es la vida de nuestra alma. Pedídselo a Dios, hermanas mías, en todas vuestras oraciones, todas las veces que podáis.

El segundo medio, hermanas mías, es lo que os acabo de decir, ya que una Hija de la Caridad que no tiene el espíritu de caridad, está muerta; vivirá ciertamente una vida animal, pero su vida sobrenatural está muerta. ¡Cuánto agrada a Dios una hermana que se esfuerza en adquirir estas virtudes! Quiere a esa hermana, se complace en ella, la tiene como un hermoso sol para sus ojos, la muestra a los bienaventurados y a nuestras buenas hermanas que están ahora en el cielo.

Pues bien, hermanas mías, tomemos la resolución de perfeccionarnos, a cualquier precio que sea, y digamos cada día: «Quiero ser caritativa, humilde y sencilla». Si estáis en la mesa, sed caritativas, advertid humildemente si les falta algo a las que están a vuestro lado; manteneos en una postura humilde, de forma que no se advierta en vosotras ninguna afectación ni suficiencia.

En cuanto a la sencillez, no podéis guardarla ni practicarla mucho en este lugar, a no ser usando con toda sencillez las cosas que se os dan.

Como tercer medio, mis queridas hermanas, examinaos todos los días para ver si habéis tenido cuidado en practicar estas virtudes; preguntaos muchas veces a vosotras mismas: «¿He hecho actos de caridad, de humildad y de sencillez?» Y si veis que habéis hecho algunos, agradecédselo a Dios, hermanas mías, pues él quiere que se lo agradezcamos; pero si advertís que habéis faltado en algo, haced penitencia, para que, por el castigo que os impongáis, os ayudéis a levantaros con mayor facilidad de esas faltas.

Bien, mis queridas hermanas, os ruego que tengáis esto muy en cuenta, ya que, si en alguna ocasión he tenido con vosotras alguna plática de provecho, ha sido ahora. Si hay algo en el mundo que habéis de pedir a Dios, es vuestro espíritu; y si os tenéis que entregar a Dios por algún fin, es precisamente por éste. Así pues, que aparezca siempre en vosotras este espíritu cuando vais y venís; que se vea siempre en vosotras ese espíritu de caridad, de humildad y de gran sencillez y que no andéis nunca con finuras. Si vivís con este espíritu, mis queridas hermanas, ¡cuán feliz se sentirá la Caridad, qué bien la honraréis y cómo se multiplicará por todas partes!

Me acuerdo a este propósito que la buena señora de Goussault, la noche antes de morir, me dijo: «He visto, durante toda esta noche, a las Hijas de la Caridad delante de Dios; ¡cuánto se multiplicarán y qué gran bien van a hacer! ¡qué dichosas se sentirán!». Así será, mis queridas hermanas, si sois buenas y si trabajáis por tener vuestro espíritu, porque entonces Dios será glorificado por medio de vosotras y le darán mucha gloria vuestras buenas obras. Así pues, trabajad con todas vuestras fuerzas por adquirir estas virtudes de la caridad, de la humildad y de la sencillez, no ocultando nunca nada a vuestros superiores.

Todas las hermanas se pusieron entonces de rodillas, y nuestro muy venerado padre iba a darles la bendición, cuando una de ellas le dijo:

– Haga el favor de permitirme que me acuse de una falta que cometí hace mucho tiempo.

Tras haber dado su consentimiento el padre Vicente, añadió:

– Pido perdón a Dios, a usted, padre mío, y a toda la compañía de lo que me sucedió una vez con una hermana que está ya muerta. Le había tomado un libro sin que ella lo supiese. Era un libro muy bonito; quería quedarme con él; ella se puso a buscarlo y me preguntó si sabía dónde estaba; le contesté que no lo había visto. Luego me llevaron a otro sitio. Dios lo permitió por mi bien, pues todavía seguía intentando tomar alguna otra cosa. Un día en la oración, los remordimientos me atormentaron tanto que sentí mucha pena por haber cometido una falta tan grande y por haber mentido al Espíritu Santo, al negar una cosa que yo sabía que era verdad. Entonces tomé la resolución de pedir perdón a Dios por ello y de devolver el libro delante de usted y de toda la Compañía. Así es como ahora lo hago, rogándole con todo mi corazón que pida perdón a Dios por mí si le parece bien.

– Con mucho gusto lo haré, hija mía. ¡Dios mío, bendito seas porque permites que nuestras faltas nos ofrezcan la ocasión de practicar la virtud de la santa humildad! ¡Dichosa falta, hermanas mías! ¡Cuán felices seremos si nuestras faltas nos obligan a volver a Dios! Porque usted ha cometido una gran falta, hija mía; pero también Dios se ha visto honrado por la humillación que acaba de hacer. Pido a nuestro Señor que os conceda a todas esta gracia.

Benedictio Dei Patris…

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