Vicente de Paúl, Conferencia 047: Virtudes de las hermanas Ana de Gennes, María Lullen, Margarita Bossu y Cecilia Delaitre

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(09.12.–)

La primera de nuestras hermanas de quien se habló en esta conferencia fue de Sor Ana de Gennes que, a pesar de ser de noble condición, lo dejó todo para entregarse a Dios en la Compañía de las pobres Hijas de la Caridad, en donde tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte.

Una de nuestras hermanas que había vivido con ella, dijo que Sor Gennes demostraba mucho pesar cuando le hablaban de su nobleza, que esto le mortificaba, y que no podía sufrirlo.

– Hermanas mías, dijo el padre Vicente, ¡qué gran virtud es no buscar la estima y no querer que se hable de su propia familia! esa buena hermana ocultaba lo que los demás manifiestan, y se humillaba por tener algunos motivos para distinguirse de ellos. ¿Hay alguna que haya vivido con sor Ana?

Una hermana respondió:

– Padre, yo estuve algún tiempo con ella.

– Bien, hija mía, ¿qué virtudes observó usted en ella?

– Padre, tenía mucha paciencia en sus sufrimientos, no se quejaba nunca, a pesar de que no dejaba de sufrir. Sin embargo, a veces tenía miedo de ser una carga para las demás, y sufría por no poder trabajar como las otras. También observé que aquella hermana era muy humilde: siempre creía que no valía para nada lo que hacía y que era mucho mejor lo que hacían las otras.

El padre Vicente dijo entonces:

Es muy bueno sentirse apenado por no poder trabajar, pero sería una tentación, hermanas mías, pensar que se es una carga para los demás y turbarse por ese motivo. Hay que resignarse con la voluntad de Dios ante las enfermedades que nos envía, y tener de vuestras hermanas la buena opinión de que se sienten contentas de practicar la caridad en el servicio que os hacen.

Otra hermana dijo:

Padre, observé que sor Ana hablaba con frecuencia con las demás hermanas de los pensamientos que Dios le daba en la oración. Tenía mucho interés en que los enfermos a quienes servía recibiesen oportunamente los sacramentos. Nunca salía de la habitación de un enfermo sin haberle dicho alguna palabra de edificación. Servía a los pobres como habría servido a nuestro Señor, y decía que sentía más satisfacción por haber ido a ver a sus pobres, que si hubiese recibido una visita de sus parientes.

– Hermanas mías, dijo el padre Vicente, ¡cuánta virtud! ¡Qué buena hermana, preferir ver a los pobres más que a sus parientes y mirar siempre en su persona a la de Jesucristo! ¡Bendito sea Dios por siempre!

Esto tiene que excitar en nosotros el deseo de entregarnos de veras a nuestro Señor para imitar las virtudes que se han observado en esta buena hermana, que como acabamos de oír, fue humilde, paciente, caritativa. Imitemos sobre todo su humildad, deseando ser desconocidas y tenidas en nada; y pensemos que, si manifestamos el poco bien que hacemos, perderíamos todo el mérito delante de Dios.

Señorita, ¿observó usted alguna cosa?

– Padre, observé en sor Ana un gran amor a su vocación, superando animosamente todas las dificultades con que tropezaba, y que fueron para ella mayores que para las demás, ya que tenía una salud muy delicada. Sin embargo, no se quejaba, y jamás le oí decir que no pudiese hacer lo que se le decía. El amor a su vocación se ve también en su última enfermedad, ya que pidió con insistencia que la trajesen a esta casa, porque deseaba morir aquí. Demostró mucha paciencia en sus sufrimientos; y cuando, ya cerca de la muerte, le dijeron: «¿Sufre usted mucho?», respondió: «Lo que sufro no es nada en comparación con lo que nuestro Señor sufrió por mí». Fue sumisa y obediente hasta el fin, porque, un momento antes de morir, como la hermana de la enfermería le mandase tomar alguna cosa, aunque sentía mucha repugnancia por los violentos dolores de estómago que le ocasionaba todo lo que tomaba, lo comió sin embargo, demostrando que era por obedecer; y poco más tarde murió.

– Hermanas, dijo el padre Vicente, hay muchos motivos para creer que está gozando de la presencia de Dios.

Veamos ahora lo que se ha observado en la hermana María Lullen, que era natural de Le Mans. Las que hayan vivido con ella, que nos digan sin reparo lo que hayan visto de edificante en su conducta.

Una hermana dijo:

Padre, yo observé que esta querida hermana tenía mucha caridad con los niños a los que estaba encargada de instruir. Mientras estaba en Nanterre, donde la conocí antes de tener la dicha de estar en la Compañía, la vi algunas veces besar sus pies, diciendo que creía besar de esa forma los pies del niño Jesús.

– ¡Bendito sea Dios!, dijo el padre Vicente. Esa buena hermana tenía mucha razón para creer que besaba los pies del niño Jesús. ¡Qué agradable le sería esa sencillez!

Otra hermana dijo:

Padre, yo encontré un día a la hermana María llevando a sus niños a misa, y admiré su caridad con un pobre hombre con el que se encontró por el camino. Le habló de Dios; y como no había oído la misa ni parecía tener muchas ganas de ir, hizo todo lo que pudo para obligarle a que fuese.

Otra hermana dijo:

He observado que era humilde y parecía contenta cuando la reprendían. Y como un día la hubiesen mortificado un poco, al verla con cara alegre, le demostré mi sorpresa; me respondió:

«Hermana, es preciso que yo me reduzca a la nada, para que Jesús viva en mí» (2).

– ¡Qué palabra tan hermosa!, dijo el padre Vicente: ¡Es preciso que me reduzca a la nada! Y se alegraba cuando la reprendían; ¡Bendito y alabado sea Dios!, no me extraña que el señor párroco de Nanterre la haya alabado tanto, a pesar de que no es muy amigo de alabanzas. Pero parece como si esta querida hermana tuviese una virtud por encima de lo ordinario.

Otra hermana dijo:

Yo conocí a sor María Lullen cuando estaba todavía en Le Mans, antes de venir aquí, y me acuerdo que ella y otra hermana dejaron sus vestidos mundanos y tomaron un vestido gris; esto les ocasionó muchas burlas y habladurías de parte de los que desaprobaban aquel cambio. Empezaron a servir a los pobres en el hospital de Le Mans. Supieron ordenar muy bien aquella casa, en donde hasta entonces todo había sido desorden. Muchas personas se pusieron a criticarlas, y fueron muy perseguidas por ese motivo, pero lo sufrieron todo animosamente. Finalmente, nuestra buena hermana, queriendo entregarse por entero a Dios, se decidió a abandonar su familia, que era de buena posición y en donde podía encontrar todas sus satisfacciones; pero su amor a Dios la hizo abandonarlo todo con decisión para venir a París a nuestra comunidad.

– Hermanas, dijo el padre Vicente, sin duda Dios tenía grandes designios sobre esta hermana. Padre Portail, ¿no le parece a usted que hay algo de esto? Yo siento de verdad una gran edificación por lo que acaba de decirse. Nunca he tenido mayor consuelo que cuando oigo el relato de las virtudes de nuestras hermanas, porque se trata visiblemente de una obra de Dios. ¡Que sea bendito para siempre!

Si alguna ha observado más cosas, que las diga; porque fijaos, hermanas mías, se celebra la gloria de Dios al hablar de las virtudes de vuestras hermanas. El las escogió para santificarlas, y él también quiere que nos aprovechemos imitándolas. Señorita, díganos lo que usted sepa.

– Padre, esta buena hermana era totalmente de nuestro Señor, quien la había escogido. Era un alma privilegiada. Sentía especial afecto a la práctica de las virtudes ocultas; era muy humilde. Observé también su conducta y su sumisión durante el tiempo que estuvo enferma, tomando las pequeñas cosas que le presentaban, sin mostrar ninguna displicencia; no demostraba ninguna pena cuando no le concedían lo que pedía.

– Hermanas mías, dijo el padre Vicente, así es como hay que obrar cuando se está enfermo, y no decir: «Esta medicina no está bien hecha, no puedo tomarla». Hablar de esta forma y manifestar nuestros gustos es una señal de gran imperfección. Si alguna buscase satisfacción en la bebida y en la comida, si quisiese saborear las comidas, ¡Dios mío! que tenga mucho cuidado, porque esas personas no son nunca virtuosas, seríais culpables, hijas mías, si no os aprovechaseis de los buenos ejemplos de nuestras hermanas, de las que acaban de decir cosas tan bonitas!

Pasemos a la tercera de la que tenemos que hablar. ¿Quién de vosotras ha vivido con sor Margarita Bossu?

Una hermana dijo:

Yo estuve con ella poco tiempo. Observé que tenía mucho amor a los pobres y también que, cuando la reprendía en alguna cosa, aceptaba bien el aviso y no decía nada para excusarse.

– Era, añadió el padre Vicente, de mucha mansedumbre y muy silenciosa. Señorita, ¿quiere usted decirnos de ella alguna cosa?

– Padre, vi en ella mucho amor a su vocación, habiendo superado las dificultades que le presentaron sus parientes, a quienes les costó mucho dejarla venir; pero ella los abandonó animosamente; y cuando fue recibida, se llenó de tal alegría que no hubiese querido dejar la comunidad por todos los bienes del mundo. Solo estuvo un año, pero su fervor la hizo digna de recibir el salario, lo mismo que los obreros que vinieron a la hora undécima y recibieron lo mismo que los que habían trabajado toda la jornada. Por eso creo que nuestro Señor se quedó muy contento del servicio que le hizo esta buena hermana, como si le hubiese servido muchos años, porque tenía efectivamente el deseo de servirle y honrarle durante toda su vida, por muy larga que hubiera sido. La hermana Margarita tenía mucha mansedumbre y hacía todo lo que se le decía, sin replicar nunca en nada. Era muy obediente, quería mucho a la comunidad; lo demostró muy bien cuando, al caer enferma, la hermana que vivía con ella le dijo que había que venir a esta casa; y aunque tenía muchas molestias, se levantó enseguida y demostró mucha alegría al venir.

– ¡Qué buena hermana!, dijo el padre Vicente, ¡qué bueno es querer venir a la comunidad! De esa forma demostró que no amaba más que a Dios, ya que estaba tan despegada de todo. Dejó sin ninguna pena la casa en donde se encontraba bien, para cumplir la voluntad de Dios. Así es como hay que obrar, hermanas mías, sin buscar pretextos para dispensaros de hacer lo que se os manda.

Otra hermana dijo:

– Padre, yo observé que sor Margarita tenía mucho celo por enseñar lo que tenemos obligación de saber, y también un gran recato en sus palabras; especialmente durante el tiempo de silencio, no quería hablar sin necesidad; esto me llenaba de confusión al ver su virtud y saber que yo estaba tan alejada de ella. Siempre hablaba de cosas edificantes, especialmente de la felicidad de su vocación.

–¡Bendito sea Dios por siempre! ¡Qué buenas prácticas son estas! Padre Portail, ¿no le impresiona escuchar el relato de tan hermosas virtudes?

Todavía nos queda por hablar de lo que se ha observado en la hermana Delaitre. ¿Quién ha vivido con ella?

– Padre, indicó la señorita, esta querida hermana no salía nunca de esta casa. Sólo llevaba aquí cuatro meses. Trabajaba en el servicio a los pobres de San Lorenzo.

– Bien, señorita, ¿qué ha observado usted en ella?

– He observado una gran mansedumbre, mucho interés por los enfermos, pero sin inquietudes ni prisas. Era activa y trabajadora y no se podría pagar el trabajo que ella hacía. Tenía grandes disposiciones para el bien y para el deseo de perfeccionarse, mucha paciencia con las hermanas, muy obediente a los superiores; y durante su enfermedad, sufrió con mucha paciencia. Lo único que lamentaba era no haber servido mucho tiempo a los pobres.

– ¡Qué buena hermana! Aunque joven en la Compañía, era antigua en la virtud. En el poco tiempo que estuvo, realizó lo que podría hacerse en seis, en diez, y hasta en doce años. Hermanas mías, ¡qué felicidad estar entre plantas que producen tales frutos! ¡Pero también, qué confusión al verse llenos de vanidad de espíritu, con deseos de la propia satisfacción! Si hubiese alguna de vosotras que desease ser vista, ser conocida, y que procurase ser observada, si hubiese alguna de esas, tendría que humillarse delante de Dios y decir: ¡Dios mío ¿qué diré yo, qué haré yo, qué responderé yo el día del juicio cuando me reprochen haber vivido con las esposas de Jesucristo, con unas hermanas tan llenas de virtud, y no haber seguido sus ejemplos? ¡Oh! Si hubiese alguna que buscase la estima de las criaturas, y quisiese ser aplaudida, ¡qué desgracia!, no haría falta más para atraer las maldiciones de Dios sobre toda la Compañía. Quiero creer que todas estáis en la disposición de entregaros a Dios por entero. ¿No me prometéis, hijas mías, decidiros a trabajar en vuestra perfección, y no tener ninguna buena opinión de vosotras mismas? Pues apenas una persona tiene buena opinión de sí misma, se aparta de Dios. Decidíos pues, hijas mías, a renunciar a vuestra voluntad para no querer más que el cumplimiento de la santa voluntad de Dios.

Todas las hermanas respondieron:

Sí, padre; ese es nuestro deseo.

– Así lo espero, contestó el padre Vicente, mediante la gracia de Dios, de su parte pronunciaré las palabras de la bendición, rogándole que mientras las diga, vaya llenando nuestros corazones, el vuestro y el mío, del deseo de adquirir las virtudes que acabáis de relatar.

Benedictio Dei Patris…

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