Vicente de Paúl, Conferencia 043: Sobre la conducta que hay que observar en las dificultades cuando se está lejos de la Casa madre

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(19.04.50)

El tema de la presente conferencia, mis queridas hermanas, es sobre lo que tienen que hacer las Hijas de la Caridad cuando están fuera de la Casa, especialmente por los pueblos y en los lugares muy alejados, si sienten alguna dificultad, tanto espiritual como temporal, por ejemplo, cuando tienen dudas o alguna pena interior a propósito de las reglas; porque a veces surgen contrariedades en sus cargos, imperfecciones y molestias en las prácticas de devoción, especialmente en ]a confesión y comunión, en las mortificaciones corporales, en las comunicaciones interiores.

El tema, hijas mías, lo dividiremos en tres puntos: el primero es sobre las razones que tenemos para saber bien cómo hemos de portarnos cuando ocurren semejantes dificultades fuera de la Casa; el segundo, sobre lo que habría que hacer en esas ocasiones; el tercero, sobre lo que ha hecho cada una cuando se encontró con semejantes dificultades, y sobre las resoluciones que hay que tomar en el futuro a este propósito.

Esta conferencia, hermanas mías, se refiere, no ya a las hermanas de aquí, ni a las que están en París, ya que unas y otras tienen a su mano el remedio oportuno, sino solamente a las que están en los pueblos y en los lugares muy apartados, en donde quizás se ven privadas de todo consuelo y no pueden acudir a la decisión de sus superiores, ya que la cosa es demasiado urgente y el camino demasiado largo. Pero como todas las que estáis aquí estaríais dispuestas a partir inmediatamente a cualquier sitio adonde se os enviase, es conveniente que cada una sepa lo que habría que hacer si se encontrase en ese lugar o tuviese semejante necesidad.

Dirigiéndose a una hermana, el padre Vicente le dijo:

– ¿Es conveniente, hija mía, que sepamos cómo hemos de portarnos cuando estamos lejos de la Casa y nos viene alguna preocupación en la que tendríamos necesidad de consejo?

– Padre, me parece que una razón para desear estar bien instruida en lo que tenemos que hacer en esas necesidades, es que entonces nuestro espíritu podría tener un gran descanso.

– ¿Y qué haría usted, hija mía, si estuviese lejos y tuviese alguna pena o tentación, sin saber de quién tomar consejo?

– Padre, creo que sería conveniente, puesto que no estamos solas, hablar con la otra hermana.

– Sí, hija mía, tiene usted razón; pero habría que hacerlo con discreción y según la naturaleza de la asunto. Por ejemplo, si se trata del cuidado de los enfermos o de la instrucción de las niñas, se podría decir, e incluso se debería hacerlo: «¡Dios mío! Hermana, estoy preocupada porque me parece que el servicio a los enfermos no va como he visto en otras partes; he visto este abuso. ¿Qué le parece? ¿no se podría remediar?».

Lo mismo en lo que se refiere a la escuela Pero si la pena fuese de tal preocupación que vuestra hermana no pudiese consolarla, e incluso fuese prudente tenerla oculta, se le podría decir: «Hermana, le ruego que no se preocupe si me ve un poco triste; tengo una pena en el espíritu; rece a Dios por mí. Espero de s.l bondad que esto pase pronto, pero soy tan débil que no puedo impedir que se me conozca».

Hermana, ha dicho también usted que habría que tener confianza en la persona que se os ha dado para que dirija vuestra conciencia; en efecto, este es un medio muy importante para tranquilizar al espíritu. Si tenéis alguna pena para la que creéis que tenéis necesidad de consejo, dirigíos a él con confianza. Dios no permitirá que diga algo que no sea para vuestro bien.

Otra hermana dijo que sería conveniente tranquilizarse y tener paciencia.

A esto añadió el padre Vicente:

– Dice esta hermana, y con razón, que cuando una crea que ha hecho lo que debía en este mundo, si ha comunicado su preocupación a una hermana y no encuentra ningún remedio, o en el caso de que se tratase de algo que no podemos comunicarle sin inquietarla, ha dicho al confesor que se nos ha dado de parte de los superiores y no logramos tranquilizarnos, hemos de creer que Dios lo permite de esa manera, adorar su voluntad, practicar ]a paciencia y trabajar por conservar la tranquilidad de espíritu en medio de la inquietud o de la tentación.

Otra hermana dijo que ella no había experimentado mejor medio que ponerse a los pies del crucifijo y contar su pena a nuestro Señor, con confianza y sumisión, resignándose a su santa voluntad.

– Tiene usted razón, hija mía, y es ciertamente uno de los mejores medios que podemos encontrar para hacer la voluntad de Dios y quedar tranquilos. Esa ha sido la práctica de casi todos los santos. Me acuerdo que la difunta señora del general (1)  obraba de esa forma. En cierta ocasión dijo a su confesor, quien se fue de viaje a cincuenta leguas de allí: «Padre, usted se va, ¿a quién podré acudir en mis penas?». El le respondió: «Señora, Dios proveerá. Podrá dirigirse a tal y a tal padre, a éste para las confesiones ordinarias, y a aquél para su consejo, si el otro no le basta; y si los dos no logran tranquilizar su espíritu, le aconsejo, señora, que lo busque al pie de la Cruz. Allí manifestará usted amorosamente sus penas al Hijo de Dios, hará actos de confianza y de resignación con su voluntad, honrando el desamparo en que él mismo se encontró al verse abandonado por los que tenían más obligación con él, y privado de todo consuelo sensible, hasta creerse abandonado por su Padre Eterno. Allí examinará usted, señora, el uso que ha hecho de sus sufrimientos y obtendrá, con la ayuda de su gracia, un éxito mucho mayor del que yo le podría decir».

Aquella buena señora, hijas mías, lo practicó de esa forma; y unos días más tarde escribía a su confesor: «Padre, he experimentado los medios que me ha indicado para tranquilizar mi espíritu en medio de mis penas; pero no he encontrado un medio mejor que el de ponerme a los pies de un crucifijo. Lo que los hombres me decían no era lo que yo buscaba. Allí es donde yo encontré todo el consuelo que las criaturas no me podían dar».

Hijas mías, ese es el único remedio, y si algunas veces lo habéis utilizado, estoy seguro que no habréis encontrado ninguno más eficaz. Ha estado usted muy inspirada, hermana, y pido a Dios que la bendiga.

La otra hermana que está al lado, díganos por favor qué es lo que tiene que hacer una hermana, que, encontrándose lejos, tiene el espíritu apenado y no tiene a quién dirigirse para pedir consejo.

– Padre, creo que lo más urgente es ponerse en las manos de Dios y tener confianza en su bondad. Además, me parece que, si está con una hermana en quien tenga confianza, le puede pedir permiso para escribir a los superiores.

– ¡Bendito sea Dios! Esta hermana confirma lo que la otra dijo a propósito del descanso que se siente poniéndose en manos de Dios, y dice además que conviene escribir. Pues bien, es preciso que sepáis, hermanas mías, que cuando se quiere escribir a un pariente, a un amigo o algún otro, hay que pedir permiso a la hermana sirviente, y cuando está escrita la carta, entregársela a ella para que la envíe, si lo juzga oportuno, o la retenga, si le parece así mejor. Esto se hace en todas las comunidades bien ordenadas, y también se practica entre nosotros. Ninguno de nuestros padres y hermanos escribiría a nadie, sin acudir primero a pedir permiso, trayéndome luego su carta, para que yo la viera; y según lo que sea, la envío o la retengo. Si yo no estoy, se la entregan a los superiores, que hacen lo mismo.

Pero, padre, esto es muy duro. Entonces, cuando escriba (y tengo que hacerlo muchas veces), ¿es preciso que alguien lea mis cartas y pueda suceder que no sean enviadas, si no lo creen conveniente? Sí, hermanas mías, tiene que ser así; si no, el orden quedaría trastornado; una escribiría a su gusto, lo mismo haría otra. Es lo que se practica en todas las casas bien ordenadas.

Pero, cuando se trata de escribir a los superiores o a la directora, entonces, hijas mías, no hay que pedir permiso ni enseñar las cartas. Sois absolutamente libres para escribirles, y tenéis que hacerlo siempre que tengáis necesidad de ello, sin que sea necesario contar con la hermana sirviente; y ella no tiene que decir nada en contra, porque ese es el orden que hay que observar.

Lo mismo ocurre con las cartas que os llegan: cuando se las reciba, no hay que verlas, hasta que las haya visto la hermana sirviente y se las entregue o envíe a la hermana a quien van dirigidas. Es lo que se hace en todas partes. ¿Creéis que entre nosotros se entrega alguna carta a alguien que no sea yo mismo? Me traen todas las que mandan para los particulares; y cuando las he leído, las doy o las retengo, según me parece conveniente.

Pero cuando se recibe una carta de los superiores o de la superiora, entonces la hermana sirviente no tiene derecho a verlas; tiene que entregarla inmediatamente después de haberla recibido, sin abrir; y si la hermana le dijese: «Hermana, ¿quiere usted verla?». No tiene que hacerlo, sino decirle: «No lo haré, hermana; es para usted y yo no tengo que tocarla».

Entonces llamaron al padre Vicente para un asunto urgente; y dejó al padre Portail, quien tomó la palabra en su lugar.

Seguramente os sentiréis mortificadas, hermanas mías, de que el padre Vicente os haya tenido que dejar a mitad del camino. Habíais empezado a saborear la dulzura de su lenguaje, y de pronto os habéis visto privadas de él. Me he quedado yo solo, que soy todo lo contrario. Pero así lo quiere la obediencia. Quizás pueda volver luego para concluir. Si así es, podéis juzgaros felices. Entretanto, ya que así lo ha mandado, no dejaremos de decir alguna cosa de lo que Dios nos inspire sobre el tema que ha comenzado.

Hermana, ¿quiere usted decirnos sus ideas?

– Padre, la primera razón que he tenido para saber cómo hemos de portarnos en las dificultades con que nos encontramos, cuando estamos lejos, es que, si no lo supiéramos, nos veríamos en peligro de disgustar a Dios haciendo algo en contra de lo que deberíamos hacer, por no estar debidamente informadas, y esto nos causaría grandes inquietudes interiores y nos quitaría la paz con Dios, con el prójimo y con nosotras mismas, y por consiguiente nos apartaría de Dios, que solamente habita en un lugar de paz.

En segundo lugar, nos ponemos en peligro de perder nuestra vocación, porque en medio de tantas dificultades, sin saber cómo portarnos, fácilmente nos dejaríamos llevar a preguntar a algunas personas que, por no tener el espíritu de la Casa, nos aconsejarían lo contrario de lo que tenemos que hacer, y esto causaría nuestra pérdida total. Por el contrario, cuando estamos bien instruidas sobre la conducta que hay que observar en esas ocasiones, eso nos conservará, en cualquier sitio en que estemos, dentro del espíritu de la Compañía.

Sobre el segundo punto, he pensado que, para las cosas corporales, si estamos cerca de la Casa, es conveniente venir a exponer a los superiores nuestros pensamientos, deseando seguir sus consejos; y si estamos tan lejos que no podemos venir, hemos de ponernos delante de Dios, y, después de haber pedido su ayuda, hacer lo que nos inspire su bondad y lo que nosotros creeríamos que nos permitirían nuestro superiores. Pero para las cosas espirituales y las penas interiores, creo que hay que buscar expresamente nuestro consuelo en Dios, agradecer su amor con todo nuestro corazón, sin preocuparnos de nada, y sufriendo todo lo que él quiera sin hacer que sepan nada nuestras hermanas, ni manifestar por fuera nuestro mal humor. Y para estar en esta situación creo que hay que pedírselo insistentemente a Dios, y tal ha sido mi resolución, ayudada de su santa gracia.

– Esta hermana ha dicho un motivo muy importante y muy digno de atención, y hemos de examinarlo un poco. Al no saber lo que tenemos que hacer, ha dicho, nos ponemos en peligro de perder nuestra vocación. Esto puede tener más consecuencias de las que creéis, hermanas mías, porque no decís: «Si no estoy en este lugar, estaré en otra parte en donde podré también conseguir mi salvación; podemos salvarnos en cualquier parte». Es preciso que sepáis, hijas mías, que la hermana que abandona su vocación, es como el pez fuera del agua. Fuera del agua, el pez no puede vivir mucho tiempo; muere inmediatamente. ¿Por qué? Porque el agua es su elemento, y está fuera de ella. De la misma forma, la comunidad es el elemento de las Hijas de la Caridad que han sido llamadas a ella; mientras estén allí, podrán vivir, y tendrán la gracia de conseguir su salvación; pero si salen fuera, no sabrán ya qué hacer, y la mayor parte de las que dejan su vocación se condenarán, si Dios no las protege con una misericordia muy extraordinaria; no hablo solamente de las que salgan de aquí, sino en general de todos aquellos que abandonan su vocación, en cualquier parte adonde hayan sido llamados; porque todos son infieles a Dios y le injurian al despreciar las gracias que les ha conferido y al no hacer de ellas el uso que deberían.

A propósito de esto, es menester que os refiera un hecho, aunque con dolor, porque se trata de uno que ha sido de los nuestros; pero no importa, esto os hará ver qué peligroso es perder la vocación. Un joven de buena familia, que se había entregado a los devaneos y vanidades del mundo, fue enviado a nuestra casa por su padre, que tenía miedo de sus malas inclinaciones.

Estuvo encerrado cerca de un año en una habitación, donde nadie le veía, a no ser alguno de la casa para recogerle sus obligaciones. Estaba allí como prisionero. Al finalizar el año, se vio tocado por Dios y se sintió con un gran deseo, no sólo de no volver más a sus malos pasos, sino de hacer penitencia de ellos, de retirarse del mundo y de servir a Dios dentro de la Misión. Después de haber perseverado algún tiempo dentro de estos deseos, lo recibimos. Se portaba muy bien, y todo el mundo se sentía edificado. Se le veía siempre haciendo humillaciones, buscando las cosas bajas y despreciables. Cuando repetía su oración, creíamos que oíamos hablar a un ángel. No se vio nunca fervor y devoción semejantes.

Esto duró unos dos años. Luego, empezó a relajarse, a hacer las cosas con negligencia y a tropezar. El trato con algunos malos espíritus que no eran muy aficionados a la casa, acabó por perderle. Salió con el pretexto de ser mejor en otra parte. Conservó la sotana y parecía seguir en su voluntad de hacerse sacerdote, pero pronto empezó a tomar los aires del mundo. Iba a caballo y se portaba de una manera muy diferente de la que conviene a un eclesiástico. Era un eclesiástico cortesano. Volvió a tropezar, porque ayer lo vi sin el hábito eclesiástico; vestía como caballero e iba a marcharse al ejército.

Pues bien, decidme, ¿no es verdad que su salvación está en mucho peligro? Quizás lo maten, y Dios sabe en qué estado, porque ya no tiene los sentimientos ni la piedad que antes demostraba. Ahora habla como un libertino y un ateo; no sale de dudas; no cree en nada, según dice. Esta es la situación de un hombre que ha perdido su vocación y que parecía un ángel.

De esta forma, hija mía, tiene usted razón al decir que, por no saber lo que hay que hacer, uno se pone en peligro de perder la vocación, y al observar que esa es una gran desdicha; pues indudablemente lo peor que puede pasar a un alma que ha sido llamada por Dios para servirle en un género de vida, es salirse de él; y uno no cae en ese estado cuando continúa las buenas prácticas que nos enseñan las reglas y los superiores. He observado que, desde que tuve el honor de empezar a servir a la Compañía hace diez o doce años, la mayor parte de las hermanas que han salido, lo han hecho por no haber sabido comunicar sus penas. Unas deseaban otra ocupación, otras querían otra compañera distinta. Se tienen antipatías y no se manifiestan. Todo esto va anidando en el corazón. Empieza a resultar costosa una regla, que no se sabe cómo conciliar con otra porque a veces hay reglas que se contradicen, y por no ver claras las cosas se cae en el abuso y en el cansancio. Se confiesa una, pero no dice nada de ello. Entretanto, el espíritu se va sintiendo más herido. Viene entonces alguna ocasión imprevista y se dejan caer las armas. Me he extendido un poco sobre este punto, porque es de gran importancia.

Otra hermana dijo que le parecía que un buen medio, cuando una se siente desvalida, es ofrecer una comunión a Dios, para que se digne mirar por nuestra pena o inquietud.

El padre Portail preguntó a otra hermana, que planteó dos cuestiones. La primera, si no sería conveniente ante todo, cuando sentimos alguna pena, empezar por la sagrada comunión, antes d buscar remedio en otra parte.

El padre Portail respondió:

Tiene usted razón, hermana mía; es conveniente empezar por ahí. La oración es muy buena; es bueno ponerse de rodillas delante de un crucifijo, pero vale más todavía unirse con. Dios en la sagrada comunión. Los otros medios no son más que accesorios; éste es el principal. Y después, si la pena continúa, se tendrán más fuerzas para soportarla, y la oración que se haga tendrá mayor eficacia. Si nos cuesta un poco decir alguna cosa, esto nos lo facilitará; si estamos en un sitio en donde no tenemos a nadie, Dios nos inspirará; pero, mientras estéis en esta Casa, poned vuestra confianza, hermanas mías, en vuestra superiora o en vuestra directora; ellas tienen el espíritu de Dios para conduciros y lo tendrán con todas las que confíen en ellas, a cualquier parte adonde vayáis, y habéis de tener por seguro que nunca os sentiréis engañadas si seguís sus consejos. Tenemos que tener más confianza en los superiores que Dios nos ha dado que en un ángel del cielo, ya que por medio de ellos es como Dios nos da a conocer lo que quiere de nosotros. El mismo lo ha dicho: «El que os escuche a vosotras, a mí me escucha» (3). Si vieseis por un lado a un ángel que os mandase alguna cosa y por otro a nuestro Señor que os dice otra distinta, estaríais obligadas a dejar lo que el ángel os dijera para hacer lo que nuestro Señor os dice.

Pero, mis queridas hermanas, para aprovecharse de lo que dicen vuestros superiores, hay que acudir a ellos con una intención recta para enmendarse, no por despecho o por venganza, ni para descargarse y demostrar nuestros resentimientos, nuestras antipatías, ni por una especie de arrogancia; las que acudiesen a los superiores sin esa buena intención, en vez de dejar allí sus inquietudes, seguirían todavía más preocupadas. Hay que ir a ellos con esa rectitud, con el deseo de seguir igualmente todo lo que se os ordene, mirando a vuestro superior como a Dios, escuchándolo como a Dios y obedeciéndole como a Dios. De esta forma, podéis estar seguras que Dios bendecirá vuestra sumisión y os dará el descanso y la paz que buscáis.

La otra cuestión fue saber si, cuando una está lejos y se encuentra con unas personas que contribuyeron a la fundación de una casa, y necesitan nuestra asistencia, hay que prestársela en perjuicio del servicio a los pobres. Hubo diversos pareceres. La señorita alegó el artículo de las reglas por el que se prohíbe servir a las personas ricas que tienen medios para hacerse servir por otros.

Sobre esto el padre Portail aconsejó que se excusase una lo mejor posible, alegando el peligro en que podrían caer los pobres, por no tener el alimento o los remedios a la hora conveniente. Añadió que, si el servicio que se pide es fuera del tiempo dedicado a los pobres, y consiste puramente en la asistencia a los enfermos, como hacerles algún caldo, o medicamentos, se lo podríamos hacer, con tal que fuera en raras ocasiones, de poca duración y no perjudicase en nada a los cirujanos del lugar.

Luego preguntó a otra hermana, que respondió:

La primera razón para que estemos instruidas en la forma de portarnos ante las dificultades que tenemos en los lugares apartados, es para no hacer nada inconveniente o perjudicial a la Compañía, al prójimo o a nosotras mismas.

Otra razón es que esto nos hace conformes con el espíritu y la manera de obrar de la Compañía; porque, si surgiese alguna dificultad, yo pensaría delante de Dios que se trata de su mayor gloria, y procuraría acordarme de lo que he oído decir a mis superiores en ocasiones semejantes, para sacar de allí lo que pueda hacer en conformidad con sus intenciones. Si la cosa fuese de tal naturaleza que pudiese decírsela a la hermana con quien estoy, lo trataría con ella, con la esperanza de que Dios le daría su espíritu; si se refiriese a mi conciencia, me confesaría del pecado cometido, con resolución de abandonarlo, y procuraría quedarme tranquila.

Mi resolución ha sido insistir todo lo que me sea posible, con la ayuda de Dios, en el espíritu y en las máximas de la Compañía, durante el tiempo que tengo la felicidad de estar en esta casa, para servirme de ellas cuando Dios permita que me vea lejos de aquí.

Esta es, dijo el padre Portail, una razón que todavía no se había dicho, esto es, la uniformidad. Es preciso que os conforméis con el espíritu de la casa, de forma que no solamente os den a conocer vuestro vestido y vuestro tocado, sino sobre todo vuestra manera de obrar. Esto es muy necesario y conviene que lo tengáis en cuenta, mis buenas hermanas; fijaos bien en esto, por favor.

Por consiguiente, tenéis que ejercitaros. Los soldados que van a la guerra se ejercitan antes de partir, y aunque estén en tiempos de paz, no dejan de recordar con frecuencia los ejercicios de la guerra. ¿Por qué obran así, sino para estar bien preparados cuando haya que ir al combate? Porque, si no hubiesen hecho estos ejercicios anteriormente, podría temerse que se encontrasen sin experiencia en el momento de la lucha.

Pues bien, las Hijas de la Caridad tienen que pelear contra el diablo con las instrucciones que dan a los pobres enfermos cuando los van a visitar y hacerles conocer a Dios y los principales misterios de nuestra religión; esto hace que piensen en su salvación y eviten los pecados que las pondrían en posesión del diablo. Pelean también contra él con las enseñanzas que dan a las niñas, en quienes van insinuando el temor de Dios y el deseo de la virtud. Y sobre todo combaten contra él con el buen ejemplo que dan, con su caridad en socorrer al prójimo, con su modestia, su humildad y todas las virtudes que practican.

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