Vicente de Paúl, Conferencia 020: Sobre la observancia del reglamento

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(22.01.45)

El día de san Vicente mártir del año 1645, nuestro veneradísimo padre tuvo la caridad de dirigirnos una conferencia sobre las prácticas y reglas de nuestra Compañía y nos dijo:

– Hermanas mías, ya conocéis el tema de esta plática; tengo que recordaros lo que se practica en vuestra Compañía desde hace tiempo. No hay reglas nuevas; se trata solamente de vuestras prácticas. Se hace tarde, hijas mías, os he hecho esperar mucho. Os pido perdón. Pero os aseguro que tenía ya puesto mi manteo para venir, cuando una persona de condición me obligó a volver. Los tres puntos de vuestra oración eran; las razones que tenéis para practicar exactamente las antiguas costumbres de la Compañía; las faltas que se cometen de ordinario o que pueden cometerse contra las antiguas costumbres y reglas de la Compañía; y los medios de los que podéis serviros en el futuro para guardar más exactamente vuestro reglamento.

Pues bien, creo que no hemos de detenernos mucho. Veamos solamente algunas de vuestras anotaciones.

Usted, hermana, ¿qué piensa sobre este tema?

– Padre, la mejor razón es que no podríamos ser virtuosas, si no practicásemos nuestras reglas; la segunda, que sin esta práctica no puede haber unión en la Compañía. He reconocido que cometía muchas faltas contra las reglas; he faltado casi en todas, especialmente en la oración. No he tenido buenos y elevados pensamientos a lo largo del día, y por mala condescendencia y respeto humano no me he retirado a la hora debida, aunque sintiese en mi interior cierto remordimiento de conciencia. En esto he dado mal ejemplo a la hermana que estaba conmigo y también en algunas otras faltas contra las reglas. He pensado que, para practicar mejor las reglas, tengo que renunciar a mi misma, ya que mi naturaleza se echa siempre para atrás cuando hay que superarse en alguna cosa. He tomado la resolución de esforzarme con la gracia de Dios.

– ¿Y usted, hermana?

– Padre, yo he pensado que, como Dios me ha llamado a la Compañía de las Hijas de la Caridad, tengo que seguir sus reglas, obedecer a nuestros superiores y dar buen ejemplo a mis hermanas en todas mis acciones. Las faltas que he observado en mi son especialmente faltas contra el silencio, ya que hablo con demasiada rudeza y con discursos desordenados; en esto he desedificado con frecuencia a la Compañía, como también en otras muchas faltas que no nos gustaría cometer delante de nuestros superiores. He tomado la resolución, con la gracia de Dios, de poner en práctica las reglas que nos ha dado la divina Providencia, obedecer a nuestros superiores y a todas nuestras hermanas. ¡Que Dios me dé su gracia!

– ¿Y usted, hermana? ¿cuáles son sus pensamientos?

– Padre, la primera razón es que, puesto que Dios me ha tomado para su servicio, me pide una gran perfección. La segunda es que Dios es tan bueno que bien merece que nos hagamos violencia. Además, él nos pedirá cuenta estrecha de todas las gracias que nos ha concedido. Las faltas que cometo contra las reglas se deben a mi excesivo afecto hacia mi misma; mis cobardías han sido muchas veces, y a causa de haber servido a los pobres con negligencia. He pensado, como medio para practicar mejor nuestro reglamento, en renunciar a mi misma, no querer más que la voluntad de Dios, y obedecer fielmente a nuestros superiores.

– Hable usted, hermana.

– Tenemos que practicar fielmente nuestras reglas porque, por este medio, Dios nos concederá la gracia de perseverar en nuestra vocación. Vamos en contra de la fidelidad que debemos a Dios siempre que faltamos a la práctica de nuestros reglamentos. De esa forma nos alejamos de él; esto me da una gran confusión, ya que siempre he faltado a la práctica de todos. Para corregirme de mis defectos, conviene que ame mas mí vocación, mediante la gracia de Dios, la ayuda de la santísima Virgen y de mi ángel de la guarda.

– ¿Y usted, hermana?

– Padre, me parece que las reglas se han dado a las Compañías para ayudarlas a perfeccionarse. Una segunda razón es lo que nuestro Señor les ha prometido a los que guarden los consejos evangélicos y a los que practiquen las obras de misericordia. Esta promesa se dirige especialmente a las que tienen la felicidad de ser llamadas a las Compañías establecidas para el ejercicio de la caridad; pues bien, todos los artículos de nuestras reglas nos llevan a eso, especialmente en la instrucción de los ignorantes y en la visita a los enfermos y prisioneros, como son los galeotes. La tercera razón es que la fidelidad a las reglas en todo, sin traspasar nunca los límites de lo que se nos ha ordenado, nos edifica mutuamente. Una hermana que se niega a hacer o decir o llevar lo que se le manda puede arrastrar a las demás en ese mismo espíritu de contradicción y de desobediencia. Yo soy tan miserable que he faltado mucho y en bastantes ocasiones, especialmente por no pedir perdón a mis hermanas siempre que les he dado algún disgusto; en eso he desedificado a todas mis hermanas, a las que pido muy humildemente perdón con todo mi corazón.

– ¡Bendito sea Dios, hermanas mías! Hable, hermana.

– Me parece, padre, que el único medio de ayudarnos a agradar a Dios y a cumplir su santísima voluntad es la observancia de nuestras reglas, que se nos han dado por orden de su divina Providencia. He faltado muchas veces contra el silencio y contra la obediencia y por mi gran repugnancia a que me reprendan de mis defectos. Para practicarlas en el futuro, pediré muchas veces a Dios esta gracia y pensaré también con frecuencia en mis deberes. ¡Alabado sea el santo nombre de Dios!

– ¡Bendito sea Dios, hermanas mías! Continúe usted, hermana, la que sigue.

– Padre, al comienzo de mi oración he admirado los medios de que Dios se sirve para darnos a entender lo que le agrada y lo que nos exige para el aumento de su gloria en nosotros. Puesto que en su morada principal hay reglas muy estrechamente observadas por los nueve coros de los ángeles, es preciso que las haya también en la tierra, en las Compañías donde se complace en habitar, y especialmente en las que aspiran a la imitación de la vida de Jesucristo, como sucede con la Compañía de las Hijas de la Caridad. Es muy razonable que tengan, cada una en particular y todas en general, una preocupación, muy grande por guardar enteramente las que les han dado, y aplicarse a ellas como un medio de perfeccionarse.

Reconozco haber faltado hasta el presente y muchas veces en la práctica de estas reglas, casi en todo, y especialmente en el respeto que debo a todas mis hermanas. Para mejor practicarlas en el futuro, he pensado que necesitaba un gran despego de mi misma, para unirme fuertemente a la voluntad de Dios, que se encuentra en nuestras reglas, ya que nos las han dado nuestros superiores; mi resolución ha sido tener más afecto que nunca a la práctica de las reglas. ¡Dios me conceda esta gracia por su bondad!

Otra hermana dijo:

– No puedo ser buena Hija de la Caridad sin poner en práctica las reglas de la Compañía, a las que he faltado casi siempre desde que Dios me dio la gracia de entrar en ella. Para no caer en estas faltas, tengo necesidad de superarme a mi misma.

– ¿Y usted, hermana?

– Padre, he pensado que, por la práctica de las reglas, honramos la verdad y huimos de la hipocresía, ya que nuestros superiores, el mundo y nuestras hermanas, creen que nos hemos entregado a la Compañía para hacer todo lo que en ella se hace. Otra razón es que Dios lo quiere así; nos lo demuestra cuando nos ha llamado a esta manera de vivir. Es conveniente pensar muchas veces que es a Dios a quien servimos en todos nuestros actos, que él nos hace superar, por su amor, las pequeñas dificultades que tenemos, que se alegra en ella, y que finalmente nos dará, por un poco de trabajo, la eternidad bienaventurada como recompensa. Las faltas contra nuestras reglas debilitan poco a poco nuestro fervor, nos ponen en peligro de perder nuestra vocación, dan mal ejemplo a nuestras hermanas y, lo que es peor, ofenden a nuestro Dios.

– ¡Bendito sea Dios, hermanas mías, por la estima en que tenéis el reglamento que se observa en vuestra Compañía desde hace tiempo! Dios quiere que en todas las cosas se mantenga un orden; san Pablo nos lo enseña cuando dice que lo que es ordenado viene de Dios.

Puede decirse realmente que es Dios quien ha hecho vuestra Compañía. Yo pensaba hoy en ello y me decía: «¿Eres tú el que ha pensado en hacer una Compañía de Hijas? ¡Ni mucho menos! ¿Es la señorita Le Gras? Tampoco». Yo no he pensado nunca en ello, os lo puedo decir de verdad. ¿Quién ha tenido entonces la idea de formar en la iglesia de Dios una Compañía de mujeres y de Hijas de la Caridad en traje seglar? Esto no hubiese parecido posible. Tampoco he pensado nunca en las de las parroquias. Os puedo decir que ha sido Dios, y no yo.

Yo era cura, aunque indigno, en una pequeña parroquia (2), Vinieron a decirme que había un pobre enfermo y muy mal atendido en una pobre casa de campo, y esto cuando estaba a punto de tener que ir a predicar. Me hablaron de su enfermedad y de su pobreza de tal forma que, lleno de gran compasión, lo recomendé con tanto interés y con tal sentimiento que todas las señoras se vieron impresionadas. Salieron de la ciudad más de cincuenta; y yo hice como los demás; lo visité y lo encontré en tal estado que creí conveniente confesarlo; y cuando llevaba el Santísimo Sacramento, encontré algunos grupos de mujeres y Dios me dio este pensamiento: «¿No se podría intentar reunir a estas buenas señoras y exhortarles a entregarse a Dios, para servir a los pobres enfermos?» A continuación, les indiqué que se podrían socorrer estas grandes necesidades con mucha facilidad. Inmediatamente se decidieron a ello. Luego se estableció en París esta Caridad, para hacer lo que estáis viendo. Y todo este bien proviene de allí. Yo no había pensado nunca en eso. Ha sido Dios, hijas mías, quien lo ha querido y, san Agustín asegura que, cuando las cosas suceden de esta forma, es Dios el que las hace. En esta ciudad de París, algunas señoras tuvieron este mismo deseo de asistir a los pobres de su parroquia, pero, cuando llegaron a la ejecución, se vieron impedidas de hacerles los servicios más bajos y penosos. En las misiones, me encontré con una buena joven aldeana (3) que se había entregado a Dios para instruir a las niñas de aquellos lugares. Dios le inspiró el pensamiento de que viniese a hablar conmigo. Le propuse el servicio de los enfermos. Lo aceptó en seguida con agrado, y la envié a San Salvador, que es la primera parroquia de París donde se ha establecido la Caridad. Se fundó luego una Caridad en San-Nicolás-du-Chardonnet, luego en San Benito, donde había algunas buenas mujeres, a las que Dios les dio tal bendición, que desde entonces comenzaron a unirse y a juntarse casi sin darse cuenta.

Ved pues, mis queridísimas hermanas, cómo la razón que da san- Agustín para conocer que las obras son de Dios se manifiesta realmente en vuestra Compañía, de tal forma que, si se nos preguntase cómo se ha hecho esto, podemos decir: «No lo sé».

Así pues, mis queridas hermanas, como el designio de reuniros es de Dios mismo, tenéis que creer también que ha sido la dirección de su divina Providencia la que ha hecho que vuestra manera de vivir se constituyese en regla con el tiempo, y que es necesario poner esta regla por escrito, para conservar el recuerdo de lo que Dios pide de vosotras, y mantener en esa práctica a las que vengan después de vosotras.

La segunda razón es que, mientras estéis unidas y ligadas juntamente por una practica fiel de vuestras reglas, estaréis dentro de la forma de vida que nuestro Señor os pide, y seréis como un pequeño ejército para combatir a los enemigos que quieran destruiros, y de esta forma, pareceréis en el cielo y en la tierra hijas de Dios. Hijas mías, tenéis grandes motivos para humillaros de los planes que, al parecer, tiene Dios sobre vosotras. ¡Si supieseis! ¿Lo diré, hijas mías? Tengo miedo de que alguna se enorgullezca, si os lo digo. Pero, por otra parte, me parece que también podría animar a otras. Mis queridas hermanas, ¡bendito sea Dios! Se trata de su gloria. Hablaba uno de estos días con una gran siervo de Dios sobre vosotras, hijas mías, y me dijo que no veía nada tan útil en la iglesia, y me lo expresó con mucha admiración. ¿Sabéis dónde habéis adquirido esta fama entre la gente? Ha sido por la práctica de vuestras reglas. ¿Y quién os podrá mantener en ella? Esta misma práctica, y nada más. Por eso, hermanas mías, permaneced firmes en ellas y no faltéis en un solo punto, esto es, no os canséis jamás.

¿No habéis oído hablar nunca de la conducta de los marineros que navegan en alta mar, a veces hasta quinientas leguas, sin ver tierra alguna? Los marineros están seguros mientras siguen exactamente las reglas de su navegar; pero si dejan de bajar a la bodega cuando deben o cuando el piloto se lo advierte, o la vela está a contratiempo, el navío se perderá irremediablemente. Lo mismo pasa, hijas mías, con las comunidades, y especialmente con la vuestra. Lo mismo que un navío en un mar nebuloso, vosotras también estáis expuestas a muy distintas peripecia. Vuestra vocación es vuestra guía y vuestras reglas son vuestra seguridad.

Habéis entrado, pues, en el navío en donde Dios os guía por su inspiración. Se necesita un piloto que vele, mientras vosotras dormís. ¿Quiénes son esos pilotos? Los superiores. Ellos están encargados de advertiros lo que tenéis que hacer para llegar felizmente al puerto. Y llegaréis al puerto, si sois exactas en la observancia de vuestras reglas. Si alguna de vosotras quisiese dispensarse de ellas y pidiese a su compañera que no la denunciase, hijas mías, desconfiad de esa hermana. ¿Cómo queremos que nos conduzca el piloto, si no está advertido de los escollos peligrosos? Hermanas mías, desconfiad de las que no quieran que se diga a los superiores lo que hacen y dicen; desconfiad de vosotras mismas, si tenéis esos pensamientos. ¿Y por qué, hijas mías vais a tener que descubrir vuestras debilidades? ¿No sabéis que los superiores tienen un corazón de padres y que sabrán tratar bien a las débiles como débiles y a las fuertes como fuertes? No es conveniente que las fuertes quieran ser tratadas como las débiles; de ello resultaría un grave daño para la Compañía. Para evitar este peligro, hijas mías, os diré que vale más superarse con un poco de ánimo, que dejarse abatir por el excesivo mimo y cobardía.

He aquí un ejemplo que podrá serviros: el señor cardenal de la Rochefoucauld, de más de ochenta años de edad, no falta, desde hace largos años, a su obligación de levantarse a las cuatro de la mañana, y creo que no se acuesta nunca antes de las diez. El señor primer presidente hace lo mismo, aunque con frecuencia no se acuesta hasta las once.

Hijas mías, es de grandísima importancia que seáis firmes en la práctica de vuestras antiguas costumbres, si queréis que Dios siga dándoos sus gracias, sin las cuales no haríais nada bueno. Esta exactitud es la única que puede alcanzar de su bondad vuestra perseverancia y hacer que sirváis para la edificación de los demás.

La buena señora Goussault murió con este deseo. Sí, hijas mías, murió pensando en vosotras. Murió por la tarde; pues bien, la mañana de aquel mismo día me dijo: «Padre, he estado pensando toda esta noche en nuestras buenas hermanas. ¡Si supiese usted cuánto las estimo! ¡cuántas cosas me ha hecho ver Dios a propósito de ellas!». Acordaos de aquella buena señora; Dios le dio mucha buena voluntad para con vosotras. Para animaros más con su ejemplo y afirmaros en la observancia de vuestras reglas, os diré que, mucho tiempo antes de su muerte, ella se había impuesto algunas, a las que era muy fiel. Se había habituado a guardar silencio mientras se vestía, y no faltaba jamás. Para no verse molestada por las personas que podrían entrar en su habitación, le leían durante aquel tiempo un capítulo de un libro de devoción. Ved, hijas mías, si una persona de mundo es tan exacta en una cosa a la que no está ni mucho menos obligada, con mucha mayor razón debéis vosotras, hijas mías, no faltar a ninguna de las observancias de vuestras costumbres, ya que habéis tomado esta resolución cuando entrasteis en la Compañía. Aunque hasta el presente nadie haya puesto por escrito vuestras reglas, sin embargo os obliga a ellas la costumbre de las primeras hermanas, ya que os asociasteis con ellas y debéis seguir su ejemplo; ese ejemplo os lo han dado las mayores con toda exactitud. Por eso, hijas mías, mortificaos un poco y no creáis que cualquier impedimento os puede dispensar de vuestros ejercicios.

Bien, hermanas mías, ya es tiempo de que os retiréis. Pido a nuestro Señor Jesucristo que os ha reunido para seguir el ejemplo de su santa vida, que os dé su espíritu para practicar vuestras reglas, que os conceda la gracia de imitarle en su bondad, su sencillez y humildad, para que seáis ejemplo las unas de las otras y edifiquéis a todos, según los designios de Dios. Que El os bendiga, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Pensamientos de Luisa de Marillac sobre el tema de la conferencia del 22 de enero de 1645

Hace tiempo que la Compañía desea y pide que su manera de vivir se redacte en forma de reglamento, para que, por la lectura del mismo, nos veamos animadas a practicarlo. Dios, que nos concede hoy esta gracia, nos pide mayor exactitud y fidelidad que nunca.

Por el orden que ha puesto en el cielo y en la naturaleza en todos los tiempos y lugares en donde reina su misericordia, Dios nos da a entender que lo quiere también así en las compañías, a fin de evitar la maldición del único lugar en donde no lo hay, el infierno y sus pertenencias.

Tercera razón. Nuestra salvación depende quizás de la observancia de estos reglamentos. Estamos en la Compañía bajo la dirección de la divina Providencia. Por ella es por donde las gracias de Dios tienen que llegar a nosotras. Los que estaban en la tierra en tiempos de nuestro Señor, se dirigían a los lugares por donde él tenía que pasar, y allí es donde unos recibían las gracias de su vocación y otros la de su curación. Por tanto, sería despreciar en cierto modo las gracias de Dios el apartarnos del camino en donde nos ha puesto.

Yo me reconozco culpable de todas las faltas de la Compañía, ya que falto a casi todo y no lo advierto cuando debería hacerlo, algunas veces por cobardía y condescendencia. Por seguir mí inclinación, he tenido a la Comunidad demasiado en recreo, de donde hemos caído en la mala costumbre de perder el tiempo; no es que se haga algo malo, pero el tema de las conversaciones no era sobre la práctica exacta de lo que Dios nos pide a las Hijas de la Caridad, como aprender a tratar y servir a los pobres enfermos.

Las principales faltas del reglamento son la poca deferencia de las hermanas particulares a las hermanas nombradas sirvientes de los pobres, y la poca paciencia de las hermanas nombradas sirvientes de los pobres en relación con sus compañeras, a las que manda con excesiva autoridad; la mala conducta de las hermanas que se ponen de acuerdo para hacer o decir algo contra las reglas y se prometen mutuamente ocultarlo; la pereza y la cobardía de las que, para dispensarse de la observancia de las reglas, declaran que no están obligadas a ellas.

Un medio para practicar mejor nuestras reglas, es pedir d Dios esta gracia, y preguntar a mi padre espiritual cómo puedo compaginar los pocos quehaceres que tengo y mis indisposiciones con esas reglas. Además, tengo que ser muy atenta con lo que hacen mis hermanas de la Casa y de fuera, más fiel en ocuparme de su conducta y darles a entender todo lo que pueda sobre nuestra manera de vivir, y de lo que Dios pide de nosotras, el cual sea bendito para siempre.

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