Vicente de Paúl, Conferencia 015: Explicación del reglamento

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

(14.06.43)

El 14 de junio de 1643, nuestro muy honorable padre Vicente tuvo la caridad de hablarnos del reglamento y de la forma de vida de las Hijas de la Caridad, como consecuencia de lo que una hermana de una parroquia le había preguntado por escrito sobre la práctica de lo que se hacía en la Casa. Nuestro veneradísimo padre todavía no había podido decidirse a redactarlo por escrito; en lo cual tenemos un motivo para reconocer que la divina Providencia se ha reservado la dirección de esta obra, que avanza y retrocede como a ella le place.

– Mis queridas hermanas, el tema de esta plática serán las reglas y la forma de vida que desde hace tiempo os habéis propuesto y que, además, con la gracia de Dios, estáis practicando Vosotras sois quienes las habéis hecho, o más bien, ha sido Dios el que os las ha inspirado, porque, hijas mías, no podríamos decir que se os han dado. ¿Quién hubiera creído que iba a haber Hijas de la Caridad cuando algunas llegaron a las primeras parroquias de París? No, hijas mías, yo no pensaba en ello; vuestra hermana sirviente tampoco lo pensaba, ni el padre Portail. Era Dios el que lo pensaba por vosotras. Es él, hijas mías, el que podemos decir es el autor de vuestra Compañía; lo es verdaderamente mejor que ningún otro. ¡Bendito sea Dios, hijas mías!; porque habéis sido escogidas por su bondad, vosotras, la mayor parte pobres muchachas de aldea, para formar una Compañía que le servirá mediante su gracia.

Veo, hijas mías, que habéis hecho oración sobre este tema. El primer punto es sobre la necesidad que tienen todas las compañías de una regla o manera de vida adecuada al servicio que Dios quiere obtener de ella. Y esto es perfectamente claro, porque hay una regla, no solamente entre los religiosos, sino en todas partes: nosotros, que no somos religiosos y que no lo seremos jamás, porque no lo merecemos, tenemos una; los padres del Oratorio, a los que hubiera debido nombrar en primer lugar, tienen una. Es difícil, y hasta imposible, que las comunidades se mantengan sin regla en la uniformidad. ¡Qué desorden habría si unas quisieran levantarse a una hora y otras a otra! Sería una desunión, más bien que una unión.

Os diré pues, hijas mías, unas cuantas reflexiones que se me han ocurrido sobre esto, porque no he tenido tiempo para pensar mucho en ello.

La primera razón es la necesidad que os acabo de decir, y esto en todo tiempo. Las reglas están establecidas en el orden de la naturaleza y hasta Dios las escribió con su dedo para el pueblo israelita, y él quería que su ley estuviese siempre ante sus ojos. Quizás, hijas mías, será conveniente que pase lo mismo con vuestras reglas. Al menos, será preciso que todas tengáis una copia para ayudaros a practicarlas exactamente.

Otra razón, hermanas mías, es que esto agrada a Dios. Hijas mías ¡qué felicidad poder agradar a Dios! ¿No veis, hermanas mías, qué placer tan singular se siente agradando a las personas que uno ama? Se considera como un gran honor y contento agradar al rey; a un rey terreno que, según la naturaleza, no es más que los demás hombres, y que está sujeto a las mismas necesidades e incomodidades. Hemos tenido un ejemplo de ello, estos últimos días, en la persona de nuestro buen rey (1), de felicísima memoria, que ha sufrido tanto y que, después de su muerte, han encontrado gusanos en el intestino y uno en el estómago. Sí, hijas mías, muchas personas trabajan con gran cuidado y esmero por agradar a un rey terreno, del que sólo se pueden esperar recompensas vanas y terrenas; con mucha mayor razón debéis tener cuidado de agradar a Dios, que es rey de todos los reyes y que recompensa a los que le aman y sirven con una felicidad eterna.

Otra razón, hijas mías, es que resulta fácil observar vuestras reglas. Están divididas en dos partes. La primera os dice en quince artículos lo que tiene que ser el empleo de la jornada, esto es, todo lo que tenéis que hacer en cada hora. En la segunda parte se contienen algunos avisos para ayudaros a practicarlas bien.

Sé muy bien que habrá alguna diversidad en vuestros reglamentos, por la diferencia de los pobres a quienes servís; pero, sin embargo, en lo principal de vuestros ejercicios, pueden estar todas de acuerdo. Y si es necesario cambiar alguna cosa para el servicio de los galeotes, de los niños, de los pobres de las parroquias, de las hermanas que están en el campo, se hará. Creo que podréis fácilmente pareceros a las de la Casa; es de desear que vuestros ejercicios sean como los de las hermanas de la Casa.

Os digo pues, hermanas mías, que la práctica de vuestra manera de vida es muy fácil. No hay nada tan fácil y agradable como levantarse a las cuatro, ofrecer los primeros pensamientos a Dios, ponerse de rodillas para adorarlo y ofrecerse a él. ¿No es esto muy fácil?

Para hacer la oración, esto es, para hablar con Dios, una media hora; ¡qué facilidad y qué dicha! Ordinariamente nos sentimos muy felices de poder hablar con un rey; y carecen de razón aquellos que encuentran difícil hablar media hora con Dios.

Llevar las medicinas a los enfermos y oír la santa misa al regreso, tampoco es difícil. Ir a casa de la dama que hace cocer el puchero a la hora que hay que llevarlo a los enfermos, o un poco antes, si es necesario; y a veces es necesario, por temor de que las criadas no lo tengan preparado cuando es preciso.

Antes de comer, hacer el examen particular, decir el Benedicite y dar gracias. ¿Qué dificultad encontráis en ello?

Después de comer, tener cuidado de recoger las prescripciones del médico, y preparar y llevar los remedios a los enfermos. Esto es muy fácil.

Después de esto, tomar algún tiempo para leer algún capítulo de algún libro de devoción. Hijas mías, no hay que faltar en esto; se trata de algo muy fácil y es además muy necesario porque, por la mañana, habláis con Dios en la oración, y por la lectura Dios os habla a vosotras. Si queréis que Dios os escuche en vuestras oraciones, escuchad a Dios en la lectura. No es menos provechoso y agradable escuchar a Dios que hablarle. Por eso, os recomiendo mucho, tanto como sea posible, que no faltéis a esto, y si puede ser, que hagáis un poco de oración después.

Hacer luego el examen particular después de cenar, resulta también muy fácil.

Hacer también antes de acostarse el examen general; acostarse a las nueve y dormirse con algún buen pensamiento. ¿No es todo muy fácil? ¿Y qué razones podríais tener para no hacerlo?

Y además de lo que os he dicho, rezáis también el rosario en varias ocasiones; por ejemplo, una decena después de la oración de la mañana; dos en la iglesia, antes de la misa o hasta el evangelio, si la misa empieza enseguida; dos, después de la lectura de mediodía y una, por la noche. Se os permite que toméis otras horas, si éstas no os convienen.

Confesar y comulgar los domingos y fiestas principales, y no con mayor frecuencia sin permiso del director. Hijas mías, os recomiendo mucho que seáis exactas en la práctica de este punto, que es de gran importancia. Sé muy bien que podrá haber algunas que deseen hacerlo más veces; pero, por amor de Dios, mortificaos en esto y pensad que una comunión espiritual bien hecha tendrá algunas veces mayor eficacia que una real. Lo sé, hijas mías, y os diré con mucho gusto que las comuniones muy frecuentes han sido causa de grandes abusos, no ya a causa de la santa comunión, sino por las malas disposiciones que a veces se tienen. Por eso, hijas mías, os ruego que no comulguéis con mayor frecuencia sin el permiso de vuestro director. También es muy importante que no estéis sin hacer nada, y que os ocupéis en coser o en hilar, cuando no tengáis nada que hacer por vuestros enfermos.

Es preciso, hijas mías, trabajar para ganarse la vida, y ser muy exactas en emplear el tiempo, del que Dios os pedirá una cuenta muy estrecha. Lo ha dicho él mismo: «Yo os exigiré el tiempo que ha pasado». Se trata de una cosa muy preciosa el emplear bien el tiempo, y el tiempo que tenemos en la tierra nos puede resultar tan ventajoso, que debemos tener mucho cuidado de no perderlo nunca. ¡Ay miserable de mí! ¿qué diré a Dios cuando me pida cuentas del tiempo que he perdido?

La segunda parte de vuestras reglas consiste en algunos avisos contenidos en diecisiete artículos, para practicar bien el empleo de la jornada, para hacer todos vuestros ejercicios con espíritu de humildad, de caridad, de mansedumbre, y para honrar la santa vida de nuestro Señor Jesucristo en la tierra. Para ello, es preciso que dirijáis vuestra intención al comienzo de cada acción, principalmente cuando os dedicáis al servicio de vuestros pobres enfermos. ¡Qué felicidad, hijas mías, servir a la persona de nuestro Señor en su pobres miembros! El nos ha dicho que considerará este servicio como hecho a él mismo.

Honrad mucho a las damas. ¿No es razonable tratarlas con respeto y obedecerles en lo que concierne al servicio de los pobres? Son ellas las que os dan los medios de ofrecer a Dios el servicio que hacéis a los enfermos. ¿Qué podríais sin ellas, hijas mías? Tratadlas, pues, con gran respeto, de cualquier condición que sean. Es preciso que os lo diga: he observado que algunas faltan en este asunto. Pues bien, es menester guardarse mucho de ahora en adelante, tanto al hablarles, como al hablar de ellas. Ellas os veneran mucho y os quieren, pero no hay que abusar.

Hay que hacer lo mismo en relación con los señores médicos. Hijas mías, no hay que hablar contra sus prescripciones, ni hacer vuestras medicinas con otras composiciones; haced puntualmente lo que ellos dicen, tanto en la dosis como en las drogas. A veces va en ello la vida de las personas. Respetad, pues, a los médicos, no sólo porque son más que vosotras y porque son sabios, sino porque Dios os lo manda, y esto en la Santa Escritura, donde hay un pasaje sobre ellos que dice: «Honrad a los médicos porque los necesitáis» (3). Los mismos reyes los honran, y todos los grandes del mundo. Entonces, ¿por qué vosotras, con la excusa de que os son familiares, de que os hablan libremente, no tenéis con ellos el honor y el respeto que les debéis? Hijas mías, poned cuidado en esto, por favor. Y aunque os parezca que algunas veces unos lo hacen mejor que otros, guardaos mucho de despreciarlos, porque es la ignorancia la que os impide conocer por qué los médicos observan diversos métodos para tratar a los enfermos, obteniendo sin embargo efectos semejantes. Por eso, hijas mías, tenéis que tratarlos siempre con gran respeto.

Tenéis que pensar con frecuencia que vuestro principal negocio y lo que Dios os pide particularmente es que tengáis mucho cuidado en servir a los pobres, que son vuestros señores. Sí, hermanas mías, son nuestros amos. Por eso tenéis que tratarlos con mansedumbre y cordialidad, pensando que por eso os ha puesto juntas y os ha asociado Dios, que por eso Dios ha hecho vuestra Compañía Tenéis que tener cuidado de que no les falte nada en lo que vosotras podáis, tanto para la salud de su cuerpo, como para la salvación de su alma. ¡Qué felices sois, hijas mías, por haberos destinado Dios a esto, para toda vuestra vida!

Los grandes del mundo consideran una felicidad el poder ocupar en esto una pequeña parte de su tiempo, y esto con gran fervor y caridad. Vosotras, hermanas de San Suplicio, veis a esas princesas y grandes damas cuando las acompañáis. Hijas mías, ¡cuánto tenéis que estimar vuestra condición, ya que estáis en condiciones de practicar todos los días, a todas las horas, las obras de caridad, y que es este el medio de que Dios se ha servido para santificar a muchas almas! Sí, hijas mías, ¿no sirvió un san Luis (4) a los pobres en el hospital de París, y con tan gran humildad, que le vino muy bien para su santificación? Todos los santos, o la mayoría, han considerado como una felicidad agradar a Dios por este medio. Humillaos mucho y pensad que es para vosotras una gracia de Dios muy por encima de vuestros méritos.

¿Qué? El mundo os quiere y honra por este motivo y admira lo que Dios quiere hacer por vosotras. Acabo de llegar de visitar a la reina (5). Me ha hablado de vosotras. Hijas mías, tenéis muchos motivos para temer haceros infieles a Dios y despreciar sus gracias, si no os esforzáis en poner en práctica las reglas que os ha dado.

Es necesario que os guardéis de hablar mucho. Hijas mías, es un gran defecto el hablar demasiado y cosas inoportunas, especialmente en las Hijas de la Caridad, que deben tener mucho más recato que las demás. Tenéis que guardar además el silencio a las horas de levantarse y acostarse, o sea, desde la lectura de la tarde hasta la mañana después de la oración. Hermanas mías, ¡qué buen ejercicio es guardar silencio! En el silencio es donde se puede escuchar a Dios que habla en nuestros corazones. Tenedle gran devoción. Si la necesidad exige que habléis, que sea en voz baja y con pocas palabras. Esta observancia os dará devoción.

El sexto artículo os pide que seáis muy modestas en todo tiempo. Hijas mías, esta virtud la debemos tener en gran consideración; porque, si se ve a una hija de la Caridad inmodesta por las calles, mirando a una parte y a otra, hijas mías, en seguida se diría: «Esa lo dejará». Si esto sucediese en varias, habría motivos para creer que pronto fallaría la comunidad. Hijas mías, se trata de una cosa de grandísima importancia Pero también tenemos motivos para alabar a Dios, y os puedo decir que estoy edificado de vuestra modestia cuando me encuentro con alguna de vosotras por la calle. ¡Dios sea bendito! Siempre me ha impresionado la modestia y el recato de una hermana que venía de cierto lugar; como le preguntase con qué persona había hablado, me dijo: «Padre no me he fijado». Así es cómo hay que comportarse, hijas mías.

No tenéis que hacer ni recibir visitas, ni introducir a persona alguna en vuestra habitación, cuando esto impida vuestras Ocupaciones. Sería una falta notable si cogéis esta costumbre: poco a poco esto ocuparía todo vuestro tiempo y os llevaría a servir a vuestros enfermos con prisa; y lo que es peor, habría que temer que con el tiempo los descuidaseis de tal manera que el pensamiento de las personas a las que fuerais a ver y las que viniesen a vuestras habitaciones ocuparían la mayor parte de vuestro tiempo y de vuestro espíritu. Hijas mías, ¡qué importante y peligroso es esto! Tened cuidado y no tengáis miedo de decir: «Perdone, por favor; es la hora de nuestra comida, de nuestras oraciones; no podemos dejarlo para otro tiempo». Mirad, hijas mías, aun cuando de momento, cuando estáis hablando con ellas, os parezca que lo van a tomar mal, no dudéis. Cuando lo piensen, en vez de criticaros, os alabarán por ello; y tendréis el consuelo de haber respondido en aquella ocasión como Dios quería. ¡Qué felicidad, hijas mías, estar seguras, al practicar vuestras reglas, de que hacéis lo que Dios quiere! Por eso, cuando se os diga: «No me vienes a ver», responded resueltamente: «Señora, perdóneme, por favor; no tenemos que hacer visita alguna».

Tenéis que vivir todas juntas en una gran unión y no quejaros jamás la una de la otra. Para ello, hijas mías, hay que soportarse mucho, ya que nadie está sin defectos. Si no soportamos a nuestra hermana, ¿por qué creemos que ella nos tiene que soportar a nosotros? Hijas mías, no se trata de que algunas veces no surja alguna pequeña contradicción: una podrá querer una cosa y su hermana otra; y lo que ellas quieran, pueda ser que no esté mal; sin embargo, si no hay condescendencia, y la una no cede a la otra, se caería en la desunión. Por eso, hijas mías, en nombre de Dios, adelantaos la una a la otra y decid: «Bien, hermana mía, ya que lo desea usted así, yo también lo quiero». Hermanas, este es el mejor medio para estar siempre verdaderamente unidas. ¿No es eso mismo lo que hacemos también con nosotros mismos, que no permanecemos mucho tiempo en el mismo querer?; porque hoy queremos una cosa y mañana otra. Y si no nos soportamos a nosotros mismos en estos cambios, jamás tendremos paz y tranquilidad. Guardaos mucho de quejaros a los demás, bien sea a las damas, bien a vuestros confesores, bien a cualquiera de vuestras hermanas, o de permanecer en los sentimientos de antipatía que a veces pueden sobrevenir.

Hijas mías, hay también otro gran medio, para manteneros en unión y cordialidad: si os dais cuenta de que mutuamente os habéis contristado, pedíos perdón cuanto antes, si podéis, o al menos por la noche, ya que, si os acostáis con vuestro enfado, hijas mías, sería una cobardía muy grande. No solamente es éste un deber de las Hijas de la Caridad sino de todo buen cristiano, ya que Dios ha dicho: «El sol no se ponga sobre vuestra cólera». Hay personas en el mundo que lo hacen así.

Además, hermanas mías, aunque seáis todas iguales y semejantes en todas las cosas, la regla quiere que, entre dos o tres que están juntas, una sea nombrada hermana sirviente; hay que someterse humildemente y de todo corazón a ella, mirándola en Dios, y mirando a Dios en ella. Os resultará muy fácil someteros, si consideráis que ella manifiesta la presencia de Dios, y si la miráis en Dios, porque es la dirección de la divina Providencia la que os ha unido, y por consiguiente tenéis que honrarla. Por su parte, la hermana sirviente tiene que guardarse de actuar sobre su hermana con autoridad e imperio, sino hacerlo más bien con mansedumbre y cordialidad, pensando que la caridad es mansa, benigna, paciente, y lo sufre todo. Pues bien, no podría ser una verdadera hija de la Caridad, si no imitase a su madre. Conviene, hijas mías, que os tengáis un gran respeto mutuo, con la idea de que estáis igualmente al servicio de un mismo Señor; por eso tenéis que sentiros tan honradas como si estuvieseis al servicio de los más grandes señores del mundo. También es éste un consejo que nos da nuestro Señor: «Trataos uno al otro con honor y benevolencia» (8), Hijas mías, si es así, ¡cuán grande bendición y edificación tendrá vuestra Compañía! No discutáis nunca una contra otra, sino, más bien ceded de vuestra voluntad para hacer la de vuestra hermana, en las cosas que no sean pecado y que no vayan en contra de vuestra manera de vivir. Pero a veces suceden cosas de muy poca importancia que dan ocasión para enfadarse de tal manera que por cualquier motivo se cometen grandes faltas. El diablo, nuestro enemigo y padre de la discordia, lo que más desea con este medio es que nos desunamos. Hijas mías, hay que guardarse mucho de esto. Y más vale buscar el agrado de Dios que satisfacer nuestra propia pasión.

Hay otro artículo en el que se ordena que no deis ni recibáis nada sin permiso de la hermana sirviente que está al tanto de la casa. Hijas mías, este punto es de mucha más importancia de lo que creéis. Apenas habéis entrado en una Compañía, en donde no tiene que haber nada propio, todo lo que tenéis ya no es vuestro, sino de vuestras hermanas lo mismo que de vosotras. Por eso ya no tenéis la facultad de darlo sin permiso Si se trata de una cosa de cierta importancia, es necesario que la hermana sirviente pida permiso al superior. Si la cosa es pequeña, puede permitir darla y recibirla. Si tenéis prisa y no tenéis tiempo para pedir permiso, vuestra intención tiene que ser la de hablar cuanto antes con vuestra hermana sirviente con espíritu de sumisión, dispuestas a devolver el objeto, o a guardarlo, según ella os ordene. ¿No os parece bien así? ¡Cuántos medios tenéis para haceros virtuosas! ¡Bendito sea Dios!

Ahora viene también un artículo muy necesario: tendréis cuidado de venir todos los meses a la Casa al menos una vez y esto a la hora más indicada. ¿Por qué hijas mías? Para hablar un poco de vuestra situación con la hermana sirviente, y esto con toda cordialidad. Lo mismo que un niño que fuese a buscar en su madre algún consuelo, para decirle vuestras penas, pequeñas y grandes, pedirle consejos según vuestras necesidades, darle cuentas de la práctica de vuestras reglas, de vuestra conducta, de vuestras pequeñas diferencias, si las hubiere, y esto con toda sinceridad y cordialidad y sin ningún disimulo. Hijas mías, las pequeñas penas de la vida ya no son penas con estos consuelos; o, si todavía os quedan, Dios os concederá la gracia de amarlas por amor a él. No tenéis que contentaros con descubrir vuestros defectos y vuestras penas; también es conveniente decir con toda sencillez las gracias que Dios os haya hecho. Hay cinco o seis artículos de los que tenéis que hablar. Ya se os avisará.

He aquí uno, hijas mías, que os ayudará mucho a practicar bien vuestras reglas y vuestros ejercicios: no faltéis a las reuniones cuando se os avise, cualquiera que sea el pretexto que pudieseis tener. Si alguna dama quisiese entreteneros ese tiempo, habrá que decirle: «Señora, le suplico con toda humildad que nos permita ir a la reunión que se tiene en la Casa. Estamos obligadas a ello; y hemos tomado nuestras precauciones para que, durante nuestra ausencia, no les falte nada a nuestros enfermos». Si les habláis de esta manera, se guardarán muy mucho de impediros. Si no, perderíais grandes cosas; porque, hijas mías, Dios, que conoce vuestras necesidades, permite a veces que oigáis en estas reuniones una palabra útil, que en otra parte no escucharíais. Y además, hermanas mías, es siempre una gran bendición encontrarse en las reuniones, ya que nuestro Señor nos ha dicho que cuando estemos reunidos en su nombre, él estaría en medio de nosotros (9). Hijas mías, decidme, ¿no dice la verdad nuestro Señor? Y puesto que nos la dice siempre, ¿por qué no le creemos? Hermanas mías, yo lo creo tan firmemente, como si lo viese aquí, en medio de nosotros, aunque muy indignos, sí, hijas mías, lo creo tanto como creo que estáis aquí vosotras. Por eso os ruego que no dejéis de venir.

Además, hijas mías, es necesario que no tengáis ningún apego ni a los lugares, ni a las personas, ni a los cargos, y que estéis siempre dispuestas a dejarlo todo cuando la obediencia os separe de algún lugar, convencidas de que Dios lo quiere así. Se trata de lo más importante que yo pueda deciros. Sin ese desprendimiento general es imposible que subsista vuestra Compañía. Hijas mías, vosotras no debéis querer que, por vuestro gusto, se os deje en un lugar de donde es necesario sacaros, para poneros en otra parte, o para venir a la Casa. Otra hermana haría lo mismo, luego más tarde otra, y de esta forma, el desorden se multiplicaría, y sería la ruina total de la Compañía y el fin de tantos bienes como se hacen y cómo se podrán hacer, si sois fieles a Dios. ¡Que desgracia, hijas mías, para la hermana que fuese la causa de este desorden! ¡No quiera Dios que esto suceda jamás! Hijas mías, tened mucho cuidado de que no se deslicen entre vosotras ciertos apegos que os impidan estar en las manos de Dios; porque de aquí podría resultar que ya no iríais a un lugar en donde su bondad querría daros la gracia de utilizaros.

Aunque recomiendo la práctica exacta de vuestras reglas y de vuestra manera de vivir, y aunque queráis conformaros con todo lo que se hace en esta Casa, donde está el cuerpo de la Compañía, sin embargo, como vuestra obligación principal es el servicio de los pobres enfermos, no tenéis que temer dejar algunas reglas cuando surja alguna necesidad en los enfermos, con tal que se trate de verdadera necesidad y no de un capricho, o por pereza.

He aquí, hermanas mías, el último artículo de vuestra manera de vivir. Se os ha dado una memoria para que la leáis al menos una vez todos los meses. Es necesario que sea así. Por esa lectura conoceréis la voluntad de Dios y os aplicaréis a ponerla en práctica.

Hijas mías, ¡que Dios os conceda su gracia! Este será un medio para haceros verdaderas Hijas de la Caridad, hijas agradables a Dios. Os lo digo, y es verdad: las que guarden y practiquen con toda exactitud sus reglas, llegarán en seguida a una grandísima perfección y santidad. Hijas mías, ¿que es lo que os lo podría impedir? Son reglas muy fáciles! Sabéis que os hacen agradables a Dios y que siguiéndolas cumplís su santísima voluntad. Hijas mías, si sois fieles en la práctica de esta forma de vivir, seréis todas buenas cristianas. No os diría tanto si os dijese que seríais buenas religiosas. ¿Por qué se han hecho religiosos y religiosas sino para ser buenos cristianos y buenas cristianas? Sí, hijas mías, poned mucho empeño en haceros buenas cristianas por la práctica fiel de vuestras reglas. Dios será glorificado con ello, y vuestra Compañía edificará a toda la iglesia. No estiméis en poco la gracia que Dios os ha concedido y os concederá, si os hacéis dignas de ella. Pensad que en estos últimos tiempos Dios quiere poner en su Iglesia una Compañía de pobres campesinas, como sois la mayor parte, para continuar la vida que su Hijo ha llevado en la tierra. Hijas mías, no os hagáis indignas de vuestra gracia. Ruego a Dios, hermanas mías, que os dé para ello una perfecta unión.

Dios mío, nos entregamos a ti para el cumplimiento de los planes que tienes sobre nosotros; nos reconocemos indignos de esta gracia; pero te la pedimos por el amor de tu Hijo; te la pedimos por la santísima Virgen; te la pedimos también por nuestras hermanas que, en tu bondad, has querido llevar ya a tu paraíso. Dánosla, Dios mío, para tu gloria y bendición. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *