(27.06.42)
Motivos de esta unión, medios para conseguirla. El padre Vicente indica tres medios. No cree conveniente establecer una correspondencia entre las casas.
Carta de un misionero a uno de sus hermanos
Padre:
El tema de la conferencia de esta tarde me ha parecido de tanta importancia para el bien y mantenimiento de la compañía, y tan claras han sido las razones que se han aducido sobre esta materia, que me parecería ir en contra de mi conciencia si no se las comunicase a usted. El tema era la unión entre las casas de la compañía. El primer motivo que se señaló es que todos éramos misioneros y no formábamos más que un cuerpo; lo mismo que hay una relación tan estrecha entre las partes del cuerpo, esa misma unión tiene que haber entre los miembros de una comunidad; unión que tenía que extenderse a la observancia de los mismos reglamentos, de la misma manera de obrar, las mismas prácticas, la misma forma de predicar, de catequizar, de confesar; y que, sobre todo, esta unión tenía que grabarse en los corazones para tener la misma voluntad y los mismos sentimientos.
El segundo motivo es que, por medio de esta unión, se prescinde de esas pequeñas satisfacciones que la naturaleza reclama; como, por ejemplo, desear ir a una casa en vez de a otra para vivir con mayor libertad, ya que en todas se verán las mismas prácticas y observancias.
También se citó la unión de los primeros cristianos, en los que erat cor unum et anima una, la unión de la iglesia en los sacramentos, en el santo sacrificio y en las ceremonias.
El segundo punto se refería a los medios para tener esta unión. Esto es lo que dijo nuestro bondadoso y venerado padre, que no habló sobre los motivos. Dijo que el medio principal y mejor era pedírsela a Dios, que era el medio de unión, el padre de la unión, ya que era el que unía los corazones. «Pidámosela, pues», decía.
El segundo medio era inclinar el corazón hacia todos los de la compañía y sentir una gran estima por todos los miembros que la componen.
El tercero, en el que insistió mucho, estas son más o menos sus palabras:
Hay que hablar siempre bien de todas las casas de la compañía y no decir nunca: «Se hace esto, se hace aquello»; no, jamás, ¡que Dios nos guarde! ¡Ay, padres! ¡Quién nos diera el espíritu de nuestra pobre fundadora!. Yo soy testigo de que no solamente no hablaba nunca mal de nadie, sino que nunca encontraba nada digno de crítica y todo le parecía bien. ¡Ay padres! ¡Quién nos diera esa caridad de encontrarlo todo bien! ¡Quién nos diera esa virtud, incluso de buena educación! La difunta señora esposa del general de las galeras tenía la práctica de no hablar nunca mal de los ausentes; lo sabe el padre Portail, que la conoció tan bien como yo. Yo nunca la oí decir nada en descrédito de los ausentes; por el contrario, era su abogado y desviaba con destreza las conversaciones que tendían a la maledicencia.
¡Qué villano e indigno de un buen espíritu es no encontrar nada bueno! Fijaos cómo casi todo lo que nos parece malo, sólo lo es en nuestra imaginación. No, no, es que nos engañamos. Los que tienen legañas, lo ven todo legañoso; lo mismo pasa con los que se empeñan en criticarlo todo: la pasión les ciega la razón. Veámoslo todo bien; no pongamos nunca la mano en los defectos ajenos; si hemos visto algo malo, olvidémonos de ello, no se lo digamos nunca a los otros, no juzguemos mal las intenciones de nuestros hermanos, de por qué y cómo lo hacen. Estoy poniendo el dedo en la llaga. Me gustaría que entre nosotros se extendiese esa santa práctica: verlo todo bien; que se diga que en la iglesia de Dios hay una compañía que hace profesión de estar muy unida, de no hablar nunca mal de los ausentes, que se diga de la Misión que es una comunidad que nunca encuentra nada que criticar en sus hermanos. La verdad es que yo estimaría esto más que todas las misiones, las predicaciones, las ocupaciones con los ordenandos y todas las demás bendiciones que Dios ha dado a la compañía, tanto más cuanto que en nosotros estaría entonces más impresa la imagen de la santísima Trinidad. Hay compañías en las que hay quienes se desafían a ver quién es más virtuoso. Pues bien, desde hoy todos los miembros de esta compañía acepten este desafío: a ver quién habla mejor y quién defiende más a los ausentes. Si alguno hace lo contrario ante nosotros, echémonos a sus pies. ¡Ay, padres! Si obramos así, ¿quién podrá hacernos daño? ¿acaso los hombres? Ellos no harán nada. ¿Acaso los demonios? Ellos nada pueden contra la caridad; la caridad les hace huir. ¡Ay padres, quién nos concediera esto! ¡Dios mío, Dios mío! La compañía duraría entonces hasta el fin del mundo. ¡Quiera Jesucristo, el que nos une a todos, derramar hoy en esta conferencia este espíritu sobre la compañía!
En relación con el medio que se ha dicho de escribir y establecer una comunicación epistolar, les pido que por ahora lo deje en la compañía; quiero pensar un poco más en ello. Es cierto, como se ha dicho, que se trata de una santa costumbre y que los padres jesuitas la practican mucho y la tienen como regla; les he preguntado y anteayer hablé con uno de los más antiguos y me dijo que algunos sacaban de ella mucho bien, pero que también surgían a veces graves inconvenientes. La verdad es que hay tres o cuatro a los que Dios les ha dado su bendición para escribir. Todos nosotros nos sentimos emocionados y maravillados por una carta de uno de esta comunidad que escribió a los de Richelieu, que nos inflamó el corazón y nos dio tema para tener una conferencia; hasta tres conferencias tuvimos; pero algo que me ha dicho uno de los antiguos me hace que persista en mi opinión. Les pido que lo dejemos; la compañía no tiene gracia para esto; no conozco más que a dos o tres a los que Dios les haya dado esta bendición.
Por el contrario, he visto otras cartas… Unos escriben con estilo ampuloso, elevado, como diciendo: «Yo sé hacer las cosas»: no es más que vanidad. Otros tienen un estilo afectado, lo cual es indigno de un sacerdote de la Misión que hace profesión de sencillez. Otros escriben de asuntos mundanos, de bromas; hasta hablan de los defectos con palabras encubiertas; esto es maledicencia. ¡Qué diabólico es todo esto! Así pues, que la compañía se abstenga de ello hasta que lo haya obtenido de Dios. Si alguno siente en su interior deseos de escribir las prácticas de virtud, los frutos de las misiones, las bendiciones que Dios les da, le aconsejo que lo haga en particular. Tal era la práctica de la primitiva iglesia, que instituyó los protonotarios para escribir las acciones heroicas de los mártires, y los obispos enviaban a todas partes esos relatos; se leían, y esto inflamaba el corazón de los cristianos y los unía maravillosamente entre sí. ¡Quiera Dios concedernos esta gracia! ¡Pidámosela, hermanos míos!
Tenía algunos otros medios que proponerles, pero lo haremos en otra ocasión. Los padres jesuitas acostumbran escribir desde el lugar en que están a su superior general para ponerle al tanto de todo lo que pueda acreditar a la compañía; y el superior general escoge lo mejor y lo envía por todas las provincias. Los que tengan afición a escribir, que lo hagan así, pero que sea siempre de cosas que atañen a la piedad.
Esto es, padre, poco más o menos lo que dijo nuestro buen padre o, mejor dicho, lo que dijo Dios hablando por su boca. Sólo nos queda hacer buen uso de ello, sobre todo de este santo desafío lleno de caridad. No dudo de que usted progresará cada vez más en esta santa práctica. También yo quiero entregarme a ella, con la gracia de Dios.







