Vicente de Paúl, Conferencia 011: Sobre la obediencia

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(xx-06-42)

Mis queridísimas hermanas, nuestra conferencia de hoy será un tema de los más importantes que hay para vuestra perfección, la santísima obediencia, virtud tan agradable a Dios, que el Espíritu Santo ha dicho, por los Padres de la Iglesia, que la obediencia vale más que el sacrificio, e hizo que su Hijo la practicase durante treinta años en la tierra, hasta la muerte. Jesucristo prefirió la santa obediencia a su propia vida. ¿No dijo a san Pedro, cuando quería impedir que los judíos le prendiesen: «¿No queréis que haga la voluntad de Dios mi Padre, que consiste en obedecer a los soldados, a Pilato y a los verdugos? Y si no fuese porque tengo que cumplir esta santísima voluntad, habría legiones de ángeles que me vendrían a liberar?», ¡Oh, virtud santa! Hijas mías, no seréis agradables a Dios mientras no seáis obedientes.

¿Pero sabéis cómo hay que practicar esta virtud? En muchas ocasiones; porque tenemos que obedecer al santo Padre, a los obispos, a los párrocos, a nuestros confesores, directores y superiores, al rey, a los magistrados. Y todos los que tienen algún cargo de superiores, están también obligados a la obediencia; yo, tan malo como soy, estoy obligado de tal manera que, si los que me pueden mandar me enviasen a los confines del mundo, estaría obligado a ir. Por lo demás, por la misericordia de Dios, preferiría antes morir que faltar a ello.

Estamos además obligados a obedecer nuestras reglas y a la divina Providencia; y vosotras, a las damas de la Caridad.

Hijas mías, ¡ojalá supieseis cuán necesaria es la obediencia a las Hijas de la Caridad! Sí, os lo digo, es más necesaria para vosotras que para cualquier otra comunidad. ¿Qué es lo que os puede obligar al servicio de Dios en vuestra santa vocación sino la obediencia? ¿Sabéis lo que es para vosotras la obediencia? Es lo mismo que un barco para los que están en la mar. El barco guarda a los que están dentro y los guía hasta el puerto. Si el barco se rompe y queda destrozado en medio del mar, perecerán todos los que están dentro. Lo mismo pasa con vosotras, mis queridas hermanas; mientras permanezcáis en una exacta obediencia a vuestros superiores, a vuestra regla y a la divina Providencia, iréis directamente a Dios; pero, si prescindís de ella, seguramente naufragaréis. Vosotras no tenéis ocasión para obedecer al santo Padre, a los obispos ni a los magistrados, sino a vuestros superiores. Pero veamos cómo conviene obedecerles y en qué consiste la verdadera obediencia.

Hay que obedecer voluntariamente, puntualmente, alegremente, prontamente, con el juicio, y sobre todo por amor a Dios.

Debéis una entera obediencia a vuestro director. Y como Dios me ha dado en cierta forma vuestra dirección a mí, a pesar de mi indignidad, estáis obligadas a lo que yo os ordene. A las que conozco de entre vosotras (que son muchas), les he recomendado que se contenten, en las confesiones ordinarias, con la acusación de tres pecados: porque, por la misericordia de Dios, me atrevo a decirlo, ninguna de las que he confesado cometen pecados mortales, y en este caso, bastará la acusación de los tres pecados veniales que os den más vergüenza. Vuestra memoria podrá retenerlos con mayor facilidad, y os resultará más fácil hacer sobre cada uno de ellos los actos de contrición o de atrición y tomar la resolución de corregiros de ellos. Si os acusáis de un gran número de pecados, ¿cómo podríais detestarlos todos y quedar libres de ellos? Hermanas mías, no podríais hacerlo. Practicad, pues, la obediencia en este punto, y este acto alcanzará la misericordia de Dios para enmendaros de los pecados de los que no os acusáis por obediencia.

Hace algún tiempo tuve un consuelo muy grande en este sentido. Uno de los grandes siervos de Dios que conozco me decía de nuestras hermanas de Angers: «Señor, no conozco a nadie que se confiese mejor que vuestras buenas hermanas del hospital. Lo hacen aprisa; pero todo parece salir de un corazón verdaderamente penitente. Se acusan con tanta amargura y prontitud que bien se ve que no buscan más que la gracia de Dios». A ellas se les ha impuesto la misma práctica que a vosotras, hermanas mías. Sed obedientes en este punto, por favor.

Estáis obligadas a obedecer a vuestros confesores en lo que concierne a la confesión, como el cumplimiento de las penitencias, los medios para evitar ofender a Dios, pero no en cosas que estuviesen mal. Por eso, ellos cuidan muy bien de no mandaros nada de esta clase y no aconsejaros en contra de vuestras reglas, pues, en ese caso, no estaríais obligadas a obedecerles.

Además, estáis obligadas a obedecer a vuestras hermanas superioras. En este aspecto, hijas mías, quiero deciros que uno de estos días, estando en un monasterio de las Anunciadas, según creo, me dijo su superiora que la llamaban ancilla. Esto me hizo pensar en vosotras. Esta palabra ancilla, mis queridas hermanas, es una palabra latina que quiere decir sierva; ese fue el título que la santísima Virgen adoptó cuando dio su consentimiento al ángel para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el misterio de la Encarnación de su Hijo; lo cual me ha hecho pensar, mis queridas hermanas que, en adelante, en vez de llamar a las hermanas superioras con ese nombre de superioras no utilizaremos más que la palabra de hermana sirviente. ¿Qué os parece?; les dijo nuestro queridísimo Padre a algunas de las hermanas. Y su proposición fue aceptada.

Dijo también:

Así es también como se califica al santo Padre, y todas sus cartas llevan estas palabras: «Urbano, siervo de los siervos de Jesucristo». Y también las superioras de la compañía del Hotel-Dieu han tomado este nombre desde el comienzo de su fundación. Tal fue el deseo de su buena presidenta Goussault. Así pues, mis queridísimas hermanas, debéis obediencia a aquella de vosotras que ocupe este cargo, en todo le que se refiere al servicio de los pobres y a la práctica de vuestras reglas.

Tenéis que obedecer también a la dirección de la divina Providencia, aceptando y recibiendo de la mano de Dios todo lo que se os mande.

Pero, hijas mías, veamos qué razones tenemos para obedecer.

La primera es que la obediencia es tan agradable a Dios, que nos ha hecho decir por los santos Padres de la Iglesia que valía más que el sacrificio. Pues bien, mis queridas hermanas, no ignoráis la grandeza del sacrificio, puesto que en todo tiempo Dios ha hecho que se le ofrecieran sacrificios para aplacar su divina justicia, justamente irritada contra el hombre a causa de sus pecados; y puesto que él ha dicho, por la voz de la Iglesia, que la obediencia vale todavía más, ved cuánto debéis estimarla.

Otra razón es que el Hijo de Dios ha querido sujetarse a ella y la practicó perfectamente durante treinta años, y la santísima Virgen, durante toda su vida, con san José. Se ha dicho del Hijo de Dios que fue obediente hasta la muerte de cruz. Hijas mías, ¿qué motivo más poderoso podríais tener para amar y practicar la santa obediencia?

Otro motivo para amar la obediencia es que de ordinario nos engañamos a nosotros mismos, y nos dejamos cegar por nuestras pasiones, de forma que tenemos necesidad de alguien que nos guíe para hacer el bien. Creedme, mis queridas hermanas, la obediencia tiene que ser vuestra principal virtud.

Pero, hijas mías, ¿cómo hay que obedecer? Prontamente, alegremente, con el juicio y, sobre todo para agradar a Dios. AL obedecer, pensad: «Yo doy gusto a Dios», o, lo que es lo mismo: «Yo agrado a Dios», Hijas mías, pensad que, si se da gusto a Dios, es éste un medio para sujetar las repugnancias que podríamos tener para obedecer. Es menester que la obediencia sea pronta, porque, hijas mías, ir pesadamente, con retraso, disminuye mucho el mérito de esta virtud, desedifica a vuestras semejantes y contrista a los superiores; de ahí puede seguirse que preferirá más hacer ella lo que os ha mandado, y a veces lo hace. Así pues, mis queridas hermanas, sed diligentes en obedecer. El ejemplo de la santísima Virgen, yendo a Belén y yendo a Egipto, os tiene que servir de modelo.

También es necesario que vuestra obediencia se preste voluntariamente, y no por fuerza, ni por temor a disgustar, o de que se os reprenda. Y si sentís un poco de repugnancia, como suele suceder, hijas mías, es preciso superar esa repugnancia animosamente; de lo contrario, vuestra obediencia sería sin mérito.

También es preciso que la obediencia vaya acompañada de la sumisión de juicio. ¿Qué es lo que quiere decir, hermanas mías, con sumisión de juicio? Es hacer lo que se os ha ordenado con convicción de que eso será lo mejor, aunque os parezca que lo que se os manda no está tan bien como lo que vosotras pensáis, y que eso será lo mejor porque la santa obediencia es agradable a Dios. Muchas veces, hijas mías, nuestro juicio es ciego, y se nos oculta el conocimiento de lo mejor, lo mismo que pasa a veces con los rayos del sol, cuando se pone por medio alguna nube; no es que el rayo no exista, sino que desaparece por algún tiempo. De esta forma sucede que el conocimiento de lo mejor nos queda oculto por la preocupación de alguna pasión; esto nos da a conocer que la mayor seguridad consiste en seguir la obediencia.

El objeto principal de vuestra obediencia, mis queridas hermanas, tiene que ser agradar a Dios. ¡Oh, qué felicidad para una pobre y mala criatura poder agradar a Dios! ¿No es ésta una gran felicidad? Todo lo que hagáis por obediencia resulta agradable a él, puesto que es doblegarse a su voluntad, y éste es el ejercicio de los bienaventurados. Por el contrario, si dais oídos a vuestra propia voluntad, incluso en las mejores cosas del mundo, os ponéis en peligro de seguir la voluntad del diablo que, al cambiarse en ángel de luz, nos excita al bien para llevarnos a algún mal. Así pues, mis queridas hermanas, procurad alabar a Dios por medio de vuestra obediencia.

Vuestras prácticas de obediencia se ejercen de ordinario en relación con la hermana que está con vosotras en las parroquias.

No miréis, mis queridas hermanas, si esa hermana os resulta agradable. A veces la tentación, y vuestra propia voluntad, os sugerirán que, si fuese una hermana distinta, le obedeceríais con agrado. «Pero, me diréis, ésta es tan desabrida y me habla con tanta aspereza que no me es fácil obedecerla». Mis queridas hermanas, cuidad mucho de que este pensamiento no se detenga en vuestro espíritu; imaginaos que el mismo Jesucristo o la santísima Virgen quieren que os acordéis de lo que os he dicho; que al obedecer a vuestra hermana, dais gusto a Dios, y seguramente esta sumisión y obediencia, que os resultaba tan difícil, se os hará más fácil.

También se os puede ocurrir este pensamiento: «Esta es de tan mal humor que lo que dice que hagamos un día, al día siguiente ya no lo quiere». Hijas mías, no os extrañéis. Si Job se quejaba a Dios de que muchas veces se sentía contrario a sí mismo, de tal forma que lo que quería por la mañana le disgustaba por la noche 5, ¿por qué vosotras, de humores tan diferentes, no vais a tener las mismas dificultades? ¿Y sabéis como se arregla todo? Con un poco de paciencia. Tened cuidado, hermanas mías, de que vuestras repugnancias, cuando una hermana os manda cualquier cosa, no os hagan responder: «Hágalo usted misma». Mis queridas hermanas, ¡qué palabras! «¡hágalo usted misma!». Palabra del infierno, palabra de desorden y desunión. Es una palabra de desgracia; «¡hágalo usted misma!»: esa palabra no tiene que salir jamás de la boca de una Hija de la Caridad.

El padre Vicente insistió tanto en esta frase, que nos hizo conocer perfectamente que su significado era muy peligroso. La obediencia que debéis a vuestras reglas es de una gran importancia. Les debéis obediencia desde el día de vuestra entrada en la Compañía; porque no habéis sido admitidas sin haber dicho que así lo queríais. De ordinario se os concede bastante tiempo para pensar en ello; no se os oculta nada. Por eso, mis queridas hermanas, tenéis que ser sumamente puntuales, hacer caso de todas las advertencias e ir inmediatamente a sitios adonde os llama la campana para los ejercicios, porque faltar a un ejercicio es faltar a todos, lo mismo que pisotear un mandamiento, es faltar contra todos. Y tened cuidado; si hoy descuidáis la práctica de un punto de vuestras reglas, mañana faltaréis a dos, luego a tres, y finalmente Dios os retirará su gracia; de ahí es de donde provienen muchas veces las tibiezas y los cansancios en la vocación; finalmente, Dios ya no se digna mirarnos, y nosotros nos lo merecemos. Ese buen Dios no quiere que demos satisfacción a otras personas, en perjuicio del amor que le debemos a él, lo mismo que los esposos de la tierra, que no quieren que sus mujeres miren con ojos tiernos a nadie más que a ellos. Y él nos enseña esta verdad, diciendo que es un Dios celoso. Sí hijas mías, es un Dios celoso 6, y el Esposo de nuestras almas. No es conveniente que le irritemos.

Una hermana preguntó si era mejor obedecer a las damas, cuando ellas quieren lo que la hermana no quiere.

En ese caso, hijas mías, no os pongáis en peligro de molestar a esas buenas damas, ya que sin dificultad tenéis que hacer lo que os ordene la hermana de la casa. Proveed a vuestros pobres enfermos de todo lo que necesitan y marchad adonde la obediencia os llame, sin decírselo. Y de venir a las reuniones, hermanas mías, no faltéis nunca a ellas, ni siquiera para ir a un sermón, pues, aunque sea muy bueno oír sermones, sin embargo tenéis que preferir estas reuniones, que se celebran para enseñaros lo que estáis obligadas a hacer; y todo lo que aquí se dice es para todas vosotras y para cada una en particular; no pasa así con los sermones. No digo que no los tengáis que oír cuando podáis, sino que el día de las reuniones, tenéis que preferir venir aquí.

¿Sabéis cómo tenéis que ser obedientes con la santísima Providencia? Mis queridas hermanas, respetadla mucho cuando tengáis que cambiar de casa, pensando que es esa divina Providencia la que lo ordena, y no digáis nunca: «Es esa hermana, es esa ocasión la que me hace salir de este lugar». Creed, por el contrario, que se trata del cuidado que la divina Providencia tiene de vosotras.

No sé si fue en esta conferencia el padre Vicente nos dijo:

– Hijas mías, tenéis que tener tan gran devoción, tan gran confianza y tan gran amor a esta divina Providencia que, si ella misma no os hubiese dado este hermoso nombre de Hijas de la Caridad, que jamás hay que cambiar, deberíais llevar el de Hijas de la Providencia, ya que ha sido ella la que os ha hecho nacer.

Tenéis que practicar también esta virtud con la divina Providencia en las incomodidades que encontréis en los cambios que os he dicho, convencidas de ella es la que permite estas incomodidades para vuestro mayor bien. Y de esta forma, las aceptaréis y no os sentiréis turbadas por ninguna pena que os pueda acontecer.

Que cada una examine en qué ha faltado en la práctica de la obediencia, y encontraréis en vosotras muchas faltas. Hijas mías, se trata de prácticas muy importantes, y tenéis que dedicaros a ellas con mayor seriedad de lo que lo habéis hecho en el pasado. Antes de esta charla, he hablado con tres hermanas que me han dicho que habían faltado mucho en esto y que querían humillarse delante de la Compañía.

Y el padre Vicente las fue llamando una tras otra; ellas le fueron pidiendo perdón a Dios y a la Compañía de las faltas que habían cometido, de las que el mundo había tenido conocimiento y había quedado desedificado, y prometieron corregirse, con la gracia de Dios. El padre Vicente continuó de esta forma:

– Hermanas mías, se han notado otras faltas de mucha importancia en la Compañía; y no os esforzáis bastante en corregiros. La mayor parte habéis confesado que vuestros pecados eran la causa de la caída de vuestro piso, y yo con vosotras, el más miserable pecador de todos; y habéis reconocido todas en particular que la mayor falta que había entre vosotras era la desunión. Un cuerpo no puede ser perfecto si la unión no es entera. ¿No es preciso, hermanas mías, que en un cuerpo humano, la cabeza tenga su función, y los brazos y las piernas la suya? Si los brazos quisiesen caminar y los demás miembros dedicarse a un oficio distinto del suyo, sería un cuerpo mal hecho, sin orden ni concierto. Lo mismo pasa, hijas mías, cuando dos hermanas no están bien unidas entre sí. ¿No veis que, cuando la cabeza está enferma, los demás miembros la ayudan? Así es preciso que suceda con vosotras: ayudaos las unas a las otras en vuestros defectos, pensando que, si hoy ayudáis a alguna de vuestras hermanas, bien sea en sus enfermedades corporales, o bien en caso de mal humor, mañana esa hermana, o alguna otra, os ayudará de la misma manera.

Otra gran falta es que, cuando tenéis alguna dificultad, en vez de manifestárnosla a nosotros o a la hermana de la casa, vais a quejaros a alguna de vuestras hermanas, que quizás esté tan descontenta como vosotras, o que es incapaz de aliviaros.

Había además otras faltas, de las que ahora no me acuerdo.

Bien, continuó el padre Vicente, mis queridas hermanas, ¿no confesáis que la mayor parte de vosotras han caído en estas faltas?

Nos pusimos de rodillas, y algunas manifestaron sus errores, y prometieron ser más cuidadosas en el futuro. Entonces el padre Vicente pidió esta gracia a Dios para la Compañía y añadió:

– Hijas mías, el padre Portail me ha hecho pensar en una cosa que creo será útil y agradable para todas; es que tengamos una conferencia sobre vuestras hermanas difuntas desde que empezó vuestra Compañía. Este será el primer tema de nuestra reunión, con la ayuda de Dios, dentro de quince días. Os ruego que os dispongáis para ello con dos oraciones que haréis por esta intención, una mañana, ya que tendréis la memoria bien fresca, y la otra en vuestra casa, por la mañana, el día en que se os comunique la fecha de la reunión.

El tema será el siguiente. Primer punto, del provecho que podrá sacar la compañía recordando las virtudes de dichas hermanas, tanto en su vida como en su muerte; segundo punto, acordarse y decir las virtudes que se advirtieron y sobresalieron en ellas; tercer punto, esforzarse en practicar esas mismas virtudes, a imitación suya, por el amor de Dios.

¡Bendito sea Dios, mis queridas hermanas!; suplico a su bondad que os conceda a todas la gracia de amar su santa obediencia, de practicarla, a imitación de su Hijo, con vuestros superiores, con vuestras reglas, y con la santa Providencia, y que os dé a este efecto la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

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