Vicente de Paúl, Carta 1187: Al Hermano Santiago Rivet

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Vicente de Paúl .
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5 septiembre 1649.

He recibido su carta con alegría por una parte, ya que era carta suya, y por otra con pena ante el temor de que sucumba usted a los atractivos que le invitan a abandonar la vocación. Al verle en este peligro, me siento con la obligación de echarle una mano para sacarle de él, como lo hago con mis oraciones y mis cartas. Ya le he escrito dos veces, y lo hago ahora de nuevo, para que regrese usted a La Rose o a Agen. Le he pedido al señor obispo de Condom que así lo acepte, y él ha consentido en ello, una vez que esté de vuelta su mayordomo. Pues bien, sé que está ya en su casa, mientras que usted, hermano mío, está ausente de ella. ¿Qué es lo que le detiene? ¿No se acuerda usted de las luces que Dios le dio tantas veces en sus oraciones, que le hicieron decidir ante su divina Majestad y atestiguar públicamente a toda la Compañía que moriría usted antes que salir de ella? Y he aquí que a la menor ocasión, en que no se trata de morir, ni de dar la sangre, ni de verse amenazado, se rinde usted sin esa resistencia que merece una promesa hecha a Dios, que es un Dios firme, celoso de su honor y que desea ser servido a su gusto. El le llamó a la Compañía, no lo dude; él le ha conservado en ella a pesar de los esfuerzos en contra de su padre, que le quería retener a su lado; y usted prefirió seguir el evangelio antes de darle gusto a él.

Ha vivido usted entre nosotros con edificación de todos, de forma que Nuestro Señor se ha visto siempre honrado en usted. ¿Desea usted ahora retractarse, abusar de sus gracias, burlarse de su bondad y caer en la trampa en que otros han caído con sus desórdenes? Yo nunca he visto salir de una comunidad a una persona que haya recibido de Dios las gracias que a usted ha concedido su bondad, sin que un mes más tarde no haya sentido en su conciencia los reproches de Dios y mil sinsabores en su propia vida.

Pero yo tengo siempre la intención de dar gusto a Dios, me dirá usted. ¡Ay! Nunca faltan bonitos pretextos; si usted se examina bien, verá usted que no lo hace para ser mejor, más sumiso, más despegado del mundo y de sus caprichos, más humilde, más mortificado y más unido al prójimo por la caridad, de la forma que hay que serlo para hacerse más agradable a Dios. Sin embargo, cree usted, querido hermano, que le sirve y que procura su salvación apartándose del camino de la perfección; es un abuso. Si usted no estuviera ya en este camino de los perfectos, muy bien; pero dice san Pablo que los que una vez han sido iluminados y han saboreado la palabra de Dios, si vuelven a caer, muy difícilmente pueden renovarse en la penitencia. ¿Cómo cree usted que podrá conservarse volviendo al mundo, si cuando estaba lejos de él le costaba tanto superarse? No es que llame mundo a la casa del señor obispo de Condom, pero no está usted lejos de él y quizás no pueda seguir allí mucho tiempo.

Dios nos deja ir de mal en peor, cuando nos salimos del estado en que nos ha puesto. La difunta reina madre le mandó un día al señor cardenal de Bérulle que le enviara un paje que había entrado en el Oratorio. Aquel santo personaje le respondió que no podía quitarle a Dios un joven que se había entregado a él y que no quería ser responsable de su salvación. Yo me he servido de este ejemplo con el señor obispo de Condom para que me excusase de no poder acceder a que siguiera usted con él. No, mi querido hermano, no puedo consentirlo por la sencilla razón de que no es ésa la voluntad de Dios y su alma correría un grave peligro. Si a usted le parece lo contrario, al menos no salga más que por la misma puerta por la que entró en la Compañía: esa puerta son los ejercicios espirituales, que le suplico haga antes de decidirse a una separación de esta importancia. Si no le va bien la casa de La Rose ni la de Agen, vaya a Richelieu; en cualquier sitio será usted bien recibido. La bondad de su corazón ha conquistado todos los afectos del mío y esos afectos no tienen más finalidad que la gloria de Dios y la santificación de su alma. Sé muy bien que así lo cree usted, así como también que soy en Nuestro Señor…

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