Vicente de los pobres, profeta de hoy

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Luis González-Carvajal Santabárbara · Año publicación original: 1981 · Fuente: Vincentiana, 1981.
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Prudentemente pediré disculpas por comenzar citando aquel viejo tópico de que también «hay muchos militantes sin par­tido»; me viene muy bien para afirmar, parafraseándole, que existen igualmente vicencianos «no afiliados».

Yo debo ser uno de ellos: Desde luego, nunca he pertenecido –ni previsiblemente perteneceré– a la Congregación de la Misión; pero, preocupado desde hace años por la acción social, llevo esos mismos años admirando la figura gigantesca de Monsieur Vincent.

Por eso acepté con ilusión la invitación del director de YELDA a poner por escrito mi personal visión de San Vicente. Con ilusión y… también con una pizca de miedo, puesto que previsiblemente los auténticos conocedores de su obra opinarán que no he sabido interpretarla.

Los esqueletos cubiertos de piel no dejan ver las flores

Me atrevo a predecir que nunca una película sobre San Vicente se llamará «Hermano Sol, hermana Luna».

Él no fue hombre dado a extasiarse por la poesía de un atardecer, a pesar de que la naturaleza ha sido durante siglos el lugar habitual de la experiencia religiosa (recordemos la atrac­ción que el monacato primitivo sintió por el desierto, la fasci­nación del Pobre de Asís por el agua y el fuego, o las preguntas que S. Juan de la Cruz dirigía a los «bosques y espesuras plantados por la mano del Amado»).

Quien se asome a la obra vicenciana verá en seguida que es dificilisimo encontrar entre sus 8.000 páginas una alusión a las flores o a las olas que rompen contra un acantilado. El «lugar teológico» para S. Vicente no fue la naturaleza, sino la historia y, más concretamente, la «historia passionis» de la humanidad: El mundo de los pobres.

Creo que con esto nos da su primera lección: Ya desde el Éxodo, el principal escenario de la manifestación del Dios bíblico no ha sido la naturaleza estática, sino la historia; y Jesús invitó precisamente a pasar de la lectura de las señales cósmicas a la lectura de las señales históricas –los signos de los tiempos– (Mt. 16, 2-3; cfr. 24, 32-33; Jer. 8,7).

No resulta fácil para nosotros comprender hasta dónde llegaba el abandono y la miseria de esos pobres en los que Vi­cente encontró a Dios. Aquí sólo podemos traer algunos botones de muestra;

Comarcas de endémica miseria habían sido asoladas encima por la Guerra de los 30 Años; y ya es sabido que en aquel tiempo, según el aforismo de que «la guerra debe alimentar a la guer­ra «, los ejércitos al pasar por las poblaciones producían un au­téntico expolio. Un sacerdote escribe a S. Vicente en estos tér­minos: «El hambre es tan grande que vemos a los hombres comer tierra, masticar la hierba, arrancar la corteza de los árboles, desgarrar los miserables harapos de que están cubiertos para tragárselos. Pero lo que no nos atreveríamos a decir si no lo hu­biéramos visto es que da horror ver cómo se comen sus brazos y sus manos y mueren en esa desesperación » (IV, 288-289).

Qué fácil resulta comprender ahora, después de haber leído esa descripción, que aquellos hombres que parecían «esqueletos cubiertos de piel» (II, 25) taparan a San Vicente las flores! Si hay alguna época a la que puedan aplicarse con justicia los famosos versos de Bertolt Brecht («!Qué tiempos éstos en que hablar sobre árboles es casi un crimen, porque supone callar sobre tantas alevosías!») debió ser la que vivió Vicente.

Si grande era la miseria material, no era menor el abandono espiritual de los pobres en la Francia del s. XVII. Y, desde luego, no por escasez de sacerdotes. En aquella época había obispos que, cuando visitaban las parroquias, conferían la orde­nación casi como hoy se confiere la confirmación. Tanto es así que los concilios se vieron en la necesidad de promulgar una serie de leyes para evitar –decían– «la muchedumbre exagerada de clérigos». Pero se trataba de sacerdotes que a veces no sabían ni leer ni escribir. Incluso no pocos obispos apenas sabían leer. San Vicente constata que muchos sacerdotes confesaban sin saber la fórmula de la absolución:

«Al confesarse un día la citada señora (de Gondi) con su párroco, se dio cuenta de que éste no le daba la absolución, murmuraba algo entre dientes, haciendo lo mis­mo otras veces que se confesó con él. Aquello le preocupó un poco, de modo que le pidió un dio a un religioso que fue a verla que le entregase por escrito la fórmula de la absolución. Así lo hizo, y aquella buena señora, volviendo a confesarse, le rogó al mencionado párroco que pronunciase sobre ella las palabras de la absolución que con­tenía aquel papel. (…) Cuando ella me lo dijo, me fijé y puse más atención en aquél­los con quienes me confesaba, y ví que, efectivamente era verdad todo esto y que al­gunos no sabían las palabras de la absolución » (XI, 95).

En 1920, en Montmirail, tuvo lugar una escena que mar­caría profundamente a S. Vicente. Se la acercó un protestante y le acusó así: «Por una parte, se ve a los católicos del campo abandonados en manos de unos pastores viciosos e ignorantes, que no caneen sus obligaciones y que no saben siquiera lo que es la religión cristiana; y por otra parte se ven las ciudades llenas de sacer­dotes y de frailes sin hacer nada. Puede ser que en Paris haya hasta diez mil, mien­tras que esas pobres gentes del campo se encuentran en una ignorancia espantosa por la que se pierden. ¿Y quiere usted convencerme de que esto está bajo la dirección del Espíritu Santo? No puedo creerlo » (XI, 727).

S. Vicente –hombre de palabra fácil– empezó a darle unas explicaciones que quiso fueran convincentes; pero en seguida se dio cuenta de que estaba intentando justificar lo injustificable.

Sin duda, él mismo se sentiría acusado al recordar cómo a los veintisiete años, y sin haber ejercido todavía ningún ministerio pastoral, estaba ya gestionando:

«un retiro honroso «, «algún decoroso beneficio en Francia» (I, 86),

como la mayoría de los eclesiásticos de su tiempo.

Descubrió que sólo cabía una respuesta elocuente, y un año después volvía acompañado de varios sacerdotes de notable valía para evangelizar a los pobres. El objetivo de la Congregación de la Misión quedará claro para siempre: «Dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres » (XI, 387).

Mucho tiempo después, al recordar la escena de Montmirail, decía «!Qué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu San­to guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y santificación de los pobres» (XI, 730).

Desde aquel día repetirá una y otra vez:

«Nuestro lote son los pobres » (XI, 324, 387); ellos son «Nuestros señores y nuestros amos» (IX, 42, 915-916, 1)94; XI, 223).

Nada tiene de extraño que el 27 de septiembre de 1660 ocurriera algo realmente hermoso: En cuanto se supo la noticia de que había muerto Monsieur Vincent, la multitud corrió a Saint-Lazare. Allí acudieron obispos y príncipes; pero allí se congregaron, sobre todo, los mendigos más andrajosos de París, aquellos por quienes un día había tomado partido para no volverse atrás jamás. Y es que los pobres notan quién está verda­deramente con ellos.

Sólo los pobres ayudan a los pobres

Para poder ayudar a los pobres, S. Vicente hizo lo mismo que todo el que empieza: Pedir a los ricos. Así nacieron las Damas de la Caridad, en 1617.

Desde luego, sus planteamientos nunca fueron paternalistas. Refiriéndose a los miserables decía claramente:

«que al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no misericordia» (VII, 90).

Y afirmaba que no se comparte verdaderamente si no salimos nosotros empobrecidos:

«Tendríamos que vendernos a nosotros mismos para sacar a nuestros hermanos de la miseria» (IX, 451).

Fue apretando poco a poco a las buenas Damas de la Caridad:

«Dios nos podría decir (…) «¿Acaso habéis resistido hasta derramar sangre? » (Heb. 12,4), o al menos, ¿habéis acaso vendido una parte de las joyas que tenéis? » (III, 373-374).

Exigía demasiado. Por eso, poco a poco se fue imponiendo en él una evidencia: Sólo los pobres, o quienes acepten empo­brecerse, pueden ayudar a los pobres. Y asi fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad, en 1633.

León XIII habló de una conveniencia, fundada en la natu­raleza misma del hombre, de que la salvación se atenga a una lógica de encarnación. Se trata de la eterna repetición del acon­tecimiento de Belén: La salvación únicamente se hizo presente en el mundo cuando el Hijo de Dios aceptó hacerse semejante a los hombres que quería salvar; cuando la Antigua Alianza dio paso a la Nueva.

S. Vicente es consciente de haber dado un paso de similar trascendencia con la creación de la nueva Compañía y por eso –aunque conservará siempre su aprecio por las Damas–, afirma que las Hijas de la Caridad superan a las Damas como el Nuevo Testamento al Antiguo:

«La cofradía que formabais con las damas ya no es para vosotras más que como la Ley de Moisés en comparación con la de Jesucristo» (IX, 304).

Las primeras Hijas de la Caridad fueron unas pobres aldea­nas que siguieron viviendo siempre como tales; sin pretender tener mejor casa o comida que los pobres del lugar (IX, 922, 973), ni estar mejor atendidas que ellos el día que caigan enfermas (IX, 1.199). Tanto es así que S. Vicente les confía una preocu­pación:

«Si llegasen a vosotras personas de elevada condición, deberíais tener miedo de que la Compañía se viniese abajo, a no ser que tuviesen el espíritu de las pobres al­deanas. Podría suceder que Dios les diese este espíritu, pero si viniesen señoritas o da­mas habría que tener miedo y probarlas bien para ver si es el espíritu de Dios el que las quiere traer aquí» (IX, 543).

¡Ahora sí que empezaron a ir bien las cosas! Como dice un personaje famoso de Bertolt Brecht, «los que tienen menos son siempre los que dan más».

Jean Anouilh, guionista de la película «Monsieur Vincent», transmite libremente, pero con fidelidad al espíritu de San Vicente, los consejos que éste dio a una Hija de la Caridad. En ellos se expresa con singular belleza por qué nunca bastará la beneficencia de los ricos:

«Pronto verás que la caridad pesa mucho más que el caldero de la sopa y el cesto del pan, pero conserva tu dulzura y tu sonrisa. No todo consiste en dar el caldo y el pan; eso pueden hacerlo los ricos. Tú eres la pobre sierva de los pobres, la Hija de la Caridad, siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus amos, amos terrible­mente susceptibles y exigentes, así que cuanto más feos y sucios sean, cuanto más in­justos y groseros te parezcan, tanto más amor deberás darles. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des».

Dejar a Dios por Dios

Nada mejor para explicar la espiritualidad de las Hijas de la Caridad que partir de aquella célebre leyenda que refiere Camus:

«Estaba (S. Dimitri) citado en la estepa con el propio Dios en persona y se apre­suraba a llegar a la cita cuando se encontró con un campesino cuyo carro se había atas­cado. Entonces San Dimitri le ayudó. El barro era espeso y el hoyo profundo. Hubo que forcejear durante una hora. Y cuando hubo acabado. San Dimitri corrió a la cita. Pero Dios no estaba ya».

Y el personaje de Camus concluye: «Siempre habrá quien llegue tarde a las citas con Dios, porque hay demasia­das carretas en el atolladero y demasiados hermanos que socorrer».

S. Vicente, como si hubiera conocido con anticipación la queja del famoso Premio Nobel, había dicho a las Hijas de la Caridad: «Si fuera voluntad de Dios que tuvieseis que asistir a un enfermo en domingo, en vez de ir a oír misa, aunque fuera obligación, habría que hacerlo. A eso ss le lla­ma dejar a Dios por Dios » (IX, 725).

Dejar a Dios por Dios: Con esa frase imperecedera res­ponde San Vicente a Camus que nunca jamás llegará tarde a la cita con Dios quien se detenga a sacar un carro del atolla­dero: «Dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios » (IX, 297).

Para poder realizar esa vida que: «junta el oficio de Marta con el de Maria» (IX, 734), no existían cauces en la vida religiosa femenina de entonces. Vida religiosa era sinónimo de clausura absoluta. Incluso S. Francisco de Sales, a pesar de su inmenso prestigio, había fra­casado en su intento de iniciar la vida religiosa activa (las «visi­tandinas «, que él fundo en 1610, asistían a los enfermos, pero muy pronto fueron encerradas en monasterios). Por eso, San Vicente quiere curarse en salud:

«Las Hijas de la Caridad no podrán jamás ser religiosas; ¡maldición al que hable de hacerlas religiosas! » (IX, 594).

El carácter secular de la nueva Compañía queda gráfica­mente expresado en estas famosas palabras: «Vuestro monasterio es la casa de los enfermos, vuestra celda es vuestro cuar­to de alquiler, tenéis como capilla la iglesia parroquial, vuestro claustro son las calles de la ciudad. Por reja tenéis el temor de Dios. Y por velo lleváis la santa modestia» (IX, 1.179).

Del amor afectivo al amor efectivo

No se puede estar con los pobres sin estar contra su pobreza. Esta perogrullada ha sido desgraciadamente olvidada con de­masiada frecuencia per los cristianos. Como decía Lippert a Dios: «Tus santos han besado a los leprosos, pero nada hicieron por curar la lepra, han dado a los mendigos cuanto tenían, mas no procuraron ordenar el mundo de mo­do que nadie tuviera que mendigar (…) En cambio, los hijos de este mundo que no veneraban tu nombre, que apenas lo conocían, han ornado el mundo de lámparas y en­sanchado y limpiado los caminos y calles, han aliviado la miseria humana, prolongando la vida de los terrícolas, suavizando sus dolores con su arte maravilloso y con su insaciable sed de saber…».

Una vez más, S. Vicente aparece como precursor de estas inquietudes modernas y afirma repetidamente que: «hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo» (IX, 534).

No caben escapatorias: «Amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el su­dor de nuestra frente (…) hay quienes se muestran satisfechos de su imaginación calen­turienta, contentos de los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración (…) No, no nos engañemos: Totum opus nostrum in operatione consistit» (XI, 733).

Y él, que es uno de los pocos santos que han tenido sen­tido de las realidades económicas y de la eficacia organizativa, puso en marcha un completísimo sistema de acción social que todavía hoy a muchos les parece revolucionario.

En efecto, gran parte de nuestros cristianos se creen «ag­giornados» sólo porque repiten aquel famoso proverbio oriental de que «si le das un pez a uno que tiene hambre le has quitado el hambre de ese día, mientras que si le enseñas a pescar le has quitado el hambre de toda la vida «; es decir, se creen actualizados sólo porque creen que la asistencia debe ser comple­tada por la promoción. Nunca se les ha ocurrido pensar que el proverbio se queda ingenuamente corto y que no basta con enseñar a pescar a alguien para quitarle el hambre de toda la vida : Hace falta también que le concedan licencias de pesca, y que no le exploten cuando vaya a vender sus peces; y que no le arrinconen como a un trasto viejo cuando ya no sirva para pescar, etc. Es decir, que a la asistencia y la promoción deben añadirse la denuncia y el cambio de las estructuras injustas.

Si algún día esos fósiles de la acción caritativa que siguen visitando paternalistamente a «sus» pobres descubren la nece­sidad del compromiso estructural, se llevarán la sorpresa de que ya en el s. XVII lo hacía S. Vicente. El afrontó todas las exigencias del compromiso social:

De ninguna manera prescindió de la accion asistencial. Siempre le acompañó el recuerdo de una homilía suya en Chá­tillon-les-Dombes, en la que mencionó a una familia abando­nada y vio cómo todos se movilizaron en su ayuda con tanta generosidad como imprevisión (IX, 232-234): «He aquí una gran caridad — se dijo —, pero está mal organizada»,

Y al cabo de unos años había organizado una complejísima red de recogida, almacenamiento y distribución de ayudas que llegaba a toda Francia.

Procuraba que la acción asistencial dejara paso cuanto antes a la acción promocional: «No hay que asistir más que a aquellos que no pueden trabajar ni buscar su sus­tento, y que estarían en peligro de morir de hambre si no se les socorre. En efecto, apenas tenga alguno fuerzas para trabajar, habrá que comprarle algunos utensilios con­formes con su profesión, pero sin darle nada más. Las limosnas no son para los que pueden trabajar (…) sino para los pobres, enfermos, los huérfanos o los ancianos» (IV, 180).

Sin miedo a las reacciones de los poderosos, incluye la denuncia profética de las injusticias entre las exigencias de su vasto plan de acción social, y se complace, por ejemplo, en presentar como modelo «a las que vengan después» a Sor Juana Dalmagne, quien: «al saber que algunas personas ricas se habían eximido de tributo, para sobre­cargar a los pobres, les dijo libremente que era contra la justita y Dios los juzgaría por esos abusos» (IX, 188).

El mismo San Vicente no dudó en lanzarse a la arena de la política aunque no en el sentido moderno de la política de partido :

En enero de 1649 se entrevistó con la Reina y el Cardenal Mazarino en Saint-Germain-en Laye para pedirles enérgica­mente que se ponga fin al asedio que entonces sufría París. En una carta escrita aquellos días nos dice que para él tal inter­vención política no era otra cosa que «un pequeño servicio a Dios » (III, 368).

Unos años más tarde intenta que sea alejado del Reino el poderoso Cardenal Mazarino (IV, 397-398) y le escribe a él mismo una larga carta sumamente clara (IV, 440-444).

Desde luego, no siempre fueron bien interpretadas por sus contemporáneos semejantes acciones de S. Vicente. Sin duda que a él le habría gustado poder citar en su defensa unas pala­bras que sólo se pronunciarían más de trescientos años después, cuando Pio XI dijo a la «Federación Universitaria Católica Italiana «:

«El campo político abarca los intereses de la sociedad entera; y, en este sentido, es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, de la caridad de la socie­dad».

Evangelización con palabras y obras

Sería erróneo que del hecho de que San Vicente fundó dos compañías, y de los nombres de éstas, dedujéramos que él sepa­raba la evangelización y la promoción humana, encomendando la primera a los misioneros y la segunda a las Hijas de la Caridad:

No, él había dicho a sus sacerdotes: «Si hay algunos entre vosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todos las ma­neras, nosotros y los demás, si queremos oír esas agradables palabras del soberano Juez de vivos y de muertos : «Venid, benditos de mi Padre; poseed el Reino que os está pre­parado, porque tuve hambre y me disteis de comer; estaba desnudo y me vestisteis; en­fermo y me cuidasteis». Hacer eso es evangelizar de palabra y de obra» (XI, 393).

Y en el mismo sentido hablaba a las Hijas de la Caridad (IX, 241). La profunda intuición cristiana de S. Vicente le hizo huir de esos dualismos a que tan aficionados hemos sido los cristianos. Seguramente desde el cielo habrá sonreído al ver cómo casi cuatrocientos años después los obispos —en el Sínodo de 1971— decían unas palabras que él nunca pudo escuchar en vida: «La misión de predicar el Evangelio en el tiempo presente requiere que nos em­peñemos en la liberación integral del hombre ya desde ahora en su existencia terrena».

Precursor espiritual

Desgraciadamente, S. Vicente no tuvo esos apoyos teóricos para hacer lo que hizo; pero, como afirma Merleau-Ponty:

«uno no se convierte en revolucionario por la ciencia, sino por la indignación. La ciencia viene luego a llenar y precisar esa protesta vacía «.

El retraso de ese «luego » en el caso de S. Vicente es otro de los rasgos sorprendentes de su obra: Habrían de pasar más de trescientos años, como hemos ido viendo, para que apareciera la teología capaz de hacerle justicia.

Él se alimentó de la teología de la Contrarreforma, que precisamente llevó a la Iglesia por caminos contrarios a los suyos; por caminos de desinterés, cuando no de oposición, a la ciencia, a la lucha por la justicia y al mundo moderno en general.

S. Vicente debió notar — al menos inconscientemente— lo que hoy observa cualquier lector de su obra: la penuria de apoyaturas teológicas que tenían sus argumentaciones en contraste, por ejemplo, con la abundancia de referencias bíblicas. Y eso —en un tiempo en que se acababa de ver dónde llevó a Lutero el «sola Scriptura «— tenía que producirle desasosiego: «Durante toda mi vida he tenido miedo de encontrarme en el origen de alguna herejía. Veía el gran desastre que había causado la de Lutero y Calvino y cómo mu­chas personas de toda clase y condición habían sorbido su peligroso veneno al querer sa­borear las falsas dulzuras de su pretendida. reforma. Siempre he tenido miedo de ver­me envuelto en los errores de alguna nueva doctrina, sin darme cuenta de ellos. Sí, durante toda mi vida he tenido miedo a eso» (XI, 730).

La realidad era simplemente que S. Vicente fue un pre­cursor espiritual:

«Este libro está hecho para muy pocos lectores. Puede que no viva aún ninguno de ellos (…) Lo que a mí me pertenece es el pasado mañana. Algunos hombres nacen póstumos».

Naturalmente, estas palabras no son de S. Vicente. El era demasiado humilde para escribirlas: Recuérdese aquello de: «Si se nos dice: «¿ Quién va?» — «La humildad». Que sea ésta nuestra con­traseña» (XI, 491).

Esas palabras las puso Nietzsche —que no era tan humilde— en el prólogo de una de sus obras; pero las he traído aquí porque creo que con mayor justicia habrían podido servir de pórtico a las 8.000 páginas de las Obras Completas de Monsieur Vincent.

Revolucionarios una vez pasada la revolución

Cualquier inspiración tiende a encarnarse en una institución: el amor crea el matrimonio, la fe crea la Iglesia y… el carisma vicenciano crea las Obras que conocemos.

Pero, si bien es cierto que únicamente las instituciones dan continuidad a la inspiración, no es menos cierto que suponen un riesgo de fosilizarla. Por eso, aquellos versos de Léon Felipe:

«Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos…
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez. una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero,
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos…»

Hay que lograr, pues, que las instituciones sigan estando siempre sometidas a la inspiración que las originó y permanen­temente vivificadas por ella. S. Vicente decía con su pizca de temor: «Podrá suceder que, después de mi muerte, algunos espíritus de contradicción y comodones dijesen: «¿Para qué molestarse en cuidar de esos hospitales? ?Cómo poder atender a esas personas arruinadas por la guerra y para qué ir a buscarlas en sus casas? ¿Por qué cargarse de tantos asuntos y de tantos pobres? ¿Por qué dirigir a las mujeres que atienden a los enfermos y por qué perder el tiempo con los locos? (…) Después que yo me vaya, vendrán lobos rapaces, y de entre vosotros surgirán falsos hermanos que os anunciarán cosas perversas y les enseñarán lo contrario de lo que os he dicho; pero no los escuchéis, son falsos profetas. Llegará incluso a haber, hermanos míos, esque­letos de misioneros que intentarán insinuar falsas máximas para arruinar si pudieran, estos fundamentos de la Compañía; a ésos es a los que hay que resistir » (XI, 395­396).

Con singular patetismo se dirige a las Hijas de la Caridad: «Permaneced en el primer espíritu que Dios ha dado a vuestra congregación des­de la cuna. Hijas mías, os conjuro a ello con todas las entrañas de mi corazón » (IX, 731).

He aquí el desafío permanente para las familias vicencianas: Que sigáis siendo revolucionarios una vez pasada la revolución.

Sin duda, este Cuarto Centenario del nacimiento de S. Vi­cente será ocasión para beber nuevamente en las fuentes, tal como pedía el Concilio Vaticano II y esperaba el mismo Fundador. Estas fueron sus palabras el 25 de noviembre de 1657: «Los que vengan después de nosotros, dentro de tres o cuatro siglos, nos mirarán como a padres (…). Se dirá: «En tiempos de los primeros sacerdotes de la Misión se hacía esto; ellos se portaban así; estaban en vigor tales y tales virtudes » y así en todo lo demás» (XI, 315-316).

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