Un canto a la vida en la cultura de la muerte
Nuestro tiempo se caracteriza por una generalizada violencia social, distintos estudiosos la han definido como la época más cruel de la historia. Al leer distintos diarios, desde enero hasta ahora, se puede ver que han matado a 69 jubilidados para robarles la pensión; y en un documento vaticano se consigna que, en el siglo XX, por la mala conducta en las carreteras, han perdido la vida 35 millones de personas; y, más cerca de nosotros, en 2006, un millón doscientas han corrido la msima suerte; esto sin contar los abortos y las personas eliminadas con la eutanasia. Bienvenidos entonces, esos hombres y esas mujeres que han creído y creen en la vida, han trabajado para afirmarla, mejorar su calidad y la han amado tanto hasta darla gozososamente para que otros vivieran. Tal es el caso de la mujer que recordamos hoy: Gianna Beretta Molla (1922-1962), nuestra contemporánea, declarada santa en 2004 por el papa Juan Pablo II.
Toda una vida para los demás
Gianna, diminutivo de Giovanna (Juana), nace en 1922, en Magenta (Italia), en una familia numerosa y recorre todo el itinerario de una joven moderna: frecuenta la escuela primaria y la secundaria, milita activamente en la Acción Católica, en tiempos difìciles, se inscribe en la universidad, facultad de medicina y sale de allí como brillante doctora, y sucesivamente se especializa en pediatría. Su deseo es dedicarse a los ninos, a las madres, a los pobres, a los ancianos y a los marginados y lo realiza, al poco de recibirse, abriendo un consultorio con ese fin. Gianna tiene dos hermanos misioneros en el Brasil y, por un cierto tiempo, acaricia la posibilidad de ir a compartir con ellos la vocación misionera, dedicando su profesión de médico al bienestar de los nativos. Su director espiritual le hace comprender que Dios la llama por otro camino y es así como ella descubre su vocación al matrimonio. Y entra en esa aventura con apasionamiento, pero también con toda la lucidez de su espírtitu cristiano, como lo revelan sus cartas de noviazgo. En una de ellas, leemos: «Quisiera que nuestra familia fuese un cenáculo reunido en derredor de Jesús». Y así fue, gracias también a un esposo que la adoraba y a un manojo de hijos frutos de ese amor sin límites que la inspiraba en todo. La palabra de Dios y una constante oración le ayudan a ejercer su profesión humanitaria como una vocación de entrega ilimitada a los demás. Lo revela ella misma en estas expresiones: «Quien toca el cuerpo de un paciente toca el cuerpo de Cristo»; y esta otra: «Toda vocación es vocación a la maternidad: material, espiritual o moral. Dios ha depositado en nosotros el instinto de la vida». Por lo visto, todo la iba preparando a la que el papa Pablo VI llamó: «una inmolación meditada».
Una mujer que amó hasta dar la vida
A este punto nos preguntamos cómo era Gianna y nos contesta su mismo esposo Pedro Molla. «Gianna era una mujer espléndida, pero absolutamente normal: hermosa, inteligente y buena. Era una mujer moderna y elegante. Manejaba el auto, amaba la montaña y esquiaba muy bien, le gustaban las flores, la música y los viajes. Una mujer como tantas, pero con algo más: una gran religiosidad y una indiscutible fe en la Providencia». Esa fe y esa religiosidad, la ayudaron a enfrentar el momento de la prueba con heroismo. Gianna había tenido ya tres hijos sin problemas, pero, en en 1962, en su cuarto embarazo, se le presentaron serias complicaciones. Los médicos se lo comunicaron: había que escoger entre la vida de la madre y la vida del hijo que llevaba en el seno. Gianna no vacila un momento y opta por la vida del hijo: que el fruto de su seno viva aunque ella tenga que morir. Estaba convencida de que esa era la voluntad de Dios y así la aceptó.
Gianna muere a los 39 años y, de esa muerte, nace Gianna Emanuela. Se realizaba, en palabra de Mons. Carlos María Martini, entonces arzobispo de la diocesis de Milán a la que pertenecía Gianna, «el carisma de la simple fidelidad al Evangelio». Sin proponérselo Gianna ha abierto un nuevo camino de santidad: un camino silencioso, cotidiano, como el de tantas madres de familia, de tantas mujeres profesionales, que entregan su tiempo, sus conocimientos, sus dotes, su amor, su vida al servicio de los demás.
Santa Gianna es una excelente testigo de las palabras de Jesús: «Nadie ama más del que da la vida por sus hermanos».