Un perfil heroico: santa Luisa de Marillac (04)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Yolanda Montefrio · Año publicación original: 1960.
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QUÉ es el hombre, Señor, para que Tú
hagas de él tanto caso, y para que se
ocupe de él tu corazón?
Lo visitas al rayar el alba, y de repente lo atribulas.
(Job, VIII.)

OLYMPUS DIGITAL CAMERALLAMADA divina que hace crecer en el amor a las almas que son fieles en lo pequeño. Luisa ha llenado sus deberes de es­posa y de madre, y ahora va a librarse en ella la lucha defini­tiva que dará a su alma un peso eterno de gloria.

¿De qué medio se sirvió la Divina Providencia para guiarla de mane­ra provechosa? De la enfermedad de su esposo, que fue para Luisa nuevo motivo de sufrimiento. Se nos dice que, «caritativa y fiel, dio a su es­poso en el estado de enfermedad las muestras de un afecto más tierno, de una bondad más comprensiva y de un amor más condescendiente, para tratar de endulzar las penas del enfermo y sus dolores». Fijémonos en la honda significación del párrafo que antecede, comentado por uno de sus biógrafos, que la conoció personalmente.

Es sublime la pedagogía de Dios, que pone a prueba nuestra virtud y nuestra sumisión para instruirnos poco a poco y hacernos avanzar, en la luz del día y en la obscuridad de la noche, hacia el objeto lejano que nos tiene señalado su amor.

Pulsemos de nuevo el perfil espiritual de Luisa en esta crisis de su alma, compleja, interesante, de donde va a surgir la luz avasalladora que la una al Amor con lazo exclusivo. Interrogaciones que Dios hace a sus siervos, preparándolos para más duras pruebas.

Antonio Legras enferma gravemente, y en Luisa surge una duda te­rrible: ¿Sería ella la causa? Y el abismo de una infidelidad a Dios, a quien, en años anteriores, había hecho promesa de consagrar su vida, se abría ahora en su conciencia. ¿No sería esta promesa un testigo abruma­dor en la presencia del Señor, que la hería en lo más íntimo de sus afec­tos, en la persona de su esposo, del padre de su hijo?

Dolorosa situación, incomprensible para un alma en la que reine la serenidad; terrible para un espíritu turbado como el suyo por un ar­diente estímulo del amor a su Dios. Este verdadero fantasma de remordimiento, que le hizo ver su vida como un horrible pecado, la obligaba moralmente a hablar a su esposo de los tormentos de su espíritu, a pesar de su consentimiento para apartarse definitivamente de su lado, como único remedio para aquella inminente desgracia, de la que él era la víctima, y ella, la esposa infiel a Dios, la única causante. Terrible obse­sión para su alma.

Entre la vida de contemplación que ella soñara y su vida de hogar había una distancia ponderable; la misma que existe entre el alma que ama a Dios exclusivamente y la que ha dividido su amor entre Dios y las criaturas a quienes pueda legítimamente amar. Para Luisa, espíritu se­lecto, esta diferencia tomaba en su caso las dimensiones de un perjurio. Una promesa hecha a Dios, violada poco después en aras de un amor humano, aunque santo, y Dios volviendo por su honor, hiriendo a una víctima inocente con el terrible golpe de la enfermedad.

Pero Luisa olvidaba, en la turbulencia de su espíritu, que su decisión había tenido causas suficientes para ser tomada: la negativa del director de las capuchinas, con el tajante acuerdo de que su precaria constitución física no le permitía sobrellevar las austeras penitencias del convento. Los consejos de sus familiares, a los que se plegó dócilmente, siguiendo la costumbre de la época, como si ellos fuesen el oráculo de Dios. Y, la fuerza más poderosa, su estado actual. ¿Cómo podría agradar a Dios la separación de los esposos en el momento supremo de la enfermedad, del consuelo en el dolor, en que los lazos de la vida son más sagrados? Te­rrible prueba que hostigó la sensibilidad de la esposa. Ella misma nos dice que el día de la Ascensión de aquel año entró en un abatimiento de espíritu que le duró hasta Pentecostés, por la duda que tenía de si debía abandonar a su marido, como deseaba hacerlo para reparar su pri­mer voto y tener más libertad para servir a Dios.

Luisa quería saber, comprender, ver. Quería tomar ella misma su di­rección en el servicio de Dios. Pero lo que Dios pide, ordinariamente, es el abandono a su divina voluntad. Un abandono total, ciego, incondi­cionado, a su amorosa sabiduría. Esa es su manera de proceder. Para nuestra santa la búsqueda del abandono fue ruda.

Si toda la vida tuvo que luchar con esa gravidez interior, con esa fuerza espiritual que la dominaba, con ese buscar a Dios más y más, supo inclinarse siempre, hasta su muerte, del lado de la obediencia. He aquí el nudo del drama en que lo divino y lo humano se enfrentan. Porque, en el alma de sus santos, Dios quiere que, definitivamente, viva sola­mente lo divino.

Por el momento Luisa no encontró seguridad ni en el cielo ni en la tierra; ni en las criaturas, que eran para ella poca cosa, ni en Dios, que se ocultaba a sus miradas. Pidió al cielo la intercesión «de su bienaven­turado Padre», Francisco de Sales, muerto años antes, aunque el recuerdo de su hermosa serenidad, de su alma tersa era un nuevo y doloroso toque para sus angustias. Sin duda, Luisa ignoraba que el dulce Francisco de Sales había conocido también los temores de espíritu en el tiempo en que era estudiante en París, y que, durante más de un mes, estuvo sujeto a lo que él llamó más tarde un estado de purificación que le hizo dudar de la salvación de su alma y de la bondad de Dios.

Hermoso estado de las almas santas, que las hace más agradables al Señor. Porque la tentación, permitida por Dios, es un acicate para la fidelidad cristiana. Los santos, en las tentaciones que todos podemos llegar a padecer, supieron aplicar el oído a la llamada de Dios y hacer de ellas un peldaño de salvación.

La tentación va siendo desconocida en nuestros tiempos. Parece cosa de los santorales antiguos, de la leyenda dorada cuyas apergaminadas páginas se abren en el escritorio de los monjes. ¿Es que Dios habrá cam­biado el plan de la salvación de los hombres? Difícil parece que el Se­ñor haya reformado su palabra evangélica. Y, sin embargo, la palabra «tentación» no ronda en los libros de espiritualidad moderna. La causa de esta omisión no se halla en el plan divino, sino en el plan humano, vertido a lo exterior, con poco afán de buscar en los rincones del alma «los diversos movimientos de la naturaleza y de la gracia», tan magis­tralmente trazados en la Imitación de Cristo.

Esa ruptura con el yo, con la responsabilidad personal, es un remedio eficaz para la angustia que puede sentirse cuando se vive lejos de Dios. No es difícil que muchos, caminando por senderos escabrosos, no sientan en su compañía la inquietante presencia del tentador, que no duerme y sonríe vigilante ante la inconsciencia de las pobres vidas que, si no se arrojan al pecado, por lo menos se mecen en la indiferencia.

Lección provechosa la de las tentaciones de los santos. Lección que tuvo su primer modelo en Jesucristo. De ahí que una mirada demasiado rápida a la vida de Santa Luisa nos deje la impresión, en este período cru­cial de su existencia, de un alma inerme, escrupulosa, perdida en las sinuosidades de su espíritu. Todos los santos han pasado por una crisis parecida, de manera más o menos angustiosa. Recordemos, no a las gran­des penitentes, que de por sí hubieron de sujetar el espíritu a la carne en medio de un combate singular tras su conversión, sino a la dulce carmelita Teresa de Lisieux, vertiendo su lluvia de rosas tras de haber pasado una vida de austerísima sencillez religiosa. Sencillez que no la privó de terribles angustias, las cuales venció con indomable corazón en sus solitarias idas y venidas por los claustros del Carmelo. Tentaciones que, si no fueron violentas en su forma, fueron profundas en su esencia, porque rompían el equilibrio de aquella hermosa serenidad que ella había prometido al Esposo Divino en el cumplimiento de sus deberes cotidia­nos de cordialidad y sumisión.

Providenciales tentaciones las de los santos, que los hicieron más puros en la presencia del Señor. Así hemos de considerar ese período ne­buloso de la vida de Santa Luisa, del que muchos de sus biógrafos, y aun de los que han leído imparcialmente su vida, han captado una sem­blanza equívoca, la de un espíritu torcido que se debatió en una querella tan poco razonable como era la de abandonar a su marido cuando éste más la necesitaba.

El día 4 de junio de 1623, fiesta de Pentecostés, volviendo Luisa de la Iglesia de San Nicolás de los Campos, con el alma oprimida por la enorme duda, en medio de las más densas tinieblas, sintió en un instante que su espíritu se esclarecía por completo. Ella misma nos dice que la obscuridad se trocó en luz, la tempestad en una apacible serenidad:

«Conocí perfectamente que debía seguir viviendo con mi ma­rido, y que vendría un tiempo en que me encontraría en estado de hacer los votos de pobreza, castidad y obediencia, y que esta­ría rodeada de algunas personas que harían lo mismo.»

Además tuvo la seguridad de que encontraría un director de concien­cia que, aun repugnándole al principio, era el que la Divina Providencia le había preparado.

Este testimonio de Dios aseguró a Luisa que, lejos de haberla ale­jado de su amor, le mostraba que en el futuro tendría un medio para llegar a Él por una consagración perfecta.

Y para mayor seguridad del sello divino sobre este mensaje, en una visión intelectual—no física a la manera de las apariciones—le hizo pre­sentir la forma, absolutamente inconcebible para ella, de su futura vo­cación.

«Me encontraba en un lugar para socorrer al prójimo, pero no podía comprender cómo podía hacerse esto, a causa de que debía haber para ello personas que, consagradas a este servicio, habían de ir y venir al exterior.»

Problemática visión, por lo que más arriba queda dicho en cuanto al régimen de vida religiosa que entonces estaba en vigor. Hubiera sido in­concebible, guiándose de miras humanas, pensar en una Comunidad de vida activa. Hacía menos de diez años que San Francisco de Sales había fundado las Hermanas de la Visitación con el fin exclusivo de socorrer al prójimo, y, con el pesar de su fundador, hubieron de dedicarse a la vida contemplativa, en vista de las censuras que la Iglesia ponía al nue­vo género de vida religiosa que venían a implantar.

Esta extraña forma de consagración que Dios le mostraba era para Luisa un panorama totalmente desconocido en las vías del amor divino. Sin embargo, Dios le hizo conocer que su deseo sería cumplido, y eso le bastaba para calmar todas sus tribulaciones. En la simplicidad de su espíritu sintió, imperiosa, la voz de Dios. Esto le bastó para exclamar:

«Puesto que hay un Dios, no debo dudar de lo demás.» Esta misma sencillez lleva en sí la marca auténtica de lo celestial.

Tal gracia, obtenida en la luminosa mañana de un Pentecostés, fue para Luisa una verdadera conversión a Dios. Las conversiones de los santos son tan eficaces como las de los pecadores. Bellos secretos entre Dios y las almas, cuya obra misteriosa sólo percibe aquel que la siente. Aldabonazos perennes, que llenan el alma de íntimas resonancias y hacen del hombre un eco de Dios.

No quiere decir esto que Luisa, a partir de aquella mañana, que fue para ella un auténtico Pentecostés de gracia, encontrase libre el camino de su perfección hasta el punto de que las dificultades no se presentaran de nuevo a su espíritu. Dios iba a seguir exigiendo de ella el esfuerzo virtuoso, cotidiano, frecuentemente doloroso, paciente y amorosamente renovado. Dios tiene sus vías en las almas. Pudo, sin duda, borrar en la de Luisa esa ansiedad de su futuro estado, pero no lo hizo por completo; porque a veces transforma los obstáculos en medios para llegar a un fin completamente divino.

Tras la consoladora revelación de Pentecostés Luisa hubo de enfren­tarse de nuevo con la situación de su hogar. La gracia de su futura vo­cación no le restó alientos en el cuidado de su marido, en la educación de su hijo, que no era tarea fácil, dado el temperamento peculiar del pe­queño Miguel Antonio. Este hijo fué después un hombre falto de ener­gía, poco dotado para el trabajo y para el esfuerzo, de inteligencia me­diana y voluntad indecisa. Siempre defraudó las esperanzas que Luisa había puesto en él, pese al gran cariño con que siempre le animó y a esa constancia con que quiso hacerle superarse en sus cualidades.

Su espíritu, fluctuando antes en la duda terrible, se mueve ahora en la esperanza. Su director de conciencia, monseñor Le Camus, sigue la trayectoria de aquella alma singular, previniéndola siempre con sus conse­jos, refrenando sus inquietudes, matizando con suavidad su tempera­mento.

De tiempo en tiempo, el espíritu de Luisa sigue agitado. Hay en ella un complejo de temperamento, de vocación frustrada, de deberes de ho­gar, de inclinación excesiva a la piedad, que difícilmente podría ven­cerse con el freno de una resignación piadosa a la voluntad divina, al santo abandono en Dios, como incesantemente le recomendaba en sus direcciones monseñor Le Camus. El alma de Luisa era demasiado grande, demasiado sacrificada por su Dios para quedar anclada en una reserva de disponibilidades.

La muerte del señor Legras acaeció el 21 de diciembre de 1625. Luisa ganó a su marido para el cielo por su espíritu de caridad hacia él, que desfallecía en aquella ruda experiencia que fue su enfermedad. Pese a sus grandes sufrimientos, Antonio Legras tuvo la capacidad de afrontar la muerte con toda su hondura cristiana. Así lo atestigua Luisa en una carta al padre Rebours, cartujo, primo hermano de su marido.

«…puesto que queréis saber las gracias que Dios ha hecho al alma de mi esposo, después de deciros que me sería imposible hacéroslas conocer todas, os puedo manifestar que, por la miseri­cordia de Dios, hacía tiempo que no tenía ningún afecto al pe­cado mortal, ni a lo que puede llevar a él, y tenía un gran deseo de vivir devotamente. Seis semanas antes de su muerte tuvo una gran calentura que puso su espíritu en gran peligro; pero Dios, haciendo aparecer su poder sobre la naturaleza, lo puso en calma. En reconocimiento de esta gracia se resolvió enteramente a servir a Dios toda la vida. No dormía casi nada durante la noche; pero tenía tal paciencia que las personas que estaban cerca de él apenas recibían la más pequeña incomodidad. Creo que en esta última enfermedad Dios le ha querido hacer participar de la imitación de las penas de su muerte, pues ha sufrido en todo su cuerpo, ha perdido completamente su sangre, y su espíritu ha estado constantemente ocupado en la meditación de la Pasión. Tuvo siete vómitos de sangre, y el último le privó de la vida instantáneamente. Yo estaba sola para asistirlo en este doloroso trance, y dio tal testimonio de devoción que hizo conocer, hasta el último suspire, que su espíritu estaba unido a Dios. No pudo decirme nada, sino: «Ruega por mí al Señor; yo no puedo más» Palabras que estarán siempre grabadas en mi corazón…»

Esta prueba familiar no era la única que Dios había reservado a su fiel sierva. Otras, dolorosas y punzantes, iban a venir a herirla en sus afectos más legítimos, para desprender su alma de todo aquello que no fuera Dios mismo.

Francia parecía un mar embravecido. La corte francesa, refinada y gloriosa por sus conquistas, por su cultura literaria, sufría las luchas intestinas de la familia real. Era el momento en que la reina madre, María de Médicis, quería alejar de su hijo al cardenal Richelieu. Mas triunfó el imperioso ministro, y la reina, desterrada, arrastró en su caída a todos los que le eran fieles. El guardasellos, Miguel de Marillac, es destituido y desterrado, y muere en Chateaudun en agosto de 1631. Su hermano Luis, mariscal de Francia, es arrestado en el Piamonte al frente de su ejército, juzgado por los comisarios de Richelieu, y, por una mayoría de votos, es condenado a muerte y fusilado en la plaza de Grave en mayo de 1632.

En este tiempo, mientras sus parientes estaban alejados de París, Lui­sa de Marillac, humildemente oculta, continuaba su obra de bien, olvida­da de los enemigos de su familia. En menos de dos años se había visto privada de los seres a quienes la ataba el más legítimo derecho a amar, y, libre ya de estas ataduras humanas, se encontraba en espera de lo que Dios manifestara sobre ella.

Hasta el momento Luisa había sufrido con docilidad la interrogación que Dios había hecho a su alma, poniendo a prueba su paciencia en las adversidades y encomendándole cosas a las cuales pudo sentir repugnan­cia. Con sumisión se había plegado a la voluntad de sus parientes, sacri­ficando sus inclinaciones más queridas con la heroica fe de Abraham; fue al altar junto a un hombre de bien, sinceramente piadoso; viuda a los treinta y cuatro años, y completamente libre, se consagró con voto al Señor, a este Esposo Celestial al que ella, virgen o esposa, había amado con toda su alma. Apartada de sus parientes, del lujo, de la vida mundana de París, el interrogante de Dios, satisfecho ya por el amor, iba a dejar paso a sendas más gloriosas.

 

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