Leemos en los Anales de la Propagación de la Fe (Marzo 1904): «Nada tan tierno, nada tan dramático como la relación que sigue. Es una nueva página que se ha de añadir al martirologio chino. El TchéKiang, donde hasta ahora ningún Misionero había tenido la dicha de dar a Dios el más grande testimonio de amistad, acaba de ofrecer al cielo su primer mártir. La efusión de la sangre del P. Tsu atraerá, sin duda alguna, las más preciosas bendiciones sobre esta Misión.»
Carta del Sr. REYNAUD, Lazarista, Vicario Apostólico de Tché-Kiang.
Permítame usted que le envíe la relación de la cruel, pero heroica muerte de un Misionero chino, a quien admiramos al mismo tiempo que lloramos, porque murió víctima de su abnegación por los cristianos. El Sr. Andrés Tsu contaba veintiocho años de edad y había sido admitido en la Congregación de la Misión en Ning-Po el 1892. Apenas hacía un año que trabajaba en reparar las ruinas que la revolución de 1900 había causado en la subprefectura de NingHai, a veinticinco leguas de Ning-Po. Dotado de una actividad que no se desanimaba ante ningún obstáculo, puso manos a la obra, abriendo a la vez varios centros y reconstruyendo capillas donde en torno a los cristianos se arrodillaban más de mil y quinientos catecúmenos. Me instaba para que fuese a bendecir su obra y coronarla con una visita pastoral, pero él era quien había de consagrarla con su propia sangre.
Mientras levantaba las ruinas de la Misión, le era preciso imitar en parte a los judíos de Jerusalén, reconstruyendo su templo en medio de muchas angustias; le era preciso observar el horizonte, siempre sombrío, y desbaratar los planes de un enemigo que rodeaba los contornos causando continuas alarmas.
Este enemigo era el letrado Ouang-si-ton, autor principal de nuestros desastres en 1900, que se había hecho más audaz por haber quedado impune, aunque fue condenado. Como había creído aniquilar nuestras obras, cuando las vió renacer más florecientes de sus ruinas, se reanimó su odio, llamó a sus cómplices, reunió numerosos bandidos hambrientos de botín, y les distribuyó armas, municiones y banderas que llevaban como lema esta inscripción: «Muerte a los cristianos».
El Sr. Andrés Tsu estaba en Ning-Po cuando Ouangsi-ton salió a campaña. Había venido a pasar con nosotros el día 27 de Septiembre y tomar parte en una fiesta de familia que toda la población cristiana y pagana, sin exceptuar los mandarines, celebró con entusiasmo. En medio de estas alegrías resonó como un doble fúnebre el primer golpe dado por Ouang-si-ton y el primer grito de agonía lanzado por sus víctimas. Acababa de asesinar, entre sus vecinos y parientes, a tres neófitos a los cuales no perdonaba el delito de haber introducido la religión en su pueblo y en su familia.
Desde entonces, cada día llegaban noticias de nuevas desgracias. Los cristianos, perseguidos y cercados por todas partes, buscaban su salvación en la fuga. El incendio seguía por todas partes al pillaje y nada se oponía al furor de los bandidos. Nuestro joven compañero perdió el apetito y el sueño. Noche y día le parecía escuchar la voz de sus ovejas que le llamaban en su auxilio, y deseaba volar a su encuentro para salvarlas o al menos fortalecerlas en la prueba y consolarlas en la muerte.
Yo enteré de todo lo que pasaba al general y al tao ta; de Ning-Po, quienes me prometieron no omitir nada para la represión de los bandidos y justo castigo de los culpables. Obraron con sinceridad, pero no fueron obedecidos.
El Coronel Tsiou escogido para restablecer el orden vino a verme antes de partir, y me juró que si el Sr. Tsu corría algún peligro, él estaba dispuesto a defenderle con su vida.
Estas palabras me aseguraron; y por otra parte la situación no era tan desesperada, pues no se trataba más que de una conmoción local, violenta sí, pero provocada por unos cientos de bandidos que cincuenta soldados hubieran podido dispersar.
No se descuidaron las precauciones espirituales. Todos orábamos, y como nos hallábamos en vísperas del mes de Octubre, nos dirigimos especialmente a Nuestra Señora del I: osario.
Todo parecía, pues, contribuir a nuestra seguridad.
El Sr. Andrés Tsu partió sin temor, y lleno de confianza y feliz al pensar que llevaba la salud a sus pobres cristianos. Pero ¡ay! marchaba para no volver más, é iba a morir juntamente con ellos. Yo no sé por qué, al darle mi última bendición, se me llenaron los ojos de lágrimas.
Nuestro amado hermano salió para Ning-Hai el 29 de Septiembre y llegó allí el I.° de Octubre. ¡Qué nuevas tan tristes las que allí le dieron! ¡Qué escenas tan dolorosas tuvo que presenciar! Sus pobres cristianos huían sin encontrar defensa, los bandidos estaban a las puertas de la ciudad, saqueaban, incendiaban y mataban, sin que se adoptase medida alguna para contener sus desmanes.
El día 2 de Octubre se pasó en viajes y reclamaciones inútiles, solicitando la intervención de los mandarines. Una simple indicación hubiera bastado para dispersar a los bandidos; pero nada se hizo.
Sin embargo, después de haber tenido consejo el Sub- prefecto y el Coronel, propusieron al Padre conducirle a Ning-Po, lo cual era lo mismo que conducirle a una muerte segura, porque todas las avenidas estaban tomadas por los asesinos, y dichos señores lo sabían muy bien. Tan pérfido ofrecimiento fue dignamente rechazado.
Por lo demás, la complicidad de los mandarines era manifiesta, pues rechazaban brutalmente de sus tribunales a los cristianos que iban allá buscando un refugio. El mismo Sub-prefecto rehusó por tres veces al Misionero la entrada en su pretorio.
Perdida toda esperanza, el Sr. Tsu se dedicó a poner en salvo los archivos, los vasos sagrados y la lista de los cristianos. Al mismo tiempo colocó, entre las familias paganas que ofrecían seguridad. a los cristianos sin abrigo ni defensa
y dió orden de retirarse a todo el personal de la residencia. Al último catequista, que no quería separarse de él, le dijo:
«El bien común exige que te vayas; si no, corremos peligro de morir los dos. Separados podremos, a lo menos uno de los dos, escapar de la muerte y llevar al Obispo la noticia de lo que acontece. Y ya que el Coronel es responsable de mi vida y aun promete protegerme, yo iré a refugiarme cerca de él.
Este catequista, detenido al día siguiente y guardado en rehenes para ser entregado a Ouang-si-ton, que había puesto precio a su cabeza, fue rescatado algunos días después, mediante la cantidad de 1.400 piastras. Le quitaron una carta que el Sr. Tsu me había escrito algunas horas antes de su muerte, la última carta, la carta de despedida, la de las últimas confidencias; carta que sentiré siempre no haber recibido.
Nuestro hermano sólo conservaba en su compañía un joven de quince años para ayudarle a Misa. Con él se dirigió, por la tarde, enfermo aún de una fiebre ardiente que le obligó a guardar cama, al campo del Coronel que se hallaba ro la pagoda principal de la ciudad, cerca de nuestra residencia, y allí pasó una noche de agonía en oración y lágrimas.
La mañana del 3 de Octubre, los bandidos se dirigieron a la ciudad. En Foug-teon, hicieron alto para incendiar nuestra iglesia. A poca distancia de las murallas de Ning-hai vieron llegar un hombre a caballo, que, echando pie a tierra, les preguntó por sus jefes. Era el Coronel Tsion, que iba, no a pelear, sino a entenderse con Ouang-si- ton.
Cuando tomó de nuevo a caballo el camino de la ciudad, los ladrones le siguieron de cerca, seguros de que no hallarían la menor resistencia. Las puertas del pretorio, tantas veces cerradas para los cristianos que buscaban allí su refugio, se abrieron de par en par, en presencia de los asesinos, y los soldados que estaban sobre las murallas recibieron la orden de dejar el paso libre.
Algunos minutos después, nuestros establecimientos, rociados con petróleo, eran víctimas de las llamas, y el señor Tsu desde la pagoda contemplaba el incendio, veía las banderas de los asesinos y escuchaba sus burlas sangrientas Cuando advirtió que las banderas se agitaban en dirección a la pagoda, llamó a su ayudante y le dijo: «Ponte en salvo, al momento, porque tú no eres conocido y tienes aún tiempo para huir; para mí ya no es posible la fuga.»
Mientras el ayudante huía, los bandidos asaltaban la gran puerta de la pagoda a ciencia y paciencia de los soldados, que tenían orden de no intervenir.
Desde el piso donde nuestro hermano se había refugiado oyó a Ouang-si-ton pedir su cabeza. Había creído que los mandarines no osarían por interés propio cometer la última infamia abandonando en las manos de sus verdugos un misionero que les había sido encomendado y de cuya vida eran responsables; pero esta ilusión quedó desvanecida.
Los bandidos penetraron en la pagoda y el señor Tsu huyó por el techo, logrando esconderse en el piso de una tienda vecina, pero por desgracia su escondite fue pronto descubierto y cercado por todas partes. Preso y arrastrado violentamente a la calle, en un instante se vio lleno de heridas; dos sablazos le abrieron el cráneo y la frente, y le hicieron en el cuello una profunda herida. Estaba ya medio muerto y sus verdugos querían rematarle allí mismo, pero los vecinos se opusieron y en consecuencia le arrastraron hasta la pagoda por los pies y por los cabellos, quedando las baldosas teñidas con su sangre. Ya le iban a sacrificar delante de sus ídolos, cuando el Subprefecto hizo señal para que se le llevaran más lejos. Se le arrastró, pues, al campo de maniobras, fuera de la puerta del Sur, y allí, después de muerto ya seguramente, fue decapitado y dividido en trozos con un encarnizamiento feroz, Le abrieron el vientre en forma de cruz, puesto que—decían estos tigres con cara de hombre:—él ama tanto a la cruz!
¡Horrible detalle! un bandido más salvaje aún que sus compañeros le arrancó el corazón y se lo llevó para comérselo. El hecho es auténtico. Por lo demás, es una costumbre usada entre los piratas, que pretenden por este medio conseguir mayor audacia.
Dos días después se recogieron en una caja los restos esparcidos é incompletos de nuestro infortunado hermano. Más tarde la justicia ha comenzado a castigar a los culpables. Los mandarines, que tan vilmente hicieron traición a su víctima, han sido depuestos y esperan en prisión una rigurosa sentencia. De los asesinos, unos han sido arrestados, y algunos decapitados. Ouang-si-ton, activamente perseguido, no podrá huir lejos ni por mucho tiempo.
Pero ¡quién nos devolverá al que tan joven aún hemos perdido! Sentimientos de piadosa confianza se mezclan con nuestras lágrimas, y nuestro pesar se templa con el convencimiento de que tenemos un protector más en el Cielo.
UN MÁRTIR EN TCHÉ-KIANG SR. ANDRÉS TSU, LAZARISTA CHINO







