Últimas fundaciones (II)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Benito Martínez · Year of first publication: 1996 · Source: CEME.
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cartelSt.-Fargeau

Luisa de Marillac estaba convencida de que la Compañía era noticia para la sociedad de Francia y para la Iglesia. Las pedían, a veces, suplicantes, obispos, nobles y la misma reina. Sin embargo, Luisa se sintió emocionada, casi halagada, cuando la Grande Demoi­selle le pidió Hijas de la Caridad para un hospital que pensaba levantar en St.-Fargeau.

Ana María Luisa de Orleans, duquesa de Montpensier, La Grande Demoiselle, como se la llamaba, era nieta de Enrique IV, sobrina de Luis XIII y prima de Luis XIV. Hija única de Gaston de Orleans, heredó de su madre, María de Borbon-Montpensier, una in­mensa fortuna. Era una princesa pretenciosa, su virtud igualaba a su ambición que era mu­cha. Soñó casarse con su primo Luis XIV, 11 años menor que ella. Este matrimonio no entraba en los planes de Ana de Austria ni de Mazarino; parece que, por venganza, la prin­cesa se puso perdidamente en manos de la Fronda. En la batalla de la Puerta de St.-An­toine, cuando Condé derrotado estaba a punto de caer prisionero de Turena, la princesa mandó disparar el cañón de la Bastilla contra las tropas reales y abrir las puertas para que Condé se refugiara en París.

Terminada la Fronda, el 21 de octubre recibió una orden de destierro a su castillo de St.-Fargeau. Aquí, descubrió que el lugar tenía «gran necesidad de socorros espirituales y corporales», y le pidió a Luisa, Hijas de la Caridad. Durante muchos meses, Luisa no se las pudo enviar.

En 1657, Ana María Luisa de Orleans fue perdonada y pudo volver a París. Un día de marzo, la condesa de Brienne volvió a pedir Hermanas de parte de la princesa. Esta vez, las necesidades del lugar, la «disposición» de la princesa y, seguramente, la intercesión de la condesa de Brienne, Dama de la Caridad, lograron que Luisa accediese. Con autorización del superior Vicente, esa misma primavera, dos Hijas de la Caridad sa­lieron para St.-Fargeau. Su misión era llevar una escuela y atender a los enfermos de un hospital; San Vicente añadió visitar a los enfermos de los alrededores en sus casas. La duquesa de Montpensier escribe en sus Memorias: «Fui a pasar las navidades (de 1657) a St.Fargeau. Llegué al día siguiente, y allí, pasé feliz tres o cuatro días, pues dediqué un tiempo a recorrer el edificio y encontrar alguna cosa terminada en su interior siempre que voy. [Esta vez] encontré terminado el hospital que no lo estaba cuando salí, y establecidas a las Hijas de la Caridad que había hecho venir de París».

Las Hijas de la Caridad impresionaron de tal manera que a los pocos meses «un gran número de muchachas deseaban entrar en la Compañía». No nos extraña la respuesta que dio Luisa a esta cuestión, es propia de una santa: hay que dudar de unas vo­caciones tan generalizadas. Pero sí nos admira que sea ella y no San Vicente quien con­cretice las señales de una vocación divina, y sorprende más aún que se las envíe al H° Du­courneau para que San Vicente se las remita a las Hermanas. Y la sorpresa es máxima cuan­do vemos que Vicente de Paúl las asume, las copia casi literalmente y las envía a St-Far­geau como norma para discernir la vocación de una Hija de la Caridad:

Las Hijas de la Caridad no son religiosas que se encierran en un hospital, sino que continuamente van a buscar a los enfermos a cualquier lugar en horas precisas, ha­ga el tiempo que haga;

Se visten y se alimentan muy pobremente, sin ponerse nunca nada sobre la cabe­za, a no ser una pequeña cofia de tela en alguna gran necesidad;

Al venir a la Compañía, no deben tener más intención que la de servir a Dios y al prójimo;

Es preciso vivir con una mortificación continua de cuerpo y de espíritu;

Deben tener la voluntad de observar exactamente todas las reglas y especialmente obedecer sin replicar;

Aunque sepan que salen por París, no les está permitido visitar a cualquier cono­cido sin permiso;

Es preciso que tengan [dinero] para el viaje y para el primer hábito.

En diciembre, pidieron refuerzos. También, se los pedían desde La Fére y la duquesa de Ventadour para sus tierras de Ste-Marie-du-Mont o para hacer otra fundación en St­Pierre-du-Mont, también en Normandia. Desde el interior de la Compañía, algunas Her­manas le pedían para que las enviara a Madagascar. La señorita Le Gras encerrada en su habitación de la Casa canalizaba y consultaba, es decir, se preocupaba por los pobres y por la Compañía. Siempre, había sido así, pero ahora, tenía 66 años. Aumentó una más en St.-Fargeau y en La Fére, pero no envió ninguna a St-Pierre-du-Mont. Su amiga la du­quesa de Ventadour no se enfadó, porque se las dio para sus tierras de Ussel.

Ussel

María de la Guiche, duquesa de Ventadour, era hija de Claudio Maximiliano, maris­cal de St-Gérant y conde de la Palice, y de su segunda esposa Susana aux Epaules. Había nacido en 1623. Por parte de su madre, le correspondía el castillo y las tierras de Ste.-Ma­rie-du-Mont en Normandía. En 1645, se había casado con Carlos de Devis, duque de Ven­tadour. Al enviudar en 1649, asumió el ducado de Ventadour en el Limusin, cuya capital era Ussel a 400 kms. al sur de París. Dama de la Caridad, extremadamente piadosa, pro­yectó llevar Hijas de la Caridad a Ussel. Propuso crear un seminario interno para las jó­venes del sur que desearan ser Hijas de la Caridad. Pero fue rechazado por el Consejo de París. Ciertamente, aunque años atrás se había discutido en un Consejo la necesidad de establecer un Seminario para las postulantes del sur de Francia, los fundadores no consi­deraron apropiada la ciudad de Ussel, porque no había allí una casa de misioneros paúles. Tampoco, la ocasión se consideró oportuna ya que no disponían de suficientes Hermanas.

La negativa no desanimó a la duquesa. Lo que ella pretendía era tener Hijas de la Caridad en Ussel. Y así, cambió la idea de un seminario por la de un hospital y la visita a los en­fermos pobres en sus casas.

El lunes 13 de mayo de 1658, salieron para Ussel, Sor Ana Hardemont y Sor Eduvi­gis Vigneron. La víspera, como era costumbre, las despidió San Vicente con una plática. La copió Santa Luisa. Ya en la introducción, la santa, intuitivamente, anotó que Sor Ana aceptó a disgusto y expuso por dos veces que estaba débil de salud. Por intuición, Luisa daba el aviso de que algo iba a salir mal.

Al llegar a Ussel, las Hermanas se desplomaron. Era un país de costumbres raras y has­ta desagradables; el estómago rechazaba las comidas; el hospital no existía y ni siquiera estaba instituida la fundación; los enfermos que necesitaban de las Hijas de la Caridad eran pocos. A esto, se unía la desunión entre las dos Hermanas. La sensación de estar en un país remoto les dio la convicción falsa de haber sido destinadas por Santa Luisa tan lejos para deshacerse de ellas. Las cartas a San Vicente y a Santa Luisa, llenas de quejas y pi­diendo nuevo destino, se sucedían rápidas; más al superior que a la señorita, por conside­rarla la culpable de su destino.

Estaba de Dios que Luisa no podía desprenderse de la cruz ni en la vejez, y la recibió sin quejarse. Era un dolor agrio porque ninguna de las dos Hermanas quería escribirle co­mo una muestra de su rechazo; era también un dolor penetrante porque Sor Ana Harde­mont era compañera suya desde los primeros años de la fundación de la Compañía y la quería. Con una pena viva, Luisa les escribía como si no supiera su enfado, las anima a vivir como Hijas de la Caridad y las consuela en su dolor, pero las corrige también en sus fallos con una serenidad de mujer santa. Son cartas, espejo del mal de su vida. En ellas, intenta llevar a su querida Sor Ana a la espiritualidad profunda y un tanto complicada que llevó ella en su juventud repleta de dolor. Le habla del designio de Dios, del abandono en la voluntad divina, del desprendimiento e indiferencia, del puro amor y de la santidad. El señor Vicente, sin embargo, salió en su defensa. Les escribe cartas serias, casi duras; in­tenta convencerlas de su envidiable labor en favor de los pobres, en la elección de Dios para ese destino, pero sobre todo, intenta convencerlas de que la Señorita las ama y las es­tima. Enérgicamente, protesta porque en sus cartas la tratan con descaro. San Vicente co­nocía la cruz de su dirigida y le dolía que sufriera aquella inocente mujer, saturada conti­nuamente de dolor.

La crisis y las dificultades duraron largos meses. A finales de 1659, parece que las dos Hermanas se van serenando. La sopa con aceite no la encuentran ya tan repugnante, el oí­do se va acostumbrando al acento limusin, la gente, aunque ignorante, es «muy buena, dó­cil y educada». Ha desaparecido la desunión y ha brotado una amistad sincera. Sor Ana, elogiada enfermera, trabaja de forma excelente de casa en casa. Sólo, permanece una som­bra: hay pocos enfermos. Cuando en agosto de 1660, después de la muerte de Santa Lui­sa, es llamada a París, Sor Eduvigis la ensalza y llora la separación.

Calais

En una carta del 10 de agosto de 1658, San Vicente consuela a Sor Ana de una ma­nera curiosa: «Debe agradecer a Dios la elección que su Providencia ha hecho de usted para ir a Ussel, pues si hubiera estado aquí, se la habría enviado a Calais, a donde la reina nos ha ordenado enviar a cuatro Hermanas para asistir a los heridos del ejército. Todas han caído enfermas y dos han muerto».

Sor Ana ya conocía la desazón de los hospitales militares, pues había servido en dos, anteriormente, pero el hospital de Calais fue horroroso. Después de la derrota de Valen­ciennes, que dio origen al hospital de La Fére, Mazarino se espantó de llegar a una paz con España en clara desventaja. Se acercó a Inglaterra y el 3 de marzo de 1657, firma­ron un tratado de alianza, renovado el 28 de marzo de 1658: Inglaterra y Francia se com­prometían a apoderarse de los puertos de Gravelinas para los franceses y Dunquerque pa­ra Inglaterra. La guerra se recrudeció en Flandes español, hoy el norte de Francia. Las batallas continuas agilizaron el cerco de Dunquerque y de Calais que cayeron en poder de Francia después de la batalla de las Dunas (14 de junio de 1658). Mazarino entregó Dunquerque a Inglaterra como lo habían pactado. Si ya la alianza de un cardenal de la Iglesia católica y ministro de la monarquía francesa con el protestante y regicida Crom­well había escandalizado a muchos franceses, la entrega de una ciudad católica a los he­rejes ingleses horrorizó a la Curia Romana. Luisa de Marillac no dice nada de todo esto; de lo que sí habla es del enorme número de heridos y del heroísmo mártir de las Hijas de la Caridad que fueron a curarlos. Tenía motivos. El solo nombre de soldados produ­cía espanto.

Luisa, aunque contemplativa, tenía una sensibilidad excepcional para conocer la vida. La vida siempre estuvo a su lado como una persona que la configuraba. Esta vez, sintió que en lo hondo del ser humano de sus hijas había miedo y debilidad; miedo a los peli­gros, a la lejanía, a la soledad y al abandono. Cuando llegó el momento de escoger a las Hijas de la Caridad que irían a Calais, escogió a cuatro Hermanas probadas y de garantía: Francisca Manseau, Margarita Ménage, María Paulet y Claudia Muset. Salieron a finales de junio.

La labor que hicieron en un mes admiró a heridos y a directores. Los calores generaron en el hospital una epidemia que causó más muertos que la guerra misma. También, caye­ron enfermas las cuatro Hermanas, «con las armas en la mano», dirá Santa Luisa (c.646). Dos murieron. Nos lo cuenta Sor María Poulet con un dolor triste y un estilo popular:

«Desde Calais, a 3 de agosto de 1658. Viva Jesús.

Señorita, queridísima madre,

Yo la saludo en el amor de nuestro Señor Jesucristo, y al señor Vicente y al se­ñor Portail y a nuestras queridas Hermanas a las que pido que pidan a Dios por no­sotras en nuestras enfermedades. Dudamos mucho que usted sepa la muerte de dos de nuestras Hermanas, que son Sor Francisca [Manceau] y Sor Margarita [Ména­ge]. Y en cuanto a nosotras, Sor Claudia [Muset] hace ya tres semanas que está en cama, y yo, ocho días.

Mucho me asombro de que no nos haya escrito desde nuestra salida [de París]. Creo que Dios me aflige por todos los lados; primero privándonos de sus noticias, y [segundo] con la muerte de mis Hermanas. Sepa que el señor de Saint-Jean ha mandado sacarnos del hospital para ponernos en la ciudad, a causa del contagio del hospital. Señorita, haga saber al señor Vicente que desde la marcha del señor de Saint-Jean, los padres capuchinos de Calais, que tienen el cuidado del hospital, son quienes escuchan nuestras confesiones.

De nuevo, la saludo, queridísima madre. Le ruego que se acuerde de mí en sus oraciones. Le ruego también que haga saber mi enfermedad a la señorita Bricart, que es mi hermana de leche, y que ella se lo haga saber a su madre. Queridísima madre, le envío una carta de Sor Margarita que escribió un día antes de morir y que prohibió que la viera nadie más que el señor Vicente o el señor Portail.

Les pido perdón al señor Vicente, al señor Portail, y a usted, mi queridísima madre, y a todas las Hermanas. Sor Francisca nos encargó mucho que, sobre todo, le comuniquemos su muerte a su hermano, que vive en Richelieu, para que pida a Dios por ella. Tiene usted la obligación de contestarnos tan pronto como reciba es­ta carta, porque yo ya le he escrito varias veces.

Toda nuestra vida, permaneceremos y seremos, queridísima madre, siempre sus obedientes servidoras.

Sor María Poulet, Sor Claudia indignas Hijas de la Caridad.

Ya no impresiona, porque ha sido una constante en los papeles que desempeñaron ca­da uno de los dos fundadores, que las cartas, las peticiones o las quejas se las dirijan a Luisa y no a Vicente de Paúl. A ella, le dirige también una carta el capuchino, P. Cou­lommiers, capellán del hospital, conmovido del increíble sacrificio de aquellas mujeres de pueblo que, enfermas de muerte, tan sólo ansiaban que, al estar «privadas de tan buena madre, tuvieran el consuelo de recibir una palabra de su mano».

Hubo que enviar otras cuatro Hijas de la Caridad. Ni Luisa ni Vicente estaban con­vencidos de poder encontrarlas y que no se negaran. Estaba presente el rechazo que dos años antes habían encontrado para ir a La Fére. Preferían voluntarias, pero tan sólo se ofre­ció una anciana en aquella época, «de unos cincuenta años»87 dice San Vicente: Sor En­riqueta Gesseaume. Cuando Sor Enriqueta se presentó voluntaria al Superior, Vicente la hizo esperar un día, con la ilusión que se presentaran otras más jóvenes y más reflexivas que Sor Enriqueta, pero no se presentó nadie más. Al día siguiente, volvió la precipitada pero generosa Enriqueta y tuvo que aceptarla el señor Vicente. Iría de Hermana Sirvien­te; de las tres compañeras que le dio, dos al menos, eran seminaristas, y una acababa de vestir el hábito: Sor María Cuny, Sor Francisca y Sor Juana.

El mismo Vicente se admiró y se disculpó por enviar a unas seminaristas a una misión tan difícil. En la charla con que las despidió, intentó convencerlas de la eficacia y de la naturalidad de tan singular noviciado. Comprendió la audacia de volver a enviar otras cua­tro Hijas de la Caridad, como si las abandonara en medio de la muerte, y comprendió el escándalo que causaba a las Hermanas:

«Me parece oír a las Hermanas que aquí se quedan diciéndome: —Pero, padre, ¿a dónde van nuestras Hermanas? No hace mucho tiempo que vimos partir a otras cuatro; he aquí, que una ha muerto [murieron dos] y las otras dos están enfermas y quizá hayan muerto también; ¡y ahora, usted manda otras cuatro en lugar de ellas, a las que quizás no volvamos a ver! ¿vamos a perder a nuestras Hermanas? ¿Qué es lo que va a pasar con la Compañía?» (Plática de 4-8-1658).

El santo también tenía miedo y, por ello, admira a esas Hermanas que van voluntaria­mente, tal vez, a la muerte; al martirio, dice él. Ese mismo día por la mañana, había teni­do con los misioneros una repetición de oración tanto o más emotiva que la despedida que dio a las Hermanas.

Las cuatro Hermanas salieron encendidas en amor y cuando están a 100 kms. de Ca­lais, una mujer les confirma la muerte de dos Hermanas y la enfermedad de las otras dos. Y Sor Enriqueta, que tantos problemas había causado en Nantes, escribe a la señorita Le Gras, en nombre de las cuatro, que esta noticia, en vez de desanimarlas las hace «sufrir la impaciencia de no haber llegado ya para socorrer a las que quedan».

También, los seglares se asombraron por el sacrificio de aquella aventura. La reina mandó levantar un recuerdo a las dos Hermanas que murieron.

Curando a los enfermos, les llegó finales de septiembre en que ya no había casi heri­dos y se dispusieron a volver a París. Es a Luisa a quien escriben, le piden consejo y le comunican la situación del trabajo y de cada Hermana. A primeros de octubre, habían vuel­to cuatro Hermanas, dos bastante enfermas. Sor Enriqueta se quedó cuidando a Sor Clau­dia, enferma de un flujo en el vientre. En noviembre, todas habían vuelto. Por un contrasentido humano, Luisa se sintió aliviada. Las necesitaba para reforzar otras comu­nidades. Se lo había prometido a Sor Bárbara para Chñteaudun y a las Hermanas de Chan­tilly.

Metz y La Salpetriére

Por este mismo contrasentido, tenía la sensación de faltarle Hijas de la Caridad. Pocos días después de enviar las cuatro últimas Hermanas a Calais, envió otras cuatro a Metz, que tan sólo hacía diez años que pertenecía internacionalmente a Francia por el tratado de Westfalia, aunque de hecho, se la había anexionado en 1552 con el beneplácito de Mau­ricio de Sajonia. Sajonia era protestante, lo mismo que sus duques electores, primero Juan y luego Mauricio. Aunque Metz, ciudad imperial y obispado autónomo, permanecía ca­tólica, los protestantes abundaban y de una manera activa.

En el verano de 1657, la Corte se detuvo en 141etz. Ana de Austria quedó impresiona­da por el activismo de los luteranos. De vuelta en París, llamó a Vicente de Paúl y le en­cargó que misionara la ciudad. Vicente se negó porque su Congregación no misionaba ciu­dades-obispados. Le propuso, sin embargo, a los sacerdotes de la Conferencia de los Mar­tes para dar la misión. La reina aceptó y en la cuaresma de 1658, la ciudad fue misiona da con grandes frutos, según San Vicente.

Con la misión, quedó instituida la Cofradía de la Caridad. Para ayudar a la Caridad —como lo hacían en París— la reina pidió Hijas de la Caridad. El 26 de agosto, salieron para Metz cuatro Hijas de la Caridad. Como era costumbre, San Vicente las despidió con una conferencia un poco larga (26-8-1650). En la conferencia, hay un detalle que se debe resaltar: al final de la charla, la antigua noble no quiere que las Hermanas se alojen ni co­man en casa del Presidente del Parlamento de Metz; el antiguo campesino, sin embargo, coincide en que no coman a la mesa del noble Presidente, pues ellas son pobres, pero en cuanto a dormir en su casa, convenía acceder, pues «sería tener poca consideración con unas personas que amaban mucho a la Compañía». ¿Qué consecuencias aportó Metz a la vida de Luisa? Aumentar el panel de preocupaciones. Aunque fue una comunidad tranquila y aunque no se conservan cartas de su intervención, parece que la correspondencia no fue escasa, ya que tomó amistad con la señorita Maillette, dama de la señora Frémyn esposa del Presidente del Parlamento de Metz.

La Compañía, la obra de Luisa y de su director Vicente de Paúl era un corazón enor­me que extendía sus arterias por el norte de Francia hasta Polonia. Todavía, no daba vida a toda clase de pobres, pero poco le faltaba.

En la Casa, quedaba una Hermana que la había atosigado siendo Hermana Sirviente en Nantes y en Cháteaudun. De las dos obras, tuvo que salir por desavenencias con los administradores. Era Sor Juana Lepeintre. Era de las antiguas de la Compañía, pero que comenzaba a manifestar pequeñas anormalidades sicológicas. Luisa intentó rehabilitarla y la puso de Hermana Sirviente de otra compañera en la Salpetriére de París. A pesar de rechazar Vicente de Paúl hacerse cargo del Hospital General, no se opuso a que dos Hi­jas de la Caridad sirvieran desde julio de 1657, a la mujeres recluidas en una de sus sec­ciones; eran mujeres marginadas: mendigas, prostitutas, vagabundas, etc. Ya no existían pobrezas a las que no atendieran sus hijas, pensaba Luisa de Marillac.

Cahors

La Compañía, ese corazón atendido por Luisa, no había llegado al sur de Francia. Si excluimos la fundación de Ussel, para donde las había pedido la Dama de la Caridad, du­quesa de Ventadour, las Hijas de la Caridad no eran conocidas en el sur de Francia. Tam­poco los superiores habían atendido a las peticiones de los obispos del sur, aunque hacía años que dos las habían pedido: Alain de Solminihac, amigo de san Vicente, y Francisco Fouquet hijo de la influyente Dama de la Caridad, María Fouquet, y hermano de Nicolás, superintendente de Finanzas. Monseñor Fouquet las pedía para su diócesis de Adge, y al ser nombrado arzobispo de Narbona, para esta ciudad.

Solminihac las pedía para su diócesis de Cahors, a unos 600 kms. al sur de París, por los caminos destartalados de entonces. Las pedía para un hospital y un orfanato. Luisa se sintió apurada como nunca. Le dolía no poder atender prontamente la petición de un ami­go de su estimado padre91.

Con la lista de las Hermanas sobre la mesa, pudo encontrar a dos que dejarán en buen lugar a Vicente de Paúl. Pero de nuevo, se vio obligada a repasar la lista, pues las Her­manas no se encargarían del hospital sino del orfanato, únicamente. Se necesitaba una Her­mana que «supiera leer, escribir y hacer labores». No tuvo más remedio que sacar «una de los niños abandonados» que tenía tan dentro de sus entrañas. Con un afecto imborra­ble, le dice a su director: «La elección de estas dos Hermanas nos afectará como si fueran más de cuatro; pero es preciso hacer este esfuerzo por muchas razones y la principal es la de las santas intenciones de usted». Se lo dice con todo el afecto, pero añade con todo el realismo, que la Compañía es pobre y que el obispo debe correr con los grandes gastos que conlleva un viaje tan largo. La experiencia la obligó a insinuar lo oportuno que sería recibir el dinero antes de salir las Hermanas; con una finura delicada, concluye que así las hermanas saldrían inmediatamente, pues «el deseo que tengo de obedecerlo prontamente me empuja a prevenirlo».

Esto sucedía en abril de 1657. En mayo, todo estaba preparado para la marcha de Sor Eduvigis Vigneron y de Sor Magdalena Riquet, la hermana que había sacado de los ex­pósitos, entendida en educación y en cuentas.

El orfelinato ya existía. Lo dirigían dos mujeres capacitadas, en especial, una de ellas, cansadas sin embargo, escribía el P. Cuissot al P. Portad, del trabajo, del alojamiento y de la espera larga de las Hijas de la Caridad.

Parece que para este orfanato, Luisa acomodó un reglamento que les había dado «una buena viuda de Limoges que había estado en París con la señorita Lestang». Era un re­glamento plagado de buenos propósitos, pero imposible de cumplir por lo amplio que era, lo exigente y lo detallista. También, la acomodación que hizo Luisa parece más para as­pirantes a religiosas que para huérfanas. Ciertamente, era lo habitual en todos los orfeli­natos y pensionados. Luisa lo titula «Proyecto de un reglamento».

El 29 de mayo, Luisa redactó una serie de avisos, seguramente, para decírselos a las Hermanas antes de marchar y posiblemente, para que los leyeran a lo largo de un viaje tan monótono y cansino. Coinciden, si no son copias, con los que les había dado el superior Vicente.

Pero en el momento de salir, Sor Magdalena desapareció repentinamente con todo el dinero del viaje. Luisa no se alteró, aunque sufriese. A sus 66 años, estaba desprendida ya de todo lo terreno y acostumbrada a cualquier suceso por desagradable que fuera. La san­tidad se había apoderado de ella y su único querer era agradar a la voluntad divina. Sor Maturina Guérin nos cuenta que «no recordaba que Luisa se afligiera por ello ni que per­diera la calma». Únicamente, dijo, «que Dios sabía lo que era mejor para el bien de la Compañía». No se había desprendido aún, sin embargo, del cariño hacia su director. Su­frió por él, por la vergüenza que sentiría al «faltar a la palabra que había dado a un señor [el obispo de Cahors] que esperaba tener a las Hermanas que había pedido y las esperaba desde hacía mucho tiempo».

De nuevo, se puso a repasar la lista de las Hermanas. Entre tanto, destinó a Ussel a Sor Eduvigis Vigneron. Tardó año y medio en encontrar otras dos que borraran el fracaso an­terior y «contentaran a Monseñor de Cahors».

A primeros de noviembre de 1658, salieron para Cahors, Sor Luisa Boucher y Sor Adriana Plouvier, acompañadas por el H° Didolet destinado a Agen. El camino fue largo y retorcido: de París a Burdeos en diligencia, de Burdeos a Agen, unos 140 kms en bar­caza por el río Garona, y de Agen a Cahors, unos 100 kms., «a caballo de alquiler, [acom­pañadas] por un Hermano o por otra persona de confianza».

En Cahors, el trabajo fue duro e incesante. En el verano de 1659, el P. Fournier pedía una tercera Hija de la Caridad. Con esfuerzo, Luisa se desprendió de una y la envió el 12 de septiembre, junto con otras tres que iban a fundar la primera comunidad de Narbona.

Con el envío de esta tercera Hermana a Cahors, Luisa encontró, en cierto modo, la so­lución a un problema que se le había presentado en La Flre. A la Hermana Sirviente, Sor María Marta Trumeau la acusaron de no se sabe a ciencia cierta qué. Parece que de ven­der la ropa y uniformes que dejaban los soldados y emplear su importe en gastos de la co­munidad, o tal vez, de exigir los haberes de las Hermanas, cosa que los administradores juraban haberlos pagado. Ciertamente, Sor María Marta era inocente y las acusaciones, calumnias. Luisa la sacó y la envió a Cahors, pero descorazonada, tuvo que desprenderse de su entrañable hija y secretaria Sor Maturina Guérin para Hermana Sirviente de La Fé­re. Inteligente, prudente y cariñosa, Sor Maturina podía rehacer la fama de la comunidad. A ello, le ayudó Luisa desde París con una carta repleta de consejos.

La fundación de Cahors nos aporta una de las ideas más originales de Luisa de Mari­Ilac: implicar a los misioneros paúles en la dirección espiritual de las Hijas de la Caridad como una parte esencial de su organigrama. Y lo más admirable, logró que Vicente de Paúl, al final de su vida, lo aceptase como lo mejor para la Compañía. Así, el 4 de febre­ro de 1660, San Vicente escribía al P. Dehorgny en Cahors:

«He animado al P. Fournier a esta nueva y pequeña ocupación de asistir a las Hermanas a fin de aliviar al P. Cuissot [superior]. Digo aliviar y no descargar, es­timando que debe siempre, como superior de los misioneros, tener de las Herma­nas el mismo cuidado que tiene de los seminaristas, y que aquellos que las instru­yen, confiesan y dirigen, lo hagan según su parecer y no independientemente de él».

De acuerdo con esta carta, el P. Fournier pasó Visita a la comunidad de Cahors y le en­vió el informe no a San Vicente sino a Santa Luisa de Marillac. El informe fue un golpe inesperado para Luisa. Indirectamente, la obligaba a revisar la espiritualidad de alguna de sus hijas, y a contar con la personalidad y la sicología de ciertas Hermanas Sirvientes:

«Pero Sor María Marta —decía el informe— que no respira más que mortifica­ción, siente gran inclinación a ser tratada como las huérfanas. Por eso, casi nunca come nada más que pan con muy poca carne, escogiendo siempre lo peor. Pero las otras [Hermanas], tomando este ejemplo como un reproche tácito a su poca mortifi­cación, algunas veces, han querido imitarla, particularmente Sor Adriana, y como Sor María Marta no siempre lo ha consentido, ha sido ocasión de alguna pequeña dis­cusión. Sin embargo, la pobre Sor Luisa gime por verse impotente de hacer como las otras, y algunos días de ayuno no se ha preparado más que un poco de legum­bres o ciertas raíces [tubérculos] para su comida, conociendo la inclinación de Sor María Marta; pero le era muy costoso. Es lo que me ha dicho Sor Adriana».

Todo esto sucedía en diciembre de 1659. Tan sólo, tres meses antes de morir Luisa. No conocemos la reacción que tomó, aunque podemos imaginamos las dudas del enfren­tamiento entre la caridad y la humanidad por un lado y el desprendimiento total y el aban­dono en la voluntad de Dios por otro. Conocía también, y bien de veces lo había escrito, que las trabajadoras deben alimentarse lo suficiente. Todo desprendimiento y abandono en Dios se cobijan en el afecto, en el amor: Que «nuestros malos afectos no prevalezcan sobre la poderosa atracción del puro amor»; que «mi alma vacía de impedimentos no pon­ga obstáculos a la acción del Espíritu Santo»; que cuando nos falten los medios humanos, confiemos en Dios.

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