Trabajos apostólicos de Bourdaise. Misa militar en Madagascar.
Mientras que estas enseñanzas resonaban en San Lázaro, Bourdaise, a quien el espíritu de Dios instruía directamente, se mostraba como el discípulo fiel. Forzado a restringirse, debió concentrar su acción. Tenía entonces mucho que hacer. Estaba agobiado de la gente que venía a aprender a rezar. Los reunía en la iglesia, y estas voces discordantes de hombres y de mujeres, de jóvenes y de mayores, de pobres y de ricos, unidos en la fe de un mismo Dios, formaban en sus oídos el más dulce concierto. Los bautizos, los matrimonios se multiplicaban. Las ceremonias de los funerales cristianos, sobre todo cuando se aplicaban a Dians o a jefes bautizados, impresionaban a los negros. Acudían en masa para ver dar tierra a quienes hacía poco consideraban como dioses.
Los detalles siguientes, que da en su carta del 9 de febrero de 1657 a san Vicente de Paúl, muestran cuales eran los trabajos de este hombre apostólico: «El día de Todos los Santos último, la mayor parte de los nuevos cristianos se presentaron a la confesión y a la comunión; me bastó con decir que era una gran fiesta. Habiendo enfermado un francés en Avate-Malesme, lugar distante dos jornadas, me creí obligado a ir, no tanto por razón del estado de su cuerpo como de su alma, sabiendo que desde hacía un año y medio no se había confesado.
Cuando me disponía a partir, me enteré de que la tropilla de los franceses iba a dirigirse hacia los mismos términos. Me ofrecí a decirles la misa en camino, lo que aceptaron de buen grado. Partí pues con ellos, y era un hermoso espectáculo. Existía un buen orden para todo, pero en particular para las oraciones que se hacían por la mañana. Lo que me edificó sobre manera fue que llegados a la provincia de Anos, hubo muchos franceses, y hasta de entre los principales oficiales del ejército que, a punto de ir en expedición a Mannanboule, quisieron primero confesarse y recibir la sagrada comunión. Cuando estuvimos en Himourt, se pasó revista y, después de cenar, se batió el tambor en una gran plaza. Allí, reunidos todos, hice la oración delante de mi crucifijo. Había cerco de 2 000 negros alrededor de nosotros. Al día siguiente por la mañana, levanté un altar en mitad de la plaza y, al mismo tiempo, se presentaron varios para confesarse. Los oí y luego celebré la santa misa en presencia de todo el ejército. No pude en ese momento hablar en público. Me contenté con ir a ver a los soldados en sus cabañas, diciendo a cada uno una palabrita de cordialidad y de ánimo. Hecho lo cual, nos dimos un abrazo y nos separamos, ellos para terminar su expedición y yo hacia la cabaña de mi enfermo.
«Como el tirada era muy larga y yo había comido tan sólo unas frutas malas, me sentí muy mal al llegar a Avate-Malesne, y tuve que acostarme. Por la tarde, confesé a mi enfermo y a los demás franceses que se encontraron allí. Hablé también a los negros que habían venido a verme. Conversé con ellos sobre la grandeza de Dios y les expliqué sus mandamientos, diciendo que no eran como los de los reyes, ya que no se trataba de pedirles sus bienes sino al contrario, de ofrecerles otros más preciosos, como un buen espíritu y la vida eterna. Después, ellos repitieron que yo decía la verdad, y celebré la oración en mitad del pueblo. Al aumentar mis males, me retiré. Una especie de disentería complicó la fiebre que había tenido todo el día continuando así toda la noche. Al día siguiente, por temor a algún accidente, traté de ponerme en camino, a más bien de arrastrarme. Es verdad que los negros me llevaron una parte del tiempo.
«Llegamos a Hittolangare, y Dios me devolvió la salud desde el día siguiente. Pero el Sr. Rivau, que temía que este mal tuviera consecuencias peligrosas, me prohibió ir lejos, diciendo que había que llamar a los franceses a nuestro alojamiento. Tengo motivos de agradecer a Dios por haber permitido esta enfermedad, porque ella me permitió volver bastante a tiempo para asistir a un pobre hombre que, unos días antes, herido por un disparo de fusil en la rodilla, se hallaba muy grave. En efecto, a media noche, después de un ligero reposo, fui a confesarle y, una vez recibida la extremaunción, falleció casi de repente».
Conversiones entre los indígenas.
El Sr. Bourdaise se mostraba satisfecho por la perseverancia y buenas disposiciones de los negros bautizados. Citaba el ejemplo de una buena anciana de ochenta y nueve años que era un verdadero apóstol. «Ella trabaja, decía el, resueltamente en su santificación, y tiene mucho cuidado de llevar a todo el mundo a la oración y al bautismo. Tiene ocho esclavos bautizados a los que reúne todas las noches en la oración, y ya ha introducido esta costumbre en otras muchas familias.
El Misionero contaba con satisfacción el bien que se operaba entre los indígenas. «Un negro, dice, todavía joven, habiendo caído gravemente enfermo, me mandó a buscar para bautizarle. Fui al punto, le hablé de Dios y del paraíso, y me dijo que le bautizase lo antes posible. Cosa que hice. Luego le di algunos medicamentos, con los que se encontró algo aliviado. No obstante, no pudimos curarle; me llamaba sin parar día y noche y me pedía que rogara a Dios por él. Este pobre muchacho, que tenía grandes convulsiones en todos sus miembros, me daba pena. Murió pronunciando esta palabra, que había repetido a menudo durante su enfermedad: ‘Dios mío, yo te amo totalmente’ «.
Más adelante, escribía a san Vicente sobre los progresos de su pequeña cristiandad y las esperanzas que le daban los pueblos todavía sumidos en las tinieblas de la infidelidad.
«ya os he citado un negro que habla bien francés, llamado Mara. Ahora está bautizado y casado, el Sr. du Rivau, nuestro gobernador fue su padrino. Su pequeña familia lleva una vida verdaderamente cristiana. Contamos ahora con doce matrimonios contraídos entre negros y veintitrés entre franceses. Cada pareja vive retirada en su habitación. En las fiestas vienen a la iglesia.
«La nación de los Imaphales ha enviado aquí embajadores para tratar con el Fuerte. Todos han venido a rezar a Dios y me han pedido que les enseñe los ornamentos, lo que he hecho, sin perder la ocasión de hablarles de Dios; no sé si les servirá de algo. Todos tomaban agua bendita al entrar en la iglesia. Y el Grande, viendo a uno de sus esclavos que hablaba durante la oración, le reprendió diciendo que no tenía el espíritu de hablar así en la casa de Dios.
«Un poco antes de Todos los Santos, quedamos todos encantados y consolados al ver al Sr. de Chamargou y al Sr. de Gueston volver con todo el ejército con buena salud, y al oír el feliz éxito de sus armas, habían tomado al enemigo 2.000 animales, que traían al mismo tiempo que los rehenes de aquellos con quienes habían hecho la paz. Lo que aumentó mi gozo y mi consuelo, tarde y mañana fue la certeza que ellos no habían dejado de hacer públicamente las oraciones; y lo que es más, que los negros de esas regiones se ponían de rodillas como ellos y hacían la señal de la cruz, demostrando un ardiente deseo de ser bautizados.
No puedo omitir que los dos hijos de los Grandes que tengo en casa con sus esclavos quieren igualmente recibir el bautismo; esto será, Dios mediante, pronto después de la partida de los navíos. La ceremonia tendrá toda la solemnidad posible, para que Dios sea más glorificado, y los negros, en particular [206] los Grandes, más edificados y animados a seguir su ejemplo; ya que hemos de confesar que se adelanta más la causa de la religión ganando un solo noble o Grande que si se hubiera convertido a un centenar de otras gentes del pueblo, así lo prueba suficientemente la experiencia.
«Espero para ello que los tres neófitos bautizados estos años pasados, casi a la hora de su muerte, contribuirán a la multiplicación de los cristianos, ya que eran los más poderosos señores del país y los más temidos de todos. Advertido de que apenas tenían de qué vivir, me encontraba en un compromiso, sabiendo que estaban muy apegados a sus supersticiones. Con todo, Dios se dignó abrirle los ojos. Yo les había expuesto verdades de nuestra fe, en particular sobre el infierno y el paraíso, asegurándoles que nadie podía ser feliz después de la muerte ni evitar las penas eternas si no estaba bautizado. Pronto me pidieron que los bautizara, entonces mismo, y que los enterrar una que se hubieran muerto. Accedí a su doble deseo y fueron enterrados en nuestro cementerio. Aquí no puedo ocultar la alegría y la edificación que me produjeron los negros en el entierro ya que rápidos acudieron en gran número para ver descender en tierra a los que ellos habían tenido antes como dioses».
Los malgaches admiraban la religión católica por la santa igualdad que practica en la muerte y por la caridad que la lleva a conceder los últimos honores a los que ayer, antes de su bautizo, no le deseaban más que mal.
Un poco de thériaque –teriaca– un ungüento administrado al caso, una operación feliz, era suficiente para desacreditar al ombiasse y a los oûlis, los falsos profetas y los falsos dioses, y atraer al Misionero. Por lo demás, Bourdaise no menospreciaba a los ombiasses mismos, y trataba de convertir a aquellos que por su reputación de ciencia o sus pretendidas adivinaciones, tenían más crédito entre estos pueblos.
Llamada apostólica de nuevos Misioneros.
En resumen, la obra de Dios se hacía y, a pesar del profundo sentimiento de su nada, Bourdaise se atrevía a decir: Si yo fuera a faltar, qué sería de esta pobre iglesia!
«Dios, que me hace ver este extremo, escribía como conclusión a Vicente de Paúl, me obliga a postrarme en espíritu a vuestros pies, como estoy ahora en el cuerpo, para deciros de parte de tantas almas, con toda la humildad y el respeto que me es posible: Mitte quos missurus es. Enviadnos Misioneros; pues los que han venido a morir a nuestras puertas no han sido enviados a Madagascar para quedarse, han sido sólo llamados por este camino al cielo… Cuántos hombres se condenan aquí, por no tener a un hombre que les ayude a salvarse!… y esto es lo que más dolor me produce, sobre todo cuando me imagino que sus ángeles guardianes me dicen: Si estuvieras aquí, frater meus no habría muerto… Oh, mi querido Padre, cuántas veces me formulo deseos que tantos eclesiásticos capaces que están en Francia en la ociosidad y que conocen esta gran necesidad de obreros hicieran alguna vez una reflexión parecida, y se persuadieran vivamente que Nuestro Señor mismo les hace estos reproches a cada uno de ellos en particular: O sacerdos, si fuisses hic, frater meus non fuisset mortuus. Sin duda que un pensamiento así les daría compasión, y hasta terror sobre todo si consideraran atentamente que, por haber descuidado dar esta asistencia espiritual el mismo Jesucristo les dirá un día estas palabras terribles: Ipse impius in iniquitate sua morietur, sanguinem vero eius de manu tua requiram. –«El impío morirá en su iniquidad, pero yo buscaré su sangre en tus manos». Oh, que si los sacerdotes, los doctores, los predicadores, los catequistas, y demás que tienen talento y vocación para estas misiones lejanas, prestaran buena atención a todo esto, y sobre todo a la cuenta que se les pedirá por tantas almas que, faltas de asistencia por su parte, se habrán condenado, no cabe la menor duda de que tendrían mucho cuidado por no haber ido lejos a buscar las ovejas extraviadas para llevarlas al redil de la Iglesia».
Y, temiendo que la muerte de sus mejores sacerdotes apartara a Vicente de esta misión, le recordaba con toda clase de razones y de ejemplos, repitiendo siempre: «Enviadnos lo antes posible a algunos buenos obreros, os lo suplico, mi querido Padre…Es verdad que habéis perdido muchos hijos y buenos súbditos, pero os suplico por el amor de Jesucristo, que no os desaniméis por ello y no abandonéis a tantas almas que han sido rescatadas por el Hijo de Dios. Tened por seguro que si tantos Misioneros buenos han muerto, no ha sido a causa del aire del país; sino las fatigas de sus viajes, , o sus mortificaciones excesivas, o bien el trabajo no moderado, que será siempre aquí demasiado grande mientras haya pocos obreros».
Lleno de confianza en Dios incluso cuando se sentía más encorvado bajo su mano, Vicente no se desanimaba ni ante la muerte de sus hijos, tan cruel no obstante a su corazón, ni ante los consejos de sus amigos, que le decían que renunciara a una empresa que el cielo parecía condenar. «La Iglesia, respondía él, ha sido establecida por la muerte del Hijo de Dios, robustecida por la de los apóstoles, de los papas y de los obispos martirizados; se ha multiplicado por la persecución. Dios suele probar a los suyos cuando tiene un gran designio sobre ellos. Su divina bondad da a conocer que quiere ahora, como siempre, que su nombre sea conocido, y el reino de su Hijo establecido en todas las naciones. Es evidente que estos pueblos insulares están dispuestos a recibir las luces del Evangelio. Ya seiscientos de entre ellos han recibido el bautismo por los trabajos de un solo Misionero a quien Dios ha conservado allí, y sería contra toda razón y caridad abandonar a este siervo de Dios, quien pide auxilio, y abandonar a este pueblo que no pide más que ser instruido».
Cuando tuvo lugar un nuevo envío de Misioneros, del que formaba parte el hermano Delaunay (arriba, p. 154), 3 de noviembre de 1656.
Carta de san Vicente a Bourdaise. Adiós del santo moribundo al Misionero de Madagascar.
Después de un segundo y un tercer ensayo infructuoso para hacer llegar Misioneros a Madagascar, El Sr. Étienne y el hermano Patte se embarcaron en enero de 1660 para la isla africana. Ellos llevaban esta carta dirigida por Vicente a Bourdaise:
«Os diré en primer lugar, Señor, el justo temor en que nos vemos de que no estéis ya en esta vida mortal, viendo el escaso tiempo que vuestros cohermanos que os han precedido, acompañado y seguido, han vivido en esa tierra ingrata, que ha devorado a tantos obreros buenos enviados para cultivarla. Si todavía estáis vivo, oh, qué grande será nuestra alegría, cuando lo sepamos con seguridad! No os costaría trabajo creerlo de mí, si supierais hasta qué punto llega la estima y el afecto que os profeso, que es tan grande como nadie pueda sentirlo por otro.
«La última breve relación que nos habéis enviado, a la vez que nos mostraba la virtud de Dios en vos y nos hacía esperar un fruto extraordinario de vuestros trabajos, nos ha hecho derramar lágrimas de alegría por vos, y de gratitud hacia la bondad de Dios que he tenido unos cuidados admirables por vos y por esos pueblos, que evangelizáis por su gracia, con tanto celo y prudencia por vuestra parte que parece que están dispuestos para ser hechos hijos de Dios; pero al propio tiempo hemos llorado por vuestro dolor y por vuestra pérdida, en la muerte de los Srs. Dufour, Prévost y de Belleville que encontraron su descanso en lugar del trabajo que iban a buscar, y que aumentaron vuestras penas, cuando vos esperabais más alivio. Esta separación tan súbita se ha convertido después en espada de dolor para vuestra alma, como la muerte de los Srs. Nacquart, Gondrée y Mounier, lo habían sido anteriormente. Nos habéis expresado tan bien vuestro sentimiento, al darnos la noticia de su fallecimiento, que me sentí enternecido por vuestro extremo dolor y dolido por estas grandes pérdidas. Me parece, Señor que Dios os trata como trató a su Hijo; le envió al mundo a fundar su Iglesia con su Pasión, y parece que no quiere introducir la fe en Madagascar sino a través de vuestros sufrimientos. Adoro sus divinas disposiciones, y le ruego que cumpla en vos sus designios. Los tiene quizás muy particulares sobre vuestra persona, pues, entre tantos Misioneros muertos, os ha dejado con vida: parece que su voluntad queriendo el bien que han deseado hacer no ha querido impedir el efecto sacándolos del mundo, sino producirlo por vos y conservándoos en él.
«Esta pérdida no obstante, no más que las precedentes ni los accidentes que han sucedido después, no han sido capaces de acabar con nada de nuestra resolución de socorreros, ni de perturbar la de estos cuatro sacerdotes y un hermano que van hacia vos, los cuales, habiendo sentido el atractivo por vuestra Misión, nos han hecho muchas instancias para ser enviados allí. No sé quién sentirá más consuelo con su llegada, o vos quien los esperáis desde hace tanto tiempo, o ellos que tienen un gran deseo de verse con vos. Ellos mirarán a Nuestro Señor en vos, y a vos en Nuestro Señor, y en esta visión os obedecerán como a él mismo, mediante su gracia. Para ello os ruego que toméis su dirección; espero que Dios bendecirá su conducta y su sumisión.
«Oh, Señor, qué suerte la vuestra por haber echado los fundamentos de este gran designio que debe enviar a tantas almas al cielo, las cuales no entrarían jamás en él, si Dios no derramara en ellas el principio de la vida eterna por los conocimientos y los sacramentos que les administráis! Que podáis, por el auxilio de su gracia, continuar por mucho tiempo este santo ministerio, y servir de regla y de entusiasmo a los demás Misioneros! Es la oración que toda la Compañía le dirige de continuo, pues tiene una devoción particular a encomendar a Dios a vuestra persona y vuestros empleos, y para mí es muy sensible. Pero en vano pediríamos a Dios vuestra conservación si vos mismo no colaboráis con ella. Os ruego pues con todas las ternuras de mi corazón que tengáis un cuidado exacto de vuestra salud y de la de vuestros cohermanos. Vos podéis juzgar por vuestra propia experiencia, de la necesidad recíproca que tenéis unos de otros, y de la necesidad que todo el país tiene de vosotros. El temor que habéis sentido de que nuestros queridos difuntos hayan adelantado su muerte por el exceso de sus trabajos os debe obligar a moderar vuestro celo. Es preferible tener fuerzas de más que no que os falten. Pedidle a Dios por nuestra pequeña congregación, ya que tiene una gran necesidad de hombres y de virtud para las grandes y diversas mieses que vemos por hacer a un lado y a otro, bien entre los eclesiásticos o entre los pueblos. Pedidle también por mí, por favor; ya que no me queda mucho, a causa de mi edad que pasa los ochenta años, y el mal de mis piernas que no me quieren llevar ya. Moriría contento, si supiera que vivís, y qué número de niños y mayores habéis bautizado; pero si yo no lo puedo saber en este mundo, espero verlo delante de Dios».
Muerte de Bourdaise en Fort-Dauphin (1656). Elogio de sus virtudes apostólicas.
Esta carta no debía llegar a su destino, el destinatario no estaba ya, y los mensajeros no llegaron al término de su viaje. Su barco se hizo pedazos en el mar en el cabo de las Tormentas. A primeros de junio de 1667, Chamargou, comandante del fuerte de Amboul, habiendo caído enfermo, Bourdaise había ido a verle para administrarle los sacramentos. Apenas hubo llegado, el Misionero era presa de la fiebre y, de vuelta con trabajo al Fort-Dauphin, un rato a pie, otro llevado por los negros, el 25 de junio expiraba. Era el séptimo apóstol que devoraba la Misión de Madagascar.
El Sr Estienne, que llegó en 1663 a Fort-Dauphin, cuenta en estos términos la muerte de este hombre cuya desaparición fue una verdadera calamidad para la colonia:
«Yo me pongo un deber de transmitiros las particularidades que he recogido sobre los últimos momentos de nuestro venerado cohermano. Una vez que supo que el Sr. Chamargou, ahora nuestro gobernador, pero entonces lugarteniente del Sr. Du Rivau, estaba enfermo en su fuerte, situado en el valle de Amboul, a dos o tres jornadas de aquí, se apresuró en ir a verle. Se contentó por todo alimento, en el viaje, con frutas que la tierra produce naturalmente, durante nueve o diez meses del año, frutas que son el recurso de los pobres y de los viajeros. Después de una estancia de dos de cuatro a cinco días en Isamme, sintió algunas debilidades y accesos de la fiebre 4ª. Previendo que el Señor le quería llamar a sí, hizo su testamento del que os envío una copia con el inventario de su pequeño ajuar. Temiendo que el estado del Sr. De Chamargou empeorara, si llegara a enterarse de su indisposición, rogó al cirujano que no le dijera nada. Consoló a su enfermo que no tardó en mejorar al cabo de algunos días, y se puso en camino para volver a su habitación. Por el camino, le faltaron las fuerzas más que el valor y debió resignarse a dejarse llevar. Al cabo de ocho o diez días, se le declaró una disentería que le llevó poco tiempo después a la tumba, el 25 de junio de 1656, sin poder consumir las formas que había en el copón.
» Os dejo pensando, Señor, la aflicción profunda que experimentaron los franceses privados de un pastor tan bueno y sobre todo del Sr. Chamargou cuyo único consuelo era, después de Dios, el Sr. Bourdaise. Nadie dudó que esta muerte tan imprevista fuera el presagio de grandes desgracias. Nuestro querido difunto las había predicho en su lecho de muerte, comprometiendo a todos a cambiar de vida, y a volver de todo corazón al Señor. Les anunciaba grandes miserias, si no se daban por entero a él; lo que ya habían experimentado.
«El Sr. Bourdaise era de los más aptos para enviar a Madagascar, bien por su buena complexión que le hacía infatigable, aunque trabajara tanto como lo habrían podido hacer otras tres o cuatro personas, según me han dicho los franceses, bien por el celo del que ha sido la víctima. Porque nada más que alguno reclamaba sus servicios en las habitaciones, que son en número de treinta y muy distantes de Fort-Dauphin, o en los tres o cuatro fuertes, levantados por los franceses, a diez, veinte y treinta leguas, él se trasladaba al momento donde el enfermo para consolarle, para administrarle los sacramentos.
«Me han asegurado que había convertido a nuestra santa fe a quinientas o seiscientas familias; que les daba el catecismo todos los días y distribuía luego algunos socorros a las más necesitadas. Había reunido cerca de él a algunos pequeños neófitos a los que educaba en el temor de Dios y con la intención de comenzar un seminario menor. Para no servir de carga a nadie, había obtenido del Sr. Du Rivau una habitación para plantar allí arroz, raíces y alimentar a animales de cuernos, cuyo número se elevaba a tres cientos a su muerte; había comprado una parte y la otra le había sido donada con la intención de participar en sus buenas obras.
«Todos los meses, él iba a hacer una visita a los pueblos de los alrededores, muy numerosos en aquella época, para fortalecer en la fe a los nuevos convertidos, demostrar a los otros la falsedad de su religión, y ganarlos poco a poco para la nuestra. Exponía con tanta claridad las verdades cristianas que no se podía por menos que aceptarlas. Hacía pocas visitas sin que bautizara a algunos niños.
«El Sr. Bourdaise hablaba bastante bien la lengua del país, este medio poderoso para ganarse a los habitantes para Nuestro Señor, y hacerse amar de ellos: por eso le llamaban comúnmente su Padre. Este afecto que le han mostrado durante su vida no ha cesado en su muerte; ya que todavía ahora hablan de él en términos tan buenos, y tienen su memoria impresa de tal forma en su espíritu, que no le olvidarán nunca».







