A lo largo de esta biografía, resalta cómo la vida de Luisa de Marillac estuvo atrapada por la existencia de la Compañía. La Compañía y Luisa se pertenecen. A través de las Hijas de la Caridad, Luisa se metió en el mundo de los pobres y llegó a la enfermedad y a la miseria. La Compañía es un barco que transporta desheredados a una tierra mejor y Luisa es el contramaestre. Esta Compañía es el paisaje donde se desarrollan los últimos cuatro años de su vida.
En estos cuatro años, la señorita Le Gras se esforzó en asentar sólidamente por dentro la Compañía. Todo su afán se dirigió a ello con el convencimiento antiguo de que las Hijas de la Caridad eran una de las mediaciones divinas para liberar a los pobres.
Luisa de Marillac sentía que llegaba al final de su vida. Cuando esto sucede, es natural esforzarse en clarificar, antes de morir, la situación de sus hijas. Ante todo, aclaró los pasos que se debían dar antes de admitir a las jóvenes: conocerlas bien, probarlas y discernir su vocación; después, determinar los fines, el modo de vida y las cualidades de la vocación vicenciana, sin olvidar la pastoral vocacional. Y esto, a pesar de la gran necesidad de Hermanas. Se las pedían de lugares lejanos e impensables: Cahors, Agde, Narbona, El Havre, Pézenas, Toulouse, Arras, La Fére, Ussel, Calais, y otros muchos obispados.
La acuciante necesidad no fue motivo para admitir a cualquiera, pero sí fue ocasión para discutir sobre la necesidad de una nueva estructura: las Provincias. En el Consejo del 25 de abril de 1656 (X, ng 249), se propuso dividir Francia en algo parecido a dos Provincias: norte y sur, estableciendo un seminario y una especie de casa provincial en Cahors, dependiente de París. Sería el camino adecuado para solucionar los peligros de los viajes largos, al mismo tiempo que se ahorraría dinero al acortarse las distancias y los destinos resultarían más fáciles. Luisa estaba de acuerdo, con tal que se estableciera el seminario y la casa «en un lugar donde hubiera padres de la Misión». Tan sólo, había un inconveniente y fue el que se impuso: No convenía hacerlo porque daría la impresión de no ser ya la pequeña compañía de las pobres sirvientas. Lo consideraron orgullo.
La necesidad de Hermanas tampoco debilitó las exigencias en el postulantado ni en el seminario. La entrega a los pobres exigía vocación divina en las jóvenes y el servicio, Hijas de la Caridad capaces de realizarlo. En ocho Consejos, se trataron casos de muchachas que no daban garantías. Son Consejos en los que la Señorita enfrenta la inteligencia al corazón. Su sinceridad expone las deficiencias de los caracteres o la poca salud sin poder impedir que su feminidad se deshaga de lástima. Cuando hay que despedir a una Hija de la Caridad que lleva años a su lado no tiene fuerzas para hacerlo y ruega al superior que sea él «quien se tome la molestia de hablar con ella». Seguramente, era la pena quien se lo impedía, pero conociendo su argucia y el corazón de Vicente de Paúl, no es improbable que esperara que la Hermana conmoviera al anciano y obtuviera otra oportunidad. Igualmente, «siente mucha pena» si no puede admitir a una joven casi ciega, pariente, además, del P. Tholard.
Es de suponer el dolor que le causaba el abandono de una Hermana. Y nos imaginamos la sensación de fracaso que le causó María Joly. Hacia mayo o junio de 1656, estando Luisa en cama seriamente enferma, abandonó decididamente la Compañía. Ya lo había intentado en noviembre de 1654, pero aquello fue tan sólo una travesura: se escapó sin decir nada, a las pocas horas, sin embargo, volvió a Casa arrepentida. Todo quedó en un susto y el 8 de agosto de 1655 firmó el Acta de fundación como Hija de la Caridad. Ahora, parece que la salida iba en serio. Ciertamente, durante estos dos años María no había logrado integrarse plenamente en la Casa. Fue la señora de Bouillon quien la animó a dar el paso. La convenció de que la necesitaban los pobres de sus tierras, campesinos de puebluchos olvidados por la señorita Le Gras. Pero, al poco de salir, comprendió que la señora la quería «para tenerla continuamente a su lado y charlar con ella» en su castillo de Morainvilliers». Pronto reconoció el disparate que había cometido y, arrepentida, continuamente, pedía volver a la Compañía. Los superiores lo trataron en el Consejo del 27 de julio de 1656. Todos los miembros, aunque recalcando las pegas, apoyaron admitirla. En la Conferencia del 27 de abril de 1659, María, de nuevo Hija de la Caridad, resaltó la alegría y la prudencia de la difunta Bárbara Angiboust. En 1672, era superiora en Saint-Jean-de-Haut-Pas.
La salida de María Joly no fue la única. El malestar que sentía ante cualquier abandono se lo manifestó a San Vicente el 2 de abril de 1657, cuando se preparaba la aprobación real de la Compañía. Luisa no era feminista. Había sufrido demasiado por el mero hecho de ser mujer. Ante el hombre —la fuerza bruta y la independencia sexual— ella se sentía débil. Aceptaba plenamente que «el sexo femenino es frágil», y comprendía que las Hijas de la Caridad —mujeres consagradas— estaban presionadas por muchos peligros, debido a «sus empleos en variados lugares». Con estos sentimientos, le propuso a Vicente de Paúl «que, considerando la utilidad pública de la Compañía…, el rey o el Parlamento asuman una protección especial, tanto de la Compañía en general como de cada una en particular, prohibiendo muy expresamente a todas salir de la Compañía sin el consentimiento del Superior, y más aún, de salir con el sencillo hábito que llevan, otorgando poder, desde ahora mismo si esto sucediese, de proceder jurídicamente contra tales personas, como infractoras de las ordenanzas del Rey o del Parlamento».
Al año siguiente, septiembre de 1658, el dolor se convirtió en zozobra: «Necesito consolarme con usted, mi muy honorable padre, de la pérdida de la pobre Sor Juana Bautista por culpa mía, no habiéndome atrevido a hablarle claramente de la mala actuación tocante a lo sucedido en el Nombre de Jesús donde ha sufrido mucho por su timidez. Se ha marchado a las 7 de la mañana y yo no lo he sabido hasta las 4 de la tarde». Su corazón anciano, lleno de ternura por la hija callada y tímida, propone mandar a buscarla por la ciudad para disculparla: «¿Qué hay que hacer, honorabilísimo padre? Me da mucha pena, pues la creo inocente de las últimas sospechas» (c.643).
Afianzamiento espiritual de la Compañía
Jurídicamente, la Compañía de las Hijas de la Caridad estaba establecida con solidez. Pero según caminaba hacia el final, Luisa se preocupaba más por el afianzamiento espiritual. Para lograrlo, echó manos de los medios que años atrás habían dado resultado: Visitas canónicas y regulares, confesores, directores espirituales de las comunidades y la correspondencia.
Había muerto el P. Lamberto, pero otros lo sustituyeron con el mismo sacrificio, como los PP. Berthe, Alméras, Dehorgny, Fournier, etc. Casa por casa, hablaban con las Hermanas, corregían y animaban.
Las Visitas Regulares se las encomendó a la sencilla pero enérgica Bárbara Angiboust. Le rogó que visitara las comunidades a donde no llegaba el correo oficial: Ste-Marie-du-Mont y Varize. Su presencia depositó calor en las Hermanas al sentirse parte de una Compañía que no las olvidaba ni las abandonaba en pueblos incomunicados.
Con todo, Luisa tenía presente que las Visitas eran algo externo y extraordinario. Más natural y efectiva era la espiritualidad que nacía de dentro de la comunidad, como los votos, generalizados en estos años; también, los confesores, escogidos y autorizados por Vicente de Paúl, podían unir la comunidad si era uno mismo para todas las Hermanas de cada casa; lo mismo que los directores. Nantes lo confirmaba. Ciertamente, la nueva superiora, Sor Nicolasa Haran, lo hacía bien, pero el nuevo director —un ángel, en frase de Luisa— contribuyó a pacificar los ánimos.
Después de tantos años, Luisa no se contentaba con que sus hijas llevaran vida espiritual; las empujaba a la santidad. En muchas cartas, les hace presente el ansia a una santidad explícita. Es la primera lectura que hacían del evangelio la mayoría de los espirituales: buscar ante todo la propia perfección. Todos los fundadores lo ponían como fin primero. Así, San Vicente de Paúl.
Y así, Luisa. Luisa les inculcaba la misma doctrina que su superior: La Hijas de la Caridad deben «desear la perfección de las verdaderas cristianas que desean morir a ellas mismas por la mortificación y la verdadera renuncia que ya hicieron en el bautismo para que el espíritu de Jesucristo se establezca en ellas». Y no sólo, por ser cristianas, con más razón por ser Hijas de la Caridad. Otras ideas parecen copiadas del superior, pero son parte de la mentalidad cristiana de la época: avisos constantes de buscar la santidad, la Hermana Sirviente tiene la responsabilidad de ayudar a sus compañeras a entrar en la perfección, el cumplimiento de las Reglas lleva a la santidad, y los dones del Espíritu Santo nos fortalecen para conseguirla. Es lo mismo que explicaba San Vicente de Paúl.
Acaso, Santa Luisa fue más ambiciosa al proponerles llegar hasta el puro amor, implicándolas en una renuncia total de todo lo creado. También es idéntico al del superior el modo de lograr la santidad: «sencillamente, por el camino de su santo amor, sin refinamiento, con cuidado de no parecemos a esa gente que en lugar de enriquecerse no hacen nada más que arruinarse a fuerza de buscar la piedra filosofal».
Como si tuviera prisa ante la muerte que presentía cercana, acumuló en infinidad de cartas todas las virtudes que juzgaba necesarias para santificarse, sirviendo a los pobres: fervor, respeto, modestia, presencia de Dios, mortificación, sumisión, obediencia, desprendimiento, dominio de las pasiones y el perdón.
Partiendo del espíritu que les marcó San Vicente: caridad perfecta y adoración-sumisión al Padre, y que lo manifiestan con las tres virtudes de humildad, sencillez y caridad y que Luisa prefiere definirlo en la práctica con las virtudes de tolerancia, mansedumbre y cordialidad, vuelve a insistir en el ejercicio de estas virtudes, aclarando que el aguante o tolerancia es la que caracteriza a una Hermana como verdadera Hija de la Caridad, ya que su vida en comunidad puede ser espinosa y su trabajo con los exigentes pobres es siempre pesado. Sin embargo, su experiencia le confirmó que sin pobreza ni confianza en Dios, la Compañía no podría subsistir. Luisa que había sufrido como nadie desde su nacimiento y que había sentido la pobreza rondando su casa, ciertamente, sin entrar del todo, se detiene para aconsejar a sus compañeras una atención especial al sufrimiento y a la sencillez en la vivienda.
En estos años, Luisa sintió que tenía una deuda con el Espíritu Santo. ¡Cuántas veces se le había presentado en su experiencia contemplativa y qué poco había escrito de Él! En 1623, el Espíritu de Dios la hizo sentir su oscuridad purificadora y su luz tranquila, pero ella tardó años en reconocerlo; en 1642, el mismo Espíritu se le presentó dirigiendo la Compañía hacia una meta rebelde con la rutina impuesta, pero ella se lo atribuyó a Dios. Tenía gran devoción a la fiesta de Pentecostés, pero como una manifestación del Dios uno. Por fin, va a hablar y a escribir del Espíritu Santo, y lo más grande aún, va a vivir su influencia. Hace los ejercicios espirituales con el único tema de contemplar su acción y vivir junto a Él para conocerlo y sentirlo más fuertemente. Y todo lo que experimente, se lo contará a sus hijas para que ellas también se preparen a su venida.
Aunque estaba en paz con María a la que visitaba en sus santuarios, a la que rezaba y a la que amaba, en estos años va a insistir en recalcar que María es la Madre de la Compañía. Mucho había escrito de la Virgen, de su función en el misterio redentor, en sus privilegios y en especial en su imitación. Ahora, camino del final, quiere que sus hijas se cobijen en María como en la Madre que es de la Compañía.
A pesar de todo, al final de su vida, hay en Luisa como una vuelta a los años de su juventud; en estos cuatro años, vuelven aspectos exclusivamente suyos que no había enseñado antes a las Hijas de la Caridad y que al terminar su vida se los presenta a ciertas Hermanas escogidas, a las que traslada dentro de su vida espiritual, como a Sor Francisca Carcireux, Ana Hardemont, Margarita Chétif, Nicolasa Haran y Maturina Guérin. Las tres últimas también sucesoras suyas como Superioras Generales. Sin duda, es una espiritualidad vicenciana, pero al empaparla de su sicología y de su espíritu la hace personal. Es su espiritualidad propia, mezcla perfecta de vicencianismo y restos de la mística abstracta que había asimilado de los primeros directores y que nunca se separaron de ella. La espiritualidad renanoflamenca se había diluido en su alma y, como el plancton de los mares, dieron riqueza y alimentaron el mar vicenciano de su vida espiritual.
Es un plancton formado por la insistencia en el desprendimiento total y en el abandono absoluto en la voluntad de Dios, indicada por el designio eterno: «el abandono general de todas las cosas en la Providencia y la conducta del amor a la santísima voluntad de Dios, es una de las prácticas más necesarias, que yo sepa, para la perfección».
A Sor Francisca, la dirige a la «íntima unión con Dios… que, frecuentemente, se hace en nosotros sin nosotros», al desprendimiento total del juicio y «aun de las cosas que parecen buenas». Es un desprendimiento-anonadamiento idéntico al que le aconsejó su tío Miguel, cuando Luisa entraba en la noche mística: «Le digo a usted lo que se me dijo a mí en otro tiempo». Luisa conservaba aquellas cartas y solía releerlas de tiempo en tiempo. Muchas frases son semejantes: Le he pedido a Dios la gracia «de que sepa usted olvidarse de sí misma y mortificar el deseo de su propia satisfacción que se esconde en usted, bajo la bonita apariencia de buscar una mayor perfección. Nos engañamos mucho si pensamos ser capaces de ello, y más aún, si pensamos adquirir esta perfección con nuestro esfuerzo o con la continua mirada o cuidado en examinar todos nuestros movimientos y disposiciones del alma. Es bueno aplicarse exactamente una vez al año a este examen con desconfianza de nosotros mismos y reconocimiento de nuestra insuficiencia; pero atormentar continuamente nuestro espíritu, escudriñándonos para llevar cuenta de todos nuestros pensamientos, es un trabajo inútil por no decir peligroso. Le digo lo que se me dijo a mí en otro tiempo».
Recordando su vida pasada, cuando tenía 30 años, y cómo entró sin saberlo en una noche desconocida que la aterraba, se acordó también de los consejos de su tío Miguel, cuando escribió a Sor Nicolasa Haran y a sus compañeras de Nantes que la perfección no consiste en «un estudio penoso del conocimiento de lo que pasa en nuestro espíritu» sino en «trabajar en el recogimiento interior en medio de las ocupaciones, particularmente, en la sumisión al beneplácito de Dios y en el abandono a la Providencia». La misma pasividad y abandono que les recalca a Sor Ana y a Sor Mauricia.
No a todas las Hijas de la Caridad les habla de esta espiritualidad misteriosa. A la mayoría, las dirige por el más puro vicencianismo. Lo consideraba un camino más sencillo y eficaz para la mayoría de aquellas mujeres aldeanas en el servicio de los pobres.
El servicio
Leyendo los escritos de San Vicente, encontramos algunas frases que lo definen: «Los pobres son mi peso y mi dolor; amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente; al socorrer a los miserables, estamos haciendo justicia y no misericordia; no me basta con que yo ame a Dios si mi prójimo no lo ama»61. También, Santa Luisa queda retratada en algunas frases suyas: «¡Ser llamadas por un Dios, oh, qué grandeza de vocación! ¡Oh, querida Hermana, qué grandeza haber sido escogida para este santo empleo; perseverad en vuestra vocación para servirlo de la manera que El pide de vosotras».
Las frases de Vicente de Paúl presentan a un hombre terreno que se eleva hasta Dios un hombre de esta tierra que se espiritualiza, se diviniza sin salir de las calles. Luisa, al contrario, nos impresiona como una mujer que mora en Dios y desciende al mundo de los miserables, como un ser espiritual, divinizado, que se hace mujer en los arrabales.
Vicente de Paúl la dirigió a través de una miseria que ella ignoraba antes de encontrarlo. Ilusionada con su misión, apostó por las Hijas de la Caridad como el instrumento más apropiado para redimirlos; y apostó igualmente por la santidad del seguimiento de Jesucristo entre los pobres.
El mundo de los pobres y su indigencia era, desde hacía años, el decorado de su vida. pero al final, la tramoya quedó fija, inamovible. Los últimos años son una repetición incesante de los avisos vicencianos: el servicio a los pobres es lo primero y se antepone a la oración y a las Reglas; los pobres no pueden esperar ni tienen culpa de nuestros fracasos; el servicio es material y espiritual, sin ostentación y dinamizado por el espíritu de Jesucristo: humildad, sencillez y caridad; la vocación de las Hijas de la Caridad es el servicio de los pobres, sus amos y señores, pues son sus sirvientas y de las señoras de la Caridad. Cuanto más difícil es el servicio, mayor es el socorro que reciben de Dios.
Al lado de las Hijas de la Caridad, hay empleados seglares que atienden a los enfermos. También les habla de ellos: son personas que están al servicio de los enfermos y en función de sus necesidades y no para ocupar un puesto de trabajo. Al final de sus días, las noticias que le llegan, la obligan a recordar a sus Hermanas que los empleados seglares están contratados para mejorar la situación de los enfermos y no para descargar a las Hermanas de su trabajo. Las Hijas de la Caridad no debieran tener empleadas para ellas, y sería preferible no asumir un trabajo excesivo antes que tener empleadas; y si hubiera que contratarlas, que se deba a un trabajo necesario y agobiante; y en este caso, las Hermanas se quedarán con el trabajo más duro y más cercano al enfermo.
Por fin, en 1655, el P. Portad revisa definitivamente las Reglas Comunes y se hace una edición manuscrita para repartirla por las comunidades y San Vicente las explica artículo por artículo en estos años. Pero antes que las explicara su Superior, Luisa quiso hacer algunas correcciones. En continuo contacto con las Hermanas, tuvo presente lo que decían, lo que cumplían y lo que dejaban de cumplir. Parecían nonadas, pero podían alborotar la sicología de algunas conciencias escrupulosas. Por ejemplo, si no hay que pedir perdón de las cosas pequeñas, quien lo haga será ridiculizada; las Reglas se deben leer todos los meses en la Casa, pero hay Hijas de la Caridad que debido al constante servicio nunca pueden ir a la Casa. Ella conoce a una Hermana que preguntada sobre las Reglas «no sabía qué era eso». Igualmente, había que detallar los tiempos de lectura y los ayunos sin romper las costumbres. Luisa continúa poniendo ejemplos: en las Reglas, se dice que «impidan a los hombres entrar en casa». Bien, si la puerta tiene dos hojas: se abre la parte superior y no la inferior; pero ¿si la puerta es de una pieza de arriba a abajo? ¿tampoco deben entrar en la Casa para hablar con la superiora? Prefiere que se insista en refrenar la lengua, rechazar las murmuraciones y suprimir las quejas contra los superiores y los eclesiásticos.
En los cuatro últimos años, a Luisa, le volvió la preocupación de escribir a las Hermanas Sirvientes sobre la dirección de la comunidad. Si Vicente de Paúl las había puesto al frente de las comunidades, Luisa de Marillac las organizó; las organizó más como responsables de un equipo de personas que como a jefes de trabajo. Desde los primeros meses de la fundación de la Compañía, las consideró el motor de la comunidad, pero ahora se le hizo apremiante dirigirlas y considerarlas como una necesidad para afianzar internamente la Compañía.
Algo parecido sucede con la Casa. Desde los comienzos de la Compañía, la Casa se había convertido en el centro aglutinante del grupo. Y también, como la Hermana Sirviente, en los cuatro últimos años, le resultó esencial en la marcha de las Hijas de la Caridad. Luisa indicaba, y hasta ordenaba, que, de tiempo en tiempo, vinieran las Hermanas a la Casa a hacer los ejercicios o sencillamente a pasar un tiempo y revivir el espíritu y el carisma vicenciano, imprescindibles para las Hijas de la Caridad. Luisa, sin sonrojarse, aseguró poco antes de morir que ella se lo había transmitido fielmente en sus cartas.
Luisa era una organizadora eficaz. No se contentaba con dar directrices, bajaba a la práctica con técnicas que podemos considerar actuales, aunque hayan cambiado de nombre y se hayan perfeccionado: comunicarse entre ellas, repetición de oración u oración participada, las conferencias de los viernes o pedir perdón de las molestias causadas y hasta dar cuenta de la oración personal.
Éstas son las candilejas y el escenario en que se presenta al final de sus años esta mujer que ya era santa. Es una anciana que va perdiendo memoria y tiene dificultad en alimentarse por falta de dientes; cosa corriente, por otra parte, en la mayoría de las personas mayores de entonces. Luisa se queja también de no poder leer las cartas de letra pequeña por falta de vista.







