A la Comunidad
El ofertorio de este cuarto domingo antes de Navidad se sirve de las palabras del Angel Gabriel para saludar a la Virgen María «llena de gracia». Efectivamente, nunca estuvo María tan llena de gracia como cuando llevaba en Ella al que es la Fuente de la gracia.
A esto podemos dedicar nuestra meditación, nuestra contemplación, uniéndonos a la Virgen, Madre de Dios, para terminar nuestro Adviento y preparar la nueva venida de su Hijo a nosotras en la noche de esta Navidad de 1964, ya tan cercana. «El Señor está cerca», decimos todas las mañanas, «Venid, adorémosle». No es sólo el recuerdo de la venida de Cristo lo que vamos a conmemorar, su «cumpleaños» humano lo que vamos a celebrar. No. El misterio de la venida de Cristo sigue teniendo lugar aquí en la tierra, sigue renovándose en cada alma, sigue iluminando a todas las generacíones, no cesa de crecer hasta. que Cristo haya incorporado a Sí a todos los elegidos y que su Cuerpo Místico haya alcanzado su dimensión perfecta.
Reanimemos nuestra Fe, Hermanas. Esta venida de Cristo no se refiere a los «demás», no se refiere sólo a la Iglesia, una Iglesia teórica e impersonal… Es algo que nos concierne a cada una, a cada una de nuestras almas, que debe abrirse a Dios, como lo hizo la Virgen, sin calcular, sin razonar acerca de las consecuencias posibles y de los sacrificios ciertos con que se íba a encontrar. El Hijo de Dios, el Verbo de Dios tiene todavía algo que decir al mundo, algo que hacer en la tierra, y ese algo quiere realizarlo por nosotras. La Encarnación, realizada de una vez para siempre, con el concurso de María, en la persona del HombreDios, tiene que proseguir místicamente, aunque de forma diferente e imperfecta, en todo miembro de la Iglesia, porque formamos el Cuerpo de Cristo.
El Señor viene. ¿Estamos dispuestas a recibirle? ¿Qué hemos hecho hasta ahora? ¿Qué hacemos?
En primer lugar, nuestro espíritu, nuestra voluntad, ¿están tensos hacia esa venida inminente? ¿Se halla centrada nuestra vida en su verdadero eje que es Cristo? ¿Es «eso» lo que para nosotras constituye lo más importante? En nuestras intenciones, nuestros deseos, en la motivación profunda de nuestras decisiones, de nuestras opciones diarias, ¿buscamos al Señor, haciéndonos nosotras a un lado? ¿Le llamarnos con todas nuestras fuerzas y con todas nuestras actitudes? ¿Reanimamos, en nuestras oraciones, esa llama del deseo, en vez de dejarnos deslizar a consideraciones vagas, sentimentales e infructuosas? ¿Sabemos hacernos, cada mañana, con nuestra vida, valientemente, generosamente, y cada noche volvemos a colocarla en manos de Dios? En nuestras súplicas, ¿pedimos al Señor la gracia de encontrarle y hacerle crecer en nosotras? Toda nuestra vida, todo el trabajo que hacemos, todas nuestras ocupaciones aun las más exteriores, deben ir orientadas a esa búsqueda del Señor. La intensidad del deseo de la Virgen, su oración, su vida toda, envuelta en el ansia del advenimiento del Mesías, aPresuraron .1a venida de Ctisto a este mundo. Cristo espera también nuestro deseo para venir a nosotras y por nosotras. Todos los demás fines aparentes de nuestra vida son secundarios.
Pero, ¿qué es en la práctica ese Advenimiento de Cristo a nosotras y por nosotras? Es nada más y nada menos que dejarnos invadir por la caridad, esa caridad que resume toda la ley: amor a Dios y amor al prójimo; esa caridad que es Dios mismo. Cristo se encarnará en nosotras por la caridad, del mismo modo que bajó a María por el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo. Hacer crecer a Cristo en nosotras, es dejar paso a la caridad; hacerla dueña y señora de nuestros pensamientos, de nuestras palabras, de nuestras acciones. La Caridad no es una virtud distinta de Dios, la Caridad es Dios mismo. Pidamos a Dios la gracia de comprenderlo en la Fe.
Tenemos que modelar nuestro pobre corazón humano para que el DiosCaridad pueda morar a gusto en él y pueda crecer en él sin cesar; para que lo posea de tal manera que llegue a operarse una identificación, una especie de encarnación. Eso es lo que hicieron los Santos: terminaron por ser reproducciones de Cristo, casi otros Crístos vivos en el mundo, y sus hermanos humanos lo percibían así. La persona de Jesús, Hijo de Dios, se revelaba y revivía a través de ellos.
Todas estamos llamadas a reproducír de esa forma los rasgos de Aquel que, siendo Hijo Dios, se llamaba a Sí mismo humildemente Hijo del Hombre, a hacerlo sensible y como visible en el mundo. Y cuando hablamos del mundo, no hay que pensar forzosamente en viaje, expatriación, discursos públicos, manifestaciones exteriores… El mundo al que tenemos la misión de dar a Cristo es sencillamente el círculo restringido en el que vivimos; es el lugar en que estamos, el oficio que desempeñamos donde Cristo quiere hacerse presente a través de nosotras. A los que se dirigen cada día a nosotras, les debemos siempre la respuesta de la caridad que es la respuesta de Dios. Sí, menester es que iluminemos con la fe el concepto que tenemos de nuestra vida de cada día.
Miremos al Niño Jesús en el regazo de su Madre: la caridad le ha hecho semejante a nosotros, lo ha entregado a nosotros, sin encontrar obstáculo alguno en su santa humanidad:
Jesús es dulce, es manso, con una mansedumbre infinita que le aleja de toda indignación contra nosotros, pecadores; que le hace comprensivo y atento a todos.
Jesús es humilde, verdaderamente humilde, «humilde de corazón», como El mismo habrá de decir. Esta humildad es la que le ha hecho hombre, la que le ha llevado al pesebre, a donde los más pobres no se sienten atemorizados para acercarse.
Jesús es sencillo porque es la Verdad. Se ha despojado de todo lo que en este mundo puede engañarnos: riqueza, rango social, cultura intelectual… para traernos la Buena Nueva de la Salvación, que sólo merece ser apetecida.
Jesús es pobre, para enseñarnos que no hay riqueza verdadera sino en Dios.
Hermanas, si queremos que Jesús crezca en nosotras, tenemos que disminuir, hacer retroceder nuestra orgullosa naturaleza, mediante la dulzura, la humildad, la sencillez, la pobreza de corazón, de cuerpo, de espíritu. Y tenemos que volver a empezar continuamente. Si nuestra vida es un gran Adviento que prepara la venida definitiva de Cristo, cada una de nuestras jornadas debe sedo también, un pequeño Adviento que prepare el encuentro con JesúsHostia, no lo olvidemos. Así, poco a poco, la Caridad irá invadiéndonos, Jesús vendrá, y podremos reconocerlo por la paz que se establecerá en nosotras y en torno nuestro.
El tiempo pasa, los años desaparecen, dejando sólo tras sí nuestros pecados, que confiamos a la misericordia de Dios, pero también el lugar que hayamos hecho a Cristo en nosotras, lugar, sin duda, pequeño, insuficiente, pero que nuestro deseo agranda y completa.