A las religiosas, en Carcassonne, 9 de septiembre de 1967.
La primera de estas dos palabras parece atraer irresistiblemente a la segunda. Y en esto es en lo que debemos detenernos a reflexionar.
«La Iglesia peregrínante es por su naturaleza misionera», nos dice el Decreto «Ad Gentes» en el artículo 2°.
Y es de toda lógica que continuemos de esta manera: por su naturaleza de hijo de Dios, el cristiano, en este mundo, es misionero, y con mayor razón lo es la religiosa.
En «Ad Gentes» encontramos las grandes líneas de nuestra reflexión de hoy:
A) La misión se vive en la Iglesia como promulgación de la misión de Cristo: es cuestión de conversión interior.
B) La misión exige una gran sinceridad de «encarnación»: aquí se trata de la renovación de las formas.
C) La misión necesita de las religiosas: nos encontramos ante el valor específico de la consagración.
D) La misión reúne al pueblo de Dios para el servicio de la evangelización del mundo: aquí tenemos el testimonio de la unidad.
Los tres primeros puntos interesan indistintamente a las religiosas misioneras fuera de su país y a las que trabajan en éste.
El último trata de las relaciones que deben sellar y manifestar la unidad profunda de la Misión en ambas situaciones diferentes.
A) Nuestra misión se sitúa en la Iglesia y como prolongación de la misión de Cristo
Es necesario que dirijamos una mirada de Fe a nuestra misión tal y como se inscribe en la Iglesia y en Cristo, para descubrir así la espiritualidad que debe animarla.
1. La doctrina
De lo que se trata es de una conversión del espíritu y de una conversión del corazón, a la luz de la Fe. Sólo por ese camino podremos llegar sin peligro a la conversión de la vida, a la renovación que reclama de nosotras el Concilio. Antes de preguntamos: «eQué debemos hacer?», preguntémonos siempre: «¿Qué debemos ser?»
Me parece que actualmente, en medio del admirable movimiento de renovación que se está efectuando en la vida religiosa, existe un peligro que se abre paso y se acentúa: es el de dar la primacía a las transformaciones exteriores antes que a la evolución interior; el de instaurar nuevas modalidades de vida y de acción antes de haber preparado a las Hermanas para que asuman en fe esas modificaciones. El acto inicial de la renovación en una Congregación es el de ponerse en estado de conversión; y pienso que el primer resultado, el más positivo de nuestros Capítulos Generales, no será tanto la reforma de las Constituciones cuanto el inmenso esfuerzo llevado a cabo simultáneamente por todas las Hermanas; esfuerzo que representa una especie de examen de concíencia y de revisión de vida de todo el Instituto y de cada Hermana en particular. Esta movilización de todas las potencias espirituales de una Congregación —potencias de súplica, de reflexión, de oración, puesta en juego de las responsabilidades personales y comunitarias— es el acto esencial de la renovación, sin el cual todos los demás correrían el riesgo de permanecer infructuosos.
Por eso, antes de preguntarnos: «¿Cómo ser realmente misionera en medio de mis hermanos, signo de Dios entre los que no creen en El, cómo anunciar a Jesucristo?», empecemos por situarnos en el campo de la Fe, por convertir nuestro espíritu a las realidades de la Fe.
Leamos esta frase del Decreto: «… de aquí proviene el deber de la Iglesia de propagar la Fe y la salvación de Cristo; de una parte, en virtud del mandato expreso que de los Apóstoles heredó…; de otra, en virtud de la vida que a sus miembros infunde Cristo…» (art. 5.).
Sin llevar demasiado lejos la reflexión teológica, es fácil de medir todo el alcance de nuestra misión si la consideramos así. Estamos muy lejos de una simple dependencia disciplinaria; es una verdadera incorporación a la Iglesia y a Cristo; es la vida de Cristo la que se expresa a través de la nuestra. Ahí radica toda nuestra alegría, toda nuestra fuerza, toda nuestra confianza y la irreductible Esperanza que no nos abandonará nunca. No se puede mantener una vida misionera con todas sus dificultades, si no se está firmemente cimentado en esa roca. Saber por la Fe que estamos en la Iglesia, que obramos dentro de la acción de Cristo, confiere todo su valor a nuestra vida y nos establece con toda seguridad en la Verdad eterna.
No sólo individual, sino corporativamente: el sentido de la incorporación profunda de nuestros Institutos religiosos a la Iglesia, «dados por ella al Señor, ordenados a su misión, inseparables de su vida y de su santidad», como lo enseña «Lumen Gentium», es una de las convicciones de base esenciales para toda vida religiosa misionera.
Esta concepción doctrinal y mística de la misión debe llevarnos infaliblemente a otras concepciones prácticas coincidentes con ella.
2. La práctica
En primer lugar, la convicción de que nuestra incorporación a la Iglesia tiene que hacer nacer en nosotras la voluntad de trabajar efectivamente en unión estrecha y profunda con todos los órganos de la Iglesia. Nuestro espíritu debe estar imbuido por la preocupación de manifestar exteriormente la unidad de la misión de la Iglesia, preocupación que le servirá de guía en cualquier decisión que tengamos que tomar
Y esto no es exclusivo de las religiosas, de nosotras, de cada una de nosotras; ha de ser norma también de nuestros Institutos. Y pienso que cada uno de ellos tiene que realizar cada vez más conscientemente y cada vez más eficazmente, su inserción vital, la de sus actividades, en la gran Misión de la Iglesia. Trataremos de encontrar algunas aplicaciones prácticas de ello en la última parte de esta charla. Por el momento, continuamos refiriéndonos al plano de las actividades de espíritu que, nacidas de la Fe, tienen que transformar progresivamente nuestra mentalidad para, finalmente, influir en toda nuestra vida. Me parece que, frente a esas realidades sobrenaturales, no basta una adhesión intelectual; se precisa una adhesión espiritual que no puede conseguirse si no es mediante la oración. Tiene que operarse una verdadera conversión de espíritu en nosotras, y ello sin interrupción.
Existe una tendencia actual —relacionada con la evolución del mundo— a crear técnicas de apostolado. Es cierto que el apostolado puede emplear algunos medios técnicos y que sin duda es bueno poner la técnica al servicio del apostolado; pero éste no estará nunca ligado de manera infalible a cualquier tipo de técnicas. Entrar en la Misión de Cristo es ante todo crear en nosotras la adhesión a El, «dar a conocer con confianza el misterio de Cristo… sin avergonzarse del escándalo de la cruz». Sería necesario leer todo el artículo 24 del Decreto que detalla la espiritualidad misionera:
«Con una vida realmente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera… en la experiencia intensa de la tribulación y de la absoluta pobreza… esté convencido de que la obediencia es virtud característica del ministro de Cristo… no descuidar la gracia que poseen… renovar su espíritu constantemente…» (art. 24).
3. El alma de una vida misionera
Este doble movimiento de conversión del espíritu y del corazón a la misíón teologal, podríamos decir que constituye el alma misma de una vida misionera, y el alma de la renovación que tenemos que llevar a cabo para vivir esa vida. Si nuestra Fe es total en ese punto, estaremos prontas a afrontar, a operar la conversión de la vida: tal es el objeto de nuestro segundo punto.
Estaremos prontas a asumir las condiciones particulares de determinada situación o experiencia misionera.
Estaremos prontas a adaptar nuestra vida religiosa a las exigencias apostólicas.
Estaremos prontas a comprender a la gente, a hacer nuestras sus dificultades.
B) La misión exige una gran sinceridad de encarnación
«Mas El asumió la entera naturaleza humana cual se encuentra en nosotros, miserables y pobres, pero sin el pecado» («Ad Gentes», art. 3).
«La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en todos estos grupos con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió» (art. 10).
Y ahora es el momento de preguntarnos: «¿Qué tenemos que hacer?»
Fácilmente nos encontraríamos inclinadas a considerar el trabajo de la renovación como una tarea concreta, con un principio y un fin, en la que habríamos de insertar unas estructuras, establecer unos métodos definitivamente adaptados. Y entonces querríamos que se nos fijase de una manera precisa «lo que hay que hacer» para responder a la voluntad de la Iglesia. Nos gustaría recíbir órdenes que pusieran a resguardo nuestra responsabilidad, que trazaran unos límites en el tiempo y en el espacio a lo que hubiera que hacer. Pero el pensamiento de la Iglesia es completamente distinto: una vez que ha fijado los principios rectores, la «doctrina» de la renovación adaptada, la iglesia deja a cada Instituto el cuidado de proveer a ponerlos por obra según el carisma propio. La conversión al Evangelio no es un acto puntual, que queda hecho sin más, sino un estado de conversión permanente en el que deben vivir nuestras Congregaciones; estado de vigilancia y de búsqueda.
No podremos nunca «instalarnos» en una renovación bien determínada, limitada, perfilada, tranquilizadora, que ha de hacer infaliblemente de nosotras misioneras como es debido… Lo que tendremos que vivir es una renovación diaria, siempre en acción, que brote de un espíritu, de una mentalidad impregnada de la realidad teológica de la Misión que acabamos de evocar y de otros dos puntos de doctrina que Vaticano II pone de relieve: se les podría llamar «puntos clave». Son: la doctrina del laicado en la Iglesia y las relaciones de la Iglesia con el mundo. Cuantas opcíones tengamos que hacer han de ir iluminadas por estos tres focos de luz:
- La Iglesia, en su Misión, necesita de la vida religiosa;
- En la Misión de la Iglesia, el laicado tiene un puesto y unas responsabilidades propías;
- «La Iglesia… su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad…» (G.S., 40 pfo. 2).
Por lo tanto, tenemos que preguntarnos de qué se compone la verdadera cercanía misionera a las personas a las que estamos enviadas. E inmediatamente se nos viene al pensamiento la primera respuesta: Conocerlas.
1. Conocer
No es fácil llegar a un verdadero conocimiento de las personas. Con frecuencia, creemos conocerlas, y nos engañamos miserablemente. Suponemos en ellas reacciones semejantes a las nuestras; con facilidad creeríamos que las opiniones que manifiestan exteriormente, que algunas maneras de ser o de pensar que nos chocan están calcadas de un fondo interior semejante al nuestro.
Me parece que la primera condición para el conocimiento es saber que no llegaremos nunca a conocerlas totalmente, sobre todo si nos separan de ellas diferencias de origen social, de país o de raza. Conocer quiere decir «nacer con», y nosotras no hemos nacido con esas personas con las que tratamos: esta diferencia radical permanecerá siempre.
Tendremos que ir naciendo poco a poco a todo lo que constituye su mentalidad y su vida. Evidentemente, para ello es muy de desear una formación racional. ¿Cómo? Confesemos sencillamente que está todavía por descubrir y que son muy pocas las religiosas que han seguido cursos de pastoral o de psicosociología. El programa de estudios de los Juniorados que se están organizando ahora por todas partes, tendría que tener en cuenta esta necesidad. Una formación para la pastoral en un lugar determinado mediante el estudio y mediante contactos diversos, testimonios, prácticas… tendría que implantarse. Pero estemos persuadidas de que por muy necesarío que esto sea, no nos aportará sino ejemplos, métodos de conocimiento, antes que un conocimiento verdadero: saber mirar, saber escuchar, saber descubrir los signos. Sólo del contacto con las personas brota las cercanía de corazón y de espíritu.
2. Escuchar
No hay muchas personas que sepan escuchar con verdadera atención, con la intención de acoger lo que se les dice con gran respeto al pensamiento, del otro, aun cuando sea contrario al suyo. ¡Estamos tan preocupados con lo que debemos decirle —por su bien, según creemos—, que no prestamos más que una atención distraída a lo que él nos dice! y nos quedamos estancados sin avanzar un palmo en la compenetración con nuestros hermanos.
Si meditáramos un poco «Ecclesiam suam», sabríamos que «Lo primero de todo, aun antes de hablar, es escuchar la voz,más aún, el corazón del hombre; comprenderlo en cuanto sea posible, respetarlo y, donde lo merezca, secundarlo… El clima del diálogo es la amistad…» (n. 80, ed. BAC 1972). Sigue siendo realmente verdad que no llegamos a conocer bien sino con el corazón. La verdadera cercanía con las personas es interior, reside en esa caridad permanente que nos une a ellas.
3. Convivir
Mirar, escuchar, dialogar, todo esto supone que vivimos con las personas, que convivimos con ellas, y de ahí es de donde brotan, precisamente, todas las dificultades. ¿Cómo y hasta qué punto hay que convivir con la gente? ¿Cómo conciliar esta convivencia con la vida de Comunidad?, ¿con las exigencias y el testimonio de los votos y la separación inherente a nuestra vida religiosa? ¿Cómo hacer para que nuestra vida entre ellas sea presencia y signo de Dios y de la Iglesia?
No hay respuestas perentorias y unánimes a estas preguntas. Por lo demás, tampoco se presentan de la misma manera a todas las Congregaciones, dada la diversidad de vocaciones específicas. Tratemos de apuntar a las más señaladas, buscando elementos posibles de solución.
Una frase de Mons. Ancel puede servirnos de faro durante esta búsqueda:
«La presencia de un apóstol no es auténtica sino en la medida en que sabe unir el conformismo sociológico con el no conformismo espiritual» (Cinq ans avec les ouvriersCenturion, 1963); frase que podemos traducir como sigue: nuestra presencia misionera en nuestro lugar de acción no llevará consigo a Dios sino en la medida en que nos acerquemos y asemejemos a la gente que nos rodea, aunque permaneciendo profundamente lo que somos, es decir, religiosas. Ahí radica todo el dilema.
Es éste uno de los problemas que obsesionan sin cesar la conciencia de todas las Hermanas y más aún la de todas las Superioras. Es cierto que la mayoría de las veces damos la impresión de ser de otra clase que las personas a quienes servimos. Y estoy pensando preferentemente en los Institutos que por vocación se dirigen a los que suelen llamarse «los pobres».
No tengo la pretensión de resolver hoy este problema, pero tampoco nos está permitido eludirlo. Vivimos junto a la gente y nuestra presencia tiene que ser misionera, es decir, tiene que anunciar el Evangelio, y con frecuencia, la aparente riqueza de nuestras instalaciones y de nuestra vida se interpone entre nosotras y Cristo. Sabemos muy bien que esa riqueza no está ordenada a nosotras sino a la actividad que de ella se sirve: escuela, hospital, hogar infantil o, inclusive, casa de formación o de retiro para las Hermanas… Parece que sería una utopía el querer privar a la Iglesia o a la Comunidad de ese cuerpo exterior de Instituciones que no forman, hablando en propiedad, su misión, pero que están al servicio de ésta. Sin embargo, a los ojos de todos esa riqueza nos «marca» con su sello y amenaza con falsear el testimonio que damos
Tendría que ser posible separar la Comunidad de la Institución en la que se inserta, tanto en lo referente a la vida de las Hermanas como en el plano económíco (la claridad en las finanzas) Esto parece una verdadera revolución en nuestras posiciones tradicionales, pero se presenta como el camino que en el futuro permitirá a las religiosas recobrar su independencia apostólica. Llevarlo a cabo rápidamente y de una sola vez, sería peligroso; pero prepararnos espiritualmente, dar unos primeros pasos mediante alguna reali7ación cuidadosamente estudiada, parece un deber. En esto, más que en cualquiera otra cosa, la primera condición que debe asegurarse es la de la convicción íntima de las religiosas que fueran a hacerse cargo de la experiencia.
Este testimonio no debería tener como único objetivo el de la pobreza, sino también el de la semejanza de vida, el de renunciar a los privilegios en puestos, horarios, etc. Los privilegios, cualesquiera que sean, ya no se aceptan ni se comprenden en nuestros días.
Esto se refiere sobre todo al testimonio colectivo, pero facilitaría también mucho el estilo de vida personal de las Hermanas. Mucho habría que decir acerca de esto, porque no se reduce sólo a algunas normas exteriores: servirse de un 2 CV en vez de un coche más grande y confortable o bien de una bicicleta, o ir sencillamente a pie según los lugares… y otros detalles semejantes. El movimiento misionero tiende a asemejarnos a la gente en todos los detalles de nuestra vida: costumbres, alimentación, hasta el mismo lenguaje, lo que no quiere decir adoptar una manera de hablar vulgar o impropia; es el amor que tenemos a todos el que nos inspirará la nota justa en esa semejanza exterior que nos ha de llevar poco a poco a ser verdaderamente una de ellos. Cuanto, gracias a la caridad, más real sea esa apariencia, tanto más aptas seremos para transmitir el mensaje. Nuestra época está marcada, más que otras, por el hecho de que la gente, ya sean franceses o no, aceptan con dificultad lo que viene de fuera, lo que se les ofrece desde arriba, y lo esperan todo de su propio grupo humano. La sinceridad de nuestra integración es esencial, a condición de que deje transparentar los valores de la consagración.
Nuestra proximidad o cercanía a la gente será siempre diferente de la de los seglares; tenemos que tener cuidado en ello, ahora sobre todo en que reina una especie de confusión en los espíritus, que no saben ya distinguir el papel propio de la vida religiosa y el del laicado Existe el peligro de que se produzca una a modo de dilución de la vida religiosa dentro de aquél y hemos de estar vigilantes. Si la vida religiosa no tiene otra cosa que decir que el mismo laicado, se acabó su razón de ser: seamos valientes en ser lo que somos, para servir a la Iglesia.
C) La misión necesita de las religiosas
Se trata ahora de poner sobre la mesa el problema tan actual del signo de Dios que ha de ser la vida religiosa en el mundo:
- signo de consagración: los votos;
- sígno de unidad: la vida comunitaria.
1. Signo de consagración
Los votos son como las tres líneas de fuerza en las que se apoya nuestra consagración para realizarse en plenitud.
Se crea en nosotros un movimiento espiritual de desprendimiento de una misma, de desposesión de los bienes materiales por la pobreza, del corazón por la castidad, de nuestra voluntad propia por la obediencia.
Esto no tiene sentido sino con miras a la posesión de Dios; sólo El puede justificar lo que parece locura a los ojos de los hombres. Lo que constituye un drama en la hora actual es que la disminución de la Fe impide a nuestros contemporáneos descubrir el lazo que nos une a Dios, y en nuestro don total no ven ya sino aquello que les parece una mutilación de una vida humana o bien, intentan buscar una explicación en compensaciones tales como una vida tranquila, la seguridad de que no se ha de carecer de nada… etc.
Quizá sería necesario empezar por recordar que la primera finalidad de nuestra consagración no es la de ser un signo; su finalidad está en sí misma, en el hecho de ser consagración, y aun suponiendo que el universo entero no llegara a comprenderla, quedaría plenamente justificada por la alabanza y homenaje a Dios que encierra. Esto bastaría.
No pienso que ninguna de nosotras haya ingresado en su Instituto para ser un signo; todas lo hemos hecho por amor de Dios, y El hará lo que quiera, lo que El quiera de esa entrega total que le hemos hecho de nosotras mismas. De todas formas, esto no nos dispensa de ver cómo podremos hacerla visible, sobrenaturalmente luminosa para nuestros hermanos. Y esto no es fácil.
Hemos visto cómo, con frecuencia, se desconoce nuestra pobreza y cómo, con frecuencia tambíén, es menor materialmente hablando que la de las personas con quienes tratamos; ¿cómo, pues, van éstas a adivinar el despojo interior en que debemos vivir? ¿cómo van a ligar ese despojo con Dios? Tendrá que ser gracias al abandono gozoso que hagamos de todo: nuestra facilidad en prestar lo que nos pertenece, en compartir lo que recibimos, en dejar un puesto de influencia, en salir de un oficio, de una casa que nos son queridos; en el desinterés de la Comunidad, no dando la impresión de que hacemos negocios. Se trata de un espíritu de servicio sencillo y fraternal, de una fraternidad —podríamos decir— en el uso de los bienes. Probar con nuestra vida que nada es nuestro, no sólo el dinero. La pobreza es uno de los puntos que más motivos de búsqueda ofrecen a las Congregaciones.
La castidad religiosa tampoco se manifiesta ahora lo mismo que antes; en el contexto social actual se ha modificado extraordinariamente el comportamiento de la religiosa, y algunos signos exteriores de modestia religiosa hoy no se comprenderían. Han caído muchas barreras, pero el claustro interior permanece y la gente no sólo comprende sino espera que una Hermana se niegue a verlo todo, a escucharlo todo, a permitírselo todo, y ello con alegría… sencillamente, porque pertenece a Cristo.
El signo es la alegría, porque esa alegría manifiesta la plenitud de un amor que se siente colmado. El mundo de hoy está ávido de verdadera alegría; no sabe dónde encontrarla y la busca en los placeres en los que jamás la encuentra. Si llega a descubrirla en nosotras, fuera de esos placeres, intuye dónde está su fuente y empieza a escuchar la llamada que le dirige nuestra Fe viva. La alegría es lo que descubre que Dios ha tomado insensiblemente plena posesión de nuestro espíritu y de nuestro corazón.
A la alegría se une el amor universal. Las almas vírgenes son las más afectuosas, las más entregadas sin condiciones, atentas sin cesar a los demás, liberadas de sí mismas y de todo.
La castidad se reconoce sobre todo por la caridad libre y gozosa.
Sin duda, lo más difícil es revelar la obediencia. Es que durante mucho tiempo se la ha presentado de una manera necia, yo diría caricaturesca. Y en estos momentos tropezamos con tantos prejuicios que hay que ser prudentes. Me parece que las Hermanas que más han evolucionado, que son las más «responsables» en su acción y en las que se reconocen valores indiscutibles, tendrían que imponerse la tarea de dar a conocer a su alrededor y de manera inteligente su obediencia. Esa obediencia que abarca toda su vida, cosa que ninguna renovación hará desaparecer, muy al contrario. Cuando la obediencia es auténtica, la gente la reconoce y no puede menos de admirarla; si llega a calumniada, es que nosotras mismas vacilamos ante ella.
Una cosa que la gente comprende mucho mejor es la obediencia social y la obediencia a la Iglesia; no nos perdona que quebrantemos los reglamentos profesionales y ni siquiera los administrativos; espera encontrarnos sumisas a las directrices de los organismos y movimientos de la Iglesia. En esto podemos hallar como un primer anuncio, un anuncio lejano de la obediencia religiosa.
2. Signo de unidad
La adhesión plena, y gozosa también, a las transformaciones que son consecuencia de la búsqueda actual de la Iglesia es un signo que se acentúa día tras día. Se da una corriente de pensamiento en el mundo de los creyentes que va sustituyendo la noción de «congregación» por la de «vida religiosa». Se trata de un movimiento de conjunto que se está dibujando y que arrastra a todos los Institutos a colaborar en la tarea de la Iglesia. Poco a poco se va revelando la complementariedad de las diversas Congregaciones, cuya fuerza y eficacia residen —residirán ya en adelante— en la unidad de espíritu, en la voluntad firme de llevar una acción concertada, ordenada y coordenada. El esfuerzo de unidad es primordial para la renovación de nuestro estado de vida y su valoración lo mismo que para su calidad misionera univeral.
Ya no es cuestión de contentarse con una colaboración reservada exclusivamente a los Institutos religiosos entre sí, lo que daría lugar a que en el Pueblo de Dios surgieran dos grupos paralelos en marcha hacia el Reino. La ayuda mutua lleva consigo la promoción recíproca que se da cuando todas las partes están dispuestas tanto a recibir como a dar.
Así es como, en nuestro intento leal de situarnos debidamente con relación a los seglares, hemos de tomar conciencia de la vocación propia de éstos dentro de la Iglesia y suscitar entre ellos responsables capaces de dar toda su medida apostólica. Participamos en la misma tarea y tenemos que tener la misma preocupación misionera. La vida religiosa no se sitúa autoritariamente por encima de los seglares, ni tampoco por debajo de ellos, sino a su lado, como un signo de lo absoluto de Dios, como un testimonio de la Esperanza cristiana y como una proclamación viva de que Dios basta a los que Le aman.
La presencia interior es la que da claridad, visibilidad al signo exterior aparente. No hay asodación sistemática entre una situación, una actitud y la transmisión de la Fe. Ningún género de vida, ningún gesto es por sí mismo un signo, aunque nosotras, por nuestra parte, tengamos que velar por que nuestro género de vida y nuestras actitudes estén en armonía con nuestro ambiente de misión. Lo que confiere valor de signo a nuestra vida es la caridad interior que la anima, esa Caridad que es Dios mismo y que nos invadirá en la medida en que nosotras nos dejemos poseer por El.
En cambio, lo que nos impide ser «significativas» no son tanto determinadas situaciones cuanto una posible ausenda de Dios, quien debe estar siempre activamente presente; ausencia que dejará campo libre a ciertas faltas de justicia, de lealtad, de respeto, de disponibilidad, a ciertas incomprensiones de los demás. Lo verdaderamente eficaz es una verdadera vida teologal.
Se dice ahora que ciertos signos exteriores, como por ejemplo el hábito religioso, no tienen ya significación alguna para nuestros contemporáneos porque llevan consigo la carga de muchos prejuicios. Sin embargo, ¡qué ausencia de Dios supondría su total desaparición! ¿Sería realtnente más fácil acercarse a la gente suprimiendo estos signos? Por mi parte, no lo creo.
Ningún signo será elocuente a menos de ir presentado con amor y por amor.
Los santos no necesitan buscar mucho los medios mejores: pongamos un santo dondequiera que sea, y de cualquier manera que actúe irá a Cristo.
Lamentablemente, no somos santas; pero en realidad eso es lo que la gente espera de nosotras.
D) La misión reúne al pueblo de Dios para el servicio de la evangelización del mundo
El último punto que tratar es el de la colaboración estrecha de todos al servicio de la Misión; hablaremos en particular de las religiosas.
Pensar con espíritu misionero. Hacerse cargo de las necesidades misioneras. Formar a las Hermanas con miras a las Misiones. Esto interfiere tanto en el aspecto práctico de la acción como en el aspecto místico.
1. Pensar con espíritu misionero
En necesario proseguir el desarrollo del espíritu misionero, ya iniciado, entre las Hermanas y en cuanto al gobierno de los Institutos. He quedado impresionada, cuando he visitado algún país misionero, al comprobar qué presente estaba en los espíritus la inquietud de anunciar el Evangelio y cómo influía en todos los gestos, en todas las opciones, desde la más importante a la más pequeña. Era como la presencia de un amor que reina plenamente en una vida: todo lo demás queda ordenado a ese amor.
Si nos dedicamos a formar a nuestras Hermanas y a formamos nosotras mismas, ese amor invadirá poco a poco toda nuestra vida y orientará nuestra manera de ser, de enseñar, de cuidar, de mandar, de tratar con las personas. Toda actitud verdaderamente evangélica —actitudes de lealtad, de justicia, de caridad— hace a Dios presente, hace sentir su presencia.
2. Hacerse cargo de las necesidades de las misiones
Pensar con espíritu misionero es también hacerse cargo de las necesidades de las misiones, ya sean necesidades de personal, por supuesto, como también las de tipo económico. La comunicación de bienes preconizada por el Concilio («Perfectae Caritatis», art. 13) podría tener su más urgente aplicación, su primer campo de ensayo en la ayuda proporcionada a las Misiones. Dentro de un mismo Instituto, esto es realmente fácil; entre Institutos diversos, sería más laborioso y difícil. Quizá hubiera que crear un Organismo Central que buscara los métodos adecuados. (Mientras tanto, ya existe un Organismo Central merecedor de la confianza de todas las Congregaciones Religosas: las Obras Misionales Pontificias, animadas por la Unión Pontificia Misionera, a la cual, según el deseo explícito del Santo Padre —cf. «Graves et Increscentes»— deberían agregarse todas las Comunidades locales… y recibir el Boletín Internacional Omnis Terra).
El hacerse cargo de las Misiones desde el plano moral es todavía más importante. Por ejemplo, es esencial sostener puestos misioneros de avanzadilla. Sería muy conveniente que cada uno de esos puestos estuviera hermanado con una Comunidad religiosa que lo apoyara. Las religiosas misioneras podrían rehacer sus fuerzas espirituales en esa Comunidad que sería para ellas lugar de intercambio, de esparcimiento, de información, de china religioso. Ya ven que es muy importante.
En una vida misionera es algo vital el poder contar con medios de «recuperación». Las situaciones son duras, desgastan el espíritu y el cuerpo; parece indispensable contar con un apoyo, con ocasiones periódicas de poder rehacer las fuerzas. El entorno no ejerce su influencia solamente en los seglares; también lo hace en nosotras, y el ambiente materialista, degradado, en que tma Hermana puede verse llamada a vivir su situación misionera tiene una influencia en ella como en los dernás. Por no hablar más que de una situación ya clásica: las religiosas hospitalarias que viven en un ambiente médico, tan fácilmente materializado, necesitan más que otras que se las ayude en su vida de Fe. No pueden, con el pretexto de «encarnación», hacerse totalmente semejantes a las demás personas que las rodean.
3. Formar con miras a las Misiones
Vamos sólo a evocar los problemas de formación mediante unas cuantas frases hechas, mil veces repetidas. Esta formación es indispensble; no se improvisa a un misionero para un lugar y para un grupo humano determinados; el tiempo consagrado a esta formación no es tiempo perdido, sino ganado; si se descuida esto, el tiempo pretendidamente ganado para la acción resulta casi siempre perdido para la misión, y a la inversa.
Cada Instituto trabaja en la formación de sus miembros, ciertamente, pero cada vez más van surgiendo iniciativas que tienden a proporcionar medios de formación que se ponen a la disposición de todas las Congregaciones.
Las Uniones y Federaciones de Religiosas desenvuelven una creciente actividad y se ve cómo se está dibujando claramente una dimensión global corporativa de la vida religiosa.
Se va instaurando también una cooperación en todos los terrenos y hay motivos para creer que esta cooperación se intensifique todavía más La Unión de las Superioras Mayores ha establecido una Comisión especializada para las Misiones; y la primera actividad de la Unión Internacional de las Superioras Generales ha sido en favor de la ayuda mutua misionera.
Quizá el testimonio evangélico más elocuente, el más bello acto misionero de que pueda congratularse nuestra generación, sea el de haber acabado con el «aislacionismo» religioso, tendencia referida a determinadas Congregaciones o aislacionismo del estado religioso en general, que, creyendo bastarse a sí mismo, ha trabajado solo. En esto hemos de ver un signo de unidad del que hemos de tomar conciencia y al que debemos aportar todo nuestro respaldo.
Conclusión
Como conclusión, dos cosas muy sencillas:
- Si la Iglesia, toda ella, es misionera, nuestros Institutos lo son también. No son solamente unas cuantas religiosas del Instituto las que son misioneras por la posición de avanzadilla que ocupan, sino que lo es toda la Congregación que por ello debe ser la que sostiene la Misión.
- Es bueno, es obligatorio estudiar las implantaciones (o fundaciones) que escoger y los medios que emplear para mostrar a nuestros hermanos el signo de Dios que les induzca a creer. Pero, por necesarios que sean, los estudios y los métodos no dejan de ser secundarios. Nos hipnotizamos con frecuencia con los medios y los resultados visibles, mientras que lo esencial es hacer a Dios presente por la autenticidad de nuestra unión con El.
La luminosidad que puedan tener los signos procede de la santidad.