«Ahora bien, quien suprime esto (la práctica del silencio) en una Comunidad, introduce en ella un desorden y una confusión como no se imagina, lo que ha hecho decir a un santo personaje que no vacilaría en asegurar que una comunidad es regular y observa todas sus prácticas, si la ve guardar el silencio, y al contrario, al ver a otra Comunidad en la que el silencio no se guarda, aseguraría que es imposible que en ella se observe el resto de la Regla.» (San Vicente, carta, 1631.)
Así hablaba San Vicente a sus hijos e hijas con la convicción del Santo y la autoridad del Padre y Fundador. Tres siglos después, a nosotras nos toca recoger sus palabras y cotejar con ellas nuestra conducta: ¿Ocupa el silencio en nuestras casas y en nuestras vidas el lugar que le es debido?
Y ante todo tenemos que saber distinguir la verdadera naturaleza del silencio.
Hay un silencio exterior, hecho de ausencia de palabras y de ruido, ordenado por la Regla y regido por la obediencia que es la que le da valor. Observancia regular y excelente sin duda, pero incompleta sí no va animada por lo interior.
Un silencio interior y de recogimiento que es el verdadero silencio religioso, llamada a Dios y primer requisito para la vida de oración. A ese silencio lleno de Díos nos llevará poco a poco la práctica fiel del silencio regular.
De este último, nuestro Bienaventurado Padre nos dice: que «de él se siguen grandes ventajas y grandes bienes para la Compañía, ya con relación al alma, ya al estudio o a los demás empleos» (Conferencia del 29 de septiembre de 1658).
Por lo tanto, el silencio es ante todo para nosotras un punto de Regla
Y la obediencia es el primer motivo que tenemos para practicarlo. La voluntad de Dios que nos transmiten nuestras Santas Reglas, señala en nuestra vida una parte para el silencio, parte reservada al Señor, que corta o interrumpe las relaciones con las criaturas. Seamos fieles a ella. No creamos que la observancia del silencio de Regla sea poca cosa y que no cueste guardarla. Requiere, por el contrario, una disciplina de vida que nos mantenga de continuo atentas a las horas y lugares; una voluntad firme de plegarnos a ella; una mortificación que acalle las solicitaciones del exterior y los movimientos de nuestra naturaleza. La fidelidad al silencio regular, aun meramente exterior, por el dominio propio y renuncias que supone, es ya un esfuerzo de santificación, un sacrificio hecho a Dios, una afirmación por nuestra parte de la preferencia absoluta de damos a Su voluntad por encima de la nuestra.
El silencio es también condición indispensable y fuente de la reflexión
No hay reflexión posible, que merezca verdaderamente tal nombre, en medio del ruido y de la agitación. Para reflexionar, hay que detenerse y callar. Y sin ello, nuestras opiniones, decisiones y actos, faltos de miras sobrenaturales y de la madurez que proporciona la reflexión, serían el fruto de la imaginación y de la sensibilidad.
Continuamente oímos hablar en torno nuestro de la necesidad de la reflexión: reflexión personal o apostólica hecha en común. Esto pide más que unos momentos de pausa y de silencio superficial. Exige, por el contrario, que se establezca el silencio interior de las pasiones. Si queremos entregarnos a una reflexión recta y sana, tenemos que empezar por calmar el ruído exterior de las palabras, pero también y sobre todo, imponer silencio en nosotros a la voz del egoísmo, del orgullo, del interés… Acostumbrémonos a unir nuestro silencio de Regla, ese silencio interior de todo lo que se agita en nosotras.
Esto será lo que nos prepare al silencio de caridad
¿No tendríamos que hacer un severo examen de conciencia sobre este punto? ¡Hablamos con tanta facilidad de «los otros», de lo que les concierne, de lo que hacen o dejan de hacer, y lo hacemos sin preocuparnos bastante de la más elemental discreción! Si queremos ser, en toda la realidad del nombre, Hijas de la Caridad, seamos Hijas del silencio.
El silencio es señal de respeto: respetemos a nuestros Hermanos
Sus secretos, su intimidad, sus flaquezas. ¡Llegamos a saber tantas cosas, que se nos descubren, se nos confían porque somos Hijas de la Caridad! Sepamos cubrirlas con el velo de nuestro silencio y de nuestro respeto. La delicadeza de nuestra caridad nos inspirará la reserva y discreción necesarias.
También será la caridad la que nos enserie a hacer silencio para escuchar. Un silencio de disponibilidad, despojado de nosotras mismas, de nuestras opiniones, de nuestros prejuicios, para permitirnos acoger al «otro» con su personalidad y sus problemas. Un silencio de humildad que nos pondrá en disposición de recibir tanto como de dar.
Escuchar al Pobre es como escuchar a Dios, pero el silencio tiene que llevarnos más lejos, hasta escuchar directamente, hasta el contacto interior con Dios. Tendamos a dar a nuestra vida religiosa todo su valor, y el silencio es una de sus más esenciales observancias: tenemos que penetrar todo su alcance.
El silencio interior nos pone en estado de oración
«La finalidad del silencio es callar para dejar hablar a Dios» (San Vicente.) Pero ¡qué difícil es a nuestra naturaleza ese silencio interior que nos hace retroceder a nosotros para dejar a Cristo que nos invada! El verdadero silencio sólo reina en el alma de los Santos, de modo que nuestro esfuerzo por adquirirlo será un esfuerzo de santidad.
La primera condición para conseguirlo es una fe viva en la presencia de Dios.
Nuestro silencio es un homenaje a esa divina presencia y a ella sola: para reconocerla y comprenderla mejor es por lo que nos callamos y hacemos callar en nosotras y a nuestro alrededor la voz de las criaturas. Al entregarnos a ese silencio religioso, hacemos un verdadero acto de fe, aunque con frecuencia sin formular; un acto de fe, que es bueno renovar conscientemente penetrando de él nuestra intención.
No esperemos tampoco entrar en ese silencio sin un gran esfuerzo de desprendimiento y de abandono en Dios. Tenemos que despojar nuestras relaciones con el Señor de todas las discusiones vanas y estériles que fomentamos en nosotras y con nosotras. Si somos sinceras, reconoceremos que nuestro silencio está lleno de nosotras mismas, abandonado al dominio de nuestro propio pensamiento. Sepamos someterle, mantengámonos en la presencia de Dios con espíritu de humildad y pobreza, persuadidas de que nada bueno podemos esperar de nosotras mismas, sino que todo ha de venirnos de El, que es infinitamente rico e infinitamente bueno. Esta pobreza de espíritu es condición esencial para entrar en contacto con Dios.
Hace nacer en nosotras el deseo y la esperanza y predispone nuestra voluntad a someterse al divino querer. El silencio fundamentado en la fe, la pobreza y la esperanza es un clamor a Dios. El haga que podamos establecerlo en nosotras a costa de todos los sacrificios.
El mundo en que vivimos es poco propicio al silencio, porque es presa del ruido y de la palabra que acompañan todos sus actos y le ocultan las realidades interiores. Muchos de nuestros contemporáneos llenan con el ruido y el flujo de palabras el vacío de su alma y engañan así su inquietud y su hambre de verdad.
Vivimos en ese clima, padecemos el ruido incesante de la circulación: coches o aviones, de la producción industrial, de los aparatos de radio y televisión cercanos. Participamos inconscientemente de esta mentalidad actual que quiere esperarlo todo de la palabra y expresarlo todo por ella. La presión que ejerce nuestra época hace disminuir en nosotras y en torno nuestro el hábito y las zonas de silencio.
Además, la vida profesional tan absorbente que llevamos, las preocupaciones y pesadas responsabilidades que nos crea, la sobrecarga de trabajo que llena nuestro horario y amenaza desbordarlo, son otros tantos obstáculos que se oponen a nuestro adelantamiento en el verdadero silencio, que, sin embargo, debemos observar porque es condición vital para nuestras relaciones con Dios.
El silencio de una Hija de la Caridad no puede ser exactamente el mismo que el de una Religiosa de Clausura. Nuestras Santas Reglas hacen una prudente discriminación entre el «gran silencio» y el silencio «de recogimiento», y tenemos que ajustarnos a estas prescripciones para prever y practicar el silencio a lo largo de nuestra jornada.
No nos busquemos con demasiada facilidad pretendidas obligaciones de oficio o de otro género durante el gran silencio que dura desde la plegaria de la noche hasta después de la acción de gracias de la Comunión, por la mañana.
Respetemos los lugares de silencio: dormitorio y refectorio. No tanto el recinto, las paredes, como esos islotes de silencio en los que el Señor nos da cita y nos espera. En esos lugares regulares no tenemos otra excusa para nuestras charlas que la de la satisfacción que buscamos en ellas.
El silencio de recogimiento y aun la hora de gran silencio que observamos de dos a tres de la tarde, están supeditados a la caridad. Toda conversación, toda comunicación requerida por el oficio o por cualquier obligación impuesta por la caridad, llevan en sí la esencia del silencio que es el respeto a la presencia de Dios, y por lo tanto no nos apartan de ella como, por el contrario, lo harían charlas y bromas inútiles o mucho más palabras de murmuración o manchadas por cualquier deseo de buscarnos a nosotras mismas.
Examinemos seriamente nuestras costumbres de vida, y si tenemos que cambiarlas no dudemos en hacerlo. Tomemos una firme resolución particular. Pero sepamos que no podremos cumplirla solas; tenemos que observarla «juntas». Emprendamos en cada una de nuestras Casas una seria reflexión acerca del silencio y formemos en comunidad, el propósito de ayudarnos mutuamente a guardarlo.
Reflexionemos en ello durante nuestras oraciones en presencia de Dios y con El. Es posible que quedemos confundidas al descubrir con qué ligereza hemos mirado nuestras obligaciones a este respecto. Pidamos a la Virgen silenciosa que nos alcance el amor al silencio. Y sobre todo que nos dé el comprenderlo bien porque sólo esa comprensión nos ayudará a observarlo en la línea de nuestra vocación de caridad. Buscamos a Dios, pero estemos persuadidas de que sólo Le encontraremos en el silencio.