Hermanas, todas, en cada una de sus casas, van viviendo bastante de cerca el período postConciliar. Este período que se nos presenta actualmente como de trabajo intenso. Y también como período de confusión, de lo que, por lo demás, no hay que extrañarse porque, en la Iglesia de Dios, cada uno de los Concilios se ha visto seguido por un período lleno de dificultades, en el que, al haber sido las mentes sacudidas, agitadas por las decisiones conciliares, buscan cómo asimilar la verdad expuesta y cómo traducirla en la vida. De tal modo, es así que, cada uno según su propio temperamento, cada nación según su genio particular, tratan de descubrir nuevas formas; unas, excelentes en su línea, y otras, desgraciadamente, que podrían llegar hasta ser contrarias a las directivas que poner en práctica, porque no las han comprendido ni han captado su verdadero sentido. Es lo que actualmente estamos viviendo en la Iglesia.
Todo el mundo busca, se dice: estamos en momentos de búsqueda. Es verdad, son momentos de búsqueda. Pero hay quienes quieren llevarlo tan lejos que se desvían, y quienes lo hacen torcidamente —lo saben ustedes como yo; en los periódicos han visto que algunas personalidades destacadas han caído, han abandonado la Iglesia católica; son pocas en proporción, pero de todas formas, impresiona verlo—. No hay que extrañarse. Tenemos que decirnos que, en general, es el precio del rescate de esas épocas de gracia que son los Concilios en la Iglesia.
Demos gracias a Dios porque, hasta ahora, la Comunidad —aunque esté extendida por todo el mundo y por lo mismo reciba la influencia de todas esas corrientes ideológicas que agitan a la Iglesia— demos gracias a Dios porque la Comunidad se mantiene hasta ahora en una serenidad de espíritu, una unidad de corazón que ha sido su fortaleza y esperamos siga siendo su riqueza.
De todas formas, estamos entrando en un período grave para la Compañía. Lo decía en mi circular de 1.° de enero. Los años que van a seguir serán años que, en cierto modo, van a determinar la orientación de la Compañía no solamente de cara a unos meses sino a buen número de años. No sabemos cuánto tiempo, ya que, actualmente las cosas marchan con tanta rapidez; pero, en fin, no es de prever que vaya a celebrarse un Concilio Vaticano III antes de cíncuenta u ochenta años, acaso más Por consiguiente, podemos pensar que las directrices que adopte ahora la Compañía tengan cierto porvenir ante ellas.
Parece ser que algunas Hermanas, al ver en mi curcular de 1.° de enero esta frase: «el año que se abre ante nosotras es grave», se han preguntado qué iba a suceder. No va a ocurrir nada, ningún acontecimiento extraordinario va a decidirse por el momento. Pero lo que sí ocurre es que entramos en un período grave y unas y otras tenemos que tener conciencia de ello.
Grave no quiere decir catastrófico; grave no quiere decir de desgracias; por el contrario, un período grave quiere decir que va cargado de responsabilidades, que es importante, serio en extremo por los compromisos que para el porvenir se pueden tomar. Eso es lo que significa un período grave. En ese sentído, podemos decir que la Compañía entra en uno de los períodos más graves de su existencia.
¿Cuál es el punto que determina esa gravedad del momento? Porque es muy bonito hablar de gravedad así, desde las nubes. El punto preciso que determina la gravedad de esta época para la Compañía, es la obligación que nos imponen los textos conciliares: en pritner lugar, el mismo Decreto «Perfectae Caritatis», luego, el «Motu Proprio» que lo explica, imponiéndonos la obligación de celebrar una Asamblea General encaminada al «aggiornamento» de la Compañía, dentro de los tres próximos años.
No es una obligación propia, privativa de nuestra Comunidad, es una obligación que se crea a todos los Institutos Religiosos. Todo Instituto religioso tiene el deber estricto, concreto, con tiempo litnitado —lo que es extraordinario: creo que esto no se ha dado nunca en la Iglesia desde sus comienzos—de proceder, dentro de los tres próximos años, a la revisión de sus Constituciones, es decir, de las disposiciones oficiales que, ante la Iglesia, determinan su vocación y reglamentan su forma de vida. Se dan ustedes cuenta en seguida de la importancia extraordinaria de la cosa, y comprenden, ahora, por qué podemos decir que el «tiempo que se abre ante nosotras es grave».
Por lo demás, todo esto se les va a anunciar oficialmente, ya que en la Circular de 1.° de enero no he aclarado la extensión de la palabra, sencillamente porque no se había aún determinado nada a nivel del Consejo General ni se había hablado con la Sagrada Congregación de Religiosos; me era, por lo tanto, imposible decir nada más explicito. Pero una Circular de N.M.H. Padre las va a poner al corriente, dentro de unos días —creo que llegará dentro de esta semana a las Casas— de la convocatoria de esa Asamblea General y de las modalidades particulares que van a caracterizarla. Porque tendrá modalidades particulares.
Lo primero, esa Asamblea tendrá poder para deliberar acerca de los asuntos de la Compañía y de su puesta al día, con el fin de proceder a la revisión de las Constituciones. Es un poder que le atribuye, no ya la Sagrada Congregación, sino el citado «Motu Proprio», a la Asamblea que se celebrará con este motivo. La circular anuncia otra cosa de gran importancia también, y es que el trabajo se efectuará no sólamente en el plano general propiamente dicho, sino a tres niveles: tres niveles de reflexión y de trabajo que tendrán alcance o repercusión en las decisiones definitivas.
El primer nivel es el ‘de la base. Y tengo que decirles que es el más interesante, porque es el que está más cercano a la vida, el que siente los problemas de manera vital, porque los bordea de continuo. Ese nivel de la base es el de las casas o comunidades locales, que tendrán que estudiar los problemas.
Después está el nivel provincial, y por último el nivel general. En el nivel provincial se estudiarán, evidentemente, los problemas tal y como se plantean en la Provincia y tal y como la Provincia desea presentarlos a la Asamblea General, que será el nivel de las decisiones. Ahí tienen los tres niveles bien distintos.
El lugar de las decisiones es, indudablemente, la Asamblea General. Pero cada uno de los otros dos niveles, ya sea el local, ya el provincial, tienen todo derecho a expresarse, a manifestar sus sentimientos, y se tendrán en cuenta —estadísticamente hablando— sus opiniones, su parecer, sus deseo.
No les doy ahora explicaciones acerca del funcionamiento de estos tres niveles, —local, provincial y general— porque, si lo hiciera, en vez de aclararles nada, las arrojaría en plena confusión, voy a decirles por qué. Porque ese trabajo preparatorio de la Asamblea, directamente preparatorio, que forma ya una parte de la misma —podría decirse que no es un nivel distinto sino la Asamblea misma, cuyo trabajo se efectúa en tres escalas, las que hemos citado—, no entrará en acción hasta, aproximadamente, el mes de septiembre próximo. con tiempo se les dirán las fechas
Ahora estamos en una fase que podríamos llamar antepreparatoria, en la que vamos a empezar a mentalizarnos para que el verdadero trabajo concreto se efectúe en las mejores condiciones.
No nos imaginemos que el trabajo que tenemos que hacer es de pequeña envergadura. No pienso que podamos terminarlo sólo en un año; pienso que tendremos que continuar la Asamblea el año siguiente, o acaso dos años después; ya veremos las posibilidades según los problemas que se presenten. Es un trabajo considerable y no se puede abordarlo sin una preparacíón adecuada. Una preparación profunda de unas y otras, una preparación de las personas, cada una de nosotras debe prepararse, y una preparación que podríamos llamar orgánica, dentro de los diferentes niveles de que hemos hablado. Preparación de cada casa, como tal; preparación de una provincia, como provincia y, por fin, preparación de la Compañía entera, que se compone de ese conjunto.
¿Cuál es la finalidad de la Asamblea? Es una finalidad doble; aunque en realidad es muy UNA. Podría decirse que es UNA, algo así como la Santísima Trinidad, un solo Dios en tres Personas. La finalidad profunda es que la Compañía de las Hijas de la Caridad sea, en la Iglesia de Dios, lo que tiene que ser, en profundidad y en apariencia.
Pero podemos desglosar esa finalidad diciendo: la necesidad de sacar a plena luz la vocación, en toda su verdad, reencontrando el filón inicial, ver lo que es en el pensamiento de Dios, que se expresó y podemos descubrir en el pensamiento de San Vicente. Por favor se lo suplico: Si tienen en sus casas los tomos del padre Coste, que sería cuestión de reeditar, esos tomos en que se encuentra toda la correspondencia de San Vicente, todas sus conferencias a los Misioneros y a las Hijas de la Caridad; tan pronto como dispongan de un momento libre —se habla mucho ahora de tiempo libre, de expansiones; pues bien, el tiempo libre es para esto— tan pronto como dispongan de un momento, cojan esos tomos y sumérjanse en la lectura de lo que aún no conocen; quedarán maravilladas, porque se encuentra todo.
Se encuentra en esa lectura el Concilio Vaticano II. Y no crean que es una bobada lo que digo. Es la verdad. Los descubrimientos profundos del Vaticano II —que en realidad, no son descubrimientos, sino sacar a la luz algunos puntos del Evangelio— los encontramos en San Vicente. Cualquiera que sea el punto que toquemos, lo encontramos en él… El espíritu de San Vicente, por extraordinario que parezca, es el espíritu de Juan =II, el espíritu que ha hecho el Concilio Vaticano II.
Tomen, pues, en preparación a la Asamblea General, los escritos de San Vicente, lean sus cartas a Santa Luisa, llenas de sabor, llenas de encanto. Lean también las de Santa Luisa a San Vicente, generalmente, se corresponden. En ellas encontrarán la savia de la que ha nacido la Compañía; verán cómo del corazón de estos dos grandes Santos, de su espíritu, de su gran inteligencia, ha surgido la Compañía de las Hijas de la Caridad. No porque la hubieran querido y previsto —no la acariciaron ni previeron de antemano—, sino porque, al llevar hasta el fin, hasta el extremo las exigencias de su respuesta a los planes de Dios y necesidades de la Iglesia, tal y como los veían; siendo perfectamente fieles a las llamadas de cada día y a las luces del Espíritu Santo, llegaron a tal realización.
En ellos encontramos en toda su pureza primitiva, en lo que podemos llamar su verdad, encontramos el espíritu de la Compañía. Y esto es lo que hay que sacar a plena luz, revalorizarlo, no sólo en nuestras mentes y en los textos —aunque éstos ayuden a iluminar las mentes— sino haciéndolo pasar a las obras y a la vida, para que esta pueda dirigirse con vigor por la senda que los fundadores le han trazado.
La primera finalidad de la Asamblea es, pues, la de volver a encontrar esto: la vocación en toda su verdad. Y ¿por qué?… Porque esta vocación de Hijas de la Caridad, esta Compañía de las Hijas de la Caridad es —sirviéndonos de una expresión que encontramos en los documentos Conciliares, en el capítulo VI de Lumen Gentium, en el que se habla de la Iglesia— un don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor.
Impresiona ver cómo los textos conciliares determinan de manera insistente —se nota una inquietud por actuar en ese sentido— la diversidad de los Institutos, su fidelidad a la vocación que les es propia. La Iglesia quiere que cada Congregación religiosa permanezca lo que es. Tiene que seguir siendo ella misma. No somos ya útiles a la Iglesia de Dios desde el momento en que dejamos de ser lo que somos. En cada Instituto religioso —aunque nosotras no seamos un Instituto; no tenemos que olvidarlo— en cada instituto de perfección que reúne a seres, a almas consagradas, se da una voluntad especial de Dios y un don particular que el Señor otorga a su Iglesia.
Esta expresión del Concilio es muy hermosa; la profesión de los consejos evangélicos es un don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor. Tenemos que seguir siendo ese don divino, esa piedra preciosa que brille con el fulgor que le es propio en el conjunto de la Iglesia. Y esto encierra, evidentemente, todas las obras, toda nuestra manera de vivir, toda la realidad profunda de nuestro ser, sobre todo. Antes de ver lo que vamos a hacer, la manera de ser, tenemos que ver de qué está constiuido ese ser, ese ser religioso que somos nosotras. Es ahí donde tenemos que reencontrar el filón de la vocación.
Tenemos mucha suerte (vuelvo a repetirlo) por encontrarnos tan cercanas al espíritu Vaticano 11. Porque si queremos buscar cuál es ese espíritu, veremos que se resume en estas tres líneas de fuerza: la verdad, la caridad y la unidad. ¿Qué hay más cercano, más semejante a nuestro espíritu…?; o mejor dicho, ¿a qué se acerca más nuestro espíritu que a esto: verdad, caridad, unidad? Las virtudes de nuestro estado, humildad, sencillez, son eso, verdad… La humildad y la sencillez forman parte de la verdad, y la caridad… ¡es la caridad! Además, ese deseo de unidad que animaba a San Vicente y que tanto infundió en sus Hijas, en sus dos familias. Desde luego, nos sentimos en casa con el espíritu del Vaticano II.
Esa voluntad, también, que tiene la Iglesia actual de acercarse a las gentes, de hacerse fraternal con el mundo —acompañar al mundo, dice Gaudium et Spes—, la Iglesia quiere acompañar a la humanidad en su caminar ¿qué es sino lo que San Vicente quiso? acompañar a los más pobres de la humanidad en su caminar Cuando nos habla de nuestra pobreza —esa expresión «pobreza» ¿no es frecuente en nuestros textos?—, San Vicente nos dice que tenemos que ser, que debemos llevar una forma de vida conforme con la de los Pobres a los que asistimos. Está escrito con todas las letras en nuestras Santas Reglas. ¿Y qué nos dice el Concilio en este sentido?… Es justamente eso lo que nos enseña, esa proximidad, esa cercanía a los demás, en la manera de vivir, en la manera de ser, en nuestra manera de relacionarnos con ellos.
Sacar, por lo tanto, a la luz —no tanto en los textos como en nuestra mente, en lo íntímo del corazón— toda esa riqueza de la Compañía, que le hace útil a la Iglesia; con el fin de conservar en el servicio de Dios y de la Iglesia ese tesoro que es la Compañía de las Híjas de la Caridad; pero que no tendría razón de ser —vuelvo a repetirlo y no lo repetiremos bastante—si dejara de ser ella misma.
Existe, en estos momentos, una especie de peligro en la Iglesia, o más bien en ese sector de la Iglesia, que constituye la vida religiosa. Se trabaja mucho juntos… Antes los Institutos vivían muy separados, llevando celosamente, en un ámbito más bien secreto, su vida personal; no había acercamiento a los demás institutos por miedo, precisamente, de falsear o desviarse un tanto del espíritu primitivo. Se mantenía cada uno en una especie de reserva y de aislamiento, que no era, en realidad, un testimonio de unidad dentro de la Iglesia. Era una forma de vivir y todos estábamos acostumbrados a ella. No arrojemos la piedra a los que nos han precedido.
Ahora se da el peligro contrario. Por el hecho de reunirse muchas veces, por el hecho de estudiar juntos los problemas y de tratar de resolverlos juntos, para responder, juntos también, a las necesidades de la Iglesia —lo que es cosa excelente— corremos el riesgo, porque somos humanos y nos dejamos influenciar por el sentimiento, de llegar a hacernos absolutamente semejantes unos a otros, dejarnos arrastrar por los demás o las demás, en cada ocasión. Y si un Instituto con el que nos relacionamos intenta una experiencia, que puede ir muy con la línea de su vocación, decirnos: nosotras también tenemos que hacerlo. No es eso, en absoluto. A cada Instituto le corresponde buscar delante de Dios y después de pedir las luces del Espíritu Santo, cuáles son las experiencias que, en la línea de su vocación debe realizar, pero eso: en la línea de su vocación.
La vida religiosa no puede llegar a ser una cosa un tanto uniforme y por lo mismo, un tanto desviada, un tanto confusa, dentro de la Iglesia de Dios. Preciso es conservar esa magnífica diversidad que constituye la riqueza de la Iglesia; de lo contrario, hay un empobrecimiento.
Decíamos que la primera finalidad de nuestra Asamblea será, pues, sacar a plena luz en los textos, por una parte, pero sobre todo en nuestras mentes, lo que es realmente la vocación, con el fin de conservar a la Iglesia ese don divino que ha recibido de su Señor. Esto se sitúa a nivel del ser, del ser profundo.
La segunda finalidad —que es muy concreta— es la de redactar las Constituciones. Porque un ser profundo debe traducirse en una manera de ser. Se trata, pues, de la manera de ser, de la manera de vivir, para que podamos ajustarnos a los tiempos actuales.
Hay una expresión en los textos conciliares que tiene mucha fuerza, una expresión que se aplica a la Iglesia. Se dice que la Iglesia —no recuerdo ahora el contexto, pero lo que me ha llamado la ateción es la fórmula— quiere convertirse al mundo. Parece un poco extraño, ¿verdad? ¡Se ha repetido siempre tanto que había que huir del mundo, guardarnos del mundo, etc.! Hay que comprender bien el sentido de esta expresión: Monseñor Garronne la explica admirablemente bien. Esa expresión de convertirse al mundo no quiere decir, por supuesto, adoptar ciertas maneras de obrar del mundo, que no son apropiadas para las religiosas, ni mucho menos, aceptar una especie de compromiso con ciertos sectores del mundo que están en completa contradicción con la doctrina cristiana y aun con la Iglesia. Quiere decir que debernos llegar a ser tales, volvernos hacia el mundo de tal manera, que, a través de nosotras, pueda ver, contemplar, imponiéndose a él, la existencia de Dios y la luz del Evangelio; que nuestra manera de ser llegue a expresar nuestro ser profundo de tal forma que los que nos vean vivir puedan reconocerlo. Estas son las dos partes más importantes de la revisión de las Constituciones. Está claro que las Constituciones tienen que concretar nuestra vida de tal suerte que nos permita conservar, revalorizar, desarrollar la vocación profunda, haciendo visible ese signo que la Iglesia espera de las religiosas en el mundo.
En el capítulo «VI de Lumen Gentium sobre los religiosos, encontramos también esta otra frase igualmente muy hermosa: «la profesión de los Consejos evangélicos aparece como un signo que puede y que debe ejercer una influencia eficaz en los miembros de la Iglesia». Estos son, creo, los términos que dictan los dos puntos más importantes de la doctrina sobre la vida religiosa.
Primero, el don divino que la Iglesia ha recíbido de su Señor y que hace referencia al ser profundo; segundo, ese signo que debe constituir la vida religiosa en medio del mundo y que está al servicio de la Iglesia, para bien de los miembros de la Iglesia.
Y esa es la finalidad de nuestra Asamblea General. Ni más ni menos. Por otra parte, no sé qué podría haber más. Pero esto basta para hacernos tomar conciencia del trabajo que se nos va a imponer y de la seriedad con que debemos emprenderlo.
Las decisiones que se tomen a nivel de la Asamblea General estarán, en la realidad, compuestas en cierto modo de las decisiones parciales de ustedes. La opinión que hayan expresado influirá, en un buen sentido, determinará el conjunto del pensamiento de la Compañía y, por consiguiente, iluminará y estará en la base de las decisiones que tome la Asamblea General. ¡Tiene gran importancia! No hay ni una sola Hija de la Caridad que pueda decirse: «Yo tengo un oficio insignificante, estoy en una casa pequeña… escondida en un rincón… no estoy al corriente de nada… mi trabajo no me extiende hasta las dimensiones del mundo… nada tengo yo que decir en semejante asunto. Que otras hablen por mí, yo me contentaré con obedecer». No estaría bien. Todas y cada una tenemos algo que decir, porque todas y cada una vivimos nuestra vida religiosa, estamos relacionadas con Dios, y en esa relación nuestra con Dios, hemos de encontrar la respuesta a dar; es posible que no a todas las preguntas; es normal que a algunas de las preguntas haya Hermanas que no contesten nada; pero en el conjunto del trabajo cada Hermana tiene que considerarse como parte interesada y responsable.
La responsabilidad no pasa sólo sobre mí; pasa sobre todas ustedes. El primer trabajo de preparación es, pues, un trabajo personal que consiste en ponerse una misma en estado de conversión. Nunca se repetirá bastante.
Van a hacerse unas encuestas, unos cuestionarios que se les enviarán. Tranquilicense: serán muy sencillos, de lo más sencillo. Cada una podrá contestarlos sola, sin ayuda.
Pero si contestan con el alma turbada, es decir, turbada por las pasiones, arrastrada por el rencor que abrigan contra una compañera o por la antipatía que tienen hacia su Hermana Sirviente, sacudida por la amargura que ha dejado en ustesdes una prueba personal… etc., las respuestas no darán la nota justa. No habrán respondido en función de Dios, sino en función de ustedes mísmas. Se puede deslizar en las respuestas cierta agresividad; pueden ser la expresión de un estado personal, de una reacción contra la sociedad en general o contra la Compañía, en particular, y aun contra una misma, porque en el fondo del corazón se siente que no se ha sido perfectamente fiel. Es de suma importancia que cada una de nosotras haga un esfuerzo de conversión personal para situarse de nuevo en las grandes I líneas de orientación que hemos dicho.
Por lo demás, cualquiera que sea el punto de que se trate, hay que volver siempre a esto, porque ahí está Dios que es la Verdad, la Caridad y la Unidad. Que nuestra vida interior, nuestro espíritu, nuestro corazón estén dominados por ese deseo de encontrar la Verdad, de Caridad, de Unidad.
Sin duda podrían hacerse cantidad de discursos sobre estas palabras pero todos los discursos del mundo y todos los libros del mundo y todo lo que pudiera decirse quedaría muy por debajo porque se trata de Dios mismo; de Dios que es la Verdad, de Dios que es Caridad, de Dios que es Unidad.
En nuestras relaciones con los de fuera no es tan difícil modificar el comportamiento externo. Lo que es difícil es modificar y convertir el «yo» interior y profundo.
Si nunca llegaron a aceptarse —y no es posible porque ninguna, ni ustedes ni yo, podemos llegar a la perfección—, si por lo menos se tendiera a no aceptar jamás, rectificando cuando se hubiera fallado, a no aceptar jamás en nuestro pensamiento nada contrario a la verdad, por poco que fuera, estaríamos en Dios, nos acercaríamnos a El.
Hay que tener el valor de ponerse en la verdad; tener también el valor de situarse, en su yo profundo, en la caridad. No aceptar el considerar a nadie, quien quiera que sea, fuera de la Caridad. ¡Qué buen ejercicio para la cuaresma! No aceptar considerar a nadie, a nuestro alrededor y a través de cualquier circunstancia, más que con los ojos de la caridad. No atribuir nunca una mala intención, mirar siempre con amor… Puede reconocerse el mal. Si alguien, ante nuestra vista, comete una falta real, sería tonto decir: «No ha hecho nada malo». Se puede comprobar lo que está mal, pero seguir mirando a esa persona con amor, precisamente con el deseo de ayudarla a superar esa falta, a superar el estado en que se encuentra.
Es esta actitud de caridad profunda, unida a ese deseo de unidad, la que debe guiar muchas de las opciones de nuestra vida y la voluntad de conservar la unidad con los demás: unidad en la comunidad, unidad con la célula de la Iglesia en que estamos insertas, unidad con los profesionales con los que trabajamos. Que por todas partes donde nos encontremos, seamos un fermento de unidad, una especie de argamasa. La caridad une, une los corazones entre sí. Esa es la conversión interior que se nos pide y lo que nos permitirá tener una mirada transparente y limpia para juzgar sanamente, con sencillez, las cuestiones que se nos planteen. Que se movilicen todas las fuerzas espirituales de la Comunidad para que pueda ponerse en estado de conversión interior.
La Comunidad posee un tesoro en la persona de cada una de las Hermanas que la forman, y cada una de esas Hermanas debe aportar a la Comunidad en la circunstancia actual, que es grave —lo repito— todo su acervo de oración. Tiene que haber tal intercesión ante Dios —es algo magnífico la oración en la Comunidad, algo de lo que no nos damos bastante cuenta—… que ese poder extraordinario de la oración en la Comunidad nos dé acierto (no me gusta la palabra), digamos más bien nos ayude a cumplir la voluntad de Dios en el trabajo que se nos pide en la hora actual.
La movilización comunitaria que nos reúne para ese trabajo lleva también consigo una movilización de fuerzas de oración, una movilización de fuerzas de inteligencia y de reflexión, y también de fuerzas de adhesión del corazón y de la voluntad.
Van a recibir unos cuestionarios. Me dan ganas de tranquilizarlas ya, anticipándoles algunas de las preguntas para que vean lo fácil que les será contestarlas. Esos cuestionarios serán individuales. No es la Hermana Sirviente la que tendrá que contestar en nombre de todas; es a cada Hermana a quien queremos consultar. Cada una —y está ordenado así por el Concilio— ha de dar su parecer personal. Ya se dan cuenta del trabajo que esto va a suponer, porque ¡no somos quinientas!… El trabajo de escrutinio será muy largo; por eso se ha intentado redactar las preguntas de la manera más concisa posible. Algunas de las preguntas exigirán una contestación que tendrá que constar de varias frases, no un tratado, por supuesto. No podrán poner más de cuatro frases; ya harán lo posible por explicar bien su pensamiento. Sobre cada tema, habrá dos, tres o cuatro preguntas de orden general, y luego otras preguntas a las que contestar sencillamente por un si o un NO, lo que no es difícil. Habrá una columna para los SIES y otra para los NOES. En la columna que corresponda, bastará con poner una cruz; es fácil pero habrá que hacerlo con cuidado y tomándolo en serio. Por último, habrá una página que se deja para las sugerencias, porque hay que ser honrado en la vida, y si se dice, por ejemplo que no se está conforme con la manera de hacer el examen particular, es el momento de añadir lo que se piensa o lo que se desea. No basta con decir que no se está conforme. Si no lo está, es porque querría usted otra cosa; pues bien, ¿qué es lo que quiere? Hay que decirlo. Y si es porque tiene un temperamento taciturno o descontentaclizo, dígalo también.
Para tranquilizarlas, puedo decirles dos de las preguntas de orden general: «¿Cómo vio usted la Compañía antes de entrar? ¿de vida caritativa? ¿de vida apostólica». A unas las atrajo el amor a los pobres que vieron en la Comunidad; a otras la unión entre las Hermanas. Dirán, pues, cómo vieron la Compañía y qué fue lo que las indujo a entrar en ella. Esto no requiere un tratado para contestarlo. Después: «¿Cómo les parece que ha realizado en su vida ese ideal?»… Pueden decir todo lo que quieran, pero no en más de dos o tres frases.
Vean ahora un modelo de preguntas a las que se contesta sí o no: «En la vida religiosa, tal como la vive, ¿llega usted a unificar su vida de oración y su actividad comunitaria y apostólica?» si o NO, «¿de dificultades espirituales?» si o NO… Ya ven que es fácil. No hay ni una sola Hermana que no pueda decir: no sé contestar. Así, desprendiéndose del conjunto de las respuestas, tendremos como una fotografía del estado de la Comunidad, en todos los puntos, a partir de los cuales la Asamblea tendrá que reflexionar y, sobre ellos, establecer los puntos de las Constituciones.
Van, pues, a recibir esos cuestionarios con gran seriedad. Lo primero que tendrán que hacer —y esto se lo recomíendo encarecidamente— es no hablar de ellos a modo de broma en la recreación. No se trata de una diversión, no es un tema de recreo. Lo primero que tendrán que hacer es meditarlos. En la oración, meditarán los puntos a los que tienen que contestar, para que el primer contacto con ellos lo tomen ante Dios. Creo que hay que insistir mucho en esto. No, el primer contacto con estos puntos no ha de ser el de la broma. Tampoco ha de ser entre Compañeras. Debe ser con Dios, reflexionando ante Dios. Y cuando así lo hayan hecho, pueden reflexionar entre Compañeras, pueden hablar entre ustedes. Si no se tíene un poco de desprendimiento de una misma, si se es un poco inteligente y no demasiado testaruda, se puede llegar a modificar la propia opinión oyendo hablar a las demás. En un intercambio fraternal puede modíficarse la opinión de unas con otras.
Después de haber orado, después de haber reflexionado en común, y sólo entonces, podrán redactar personalmente su cuestionario. En efecto, nadie tiene por qué ver lo que Ustedes pongan, ni las Compañeras, ni la Hermana Sirviente. Es cosa personal suya. Redactarán ante Dios su cuestuionario y nos lo remitirán en sobre cerrado. Tienen toda libertad para permanecer en el anonimato o para firmar. Habrá simplemente un sistema que permíta, en cada hoja, destacar la edad de la Hermana, años de vocación y su oficio. Pero en lo que tenemos mayor interés es en la completa libertad de la respuesta.
Ya ven, Hermanas, por medio de estos Ejercicios, Dios les ha dado a Vds. la posibilidad de enterarse de todo lo que les acabo de decir, y a mí me ha permitido hacerlo. Recordarán que en el trabajo que se les va a pedir irá comprometido su propio porvenir y, como son solidarias de la Comunidad, también el porvenir de ésta en la Iglesia. Que todo sea para conservar a la Iglesia y a los Pobres ese don divino que el Señor les ha otorgado en la Compañía, y para permitir a la Compañía que continúe siendo en la Iglesia de Dios lo que debe ser. Y que lo sea lo más perfectamente posible, primero, dando a cada Hija de la Caridad la posibilidad de realizar verdaderamente su vocadón, y segundo, permitiendo igualmente que, por cada una, los Pobres sean servidos de verdad.