Los primeros años del generalato de Maturina quedaron sellados por la aprobación pontificia de la Compañía, por la promulgación de las Reglas comunes, por la redacción del Consuetudinario y la inauguración del libro de actas de las elecciones. Otros acontecimientos importantes iban a jalonar los mandatos sucesivos de Maturina Guérin como Superiora General.
SEGUNDO SEXENIO: 1676-1682
La publicación de la vida de la Señorita Le Gras
El Superior General, Padre Jolly, en su circular de junio de 1674, anunciaba a las Hermanas la próxima publicación de la vida de su Fundadora:
«Dentro de poco se os enviará la vida de la difunta Señorita Le Gras, que ya ha sido escrita y que, Dios mediante, se imprimirá sin tardar. Será para vosotras un nuevo motivo de alegría y de estímulo en vuestras ocupaciones para que imitéis las virtudes de vuestra amada Madre. Ruego a Dios, a quien tan dignamente sirvió, os conceda la gracia de servirle, vosotras también, tan fiel y constantemente».
Será necesario esperar el año 1676 para ver la publicación de esta vida de Santa Luisa, escrita por el Señor Gobillon, párroco de San Lorenzo, la parroquia de la Casa Madre. Ese libro es el que las Hermanas habían de leer todos los años, en el mes de marzo, durante cerca de dos siglos. Hasta fines del siglo XIX no se publicó otra vida de Luisa de Marillac; el P. Fiat escribió el prólogo de esta obra.
Nuestra Señora de la Misión
Siempre tuvo Maturina Guérin una gran devoción a la Santísima Virgen. A Ella acudió para conseguir que su padre la autorizase a ser Hija de la Caridad; la honraba en todos sus misterios e invitaba a las Hermanas a que la invocaran, reconociéndola como Mediadora ante su Hijo, como Dispensadora de gracias en favor de los pobres. No dejaba pasar un solo día sin rezarle el rosario.
En 1681 se derrumbó un viejo inmueble del callejón de los Pintores, no lejos de la Casa Madre. Sor Maturina se enteró de que una imagen de la Virgen que lo coronaba, yacía en una letrina inmunda. El respeto y veneración que le merecía toda representación de la Santísima Virgen no podían permitir que ésta permaneciera en tal estado y rogó a sus compañeras que fueran a buscarla para colocarla en un lugar más digno de ella. Pero las Hermanas le refirieron que, en días anteriores, ocho hombres habían unido todas sus fuerzas para sacarla de la cloaca sin haber podido conseguirlo; la estatua pesaba tanto que no habían podido ni moverla. Maturina no se resignó ante esto. Empezó por orar: «se dirigió, lo primero, a la Santisima Virgen, suplicándole nos diese el consuelo de poder sacar su imagen de aquel lugar y traerla a nuestra casa».
Y, seguidamente, envió a dos hombres con una carreta. Dichos hombres recibieron la consigna de pedir refuerzos, hasta conseguir sacar la pesada estatua. Con gran sorpresa suya, los dos hombres pueden, sin dificultad, cargar la estatua en la carreta y la llevan hasta la Casa Madre. Allí se coloca sobre una gran piedra, a modo de peana, en el ángulo del edificio nuevo.
Para demostrar su gratitud por esta merced, Sor Maturina pone a todas las Hijas de la Caridad bajo la protección de la Virgen, a la que da el nombre de Nuestra Señora de las Victorias.
Esta imagen se encontraba anteriormente en una de las puertas que daban entrada a París, en el barrio de San Dionisio. Cuando se procedió a la demolición de la muralla que rodeaba la ciudad, se transportó la estatua a la casa derrumbada.
Maturina solicitó, sin duda, que le permitieran quedarse con la imagen, de la que se hizo entrega oficial a la Compañía de las Hijas de la Caridad. Estas siempre la tuvieron en piadosa veneración.
Después de la Revolución de 1789, la estatua fue llevada a la calle del Vieux Colombier y, después, a la calle del Bac. En esta época, las Hermanas le dieron el título de Virgen de la Misión, porque estaba colocada en la habitación donde trabajaban las Hermanas para los misioneros.
Esta imagen de la Virgen sigue velando por la Compañía. Las Hijas de la Caridad pueden venerarla en la capilla de San José, en la Casa Madre.
TERCER SEXENIO: 1685-1691 La «corneta» o toca
El 26 de julio de 1685, Maturina Guérin envía a las casas una circular relativa a la forma de vestir. Poco podía figurarse entonces que habrían de transcurrir cerca de tres siglos antes de que se introdujera una modificación importante en aquel hábito de las Hijas de la Caridad.
«El motivo de esta circular es hacerles saber que el Padre Jolly, nuestro muy honorable Padre, informado de la necesidad que tienen la mayoría de nuestras Hermanas de llevar alguna prenda encima del tocado, a causa de la-incomodidad que experimentan, en invierno, por los grandes fríos, y en verano, por los ardores del sol, cuando van a servir a los enfermos, lo que obliga a que se les permita este alivio por algún tiempo, de tal manera que se cae en falta de uniformidad, dado que unas pueden prescindir de ello y otras no; habiendo sopesado todo esto con el parecer de algunas personas de piedad que encuentran inmodesto nuestro cofiado, su Caridad ha permitido que todas lleven una «corneta» a condición de que no sea de tejido más fino que el de nuestras demás prendas de vestir, no vaya a ser que lo que se permite por necesidad acabe sirviendo a la vanidad».
Lo que induce a tal decisión es el servicio a los pobres, pero Maturina conoce muy bien. los riesgos a que expone la vanidad femenina. En algunas regiones de Francia existe una «corneta», llamada también cofia, y suele ser de tejido fino y a veces adornada con encajes. Por eso insiste en la necesidad de salvaguardar la sobriedad propia de las Siervas de los Pobres.
Aquella «corneta» de 1685, rectángulo de tela, cae sobre los hombros. Pero poco a poco había de ir modificándose; llegaría el uso del almidón, que la haría más rígida y permitiría levantar los lados de la cofia a modo de alas, ampliamente extendidas.
El 8 de enero de 1964, una carta del Superior General, Padre Slattery, anuncia la modificación del hábito y comunica el Decreto de Roma, relativo a tal modificación. Como la de Maturina Guérin, esta carta insiste en la necesidad de adaptarse a las condiciones de los tiempos, y en haber escuchado el parecer de personas competentes:
«… la adaptación a las condiciones del tiempo actual de vuestro hábito tradicional había sido ya objeto de una decisión anterior del Consejo General de la Comunidad. Podéis creer que esta decisión no se había tomado, sino después de mucha oración y de numerosas misas celebradas con tal intención; después de un estudio prolongado y profundo, de cambiar impresiones con las diversas Provincias y de consultar a autoridades eclesiásticas muy cualificadas…
Tenemos plena confianza en el espíritu sobrenatural de nuestras Hermanas y estamos seguros de que, al estar animadas, como lo están, del espíritu de San Vicente y de Santa Luisa, reconocerán la voluntad de Dios, manifestada por la voz de Roma y la de los Superiores».
En 1964, como en 1685, las Hijas de la Caridad acogieron en Fe y obediencia las directivas emanadas de los Superiores.
Las circulares del 2 de febrero
La petición de la Renovación de los Votos al Superior General de la Congregación de le Melón se remonta a los orígenes de la Compañía. Luisa de Marillac hacía esta petición al naftol Vicunte Margarita Chétif y Maturina Guérin, continuaron haciendo lo mismo.
En su carta del 1 de enero de 1687, Maturina pide a las Hermanas que le envíen su petición de la Renovación:
«Todas las que han hecho los votos, queridas Hermanas, pídanlos tan pronto como reciban la presente».
Las circulares del 2 de febrero, que parecen haber dado comienzo en 1687, tienen por objeto transmitir a las Hermanas la respuesta del Superior General:
«Con gran consuelo les escribo para comunicarles que nuestro Muy Honorable Superior les concede la Renovación de los Votos. Háganlos, pues, con el mismo amor, y, si es posible, con mayor amor todavía, que la primera vez, entregándose por completo a Dios… (para) prestar servicio a los pobres con amor y fidelidad».
En sus circulares, Maturina Guérin insiste en la importancia de la preparación, individual y comunitaria, para la Renovación.
«Se aproxima el 25 de marzo, día en el que toda la Comunidad se consagra a Dios por la Renovación de los Santos Votos. Tratemos de prepararnos a ella mediante una reflexión seria» .
Esta preparación consiste en lecturas especiales de autores espirituales de la época, en la meditación de los capítulos de las Reglas comunes sobre los cuatro votos y en un examen o revisión de las faltas cometidas contra los mismos.
Todos los años, Maturina señala a las Hermanas algunos abusos que se han introducido en la Compañía. Las faltas contra la pobreza son las que con más frecuencia se mencionan: algunas Hermanas no utilizan los donativos según la intención de los donantes; otras se han permitido prestar dinero con interés; otras han comprado, pedido prestado o dado sin permiso.
«Todo esto es contrario al voto de pobreza», explica la Superiora General.
Dejando de lado la forma sencilla de vivir de las familias pobres, hay casas de Hermanas que han adoptado costumbres de vida más holgadas. Maturina apunta al uso de colchones de pluma o de dos colchones, al empleo de vajilla de cerámica; hay Hermanas que pasan tiempo en dar cera a los muebles.
«Esto es propio de señoras, y no de pobres Hermanas como nosotras«.
Maturina está vigilante para mantener a la Compañía en su espíritu primitivo, el espíritu de sencillez y de pobreza indispensable a la verdadera sierva de los pobres.
Todas las Superioras Generales que se han ido sucediendo, después de haber pedido, el 2 de febrero, al Superior General la Renovación de los Votos para todas las Hermanas, han proseguido la costumbre de dirigir a las Hijas de la Caridad una circular en la que han insistido en uno u otro aspecto de los compromisos renovados el día de la Anunciación.
Durante sus años de generalato, Maturina Guérin tomó también parte en la preparación del libro de preces para uso de la Compañía, y en la del primer Catecismo de Votos, y en la publicación de las Conferencias de San Vicente. Pero no disponemos de ningún documento que nos permita conocer cuál fue la parte que le correspondió en todo ello.
Con razón pudieron decir las Hermanas contemporáneas de Maturina:
«Sor Maturina Guérin fue quien dio brillo, esplendor y perfección a nuestra Compañía, ya que le fue otorgado cumplir los designios de nuestros Santos Fundadores».
EL SERVICIO A LOS POBRES DE 1667 A 1697
«Guerra en todas partes, miseria por todas partes. En Francia hay muchos que sufren. i0h Salvador! i0h Salvador!… Si, hace veinte años que están continuamente en guerra; si siembran, no están seguros de poder cosechar; vienen los ejércitos y lo saquean y lo roban todo. Lo que no han robado los soldados, los alguaciles lo cogen y se lo llevan. Después de todo esto, ¿qué hacer?, ¿qué pasará? No queda más que morir…».
Esta descripción que hace San Vicente el 24 de julio de 1655 de la miseria en Francia continúa siendo la actualidad ya avanzado el siglo XVII. El Rey Luis XIV sigue la guerra contra los holandeses, los españoles, contra la Casa de Austria, con el fin de ensanchar las fronteras de su Reino. Los gastos necesarios para la vida de los ejércitos se cubren mediante un gran aumento de los impuestos.
La política de prestigio que llevaba Luis XIV en el interior de Francia (construcción del palacio de Versalles, reconstrucción del Louvre, lujo de la Corte), suponía también un derroche que conducía a la ruina.
El mundo campesino, más de 2/3 de la población, vive difícilmente. La tierra pertenece en su mayor parte (el 70 %) al Rey, a la nobleza y a la Iglesia. Los granjeros, los labradores deben pagar pesados impuestos: la renta a los propietarios de las tierras, el diezmo al clero, la talla (tributo), la gabela a los intendentes del Rey. Muchos campesinos se ven agobiados de hipotecas y deudas. Al encontrarse sin tener con qué pagar, abandonan su tierra y van a engrosar el número de los mendigos en las ciudades donde la caridad está mejor organizada o se unen a las bandas de salteadores que viven del pillaje en los campos.
Las Hermanas hablan de esta gran miseria que abruma a las pobres gentes del campo. Ana Jouan, cuando llega a Lublé, a 70 km. de Angers, se preocupa de tener trigo:
«para los pobres que estaban muertos de hambre… Venían de diez leguas a pedir un trozo de pan, y vimos con asombro entre mil cien y mil doscientos pobres cada día a quienes se daba sopa».
En Santa Maria del Monte, en Normandía, las Hermanas hablan del mismo sufrimiento hacia 1692.
«Los Pobres no tienen suficiente pan».
Esta miseria existe en numerosas regiones. El intendente de Berry declara en 1675: «Los campesinos son más desgraciados que los esclavos en Turquía».
En el Delfinado, el duque Lesdiguiéres refiere en la misma época: «La mayoría de los habitantes habían vivido solamente de bellotas y de raíces, y habían llegado incluso a comer hierba y cortezas de árbol».
El hambre, el exceso de los impuestos, las exacciones de los soldados provocan varias rebeliones campesinas que son violentamente reprimidas por el poder real. Solapadamente van infiltrándose en el pueblo las ideas nuevas de libertad, de igualdad, que abocarán en la Revolución de 1789.
En su lecho de muerte, el Rey Luis XIV dirá a su nieto el futuro Luis XV:
«Tratad de aliviar a los pueblos, yo me siento muy desdichado por no haber podido hacerlo».
Este remordimiento tardío es la expresión de una dolorosa verdad.
Maturina Guérin se esforzará, durante los largos años de su generalato por responder a las múltiples llamadas que llegan de todos los rincones de Francia para aliviar el sufrimiento del pueblo. Los Señores en sus tierras, las Damas de la Caridad, los Administradores de los Hospitales van a pedir Hijas de la Caridad para cuidar a los enfermos, asistir a los moribundos, dar de comer a los hambrientos, consolar a los prisioneros. La burguesía y la nobleza cristiana del siglo XVII recuerdan las palabras de Jesucristo:
«Tuve hambre y me dísteis de comer…
estaba enfermo y me visitasteis
estaba en la cárcel y vinisteis a verme…».
Pero el sentido del pecado social, de la injusticia en el reparto de los bienes, de la opresión del hombre por el hombre no existe todavía. Esto será una de las adquisiciones de la Iglesia en el siglo XX y muy especialmente del Concilio Vaticano II.
«Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad, hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales»
Al servicio de las pobres gentes del campo
En las opciones que hace la Compañía durante la segunda mitad del siglo XVII, se da la prioridad a los pobres de los campos. En treinta años se hicieron unas ciento veinte implantaciones en aldeas y pueblos de Francia. Se llama a las Hijas de la Caridad:
«para visitar a los enfermos tanto en la parroquia como en las aldeas vecinas, para llevarles los remedios, procurarles todos los socorros necesarios».
Los contratos de fundación señalan que una de las Hermanas se encargará de la escuela para las niñas pobres:
«les instruirá en los principios de la religión católica, apostólica y romana, y les enseñará a leer«.
Maturina Guérin escoge con cuidado a las dos o tres Hermanas que han de enviar a las nuevas implantaciones. Sus Consejeras le ayudan en esta elección, como lo señala su nota biográfica: «No decidía nada sin el parecer de sus Consejeras».
Dedica una atención especial a la elección de la Hermana Sirviente que ha de ser
la animadora de la Comunidad:
«Tenía como norma no nombrar Hermanas Sirvientes a las que hubieran manifestado que tenían deseo de ello y cuya vida no hubiera sido ejemplar en los demás oficios que habían tenido anteriormente».
Como en tiempo de los Fundadores, «el envío a misión» se hace durante una Conferencia. El 20 de mayo de 1685, el Padre Serre habla a las Hermanas que van a ir al nuevo establecimiento de Rochefort:
«Es conveniente que digamos algo a nuestras Hermanas que van mañana a Rochefort… No os extrañaréis de los rechazos y contradicciones que encontrareis, ni de la privación de muchas cosas que os han de faltar… Contemplad a Nuestro Señor cuando vino a este mundo por su Encarnación: quiso nacer pobremente… Hermanas, ese es vuestro Modelo».
Las Hermanas van provistas para su viaje de un salvoconducto firmado por el Superior General de la Congregación de la Misión. Dicho salvoconducto garantiza que las Hermanas no son unas vagabundas, que son jóvenes de buenas costumbres y que, allí donde se detengan, pueden recibir todos los Sacramentos de la Iglesia Católica. Los Archivos de la Casa Madre conservan varios de estos pases.
«Edmundo Jolly, Superior General de la Congregación de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad, a nuestras queridas hijas en Jesucristo, nuestro Salvador, Sor Nicolasa Courtin y Sor María Chauvin, Hermanas de dicha Compañía, salud en Nuestro Señor.
Habiéndonos hecho el honor el Señor Marqués de Louvois de pedirnos Hermanas de vuestra Compañía para establecerlas en su tierra de Louvois para el alivio de los pobres enfermos no sólo de dicho lugar, sino también de tres aldeas o pueblos que de él dependen, nos, deseando satisfacer las santas intenciones de dicho Señor, mandamos que os dirijáis a dicho lugar de Louvois para recibir sus órdenes y trabajar allí, bajo el beneplácito del Señor Arzobispo de Reims, según vuestro Instituto y conforme a vuestras Reglas.
Por esto suplicamos muy humildemente a los Señores Curas y a otros Superiores de las Iglesias por donde paséis, que os permitan recibir los Sacramentos que necesitéis, puesto que sois personas de intachable vida y buenas costumbres.
En fe de lo cual hemos firmado la presente de nuestra propia mano y la hemos hecho sellar con nuestro sello ordinario en la casa de San Lázaro de París, 10 de febrero de 1676.»
Firmado: Edmundo Jolly.
El viaje es con frecuencia largo, difícil, a veces peligroso. Los soldados van vagando por el campo buscando con qué subsistir. Los cocheros y los carreteros no tienen buena reputación. Juana Bonvilliers recordará siempre uno de sus viajes, en el que conservó la vida gracias a una intervención milagrosa de Dios.
«Se encontró una vez en gran peligro: mientras iba de viaje, el que la conducía se encontró solo con ella en un paso muy apropiado a su desgraciado propósito y quiso forzarla. Pero ella se puso de rodillas para encomendarse a Dios y suplicó a aquel hombre que la matara, presentándole su cuello para que lo cortara antes que hacerle sufrir semejante maldad; esto impresionó a aquel hombre que la dejó sin hacerle daño alguno e incluso le pidió perdón por su mala voluntad. Ella consideraba esta gracia como una de las mayores que Dios le había hecho, y tenía razón, pues fue un milagro».
Igualmente Santa Allou deberá defenderse de un joven demasiado atrevido:
«Dio muestras, en una ocasión, de su valor y del amor que tenía por su pudor, dando un fuerte bofetón a un hombre que quería divertirse a costa de ella».
En general reciben a las Hermanas en los pueblos las personas que las han solicitado. Se pone una casa a su disposición. Toda fundación prevé el pago de una renta para garantizar el servicio a los pobres y la vida material de las Hermanas. En Longué, la Señora de Croiset establece una renta de 1.000 libras en 1696 para que vayan tres Hijas de la Caridad a vivir en el pueblo. En 1682, el Señor de Garcé lega por testamento un capital de 500 libras para producir una renta que se distribuirá cada año a los pobres de Bruz a través de las Hijas de la Caridad.
Pero las rentas previstas no se pagan siempre. Las dos Hermanas, establecidas en Pirée (cerca de Rennes) en 1683, no recibirán más que el tercio de lo que estaba previsto. En Montpon, los herederos de la Señorita de Foix rehusaron continuar pagando la renta a las Hermanas y a los pobres. De esta manera, las Hermanas viven realmente la pobreza y comparten lo que tienen con los Pobres.
Como lo recomendaba San Vicente, las Hijas de la Caridad se esfuerzan por realizar su servicio con «compasión, dulzura, cordialidad, respeto y devoción» y los testimonios de ello abundan en las notas de las Hermanas difuntas. Las compañeras de Bárbara Firon en Charenton (Isla de Francia) recuerdan con admiración la actitud de su Hermana Sirviente.
«Tenía un gran cuidado de sus pobres enfermos, llevándoles todos los días la ración, aunque había algunos que estaban muy alejados. Cuando habían tomado medicina (es decir, una purga), iba a verlos después de comer para ver cómo se encontraban».
Al servicio corporal se une el servicio espiritual. Francisca Goupil (que no sabe leer y su compañera trabajan juntas y se ayudan mutuamente.
«Cuando yo hacía la lectura (este término designa el catecismo) a nuestras mujeres pobres, cuenta la compañera, según la costumbre en los pueblos, Sor Francisca se la explicaba maravillosamente bien, enseñándoles el modo de hacer buen uso de ella».
Las notas subrayan con fuerza que es de su trato con Cristo de donde las Hermanas sacan el Amor que anima su servicio.
«Ella (Renata l’Agneau) tenía un respeto tal por los pobres que miraba en ellos la persona de Nuestro Señor. No se quejaba nunca de los desprecios y de las injurias que le hacían, y decía a este respecto: «el servidor no es mayor que su amo». Y cuando se le preguntaba por qué quería ser tratada como los pobres, respondía: «¿No es justo que las siervas sean tratadas como sus amos?«».
Al terminar la conferencia sobre las virtudes de María Tousson (fallecida a los doce años de vocación), el Padre Talec, Director de la Compañía, exclama con admiración:
«Las Hijas de la Caridad están obligadas a respetar a todos, especialmente a los pobres que son sus amos, y de los que ellas son las siervas. Pues esto es lo que ella (María Tousson) hacía, honrando a su prójimo por el amor de Dios».
Las Reglas particulares para las Hermanas de las Aldeas que cada una de las Comunidades lee todos los meses, piden que se preste una gran atención a las niñas pobres:
«No sólo a las que vayan a su escuela… (sino también) a las que mendigan el pan… a las que casi nunca pueden ir a la escuela como son las pastoras, vaqueras y otras que guardan ganados (las jóvenes trabajadoras).
La Regla pide a las Hermanas que las instruyan, les enseñen las verdades de la fe en su casa si es que las niñas acuden allí, o:
«en el tiempo y lugar donde las encuentren no sólo en las Aldeas, sino también en los campos y caminos».
En todas las aldeas en que están establecidas, las Hermanas se preocupan por la educación de las niñas. Les enseñan sus deberes para ser buenas cristianas, las preparan para la primera comunión, pero también combaten el analfabetismo, enseñándolas a leer y a escribir y tratan de hacerlas capaces de que se ganen la vida mediante el aprendizaje de un oficio.
Durante 21 años, Maturina Guérin asumió la responsabilidad de la pequeña Compañía como Superiora General. Trabajó en la redacción de las Reglas, recibió a muchas Hermanas, respondió a las múltiples llamadas de los pobres.
«Se consideraba a Sor Maturina Guérin como un tesoro que Dios había regalado a la Compañía», dirá Francisca Carcireux, una Hermana muy mayor, que había entrado en la Compañía antes que Maturina Guérin.
Si, exteriormente, Maturina Guérin se presenta a los ojos de todos como una fuerte personalidad que había recibido muchos talentos, interiormente camina, paso a paso, hacia su Dios, atravesando épocas de duda, de angustia, de tinieblas. Durante uno de sus Ejercicios Espirituales, Maturina escribió sus reflexiones y sus resoluciones en un cuadernito.
«Durante mis Ejercicios, he tomado la resolución de abandonarme totalmente a Dios en lo que se refiere a mi salvación, por la que he tenido, en el pasado, demasiada angustia y turbación a causa de mis pecados y por falta de una confianza total en su Bondad.
Los motivos que me han inducido a este total abandono en las manos de Dios son:
1.° La firme confianza que tengo en que El quiere salvarme, ya que, para esto envió su Hijo al mundo.
2.° La reflexión que he hecho sobre la dulce mirada que Nuestro Señor dirigió a San Pedro después de haberle éste negado, y el reproche que hizo a las mujeres de Jerusalén camino del Calvario, junto con los vivos sentimientos de amor y gratitud que Dios me ha dado en mi oración en la que me ha hecho ver que no había ahorrado nada por mi salvación y que, por su parte, había preparado todo lo necesario para mi santificación.».
Como muchos santos, Maturina atraviesa la «noche oscura del alma», en la que se siente a Dios lejano, inaccesible, en la que tinieblas y penas interiores invaden el alma.
«He visto también, en mis Ejercicios, que me faltaba sumisión para sufrir las tinieblas y las penas interiores en las que place a Dios sumergirme, pero, por su misericordia, me he desengañado de la vana esperanza que tenía de librarme de un mal que Dios quiere absolutamente que soporte, considerando la impotencia en que, se encontraba la Santísima Virgen de poder socorrer a su querido Hijo en los tormentos de su Pasión y que todo lo que hacía en presencia de este divino Salvador no hacía más que aumentar sus dolores en vez de aliviarlos».
En un impulso de amor hacia su Señor, Maturina le entrega toda su vida.
«Considerando todo esto, propongo, Dios mío, mediante vuestra gracia, sufrir por vuestro amor todos los abandonos y las penas más duras, convencida de que no hay fuerza, ni luz, ni consuelo verdadero si Vos mismo no los concedéis. Por tanto, me someto de todo corazón a vuestra dirección y me abandono para siempre en vuestras manos. Vos sabéis lo que me conviene y lo que no. Obrad, pues, en adelante como os plazca y haced de mí todo lo que queráis».
Maturina va a vivir este abandono en Dios, durante los últimos años de su vida en el total desprendimiento de sí misma. Después de una grave enfermedad que la retiene varios meses en cama (probablemente un ataque de apoplejía con hemiplejia y afasia), Maturina entra en lo que hoy se llama la cuarta edad.
«Se quedó sin fuerzas y con su complexión fuerte y muy gruesa, de manera que tenía suma dificultad para andar e incluso para hablar, lo que hacía que fuera una carga para quienes la cuidaban».
Conservando a pesar de todo una cierta lucidez, Maturina sufre por no estar ya en condiciones de servir a la Compañía, como lo había hecho anteriormente.
«Al final de su vida se consideraba como un árbol estéril que ocupaba la tierra en vano. Decía con frecuencia que no era más que una carga para la Compañía… A menudo pedía perdón por el mal ejemplo que había dado, suplicando a la Compañía que pidiera a Dios para ella la gracia de corregirse».
Pero su mayor pena era no poder vivir, de manera consciente, en la presencia de Dios.
«Su mayor pena era no poder dedicarse continuamente a Dios, según la laudable costumbre que había adquirido. Siempre pensaba que no hacía bastantes esfuerzos para superar su dificultad».
iQué sufrimiento vive la persona anciana al constatar que su cuerpo no responde ya a las exigencias de su espíritu, que su espíritu pierde vivacidad, que su ser profundo no puede expresar ya la vida que le invade! Es la actualización de la «pobreza total», del «servidor inútil» que se abandona en Dios, porque sabe que el Amor puede transformarlo todo, que sólo el Amor permanece. Es la participación más plena en el Misterio Pascual, misterio de muerte y de resurrección.
A pesar de su debilitamiento y de la pérdida de una gran parte de sus facultades, Maturina conserva una profunda actitud de oración.
«A las tres nunca dejaba de adorar a Nuestro Señor muriendo por nosotros en el árbol de la Cruz, acto que hacía durante un tiempo bastante largo».
Ana Girault cuenta que un día se había quedado cerca de Maturina Guérin mientras la Comunidad estaba en la Capilla.
«Vi que estaba mucho rato postrada en tierra, con un gran recogimiento y temiendo que para ella era una postura muy incómoda, le dije: «Hermana, ¿por qué está tanto tiempo de rodillas sobre las baldosas con la dificultad que esto le supone?» Y ella me respondió: «Hermana, como usted se ha privado de la Bendición del Santísimo donde han ido las demás, yo estoy ofreciendo a Dios lo que usted está haciendo para que no se vea privada de todo».
Maturina había adquirido esta actitud orante por su contacto prolongado con Cristo en la oración. Muchas veces, durante su generalato, había comunicado a sus Hermanas su propia experiencia.
«Tenemos que… estar muy atentas a la voz de Dios que nos habla desde el fondo del corazón. Es allí (en la oración) donde el Señor se nos descubre… Cuando Dios nos deja en la oscuridad y en la impotencia o nos vemos invadidas por la distracción, tenemos que hacer oración de paciencia, manteniéndonos en la presencia de Dios como un pobre ante su Señor, sirviéndonos de vez en cuando de algunas palabras de amorosa conformidad a su voluntad».
Se acercaba la hora del encuentro «amoroso» de Maturina con su Señor. El 19 de octubre de 1704, Maturina va a Misa con toda la Comunidad y comulga con gran piedad y devoción. Permanece largo tiempo de rodillas en acción de gracias. Después las Hermanas la llevan a su habitación y la acuestan. Se agrava súbitamente por lo que una Hermana le propone recibir la Extrema Unción.
«Hace mucho tiempo que deseo recibirla», responde ella con gran dificultad.
Después de recibir este Sacramento, Maturina permanece en una paz profunda. Muere a las tres de la tarde uniéndose así, como lo había deseado, a la muerte de Cristo a quien consagró toda su vida. Tenía entonces 75 años de edad y 56 de vocación.
El mensaje de Sor Maturina Guérin a la Compañía de las Hijas de la Caridad puede resumirse en este consejo que dio un día a Juliana Loyer:
«Ajuste su vida, siempre y en todo, con el nivel de la Caridad».